Los ríos profundos

Jose Maria Arguedas

Fragmento

Presentación

La Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española, en su último Congreso de la Asociación celebrado en Sevilla (2019), acordaron la publicación de una edición de la obra Los ríos profundos de José María Arguedas, para rendir homenaje a uno de los más grandes representantes de la literatura en Perú.

Esta edición, coordinada conjuntamente por la Presidencia de la Asociación de Academias de la Lengua Española y la Academia Peruana de la Lengua, se une a la ya larga lista de obras que componen la colección iniciada con el Quijote del IV Centenario (2004) y continuada con Cien años de soledad (2007), La región más transparente (2008), Pablo Neruda. Antología general (2010), Gabriela Mistral en verso y prosa (2010), La ciudad y los perros (2012), Rubén Darío. Del símbolo a la realidad (2016), La colmena (2016), Borges esencial (2017), Yo el Supremo (2017), Rayuela (2019), El Señor Presidente (2020) y Martí en su universo. Una antología (2021).

El volumen estaba pensado para su presentación en el IX Congreso Internacional de la Lengua Española, cuya celebración estaba programada para marzo de 2023 en Arequipa (Perú) con el tema central «Lengua española, mestizaje e interculturalidad. Historia y futuro». Las circunstancias no han permitido mantener la sede del congreso, que en último momento ha sido trasladada a Cádiz (España) en las mismas fechas y donde se presentará esta edición.

La obra, tras hacer público algún avance, bien en forma de cuento, bien como anticipos de la novela misma, en diversas publicaciones periódicas de la época —en la revista Las Moradas (1948) se publicó el capítulo II, «Los viajes», bajo el título «Los ríos profundos»; y en 1951 apareció en la revista Letras Peruanas «Zumbayllu» con la anotación «fragmento inédito del capítulo sexto de la novela Los ríos profundos»—, se terminó de publicar diez años más tarde, en 1958. El libro, si bien tuvo cierta repercusión en el mundo cultural, con la aparición de importantes artículos de Mario Vargas Llosa y Saúl Yurkievich, además de la concesión del Premio Nacional de Fomento a la Cultura «Ricardo Palma» (1959), no alcanzaría el completo reconocimiento de la crítica hasta la muerte del escritor en 1969. Tras esa primera edición, salieron ediciones limitadas en Cuba (1965) y Chile (1967); la segunda edición en Losada esperó hasta 1971. Ya en 1966 apareció la primera traducción al francés de la obra.

La novela, considerada la obra maestra de Arguedas, inauguró, junto a Pedro Páramo, del mexicano Juan Rulfo, las bases del movimiento literario neoindigenista caracterizado por la transculturalidad y el mestizaje.

Desde este punto de vista, la obra de Arguedas integra el mundo indígena de manera natural, como realidad completa y compleja siempre presente, que desarrolla un punto de vista propio, y huye de mostrar exclusivamente el aspecto racial del indio, victimizado y marginal. Los personajes de Arguedas nos muestran su propia perspectiva, su particular visión del mundo. Ernesto nos transmite cómo María Angola, la campana de la catedral de Cuzco, puede oírse no solo en todos los Andes, sus ondas «abrazaban al mundo»; las piedras del muro incaico «se trasladan a tu mente y desde allí te inquietan»; y el zumbayllu, el trompo infantil —imagen que ilustra la cubierta de nuestra edición, bañado en las ondas de los ríos y las de su propio sonido—, «hablaba con voz dulce, que parecía traer al patio el canto de todos los insectos alados que zumban musicalmente entre los arbustos floridos» y al que «tú le hablas primero en uno de sus ojos, le das tu encargo, le orientas al camino, y después, cuando está cantando, soplas despacio hacia la dirección que quieres; y sigues dándole tu encargo. Y el zumbayllu canta al oído de quien te espera», porque su «zumbido [...] penetraba en el oído como un llamado que brotara de la propia sangre del oyente».

En palabras de Rodríguez-Luis [2004: 138], este neoindigenismo dio lugar al testimonio indígena novelizado; testimonio que «escapa de la sujeción a las convenciones que exige el desarrollo de una narración novelística, y también de la necesidad de la denuncia política como consustancial a su existencia». Y es José María Arguedas «el primer escritor que nos introduce en el seno mismo de la cultura indígena y nos revela la riqueza y la complejidad anímica del indio, de la manera viviente y directa con que solo la literatura puede hacerlo» [Vargas Llosa, 1964: 5].

Esta nueva edición de Los ríos profundos va acompañada de un conjunto de estudios monográficos y breves ensayos. Abre la serie un trabajo de Mario Vargas Llosa, premio Nobel y académico de la Española y de la Peruana, que recorre la obra y la vida de Arguedas. El premio Cervantes y académico nicaragüense Sergio Ramírez desentraña los significados de la obra, sus personajes y su contexto. Partiendo de la faceta antropológica de Arguedas, el director de la Real Academia Española y presidente de la ASALE, Santiago Muñoz Machado, se centra en aspectos fundamentales del indigenismo y los derechos de los pueblos originarios.

Al final del volumen y bajo el título «Otros cauces arguedianos», se recogen las colaboraciones de Marco Martos Carrera, Ricardo González Vigil, Alonso Cueto y Rodolfo Cerrón-Palomino, de la Academia Peruana de la Lengua, y la profesora e investigadora titular en la Universidad Nacional Autónoma de México Françoise Perus.

Completan el volumen una bibliografía básica y un glosario de voces utilizadas en la novela, elaborados en estrecha colaboración entre la Academia Peruana de la Lengua y la Real Academia Española. En el glosario se insertan los términos del corpus léxico en lengua nativa subyacente en la novela, estudiados por Rodolfo Cerrón-Palomino.

