1
No podía evitar preguntarme en qué momento mi vida había empezado a desmoronarse por completo. ¿Fue culpa de aquel gato negro que se cruzó en mi camino la noche en que Susana y yo salíamos de fiesta por la capital o quizá de aquella cadena de Hotmail que no reenvié a veintisiete personas hace quince años? Sea como fuere, allí estaba, delante de la catedral de Toledo, frente a la majestuosa Puerta de los Leones. Ella tan imponente y yo tan insignificante. Ironías de la vida, supongo.
El arco apuntado, las estatuas de mirada perdida que la custodian, las escenas de la muerte y asunción de la Virgen, las columnas con los leones, los adornos variopintos repartidos por toda la pared… Una miscelánea muy a juego con mi vida desastre. Quién iba a pensar que la ruptura con Álex y la muerte de mi abuelo harían que dejara aquel maldito trabajo que siempre había odiado. Abuelo… Te acababas de ir y ya te echaba de menos.
Las gotas de lluvia que empezaban a caer se deslizaban por mis mejillas, mezclándose con mis lágrimas. No sé cuánto rato estuve allí parada mirando sin mirar aquella maldita puerta, pero sentí que me moría por dentro unas dos veces y que me ahogaba con la sola idea de tener que seguir adelante y cruzar sin red el abismo de la vida. Era como si delante de aquella puerta se detuviera el tiempo. Como si el hecho de moverme y ponerme a caminar supusiera volver a darle al play y proseguir con mi existencia cuesta abajo y sin frenos. No quería volver a casa. No podía moverme. Mi cuerpo me lo impedía. El miedo y la angustia me paralizaban y yo me dejaba llevar.
Y además era domingo. Odio los domingos, son como la máxima expresión de la soledad y la melancolía. Me dan ansiedad. Con el domingo se acaba la semana, pero para mí es como si se acabara la vida, como si jamás fuera a alcanzar las cosas que no había logrado aquellos siete días. Como si se acabara la cuenta atrás y mis objetivos ya no tuvieran validez. No sabría cómo explicarlo mejor.
Cuando ya no sabía si llovía o lloraba, recordé una frase que mi abuelo decía a menudo: «Estas piedras son testigos de nuestra historia». Apreté los puños.
—¡Estas piedras son una mierda, abuelo! —grité con rabia entre lágrimas. Por suerte era de noche y no había nadie por la calle.
Me senté enfadada y afligida en el suelo mojado. No llevaba paraguas ni lo necesitaba.
A ratos pensaba que todo aquello era fruto de una pesadilla de la que estaba a punto de despertar.
«Quizá lo consiga si me tiro desde la torre más alta del campanario. El dolor que siento es tan intenso que puede que así deje de fastidiarme de una vez por todas», pensé.
Recordar a mi abuelo en aquel momento era como clavarme a un tiempo cinco cuchillos afilados en el corazón.
Rápidamente cambié de opinión.
«Pero en qué estás pensando, Eleonor, qué tontería acabas de decir. A ti aún te queda mucha vida por delante, aunque ahora mismo tengas peor pinta que esas cagadas de paloma que hay en el suelo».
Hacía treinta primaveras que había nacido en estas tierras y, aun siendo más toledana que los mazapanes, siempre tuve la sensación de que el frío de la zona me congelaba hasta la médula. Daba igual el tiempo que hubiera transcurrido y los años que hubiera vivido en Madrid, Toledo siempre era un buen sitio para estar bajo la manta, al calor de la chimenea; un calor que me iba a costar mucho restaurar en mi interior.
Sentí aún más rabia.
Dicen que el dolor emocional es como el físico, y cuánta razón tienen, pero a quien lo afirma se le olvida añadir un pequeño detalle: el dolor físico termina desapareciendo, el emocional puede durar toda la vida.
Toda la vida fue lo que me prometió Álex. Toda la vida era lo que yo tenía por delante. Toda la vida era lo que pasaba en aquel momento ante mis ojos. Toda la vida y el agua corriendo por las calles empedradas y oscuras de Toledo.
