ra el reino más próximo al de la soberana, a vuelo de pájaro, pero ni tan siquiera los pájaros lo sobrevolaban. Las altas montañas trazaban entre ambos reinos una frontera que disuadía por igual a pájaros y a personas, que consideraban imposible cruzarlas.
Ambiciosos mercaderes de ambos territorios habían contratado a exploradores para que buscaran un paso a través de las montañas que, de existir, haría inmensamente rico al hombre o la mujer que lo controlara. Las sedas de Dorimar podrían llegar a Kanselaire en cuestión de semanas, o meses, en lugar de años. Mas no había tal paso y, en consecuencia, a pesar de que existía una frontera común, nadie transitaba de un reino a otro.
Ni siquiera los enanos, robustos e infatigables —seres de carne y hueso, pero también de magia—, podían escalar aquellas montañas.
Pero eso tampoco suponía un problema para ellos. No necesitaban escalarlas. Las atravesaban por debajo.
Tres enanos, moviéndose con tal agilidad que parecían uno solo, avanzaban por los oscuros túneles excavados bajo las montañas.
—¡Deprisa! ¡Deprisa! —los urgía el que iba en último lugar—. Hemos de comprarle la mejor seda de Dorimar. Si no nos damos prisa, podrían venderla y no nos quedaría más remedio que conformarnos con la segunda mejor.
—¡Ya! ¡Ya lo sabemos! —replicó el que iba en primer lugar—. Y compraremos también un baúl para guardarla, así no se llenará de polvo y llegará impoluta.
El enano que iba en medio no decía nada. Agarraba con fuerza su gema, para asegurarse de que no cayera al suelo y se perdiera, y ponía en ello toda su atención. La gema era un rubí en bruto, tal como lo habían extraído de la roca, del tamaño de un huevo de gallina. Una vez tallado y pulido valdría un imperio, de modo que les resultaría fácil intercambiarlo por la más exquisita seda de Dorimar.
A los enanos no se les habría ocurrido regalar a la joven reina algo que ellos mismos habían extraído de la tierra. Habría resultado demasiado fácil, demasiado vulgar. Según ellos, lo que hace de un regalo algo mágico es la distancia.
a reina se despertó temprano aquella mañana.
—Sólo una semana —dijo en voz alta—. Dentro de una semana seré una mujer casada.
Sonaba increíble y, al mismo tiempo, definitivo. Se preguntaba cómo se sentiría siendo una mujer casada. Si la vida consistía en elegir, aquello supondría el final de la suya. Al cabo de siete días ya no le quedaría elección. Gobernaría a su pueblo. Tendría hijos. Quizá muriera al dar a luz, quizá muriera muy anciana, o en el campo de batalla. Sin embargo, en el camino que llevara a su muerte, cada paso que diera sería ineludible.
Oía a los carpinteros trabajar en los prados que se extendían más allá del castillo; construían una grada para que sus súbditos pudieran asistir al enlace. Cada martillazo sonaba como un latido.
os tres enanos fueron saliendo por un hoyo en la ribera del río, y treparon hasta el prado: uno, dos y tres. Se subieron a un peñasco de granito, estiraron los brazos, las piernas, saltaron y se estiraron de nuevo. Luego, salieron corriendo en dirección norte, hacia el con