A todos ellos manifiestan su gratitud la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española. Agradecimiento especial merecen la Academia Peruana de la Lengua, en particular la labor de don Marco Martos Carrera, que tan diligentemente ha facilitado la solución de todos los problemas que han ido surgiendo en la elaboración de esta edición, y a doña Sybila Arredondo, viuda de José María Arguedas, por las facilidades que nos ha prestado para la publicación de esta edición.

José María Arguedas

© Archivo Casa de las Américas

José María Arguedas. Mario Vargas Llosa

MARIO VARGAS LLOSA

JOSÉ MARÍA ARGUEDAS

Entre todos los escritores peruanos el que he leído y estudiado más ha sido probablemente José María Arguedas (1911-1969). Fue un hombre bueno y un buen escritor, pero hubiera podido serlo más si, por su sensibilidad extrema, su generosidad, su ingenuidad y su confusión ideológica, no hubiera cedido a la presión política del medio académico e intelectual en el que se movía para que, renunciando a su vocación natural hacia la ensoñación, la memoria privada y el lirismo, hiciera literatura social, indigenista y revolucionaria.

«ENTRE EL FUEGO Y EL AMOR»

(1935-1941)

La literatura, la cárcel, la sierra, la educación

Los años que median entre la publicación de los cuentos de Agua y su primera novela, Yawar Fiesta —1935 a 1941— ampliarían de manera considerable el conocimiento que José María Arguedas tenía de la realidad peruana y de las inequidades sociales y políticas del país. En esos seis años se incorporó al medio intelectual limeño, militó a favor de la República española, estuvo preso por razones políticas, se casó con Celia Bustamante Vernal, su primera mujer, volvió a la sierra en la región de Cusco, empezó su carrera magisterial y comenzó sus investigaciones sobre etnología y folclore andino y sus colaboraciones periodísticas sobre estos temas, a la vez que escribía una de sus mejores novelas. En esos años, el debate ideológico sobre el indigenismo prosiguió, sobre todo con la aportación de las ideas de un socialista, estudioso de la comunidad indígena tradicional, y empeñado en promocionar a esta como modelo de la futura sociedad peruana: Hildebrando Castro Pozo.

Tenemos un precioso testimonio sobre estos años de Arguedas gracias al poeta Manuel Moreno Jimeno. Se habían conocido en 1933, a través de otro poeta —Luis Valle Goicochea—, quien los presentó en el café Romano del centro de Lima, y desde entonces se estableció entre ellos una amistad fraternal que duraría toda la vida. A poco de conocerse, Arguedas propuso a Moreno Jimeno un viaje a pie, por el valle del Mantaro, en la sierra central, y en esas semanas que pasaron juntos recorriendo los poblados y las comunidades campesinas, compartiendo las modestas viviendas y a veces las faenas de los indios, Moreno Jimeno pudo observar de cerca el interés y la pasión amorosa de Arguedas por los hombres y mujeres de los Andes, así como lo desgarrado de su vida interior: ya entonces sufría de esos desvelos que lo atormentarían tanto en sus últimos años y de súbitas depresiones que lo dejaban debilitado y desmoralizado días enteros. La correspondencia entre ambos amigos, publicada por Roland Forgues [1993], ofrece una valiosa información sobre Arguedas en esta época y las circunstancias en que escribió Yawar Fiesta.

Trabajaba en el Correo Central, «sellando cartas», vivía en una habitación de la calle Plumereros, en cuya azotea practicaba a veces el boxeo, deporte que le encantaba, e iba con frecuencia a casa de Moreno Jimeno, en La Victoria, cuya familia lo adoptó como a un hijo. El poeta (que trabajaba entonces como obrero de la construcción) había convertido esta modesta vivienda en un enclave de lecturas refinadas y de buena música, y entre esas paredes tomó contacto Arguedas con la poesía de vanguardia, con escritores europeos traducidos al español, y escuchó por primera vez obras de Johann Sebastian Bach y de compositores barrocos italianos como Antonio Vivaldi, Benedetto Marcello y Giovanni Battista Pergolesi.

Pero, gracias a la peña Pancho Fierro, foco de irradiación del arte popular y del folclore, fundada en 1935 y 1936 por las hermanas Celia y Alicia Bustamante, que ejercerían gran influencia en su vida, Arguedas pudo también dedicar buena parte de su tiempo a la cultura andina. Alicia Bustamante, joven pintora, se había formado en la Escuela de Bellas Artes, cuando esta, bajo la dirección de José Sabogal, era la ciudadela del indigenismo artístico en el Perú. Al cerrarse la escuela, al mismo tiempo que la universidad, por razones políticas, Alicia y su hermana Celia abrieron en una antigua vivienda de la plazuela de San Agustín, en el centro de Lima colonial, la peña bautizada con el nombre del célebre acuarelista mulato Pancho Fierro (1803-1879), que en sus cartulinas y pinturas documentó con espontáneo talento y mucha gracia y picardía los tipos populares y las costumbres de la vida limeña del siglo XIX. El nombre era todo un programa de acción estética. La peña Pancho Fierro, donde Celia y Alicia fueron reuniendo una extraordinaria colección de artesanía popular procedente de todas las regiones y culturas del Perú, se convirtió en un centro de promoción y defensa del indigenismo artístico, de las artes populares —la música, las danzas, la imaginería, los vestuarios, todas las manifestaciones del folclore y, en especial, el procedente de los pueblos andinos— y en lugar de encuentro de escritores, poetas, pintores e intelectuales nacionales o extranjeros de paso por Lima.