Eran casi las doce de la noche y el estómago me rugía. «¿Desde cuándo no como?», pensé.
Respiré hondo. Eché un último vistazo a la puerta, como si me importara, y poco a poco empecé a caminar hacia la casa de mi abuelo, la que, muy a mi pesar, desde aquel día sería mi nuevo hogar.
2
Abrir la puerta de la casa que un día albergó a tanta gente y que no te reciba nadie es duro. El silencio carece de hospitalidad.
La casa de mi abuelo era una mansión del siglo XV. Tenía dos plantas, de trescientos metros cuadrados cada una, con un total de diez habitaciones y dos baños. La habíamos heredado de generación en generación, aunque nunca tuvo un semblante tan decadente como el que advertí aquella noche. Lo único que interrumpió el goteo constante del agua en el suelo del patio interior fue el agudo chirrido de las bisagras de la puerta.
Crucé el umbral y cerré el portón. La casa estaba fría y oscura.
Dejé las llaves sobre la cómoda. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Me di cuenta de que iba calada hasta los huesos.
Aunque con el paso del tiempo la casa había sufrido varias modificaciones y se encontraba totalmente reformada y acomodada a la vida del siglo XXI, aún conservaba materiales originales, como la piedra de las paredes, las lámparas colgantes de hierro macizo y algunas estancias con la decoración característica de los palacetes del siglo XVI. La entrada señorial a pie de calle daba paso a un precioso patio abierto rodeado de columnas y capiteles mudéjares.
Caminé por aquel patio mientras el agua seguía cayendo a mares sobre mí. Miré hacia arriba y observé que en aquel instante un relámpago iluminaba todo el cielo. El epicentro de la tormenta debía estar sobre el mismísimo casco histórico de Toledo, porque el trueno retumbó por toda la casa apenas una milésima de segundo después.
En una de las esquinas del patio central estaban las escaleras para acceder a la planta superior. En la planta baja, de derecha a izquierda y alrededor del patio, se distribuían el salón, al que se accedía a través de un gran arco de yesería; mi dormitorio; la cocina con la puerta trasera de la casa, que daba a un pequeño jardín y al baño contiguo, y un par de habitaciones más que, aunque en su época fueron la lavandería y el dormitorio del servicio de la casa, ahora estaban destinadas a bodega y a trastero, respectivamente.
Caminé hasta el baño. A mi paso dejaba regueros de agua.
Encendí rápidamente la estufa y me quité toda la ropa.
El agua y el frío de la ciudad habían sido suficiente castigo para mi cuerpo, pero no fui consciente hasta que me miré al espejo y me vi los labios morados. Me sentí temblar. Es curioso, me miraba en el reflejo, pero no me reconocía. Sentía que aquella cara no era la mía y que aquellos ojos que me miraban pertenecían a otra persona. Observé mis manos. Eran mías; mis manos de siempre, aunque mi piel estaba más blanca que nunca y mis uñas se habían puesto a juego con mis labios. Volví a fijarme en el rostro del espejo. Me miraba como si quisiera decirme algo. Parecía la niña de la curva: delgada, pálida, ojerosa y con los largos mechones de pelo castaño oscuro cayéndome sobre la cara hasta los hombros. Siempre tuve un cuerpo bastante normativo, pero en aquellas últimas semanas el estrés se había apoderado de mí y vivía con un nudo constante en el estómago. Los ojos verdes que heredé de mi padre se notaban apagados. Me asusté y me metí deprisa en la ducha. Es probable que estuviera bajo los efectos de una despersonalización; suele suceder ante episodios de alto estrés emocional. Aunque no hubiera llegado a ejercer como psicóloga, haber estudiado la carrera al menos me servía de vez en cuando. Abrí el grifo del agua caliente y simplemente dejé que esta cayera y me abrazara el cuerpo.
