Qué bien me haces cuando me haces bien

Fragmento

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Prólogo

Qué bien me haces cuando me haces bien (2023) es mi tercer libro de relatos cortos tras Finales que merecen una historia (2018) y Si nos enseñaran a perder, ganaríamos siempre (2020). Es el final de esta trilogía de relatos que no dejan de ser cuentos para curar el alma. Ojalá un día saquemos estos tres libros medicinales en un bello cofre. Mi objetivo al escribirlos es entretener y que gocéis con unas historias que, por una razón u otra, han preferido residir en pocas páginas.

En total, después de los veintidós relatos de este libro, habré escrito sesenta y un cuentos cortos. No creo que escriba un cuarto libro de relatos breves. Esta selección ya me parece muy bella y resume el mundo que me entusiasma y a los personajes que me apasionan. He releído los otros dos libros antes de escribir este y he visto que alguno de sus protagonistas vuelve a aparecer en otras situaciones y su vida ha mejorado de manera notable.

Finales que merecen una historia era una idea que me rondaba desde los veinte años: encontraba finales muy emocionantes y sorprendentes, y los amaba tanto que tenía que construirles historias para que vivieran. Nunca pensé en publicar esos finales ni esas historias. Era como un ejercicio privado y pasional, pero un día necesité compartirlos. En este primer libro de relatos hay historias que me han acompañado durante décadas. Siempre aparecían en mis libretas porque amaba esos finales, pero, por una razón u otra, nunca les había encontrado cabida en forma de series, películas o libros, y os puedo asegurar que no hay nada más triste que dejar una idea huérfana en una libreta.

Si nos enseñaran a perder, ganaríamos siempre nació justo antes de que llegase el COVID. Lo acabé un mes antes de que empezara el confinamiento, pero luego vi que casualmente tenía mucho que ver con la pandemia, aunque no escribiese nada en esa época. Eran historias sobre perdedores que ganaban, personas que habían aprendido a extraer la ganancia de la pérdida. Y, si lo logras, puedes llegar a ser muy feliz en este mundo, porque ser feliz cuando vences no tiene excesivo mérito.

Qué bien me haces cuando me haces bien recoge mis historias más personales porque muchas veces son las que más tardas en mostrar a tu público. Darlas es como ceder parte de tus recuerdos, y siempre me he resistido a compartir mi intimidad. Así que con este tercer volumen de cuentos me conoceréis mucho más que con los once libros anteriores.

He incluido, como en los otros dos, citas de mis libros, las que aparecen en la contraportada y mi preferida de cada uno de ellos. Creo que esas frases resumen bastante bien de qué van, y quizá os apetezca releerlos o leerlos por primera vez.

También he decidido añadir más películas con soplo y contaros cuál es mi secuencia soplo favorita, que me emociona y en la que viviría el resto de mi vida en cada uno de esos films.

En Estaba preparado para todo menos para ti os hablé de esas veintitrés películas que, cuando las veo, me insuflan felicidad y ganas de vivir. Aquí os añado alguna más y os explico por qué me gusta tanto alguna de las secuencias que la integran. Espero que os entren ganas de verlas y que las gocéis tanto como yo. Aquí tenéis un verdadero vendaval de films.

Como siempre, los bellos dibujos son obras de arte de mi amiga Vero Navarro, diseños tan cinéfilos como en los dos libros anteriores. Siempre es un placer trabajar junto a alguien con tanto talento y que tiene esa forma única de resumir mi mundo en una imagen.

En el primer libro de relatos transformamos los cuentos en pósteres de cine; en el segundo, en fotogramas de celuloide, y en este tercero son fotocromos de esos que antes se colgaban en la entrada de los cines y que muchos coleccionábamos.

Y es que siempre he visto cada una de esas sesenta y una historias como pequeñas películas de cine, y creo que los dibujos que cierran cada relato pueden ayudaros a imaginar cómo serían los personajes si los adaptásemos a la gran pantalla.

También os quiero decir que para marzo del año que viene transformaré mis dos cuentos preferidos de los sesenta y uno y los convertiré en una novela. Pero realmente habrá muchos cambios, será como un remake, y es que cuando los escribí ya me di cuenta de que merecían más espacio y no hay noche que ellos no me susurren que quieren vivir en más páginas.

Os quiero, lectores míos. Espero que disfrutéis mucho con estos relatos y que algún día me escribáis para contarme cuál es vuestro favorito.

ALBERT ESPINOSA

Barcelona, marzo de 2023

Portadilla

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Portadilla

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Jugaba en un equipo cadete de fútbol. Vivía con otros jugadores en una residencia para jóvenes futbolistas y, sobre todo, tenía mucho miedo de fracasar. Cuando volvía a su pueblo, todos pensaban que era un héroe. Sólo tenía quince años, pero todo el mundo confiaba en que llegaría a jugar en la élite.