Arguedas, que había hecho amistad con las hermanas Bustamante desde sus primeros años universitarios, estuvo ligado desde el principio a la peña Pancho Fierro, y su conocimiento de la música y de los Andes contribuyó en mucho a la vocación indigenista que desde su inicio tuvo esta institución, en la que, en 1939, Alicia Bustamante organizó, por primera vez en el Perú, una gran exposición de arte popular. En la peña frecuentó Arguedas a escritores e intelectuales con quienes mantuvo una estrecha relación todo el resto de su vida, como el poeta surrealista Emilio Adolfo Westphalen y el filósofo Carlos Cueto Fernandini y, años más tarde, a los poetas de la generación posterior, Jorge Eduardo Eielson, Sebastián Salazar Bondy, Javier Sologuren y Blanca Varela, y al pintor Fernando de Szyszlo. La labor allí realizada en favor de la música popular y la ayuda que las hermanas Bustamante le prestaron en aclimatación al medio de Lima fue recordada por Arguedas en una de sus cartas-testamento:

Ella (Celia), su hermana Alicia y los amigos comunes me abrieron las puertas de la ciudad (Lima) o hicieron más fácil mi no tan profundo ingreso en ella y, con mi padre y los libros, el mejor entendimiento del castellano, la mitad del mundo. Y también con Celia y Alicia empezamos a quebrantar la muralla que cercaba Lima y la costa —la mente de los criollos todopoderosos, colonos de una mezcla bastante indefinible de España, Francia y los Estados Unidos y de los colonos de estos colonos—, quebrantar la muralla que cerraba Lima y la costa a la música en milenios, creada y perfeccionada por quechuas, aymaras y mestizos. [Arguedas, 1969].

El énfasis en lo de la música andina revela una de las pasiones precoces de Arguedas y una ocupación central en su obra de antropólogo y folclorista, como recopilador y traductor al español de canciones quechuas. Desde estos años, para escucharlas, frecuentaba los clubes provincianos y las fiestas populares de las asociaciones de migrantes de la sierra avecindados en Lima. En San Marcos había empezado a preparar una tesis de bachillerato sobre «La canción popular mestiza, su valor poético y sus posibilidades», que no llegó a presentar. Él mismo tenía una magnífica voz y cuando estaba de buen ánimo solía alegrar las reuniones sociales entonando las canciones serranas y zapateando un huaynito. La única vez que visité la peña Pancho Fierro muchos años después de los que evoco, en junio de 1962, oí cantar en quechua a José María una traviesa tonada de los Andes.

En agosto de 1936, con un grupo de compañeros de San Marcos —José Alvarado Sánchez, Emilio Champion, Augusto Tamayo Vargas y Alberto Tauro—, Arguedas aparece en el grupo fundador de la revista Palabra, en defensa de la cultura (órgano de los alumnos de la Facultad de Letras de la universidad), de la que saldrían cuatro números, en uno de los cuales publicará «El despojo», primer adelanto de su novela Yawar Fiesta. Uno de sus compañeros de esta aventura, el futuro profesor e historiador Alberto Tauro, publicaría en esos años un recuento histórico y literario —un balance intelectual— del movimiento indigenista.

En esta época, a la vez que participaba de manera activa en la vida cultural, José María Arguedas tuvo también, por única vez en su vida, abierta militancia política. Según Moreno Jimeno, la peña Pancho Fierro atraía a muchos «intelectuales de avanzada» y «era considerada como un centro de escritores y artistas comunistas» (p. 30). Quienes la frecuentaban se hallaban más cerca del Partido Comunista que del APRA en la rivalidad que oponía a las dos fuerzas de izquierda que luchaban encarnizadamente entre sí, al mismo tiempo que padecían la represión de la dictadura de Benavides.

En el Perú, al igual que en el resto de América Latina, la guerra civil española fue seguida con pasión y provocó movilizaciones y apasionadas e intensas polémicas [FalcoffPike, 1982: 203-249]. La defensa de la República contra los insurgentes del general Francisco Franco fue una causa por la que se volcaron todos los intelectuales de izquierda. En Lima, un grupo de estudiantes universitarios y de militares políticos constituyó un Comité de Acción en Defensa de la República Española (CADRE), del que Arguedas fue miembro activo. Desde 1936, en que hubo elecciones universitarias en San Marcos, ya hacía política. Ese año, con José Russo y Roberto Koch, José María salió elegido delegado de tercer año al Centro Federado de la Facultad de Letras. En ese contexto se produjeron los incidentes que lo llevarían a la cárcel [Encinas, 1993: 23-24; Lévano, 1969].

El Sexto

El general italiano Camarotta, que había comandado las tropas italianas enviadas a España por Mussolini para ayudar a Franco, llegó al Perú, en misión oficial del gobierno fascista italiano, para asesorar a la dictadura del general Benavides en la reorganización de la policía. Alguien tuvo la peregrina ocurrencia de llevar al general Camarotta a visitar a su compatriota, el profesor italiano Hipólito Galante, que dirigía el Instituto de Filología de San Marcos, una universidad que, como decía Encinas, era «un incandescente foco de agitación en favor de la República española» [Encinas, 1993: 23-24]. Este clima se hallaba enardecido esos días con las noticias de los bombardeos de poblaciones inermes efectuados por la aviación italiana en España. Al ver aparecer al general Camarotta, con vistoso uniforme y entorchados, en los patios de San Marcos se organizó un acto de protesta y los estudiantes, entre los que se hallaba Arguedas, lo rodearon cantando La Internacional e intentaron arrojarlo a la pila del patio de Derecho. Según Moreno Jimeno, que participó en los sucesos y pasó por ello más de un año en la cárcel, un grupo de profesores rescató al general Camarotta antes de la zambullida, pero no pudo impedir que fuera insultado y «sacudido». Una inmediata redada llevó a la cárcel a casi todos los miembros del CADRE, entre ellos a Arguedas, quien debido a ello perdió su empleo en el Correo Central. El general Benavides instituyó un consejo de guerra para juzgar a los detenidos.