Logré recomponerme. Decidí terminar la noche comiendo las sobras de la pizza que había pellizcado durante el trayecto desde Madrid hasta Toledo. Había sido un viaje tranquilo a pesar de las tres llamadas de mi madre. La primera para decirme que no se me olvidaran las llaves de la casa de Toledo —cuando ya había salido de mi casa—, la segunda para volver a lamentarse de mi ruptura con Álex y la tercera para convencerme de que volviera a mi puesto de trabajo.
Sentía que la cabeza me iba a explotar. No podía más. No podía dejar de dar vueltas a lo ocurrido mientras escuchaba a mi madre: «Eleonor, piensa». Pero Eleonor no podía pensar más. Eleonor solo tenía ganas de descansar. Aquel último mes había sido devastador.
Lo último que recuerdo de aquel día es el reloj de péndulo que tenía frente a la cama, justo antes de cerrar los ojos, que marcaba las tres de la madrugada.
Por la mañana desperté creyendo que el apocalipsis había llegado, pero se trataba solo de un lunes vacío de metas y productividad, con cero ganas de ser la mejor versión de mí misma, y mi móvil vibrando. Es lo que tienen las alucinaciones hipnopómpicas, ensoñaciones previas al despertar y auténticos terrores nocturnos. Aunque de nocturna la situación tenía poco: según el reloj eran ya las tres de la tarde. ¿Desde cuándo podía dormir con el incansable tictac del reloj? Lo había odiado toda mi vida. Supongo que, tras dos noches en vela, una tercera era una locura incluso para un cuerpo que había aprendido a vivir en ella.
Hay momentos en los que sientes que la vida va más rápido que tú. Tu cabeza se acelera para atraparla y mientras tanto tú, como una mera espectadora, intentas sobrevivir con todo ese ruido de fondo y esquivando la majadería. Me parece que es como si alguien encendiera una radio a todo volumen que solo emite el sonido de una cadena a medio sintonizar; buscas con desesperación el dichoso aparato para silenciar las molestas interferencias, pero por más vueltas que das nunca la encuentras. Como en esas pesadillas en las que corres con todas tus fuerzas y nunca consigues moverte del sitio, o en las que tienes que marcar un número de teléfono para pedir ayuda, pero tus dedos parecen gelatina y nunca puedes contactar con nadie.
Creí estar en uno de aquellos momentos.
Ni siquiera tenía hambre, para variar. Cogí el móvil y ahí estaban las dos llamadas perdidas de Álex con sus correspondientes mensajes de WhatsApp. Me dio un vuelco el corazón. ¿Quién quiere café teniendo un ex con el que lo acabas de dejar?
Hola, fea
11:01
Perdona que te moleste, Eleonor. He estado pensando
11:35
«“Perdona que te moleste”, dice, como si no me hubiera molestado lo suficiente los últimos cinco años». Me di cuenta de que escuchaba más fuerte el latido de mi corazón que mis propios pensamientos. Estaba nerviosa, ilusionada y enfadada a la vez.
Me he dado cuenta de que no puedo vivir sin ti. Ya sé que he hecho muchas cosas mal y que soy un mierda, pero creo que no deberíamos haberlo dejado y que, si queremos, podemos volver a intentarlo. Han sido cinco años juntos, no podemos tirarlo todo por la borda. No te merezco. Te echo mucho de menos. Eres la mujer de mi vida y pienso luchar por ti
12:15
Mi alegría e impulsividad me invitaron a contestar rápidamente, pero tras escribir «Hola, Álex» no supe qué más poner. El pecho me iba a explotar de la emoción, pero me quedé en blanco. Esas milésimas de segundo me sirvieron para recordar las veces que me prometí a mí misma no volver a caer, así que di marcha atrás: lo borré todo, bloqueé el móvil y lo dejé de nuevo en la mesita de noche. Decidí que esperaría unas horas antes de responder, si es que lo hacía.