Llevaba mucho peso a sus espaldas, pero intentaba sonreír y hacerse fotos con cualquiera que se lo pidiese. Era duro: sabía que a finales de mayo de aquel año decidirían qué jugadores continuarían, pasarían a la categoría de juvenil y firmarían su primer contrato profesional. Hasta los dieciséis años no cobraban nada. Estaba ansioso por mostrar económicamente cuánto valían sus cualidades futbolísticas.

Había luchado por ese sueño durante muchos años y le daba pavor decepcionar a sus padres, a sus amigos y a todos los que esperaban que llevara por todo el mundo el nombre de aquel pequeño lugar donde nació.

Amaba tanto desde pequeño jugar al fútbol…, pero con el tiempo el balón se había acabado convirtiendo en una auténtica obsesión. Todo giraba alrededor de él. Los chicos con los que compartía equipo eran como sus hermanos del cuero. A su familia no la veía más que en verano. Muchas veces se sentía tan solo… No tenía más que ocho años cuando llegó a aquella residencia. Los primeros meses se acostumbró a llorar en silencio en su habitación para que nadie pensara que era débil.

Había estado en todas las categorías: prebenjamín, benjamín, alevín, infantil y cadete. Se había convertido en el máximo goleador de su generación y hasta portó el brazalete de capitán de su equipo una temporada. Todo a costa de mucho esfuerzo y muchas privaciones.

Pero aquel año, cuando todo iba sobre ruedas, le llegó la noticia que jamás hubiera esperado. Aquella tarde el director de la residencia le informó de que su madre había muerto. No se lo esperaba. Salió escopeteado de aquella residencia y comenzó a correr alrededor de los campos de entrenamiento que la rodeaban. Quería desfogarse y agotarse. Empezó solo, pero después todos sus hermanos del cuero se le unieron, ochenta chavales de la residencia dando vueltas alrededor de ese campo hasta las tantas de la noche. Todos seguían a su capitán, admiraban su lucha y comprendían su pena, porque aquella desgracia que le había pasado era lo que todos más temían que les ocurriera.

Dos horas más tarde el capitán cayó en el suelo muerto de cansancio. Todos le arroparon. No había metido un gol, pero le invadió ese mismo calor humano que cuando lo logras. Se sintió protegido gracias a esos abrazos de gol. Todo el mundo debería sentir esos abrazos una vez en la vida. No hay nada parecido en el mundo. Los abrazos son siempre cosa de pareja, pero los de gol se comparten hasta con diez personas y tienen un candor muy especial.

Aquel día lo tuvo claro: su madre sería la destinataria de todos sus goles. A partir de ese instante siempre los celebraría en su honor. Aún no sabía cómo lo haría, pero sería algo relacionado con sus rizos, sí, quizá movería los dedos creando el bello pelo ondulado de su madre. Tenía que reflexionar. Recordó que su ídolo, Messi, apuntaba al cielo en honor a la abuela que siempre confió en él. Le agradó pensar que compartían algo en común.

Durante lo que quedaba del año se esforzó todo lo que pudo, pero no le salieron las cosas. No metía goles, no lograba pases y acabó jugando de suplente unos cuantos partidos. El dolor por la pérdida de su madre lo había desequilibrado totalmente y no lograba concentrarse. Tampoco aprobaba nada en el colegio. Su representante le dio un toque de atención y le advirtió que, si no lograba remontar el vuelo, quizá tuvieran que romper su acuerdo.

Se esforzó mucho más, pero ni los rondos de los entrenamientos le salían bien, y eso que habían sido su gran especialidad.

Era como si odiase el fútbol. Se arrepentía de todo el tiempo que el balón le había robado a su madre. Le apasionaba el fútbol, pero no dejaba de pensar que le hubiera gustado ser un niño normal con una infancia típica, alguien a quien no le ocultaran la enfermedad de su madre para que no se desconcentrara, alguien que no tuviera agente, sponsor y asesor de redes desde los doce años, que no se sintiese durante toda su vida como un ternero al que fortalecen para un día traspasarlo a otros equipos.

No le gustaba ser un niño que cada mayo temiera que lo echaran. Nadie debería poder echarte de ningún sueño de tu infancia. Toda esa mezcla de rabia y dolor hacía que no consiguiera jugar bien.

El club le propuso ir al psicólogo para ver si aquello le ayudaba a superar ese bache deportivo. Aceptó, pero no le contó nada a aquel doctor; sabía que, si lo hacía, éste informaría a sus entrenadores.

Tenía que esforzarse más. Jamás llega

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