Arguedas permaneció preso cerca de un año, entre mediados de 1937 y junio de 1938, periodo en el cual pasó ocho meses en El Sexto, dos meses de intendencia y un mes y medio en el hospital. En la tristemente célebre prisión de Lima llamada El Sexto convivían criminales, ladrones y vagos con los perseguidos políticos —apristas, comunistas o independientes—, innumerables en esa época de gran dureza represiva. Con los recuerdos de esa experiencia escribiría, años después, su novela El Sexto (1961). Según Encinas, en la cárcel «Arguedas, Ortiz Reyes (otro estudiante preso) y yo iniciamos, en la mejor tradición carcelaria, cursos de divulgación social, legal, económica y filosófica, acerca de los padecimientos del país y de la necesidad de erradicarlos» [Encinas, 1993: 25]. Pero, dada su sensibilidad y vulnerabilidad emocional, el año pasado en ese infierno carcelario, donde se vivía en la inmundicia y el hambre, se torturaba y asesinaba a ojos vistas de los demás presos, y donde las violaciones homosexuales, tráficos de alcohol, coca y drogas y los atropellos más horrendos eran cometidos a diario —ante la indiferencia de los guardianes— por bandas de delincuentes encabezados por los peores criminales del hampa limeña, contribuyó a agravar, con una pesada carga, la maltratada vida emocional de Arguedas, aguzando sus sentimientos de inseguridad y su patética identificación con los humildes y los indefensos.

En esos días de prisión, la ayuda que le prestó Celia Bustamante fue invalorable. Lo visitaba sin cesar, llevándole comida (la de la prisión era inmunda o inexistente) y animándolo a resistir la prueba, sin perder la fe en que saldría libre. Ese apoyo fue decisivo para que lo que había sido hasta entonces una relación de amistad cobrara otro sesgo y surgiera, en Arguedas, un sentimiento amoroso o, acaso, una gratitud tan honda hacia Celia que parecía amor. Arguedas diría, más tarde, recordando ese episodio que a Celia Bustamante Vernal

debo haber sobrevivido en el hospital, sala de presos, donde estuve en medio de dos tuberculosos hemoptoicos. Los cuidados de mi novia me salvaron. Zurita, uno de los presos, ladrón sentenciado a ocho años, lanzaba sangre hasta salpicar mi cama. Yo lo atendía porque era un hombre extraordinario a quien llegué a querer mucho [Flores, 1959: 503-504].

(Según Moreno Jimeno, esta no fue la primera relación amorosa de Arguedas, quien, antes de caer en prisión, había tenido una breve y «conflictiva» aventura emocional con una mujer llamada Adela, viuda de un comunista peruano muerto en Chile, con la que vivió por un breve periodo).

‘Canto kechwa’

En la prisión, además, se dio ánimos para traducir muchas canciones quechuas que aparecían en su segundo libro, Canto kechwa [1938], que, según Mildred Merino de Zela, Arguedas iba enviando desde la cárcel a su amigo Alberto Tauro para que se las comentara. Así, entre los barrotes de una cárcel, inició otra de las fundamentales tareas de su vida intelectual: recopilar y traducir al español el acervo cultural y folclórico del mundo quechua.

El segundo libro de Arguedas, publicado tres años después de Agua, tiene unas bonitas ilustraciones de Alicia Bustamante; en él se anuncia Yawar Fiesta (que solo saldría tres años más tarde) y consta de veintiuna canciones traducidas al español. El prólogo-ensayo contiene una parte confesional y nostálgica muy interesante, pues revela las fuentes de algunos de sus relatos, así como de sus futuras novelas Los ríos profundos y Todas las sangres, todas experiencias de su infancia y juventud. Aunque hay referencias a la explotación y los prejuicios de que es víctima el indio, el ensayo se centra en la importancia de la música en la vida indígena, para lo cual cita Arguedas algunos recuerdos de su vida en la hacienda «Viceca» [sic]: los huaynos que cantaban los campesinos en la noche y las danzas y canciones que acompañaban la cosecha del maíz. Acaso la fuente literaria más vívida que asoma en el texto sea una imagen de la hacienda Karkequi, en los valles del Apurímac. Aquel «pariente de mi padre», apodado el Viejo, que «tenía 400 indios» a los que sometía a una rígida disciplina —«como mulas de carga»— y que vivían paralizados por el terror y una reverencia religiosa al amo, será el modelo del Viejo de Los ríos profundos y del don Bruno de Todas las sangres. Para mostrar hasta qué extremos de indefensión y nulidad vital había llevado ese sistema de despotismo paternalista a sus víctimas, Arguedas dice que aquellos campesinos habían perdido la facultad que para él representaba mejor que ninguna otra la fuerza de la vida: «Esa indiada no sabía cantar».

Aunque señala que abundan todavía los prejuicios costeños contra todo lo que es indio, incluida su música (los limeños acomodados prefieren bailar el tango y el one step en vez de huaynos), Arguedas constata que «el movimiento en defensa del indio había crecido mucho y se iba convirtiendo en fuerza nacional» [Arguedas, 1938: 9]. A la vez que elogia la pintura indigenista de Mario Urteaga y Julia Codesido, hace una educada crítica al «indigenismo» y al «cholismo» en el arte y en la literatura pues se quedan «casi siempre en lo brillante y decorativo», sin lograr «la fluidez y la plenitud estética de la obra que expresa lo vivido, lo sentido en lo más íntimo de la propia carne» [Arguedas, 1938: 14]. El ensayo termina con una nota optimista: en el Perú «se está creando el ambiente para el advenimiento de un gran arte nacional de tema indigenista».

El pronóstico se confirmaría gracias a Ciro Alegría (que en esos años publica sus tres novelas) y a Arguedas, quien, como advierte este texto, se hallaba sumergido en la búsqueda de una forma artística capaz de recrear el mundo indígena con originalidad y vigor, algo que, en efecto, lograría en Yawar Fiesta. Para esta época, con solo dos publicaciones, ya había adquirido firme prestigio en el pequeño medio intelectual peruano. A mediados de 1939, apareció un estudio dedicado a su obra, de Moisés Arroyo Posadas [1939], el primer libro de muchos que al cabo de los años generaría el interés de los críticos por sus cuentos y novelas. Este breve texto, aunque de interés más bien simbólico, acierta al pronosticar que Arguedas alternará pronto con la mejor literatura latinoamericana del momento, entre cuyas obras cumbre cita a Huasipungo, del ecuatoriano Jorge Icaza; Don Segundo Sombra, del argentino Ricardo Güiraldes; Los de abajo, del mexicano Mariano Azuela; La vorágine, del colombiano Eustasio Rivera, y El roto, del chileno Jorge Edwards Bello.