Me levanté de la cama, me puse mi pijama de felpa con dibujos de ositos en tonos pastel y fui directa a la cocina. ¿Por qué todo lo que es de felpa siempre tiene que llevar estampados ridículos?
Una vez ahí, no sabía si hacerme un café o un gin-tonic. Esos mensajes me habían alegrado la mañana. Mi dopamina estaba por las nubes y creo que, si hubiera querido, me podría haber ido de fiesta en aquel mismo instante.
«¡Álex quiere volver! Es genial porque al fin se ha dado cuenta de que realmente merezco la pena. Aunque ha tardado cinco años».
Me decidí por el café. Para un regimiento. Al parecer mi abuelo solo tenía una cafetera italiana tamaño tanque alemán.
El móvil volvió a vibrar. Pegué un brinco y salí disparada por el pasillo, con tan mala suerte que resbalé con un folio que estaba por ahí tirado. La casa era grande, pero el papel tenía que esperarme allí, y yo, que acostumbraba a ir descalza con calcetines, añadí el factor determinante. Caí de espaldas y me di fuerte contra el suelo. Por un momento temí haberme roto la crisma.
Tardé unos segundos en procesar lo que había sucedido. Me recompuse como pude y, tras comprobar que estaba sana y salva, cogí el papel y le eché un vistazo. Eran garabatos. Garabatos pisados: el papel estaba manchado con la huella de una suela, probablemente de la zapatilla de mi abuelo. Su despacho estaba en la planta de arriba, ¿qué diantres hacía aquel papel allí? Lo interpreté como una señal desde el más allá: claramente él no quería que retomara mi relación con Álex.
Maldije con fuerza mi torpeza, me levanté del suelo y pensé en subir el papel al despacho. Desde que llegué no me había atrevido a entrar allí. Sentía escalofríos al pensar que habían encontrado su cuerpo sin vida en esa estancia.
Sin embargo, una parte de mí quería subir y enfrentarse al dolor cara a cara. Pensé que eso me ayudaría a asumir lo ocurrido.
Respiré hondo y, sin apenas vacilar, salté los escalones de dos en dos.
El primer piso estaba distribuido de forma similar a la planta baja. De derecha a izquierda: el segundo salón, el despacho de mi abuelo, su antiguo dormitorio con cama de matrimonio y baño contiguo, y dos dormitorios más que, aunque en su época habían sido las habitaciones de mi padre y mi tío, ahora eran cuartos fantasma. El pasillo superior, como el de una corrala, daba entrada a las habitaciones de la planta de arriba y hacía de balcón con vistas al patio. La barandilla era de madera de roble, a juego con las puertas y los marcos de las ventanas que se asomaban al corredor y al patio interior.
Solo era una habitación. Accedería, dejaría el papel, cerraría con llave y no volvería a entrar ahí nunca más.
Cambié el ritmo y avancé con lentitud por el amplio pasillo de madera. El sol del mediodía caía de lleno sobre mis ojos. El suelo crujía a mi paso. Pensé en que aquella situación no podía acumular ya más drama.
—Allá vamos… —murmuré intentando convencerme de mi propia valentía mientras giraba la manija y empujaba la puerta del despacho.
Allí dentro olía a cerrado. Sabía que mi abuelo era bastante desastre, así que no me sorprendió para nada el desorden que encontré; de hecho, todo estaba tal cual lo recordaba. Las estanterías estaban llenas de enciclopedias de historia y libros de segunda mano que acumulaban el polvo de los años. El suelo apenas se veía y caminar entre tal montón de archivadores, carpetas y papeles apilados en torre era una tarea compleja. Siempre pensé que mi abuelo tenía la mala costumbre de guardarlo todo y de no organizar nada. Lo que para unos era basura para él era un tesoro. Lo bueno era que, entre tantas baratijas coleccionadas, a veces —pocas, eso sí— había algo de valor. Me acordé de la vez que me trajo como regalo de Navidad una caja de música. Yo tenía siete años. Recuerdo abrirla y escuchar la melodía favorita de mi abuelo: «Over the Rainbow». Me gustaba subir a su despacho, asomarme entre los libros mientras él trabajaba y decirle: «Abuelo, te voy a poner música para que te relajes». Solo lo veía de ojos para arriba y, por su expresión, se notaba que sonreía. Por eso sabía que lo hacía feliz.