Sicuani y el folclore

En marzo de 1939, Arguedas, que, como señalamos, había perdido su puesto en el Correo Central, encontró un trabajo fuera de Lima: profesor de castellano y geografía en el Colegio Nacional de Varones Mateo Pumacahua, de Sicuani-Canchis, en Cusco, con un salario de doscientos soles mensuales. En esa provincia cusqueña pasaría los dos años y siete meses siguientes (hasta octubre de 1941), un periodo que recordará luego —en palabras de Moreno Jimeno— como el «más feliz de su vida». Partió al Cusco con Celia Bustamante, con quien contrajo matrimonio el 30 de junio de 1939 y quien sería hasta 1965 no solo su esposa; también y acaso sobre todo una compañera devota, diligente y maternal, que lo protegió y rodeó de un cariño abnegado y absorbente, por el que Arguedas se sentiría alternativamente reconocido y abrumado. Pero, en esos primeros años, esta relación matrimonial, que soportó más tarde traumáticas pruebas, fue excelente, y la vida de la pareja en Sicuani —con la que Alicia, la hermana de Celia, pasó largas temporadas— transcurrió en paz, animada con proyectos literarios y una provechosa actividad intelectual. Las cartas a Moreno Jimeno muestran a un Arguedas entusiasmado con su trabajo como maestro, tomando iniciativas que desbordaban sus obligaciones, ávido de lecturas y de empeños literarios y también concernido —aunque a cierta distancia— con la situación política en esos años finales de Benavides y la campaña electoral en la que resultaría electo Manuel Prado. En su tiempo libre, dirigió un ambicioso proyecto de recopilación folclórica de la zona de Sicuani, con la colaboración de sus alumnos del colegio Mateo Pumacahua, cuyos resultados envió al Ministerio de Educación, con un prólogo suyo. En Sicuani conoció a un gran folclorista y quechuólogo cusqueño, el padre Jorge A. Lira, con quien haría buena amistad y con el que publicaría un libro años más tarde.

Desde su salida de la cárcel, Arguedas comenzó a enviar artículos sobre danzas, ritos y ceremonias indígenas de los Andes al diario La Prensa, de Buenos Aires —su primer artículo, «Simbolismo y poesía de dos canciones populares quechuas», apareció los días 23 de octubre y 27 de noviembre de 1938—, con el que siguió colaborando regularmente con textos de divulgación folclórica y etnológica hasta 1944 [Arguedas, 1976; 1985]. Su periodo más fecundo de colaboraciones con el diario argentino fue, precisamente, el de su estadía en la sierra cusqueña.

Pero lo más fructífero de su estancia en Sicuani fue la materialización de la novela cuyo tema lo rondaba desde hacía por lo menos tres años —la de una corrida de toros india, en Puquio, la ciudad ayacuchana de su infancia—, que por fin escribió aquí en 1940, acicateado por un asunto circunstancial: un concurso de novela hispanoamericana convocado por una editorial de Estados Unidos. Se constituyeron jurados nacionales, que debían elegir una obra por país. Las novelas seleccionadas serían juzgadas por un jurado internacional. Arguedas escribió Yawar Fiesta en el segundo semestre de 1940. Enviaba cada capítulo, apenas lo tenía terminado, a Manuel Moreno Jimeno, quien le hacía llegar sus comentarios. Este se encargó de presentar el manuscrito al concurso, y para Arguedas resultó una decepción que el jurado —entre quienes se encontraban algunos compañeros de generación, como Augusto Tamayo Vargas y Estuardo Núñez, así como el padre del indigenismo, Luis E. Valcárcel— prefiriese a la suya la novela de un desconocido, José Ferrando, Panorama hacia el alba, de la que no ha quedado memoria. Pero, con el tiempo, los lectores y la crítica del Perú y de América Latina desagraviarían a Yawar Fiesta.

«ENSOÑACIÓN Y MAGIA»

En 1958 publica Los ríos profundos, su mejor novela. Aunque hondamente basado en experiencias personales —los viajes por la sierra acompañando a su padre, los periodos de soledad cuando este partía, su internado en el colegio Miguel Grau de los padres mercedarios de Abancay, sus recuerdos de los comuneros de Viseca, donde vivió feliz luego de escapar de casa de su madrastra, y los de las haciendas del Apurímac que visitó luego—, es más que un libro autobiográfico: una historia cuya diestra reelaboración ha despersonalizado los recuerdos del autor, confiriendo al mundo narrado la apariencia de soberanía que alcanzan las ficciones logradas. El libro seduce por la elegancia de su estilo, su delicada sensibilidad y la gama de emociones con que recrea el mundo de los Andes. Por su historia desfilan los contrastados grupos sociales de la sierra —indios, colonos y gamonales, mestizos artesanos y propietarios pobres y medianos, soldados y chicheras, curas y autoridades, comerciantes, músicos y santeros ambulantes—, pero su núcleo son las crueles e inocentes ceremonias de la pubertad y el aprendizaje que hace un niño del mundo adulto, entramado social de rígidas jerarquías, impregnado de violencia y racismo.