Dejé el papel en el escritorio y detuve allí la mirada unos segundos. En el único hueco que le quedaba para trabajar había una taza de té vacía, una libreta abierta con un texto escrito a mano y varios folios en los que, al parecer, iba anotando ideas. Probablemente, el papel con el que había resbalado pertenecía a esta, en apariencia, inconexa colección. No sé qué estaría estudiando aquella vez, pero la escena inacabada me devolvió a la realidad: a mi abuelo lo habían encontrado sin vida ahí mismo, sentado en su sillón, con el torso echado sobre la mesa. Según los sanitarios, había muerto de un infarto, algo típico a los setenta años. Al cabo de una hora, el juez ordenó el levantamiento del cadáver y dos días después lo enterramos en el cementerio de Nuestra Señora del Sagrario, en el mismo mausoleo familiar en el que habíamos sepultado a mi abuela tres años antes. Desde entonces mi abuelo no había levantado cabeza. Al parecer, sus estudios habían sido, una vez más, su refugio.
De repente, desapareció toda aquella calidez que emanaba de mi recuerdo. Mi abuelo no estaba, yo no tenía siete años y la habitación estaba helada y olía a cerrado. Y a muerte.
Pensar que nunca más volvería a verlo me removió de nuevo. Era el momento de huir sin mirar atrás.
Por impulso, cogí los papeles y la libreta, y me los guardé en el bolsillo del pijama. Quería saber qué había dejado a medias.
Salí rápido de allí y bajé corriendo las escaleras. Por suerte esa vez no tropecé.
La cafetera había empezado a borbotear, me había olvidado de que la había puesto en el fuego. El café ya estaba listo. Corrí hasta la cocina. La aparté rápido del quemador, solo me faltaba rematar mi mala suerte incendiando la casa.
Mientras tomaba un sorbo de café con leche, el móvil vibró de nuevo. Recordé el mensaje de Álex. Volví a la habitación con la taza en la mano y cogí mi smartphone. ¡Anda! Pues no, no era mi exnovio. Era Susana, mi amiga de la infancia, que aún vivía en Toledo a sabiendas de que se le quedaba pequeño. Su sueño era viajar a Italia y cursar un máster para especializarse en Investigación y gestión de patrimonio histórico, artístico y cultural. Estudió el grado de Historia del arte y nada deseaba más en el mundo que trabajar en el Museo Vaticano o en los Museos Capitolinos. Era mi amiga y una de las mujeres más inteligentes que había conocido en mi vida.
No me puedo creer que no me hayas avisado de que estás en Toledo. Quedamos en Zocodover en veinte minutos, y no acepto un no por respuesta. Nos tenemos que poner al día!
15:15
Con el segundo mensaje hacía ver que me conocía demasiado:
Solo espero que no me estés contestando porque estás ocupada con algún tío y no porque estés aún durmiendo
16:26
Le pregunté cómo leches se había enterado de que estaba en Toledo y la respuesta no me sorprendió: mi madre se había encargado de llamarla el día anterior para decirle que yo estaba de camino y para pedirle que me vigilara, porque ellos dos, mis padres, estarían las dos semanas siguientes de viaje.
Que me vigilaran.
Con treinta tacos.
Para mí, estar en Toledo sin mis padres era la libertad absoluta. Para mis padres, que yo estuviera en Toledo sin ellos, una tortura.
Le respondí:
Que sean treinta, acabo de ver tu mensaje
16:29
Antes de bloquear el móvil me di cuenta de que marcaba una hora diferente a la del reloj de mi cuarto. Eran las cuatro y media de la tarde. Por un momento pensé que aquella noche se había producido el tradicional cambio al horario de invierno, pero estábamos en noviembre: no solo habría llegado un mes tarde, sino que, en caso de haberse hecho el cambio de horario, me habría tocado retrasar la hora. De repente me di cuenta: el maldito reloj de péndulo estaba parado, por si todavía no estaba lo bastante desubicada.
Mi vuelta a Toledo estaba siendo maravillosa. Nótese la ironía.
3
La casa de mi abuelo estaba en la calle Plata, no me llevaría mucho tiempo llegar a la plaza Zocodover. Unos cuatro o cinco minutos, a lo sumo.
A las cinco de la tarde la ciudad bullía en todo su esplendor. Los comercios estaban abiertos, los bares empezaban a servir cañas y la gente paseaba por las calles. Era lunes y aun así se notaba la masificación turística. Toledo es una ciudad de parada obligatoria.
Llegué a Zocodover y encontré la plaza como siempre: grande, muy transitada y rodeada de tiendas y terrazas. Tuve que esquivar a varios guías turísticos para llegar al banco de piedra en el que me esperaba Susana.
—¡Tía, pero cuánto tiempo! —Mi amiga de la infancia se abalanzó sobre mí y me abrazó muy fuerte.
—¡Susana, que me ahogas! —dije entre risas. Se me había olvidado lo pizpireta que era y su efusividad me pilló por sorpresa. Noté como daba saltitos de la emoción.
—¿Cuánto llevamos sin vernos? Te debía muchos abrazos, El.
«El». Hacía mucho tiempo que no me llamaban así. De repente me sentí como en casa. Noté que en mi pecho se instalaba un calorcito muy agradable.
Esbocé una sonrisa cariñosa. Estaba muy contenta de ver a Susana después de tantos años. Su sonrisa de lado a lado denotaba auténtica felicidad y su pelo rubio dorado estaba más brillante y largo que nunca.
—Guau, ¡estás guapísima! —exclamé admirándola de arriba abajo—. Me tendrás que contar tu secreto.
Susana soltó una carcajada y dijo:
—Vamos a tomar algo, tenemos mucho de lo que hablar.
Nos sentamos en una de las terrazas de la plaza. Yo me pedí una caña, y ella, una copa de vino blanco. Susana era de las típicas personas que son elegantes hasta sin quererlo. Siempre quise parecerme a ella: inteligente, sofisticada, con buen tipo y guapa a rabiar. Tenía muy buen gusto y siempre vestía a la moda, combinando las prendas y los tonos más adecuados para cada ocasión. Las facciones de su cara eran las propias de los estereotipos de belleza clásica. Sus rasgos románticos y redondeados me recordaban a los de las princesas Disney: contorno ovalado, piel clara, pómulos pronunciados y sonrosados, ojos grandes y azules, nariz chata y labios carnosos. Cada vez que se acercaba, gesticulaba o se atusaba la melena ondulada, emitía su característico aroma empolvado de rosas. Habíamos ido a la misma clase en el colegio y todos los chicos decían estar enamorados de ella. En el instituto continuamos siendo amigas, pero ya en la universidad nos distanciamos y solo hablábamos muy de vez en cuando.
Tras darme el pésame por lo de mi abuelo y jurarme que a partir de ese momento no pensaba dejarme sola por mucho que renegara, me preguntó por mi regreso.
—Necesitaba romper con todo. —Hice una pausa para coger aire. Miré hacia la mesa y di un trago largo a mi cerveza—. Llevaba cinco años sintiéndome prisionera de un trabajo que no me gustaba y de una relación que no terminaba de cuajar.
La miré antes de continuar. Me daba vergüenza lo que le iba a decir.
—Mi ex es Álex.
—¿Qué Álex? —Tras varios segundos, Susana se dio cuenta—. Espera… ¿Álex? ¿El chulo ese de la moto que tanto te molaba en bachillerato?