El castellano amaestrado

Esa larga lucha por la expresión que, según dijo Arguedas en su ensayo de 1950, lo llevó a elegir «el castellano como medio de expresión legítimo del mundo peruano de los Andes» [Arguedas, 1950: 160], cristaliza en esta novela en un estilo de gran eficacia artística. No es más ni menos castellano que el de Yawar Fiesta o el de los cuentos de Agua, ni del que empleará en sus novelas futuras: es distinto, más controlado, funcional y flexible, y expresa con más matices la pluralidad de asuntos, personas y particularidades del mundo —medio real, medio inventado— de Los ríos profundos.

El narrador, bilingüe, traduce al castellano lo que algunos personajes dicen en quechua, incluyendo a veces en cursiva dichos parlamentos en su lengua original. No lo hace con demasiada frecuencia, de modo que las incrustaciones lingüísticas quechuas no estorban la fluencia narrativa, pero sí con la periodicidad necesaria para configurar el ambiente de sociedad dividida en dos pueblos, dos lenguas y dos culturas. Y no por ser «correcto», fraguado dentro de los parámetros de la sintaxis y la morfología ortodoxas, es el castellano del narrador menos apropiado para sugerir, con poderoso aliento, cuando se expresan los quechuhablantes o se hace referencias a la cultura mágico-religiosa de los indios, la existencia de la otra lengua, la que determina una forma de relación con el paisaje y la historia distinta de la implicada en el castellano. Arguedas no volvería a alcanzar esta maestría estilística en sus novelas futuras, salvo en algunos relatos, como La agonía de Rasu-Ñiti, de 1962.

Dos narradores

He hablado del «narrador» como si se tratara de uno solo, y, en verdad, hay en la novela dos narradores que se turnan para contar la historia. Uno es el narrador-personaje, Ernesto, adolescente solitario cuyos desasosiego y emotividad a flor de piel ocupan buena parte de la anécdota, y, el segundo, un narrador omnisciente —adulto, sabio, invisible e impersonal— que asume por breves momentos el gobierno del relato para introducir algunos excursos, por ejemplo la peroración lingüística de comienzos del capítulo VI sobre los significados de la voz onomatopéyica quechua yllu, o enriquecerlo con precisiones entre poéticas y técnicas sobre la fauna y la flora, como las hermosas descripciones del tankayllu («tábano zumbador e inofensivo que vuela en el campo libando flores» [p. 84]), del «limón abanquino, grande, de cáscara gruesa y comestible por dentro...» (pp. 254-255), del canto y costumbres de la calandria o tuya, cuya voz «transmite los secretos de los valles profundos» (p. 198), o de la chiririnka, «mosca azul oscura que zumba aun en la oscuridad» (p. 273). Muchas de estas mudas no son solo espaciales (de un narrador-personaje inmerso en lo narrado a un narrador omnisciente exterior al relato), sino también temporales, pues, como sucede en las descripciones del limón, el tankayllu, la calandria, la mosca azul o el ayak’zapatilla, la narración se traslada por un momento de un pasado indefinido a un presente de indicativo. Varias veces en la novela hay ese sutil desplazamiento de los puntos de vista espaciales y temporales, que, por la destreza de su ejecución, pasa desapercibido por el lector y contribuye de modo decisivo a dar mayor complejidad y densidad a lo narrado.

La más importante de esas mudas de Ernesto al narrador omnisciente y de vuelta a Ernesto ocurre en el capítulo IX, «Cal y canto», cuando aquel releva a este último para narrar la frustrada persecución de doña Felipa y las chicheras rebeldes por los guardias que quedan despistados en el puente del río Pachachaca, que las mujeres han cortado, como barrera mágica, con las tripas de una mula. El episodio comienza siendo referido a Ernesto, en el colegio, por otros alumnos, intermediarios, cuyas voces se alternan y llegan a los lectores transmitidas por la del narrador-personaje. Esa sucesión de voces genera un hábil desorden, cortina de humo que facilita la muda al narrador omnisciente y exterior al relato que se produce, exactamente, al comenzar la frase: «Los guardias montaron; pasaron a galope el puente...» (p. 189). Quien continúa refiriendo los diálogos y la frustración de los guardias que disparan en vano contra la desaparecida fugitiva, ya no narra desde la primera sino desde la tercera persona y dispone de una información que está totalmente fuera del alcance del escolar confinado en el internado. El punto de vista retorna a Ernesto, mediante una nueva muda espacial, gracias a otro artilugio, una frase-rumor de ambiguo propietario (pues no hay manera de determinar si pertenece al narrador-personaje o al narrador omnisciente): «La historia la contaron muchos en Abancay...» (p. 191), con la que termina el párrafo, el que hace las veces de transición para la nueva muda que devolverá a Ernesto el timón del relato.

De los cuentos de Agua a Los ríos profundos, luego del progreso que había constituido Yawar Fiesta, Arguedas ha perfeccionado tanto su estilo como sus recursos técnicos, los que, sin innovaciones espectaculares ni audacias experimentales, alcanzan en esta novela total funcionalidad y dotan a la historia de ese poder persuasivo sin el cual ninguna ficción vive ante el lector ni pasa la prueba del tiempo.

La doble filiación

El hilo conductor entre los episodios de este libro traspasado de nostalgia y, a ratos, de pasión, es un niño desgarrado por una doble filiación que simultáneamente lo enraíza en dos mundos hostiles. Hijo de blancos, criado entre indios, vuelto al mundo de los blancos, Ernesto, el narrador de Los ríos profundos, es un desadaptado, un solitario y también un testigo que goza de una situación de privilegio para evocar la trágica oposición de dos mundos que se desconocen, se rechazan y ni siquiera en su propia persona coexisten sin dolor.