—Sí… —Puse los ojos en blanco para que viera mi pesar—. Ese…
—Pero, Eleonor, ese tío no tenía nada que ver contigo. ¿Cómo fue?
—Como ya sabes, él también había vivido aquí toda su vida. Terminó secundaria y, mientras nosotras estábamos en bachillerato, se dedicó a estudiar una oposición para acceder al Ejército de Tierra. A los pocos meses entró en la Academia de Infantería de Toledo. Años después lo trasladaron a Madrid. Allí nos conocimos mientras yo terminaba el máster de Psicología general sanitaria.
—Guau. Me dejas sin palabras.
Continué rápido, sentía que necesitaba vomitar todo lo que me estaba generando dolores de cabeza desde hacía varios días:
—Empezamos a salir y todo era maravilloso. Yo ya sabía que Álex era un cabrón, pero pensaba que conmigo sería diferente, que al estar enamorado jamás me haría daño. Nunca pensé que me dejaría la misma semana en la que murió mi abuelo. Eso me rompió todos los esquemas. Demasiadas emociones por un lado y demasiados recuerdos por otro. He venido aquí para intentar empezar de cero y escapar de todo.
—Eso es muy valiente por tu parte.
—¿Huir?
—No, coger las riendas de tu vida. Te conozco y, por lo que dices, tengo la sensación de que llevabas muchos años dejándote llevar.
—Demasiados… —Miré al frente y me detuve a observar a un grupo de turistas japoneses que escuchaba con atención a su guía turístico. El guía hablaba en inglés y les contaba por qué el Arco de la Sangre, que se encuentra en una de las bocacalles que dan a la plaza, se llama así—. Creo que habría sido más valiente si lo hubiera hecho mucho antes…
—Bueno, cada persona tiene sus tiempos.
—Lo entiendo… —dije sin apartar la mirada de aquel grupo—, pero siento que es como si hubiera perdido cinco años de mi vida.
Susana observó la dirección de mi mirada, giró la cabeza y escuchó también con interés.
«Desde el centro de la plaza vemos el Arco de la Sangre, punto de acceso a Zocodover desde el Puente de Alcántara. Como veis, es una puerta de herradura de origen islámico, construida alrededor del siglo diez. Se llama de esta manera porque, en la Edad Media, aquí era donde se celebraban los autos de fe de los prisioneros de la Inquisición española. Los reos venían hasta aquí caminando en procesión por todo el pueblo para ser ajusticiados en medio de la plaza. Debido a estas ejecuciones, los regueros de sangre corrían por el suelo cuesta abajo desde la plaza hasta las afueras de la ciudad por el Arco de la Sangre, de ahí su nombre».
Los japoneses hacían fotos sin cesar mientras exclamaban sorprendidos: «¡Oh!».
—Les está hablando de la leyenda negra de Toledo —comentó Susana.
—Cómo no, son turistas.
—Si supieran que la única sangre que corría por esta plaza era la de los animales cuando los mataban en el mercado o cuando hacían las corridas de toros…
—Aquí nunca se llegó a ajusticiar a nadie, ¿no, Susana?
—Qué va, eso lo hacían a las afueras de la ciudad. Aquí como mucho se celebraban los autos de fe.
—¿El auto de fe no se hacía para ejecutar a los reos?
—No, no. El auto de fe es una cosa y la ejecución es otra. —Susana se incorporó y se inclinó hacia mí—. El auto de fe estaba organizado por la Inquisición y en él los condenados por el tribunal se arrepentían de sus pecados. Normalmente se celebraban en privado, en las instalaciones de la Inquisición, pero de vez en cuando los hacían públicos en plazas como esta, y así aleccionaban al pueblo y aprovechaban la tesitura para gobernar desde el miedo. Siempre eran actos con mucha afluencia de gente, imagino que porque en esa época no había más entretenimiento.
—Eran como una especie de juicio.
—Parecido. El auto de fe era más para leer la sentencia y ofrecer la oportunidad de mostrar arrepentimiento: hacer posible la reconciliación con la Iglesia católica.