Al comenzar la novela, a la sombra de esas piedras cusqueñas en las que, al igual que en Ernesto (y en José María Arguedas), ásperamente se tocan lo indio y lo español, la suerte del niño está sellada. Él no cambiará ya y, a lo largo de toda la historia, será una presencia aturdida por la violencia con que chocan a cada instante, en mil formas sutiles o arteras, dos razas, dos culturas, en el grave escenario de los Andes. Subjetivamente identificado con los indios que lo criaron («Me criaron los indios; otros, más hombres que estos») y que para él representan el paraíso perdido, pero lejos de ellos por su posición social que, objetivamente, lo hace solidario de esos blancos de Abancay que lo indignan y entristecen por su actitud injusta, torpe o simplemente ciega hacia los indios, el mundo de los hombres es para Ernesto una contradicción imposible. No es raro que los sentimientos que le inspiren sean el desconcierto y, a veces, un horror tan profundo que llega a no sentirse entre sus prójimos en este mundo, a imaginar que procede de una especie distinta de la humana, a preguntarse si el canto de la calandria es «la materia de que estoy hecho, la difusa región de donde me arrancaron para lanzarme entre los hombres». Hay que vivir, sin embargo, y Ernesto, que no puede escapar a su condición, debe buscar la manera de soportarla. Para ello, tiene dos armas: la primera es el refugio interior, la ensoñación. La segunda, una desesperada voluntad de comunicarse con lo que queda del mundo, excluidos los hombres: la naturaleza. Estas dos actitudes conforman la personalidad de Ernesto y se proyectan cuidadosamente en la estructura del libro.

El refugio interior

¿Por qué este repliegue interior, qué fuerzas lleva en sí Ernesto que lo ayudan a vivir? Ocurre que hubo un tiempo en que todavía no tenía conciencia de la dualidad que malogra su destino y vivía en complicidad inocente con los hombres, dichoso, sin duda, al amparo de ese «ayllu que sembraba maíz en la más pequeña y alegre quebrada que he conocido», donde las «mamakunas de la comunidad me protegieron y me infundieron la impagable ternura en que vivo». Los dos alcaldes de esa comunidad india, Pablo Maywa y Victo Pusa, son las sombras protectoras que el niño convoca secretamente en el internado de Abancay para conjurar sus sufrimientos. La corriente nostálgica que fluye por la novela proviene de la continua evocación melancólica de esa época en que Ernesto ignoraba la fuerza «poderosa y triste que golpea a los niños, cuando deben enfrentarse solos a un mundo cargado de monstruos y de fuego». Ese enfrentamiento coincide con su llegada a Abancay y su ingreso al colegio donde se educan los jóvenes de la ciudad, acomodados muchos de ellos, aunque también de familias medianas y modestas. Ante ellos, Ernesto descubre las diferencias abismales que lo separan de los demás, su soledad, su condición de exiliado: «Mis zapatos de hule, los puños largos de mi camisa, mi corbata, me cohibían, me trastornaban. No podía acomodarme». ¿Junto a quién, en dónde? Ya no puede volver atrás, retornar al ayllu: ahora sabe que él tampoco es indio. No puede, pero, a su pesar, sin darse cuenta, tratará locamente de hacerlo y vivirá como hechizado por el espectáculo de su inocencia perdida. Este estado de añoranza y solicitación tenaz del pasado hace que la realidad más vívidamente reflejada en Los ríos profundos no sea nunca la inmediata, la que Ernesto encara durante la intriga central de la novela (situada en Abancay), sino una realidad pretérita, diluida y enriquecida por la memoria. Esto determina, también, el lirismo acendrado de la escritura, su tono poético y reminiscente, y la idealización constante de objetos y de seres que nos son dados tal como el propio Ernesto los rescata del pasado, a través de recuerdos.

En el último capítulo de Los ríos profundos, Ernesto se pasea por el patio del colegio «más atento a los recuerdos que a las cosas externas». En verdad, esta es una actitud casi permanente en él; incluso cuando su atención recae en algo inmediato que parece absorberlo, su conciencia está confrontando la experiencia presente con otra pasada, apoyándose en lo actual para impulsarse hacia atrás. Ya desde las primeras páginas de la novela, el niño lamenta melancólicamente que su padre decidiera «irse de un pueblo a otro, cuando las montañas, los caminos, los campos de juego, el lugar donde duermen los pájaros, cuando los detalles del pueblo empezaban a formar parte de la memoria». Es fácil suponer que desde entonces hay ya en él una determinación voraz: capturar esa realidad fugitiva, conservar en su espíritu las imágenes de esos paisajes y pueblos donde nunca se queda. Más tarde, vivirá de esas imágenes. Los recuerdos afloran a la mente de Ernesto en toda circunstancia, como si se tratara de un viejo, y con una precisión desconcertante («el charango formaba un torbellino que grababa en la memoria la letra y la música de los cantos»): ocurre que es un ser enteramente consagrado a la tarea de recordar, pues el pasado es su mejor estímulo para vivir. En el colegio (es significativo que el padre director lo llame «loco», «tonto vagabundo», por no ser como los otros) sueña con huir para reunirse con su padre. Pero no lo hace y espera, «contemplándolo todo, fijándolo en la memoria». En una novela tan visiblemente autobiográfica, se puede decir que Arguedas ha trasplantado de manera simbólica a la narración su propio empeño. Ese niño que el autor evoca y extrae del pasado, en función de una experiencia anterior de su vida, está presentado en una actitud idéntica: viviendo también del pasado. Como en esas cajas chinas que encierran, cada una, una caja más pequeña, en Los ríos profundos la materia que da origen al libro es la memoria del autor; de ella surge esa ficción en la que el protagonista, a su vez, vive alimentado por una realidad caduca, viva solo en su propia memoria.

La utopía arcaica personal

Tras esa constante operación de rescate del pasado, Ernesto descubre su añoranza de una realidad, no mejor que la presente, sino vivida en la inocencia, en la inconsciencia incluso, cuando todavía ignoraba (aunque estuviera sumergido en él y fuera su víctima) el mal. En Abancay, los días de salida, el niño merodea por las chicherías, oye la música y allí «me acordaba de los campos y las piedras, de las plazas y los templos, de los pequeños ríos adonde fui feliz». La idea de felicidad aparece ya, en esta evocación, asociada más a un orden natural que a lo social: habla de campo, de piedras y pequeños ríos antes que de seres humanos. Porque esta es la otra vertiente de su espíritu, el vínculo más sólido con la realidad presente: el mundo natural.

En cierta forma, Ernesto es consciente de esa naturaleza suya refractaria a lo actual, pasadista, y a menudo intuye su futuro condicionado por ella. Los domingos, sus compañeros de colegio cortejan a las muchachas en la plaza de Armas de Abancay, pero él prefiere vagar por el campo, recordando a esa joven alta «de rostro hermoso, que vivía en aquel pueblo salvaje de las huertas de capulí». Sueña entonces con merecer algún día el amor de esa mujer que «pudiera adivinar y tomar para sí mis sueños, la memoria de mis viajes, de los ríos y montañas que había visto». Habla de sí mismo en pasado, como se habla de los muertos, porque él es una especie de muerto: vive entre fantasmas y aspira a que su compañera futura se instale, con él, entre esas sombras familiares idas.

Un racismo omnipresente

Un muerto, pero solo a medias, pues aunque una invisible muralla lo aísla de los hombres con quienes se codea hay algo que lo retiene todavía, como un cordón umbilical, en la vida presente: el paisaje. Esa «impagable ternura» que lo habita se resiste a volcarla en sus condiscípulos crueles o insensibles y en los religiosos hipócritas o fanáticos del internado, y no tiene ocasión tampoco de hacerla llegar efectivamente al indio, a esas víctimas hacia las cuales sus sentimientos lo empujan, prisionero como está de un medio que practica una severa segregación racial.

El racismo es omnipresente en la sociedad abanquina: los blancos desprecian a los indios y a los mestizos, los mestizos desprecian a los indios y alientan un sordo resentimiento contra los blancos. Y todos ellos —blancos, indios y mestizos— desprecian a los negros. Una de las más dramáticas escenas de la novela —uno de sus cráteres— ocurre cuando Lleras prefiere escaparse del colegio antes que pedir perdón al hermano Miguel, por el asco que le merece el color de su piel. «¡No! ¡Es negro, padrecito! ¡Es negro! ¡Atatauya!» (p. 172). El racismo contamina inconscientemente al propio Ernesto, quien se pregunta asombrado: «¿Cómo, siendo negro, el hermano pronunciaba con tanta perfección las palabras? ¿Siendo negro?» (p. 174). Por su parte, las señoras de Abancay, cuando se apiadan del hermano golpeado por Llera, aclaran que su compasión se debe a que se trata de un religioso, condición que a sus ojos lo redime del baldón de su raza: «“Aunque sea negro, tiene hábito”, dicen» (p. 192).

La música

Ya que el mundo de los hombres lo rechaza y lo espanta, Ernesto verterá su «impagable ternura» en las canciones, las plantas, los animales y el aire de los Andes. A ello se debe que el paisaje andino desempeñe un papel primordial y sea, con la música, el protagonista de mayor relieve de la novela.

La música es central en la realidad ficticia. Su presencia es más acentuada todavía en Los ríos profundos que en los cuentos y la novela anterior de Arguedas. Se trata casi siempre de la música de los indios —los huaynos y los harahuis— aunque, a veces, los valses o las marchas militares que toca la banda del regimiento en la glorieta de la plaza encandilan también a Ernesto y lo llevan a un clímax emocional que se parece al estado de pura espiritualidad, de suspensión del ánimo, descrito por los místicos. Cada vez que estallan las canciones quechuas, arrancadas por las cuerdas de un arpa o por una garganta humana, el niño se enardece y llena de optimismo: «Yo me sentía mejor dispuesto a luchar contra el demonio mientras escuchaba este canto», dice, escuchando el huayno que toca el Papacha Oblitas (p. 229).

La música lo hace soñar y fantasear, como durante la retreta en la plaza, cuando convierte en espectáculo mágico el movimiento de los instrumentos de la banda, y lo llena de coraje y audacia como cuando, rumbo hacia la hacienda Patibamba con las chicheras rebeldes, canta con ellas una danza de carnaval. Del mismo modo, al final de la novela, el harahui que cantan los indios colonos que vienen de Abancay a escuchar misa tiene la virtud de sacar a Ernesto de la depresión en que está sumido y comunicarle una esperanza.

Esa propensión de Ernesto se contagia a toda la realidad ficticia, la que, podríamos decir, ha sido musicalizada: nada importante ocurre en ella que no esté realzado por la música. Sea de arpa, rondín, charango, platillo, tambor o voz humana, la música espiritualiza y colorea la realidad ficticia, la entristece o la alegra, y ella es la más genuina manifestación de su alma.

La naturaleza humanizada

Ocurre algo semejante con la naturaleza en la novela. ¿No es sintomático que el título, Los ríos profundos, aluda exclusivamente al orden natural? Pero este orden no aparece, en la ficción, contrapuesto al humano y reivindicado en tal sentido. Todo lo contrario: se halla humanizado hasta un límite que va más allá de la simple metáfora e invade el dominio de lo mágico-religioso. De una manera instintiva, oscura, Ernesto tiende a sustituir un orden por otro, a desplazar hacia esa zona del mundo que no lo rechaza los valores privativos de lo humano. Ya hemos visto que a veces concibe una filiación entre él y el canto de un ave; en otra ocasión protestará con vehemencia contra los hombres que matan con ondas a los pájaros y a los loros, y en el primer capítulo de la novela se conduele amargamente por un árbol de cedrón «martirizado» por los niños cusqueños. Furioso clama más tarde contra aquellos que matan al grillo, «a un mensajero, a un visitante venido de la superficie encantada de la tierra», y una noche, en Abancay, se dedica a apartar los grillos de las aceras, «donde corrían tanto peligro». En el capítulo titulado «Zumbayllu» hay una extensa, bellísima y tierna elegía por el

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