—¿Qué pasaba si se arrepentían?
—Recibían el perdón de la Iglesia. Y un castigo, claro.
—¿Y si no se arrepentían?
—Entonces los ejecutaban.
—¿La Inquisición los mataba?
—¿La Inquisición? No, el Santo Oficio jamás se manchaba las manos. Ellos eran un tribunal eclesiástico y no podían condenar a la pena capital. Se limitaban a demostrar la herejía y luego, en el auto de fe, dictaban una sentencia en la que, si el reo había cometido un delito grave o era reincidente y no mostraba arrepentimiento, otorgaban el poder a la justicia civil. Era lo que se conoce como «relajar al brazo secular», es decir, los entregaban a las autoridades civiles para que ellos dictaran la sentencia y la ejecutaran. Las fuerzas civiles los conducían al lugar donde iban a ser quemados, ahorcados o decapitados, y los ajusticiaban. De hecho, hay un cuadro muy famoso de Francisco Rizi que representa un auto de fe en la plaza Mayor de Madrid.
—¿Ahí hubo un auto de fe?
—Sí, en mil seiscientos ochenta. Y como en España no se hacían autos de fe desde mil seiscientos treinta y dos, a ese se le dio mucha importancia y solemnidad, así que imagínate. Montaron gradas, un tablado, púlpitos, un escenario… ¡Hasta alfombras pusieron!
—El morbo atrae mucho a la gente.
—Sí, da igual la época. —Susana esbozó una media sonrisa irónica y retomó la conversación—: Oye, ¿cómo te dejó?
—Hablando de penas capitales, ¿no? —Reí—. Te contaré la mía, ¡va! Vivíamos juntos en un piso de alquiler y un día viene a casa, nos acostamos y, cuando estamos tranquilos en la cama, me dice que ya no siente lo mismo, que se aburre en la relación y que le agobia tener que dar explicaciones cada dos por tres acerca de dónde está o con quién ha quedado. Pero bueno, creo que lo que yo le pedía es lo normal cuando compartes tu vida con alguien. Entiendo que pueda necesitar tiempo para él y sus amigos, pero a mí me preocupaba el hecho de no ser partícipe de su entorno en ningún momento y me sentía mal cuando le llamaba y no cogía el teléfono, o cuando tardaba días en responder a mis wasaps. —Sonreí con ironía—. Incluso me comentó que se había empezado a fijar en otras chicas. También me soltó un rollo sobre la monogamia y las relaciones abiertas, imagino que con la intención de abrir la nuestra. Pero, claro, si vio mi cara de asco, que ya te digo yo que la vio, es posible que se echara para atrás. Todo esto para terminar confesándome que no estaba preparado para tener una relación.
—¿Tras cinco años juntos? —La cara de mi amiga parecía un cuadro.
—Eso le pregunté yo. Pero, qué quieres que te diga, no han sido exactamente cinco años juntos. Han sido cinco años de idas y venidas, de incertidumbre y de bastantes peleas.
—¿Y por qué aguantaste tanto tiempo?
—Porque no todo era malo. También tuvimos muy buenos momentos. En el fondo me quería. —Suspiré—. Tenía la esperanza de que cambiara, de que todo volviera a ser como al principio. Intentó cambiar porque siempre que lo hablábamos me juraba que se arrepentía y que me quería muchísimo… Yo sé que es buena persona, ¿sabes?
—Pero ¿cómo puede ser buena persona alguien que te dice después de cinco años que no está preparado para tener una relación?
Me sentí mal porque no supe qué responder. Bajé de nuevo la mirada y me di cuenta de que había llenado la mesa de bolitas de papel hechas con la servilleta del bar.
—Oye, ¿tienes alguna foto del susodicho? —Susana me sacó de mis pensamientos.
—Sí, claro, mira. —Saqué el móvil y le enseñé unas cuantas. Me vi fuerte e incluso bromeé con alguna. Quizá el alcohol de la cerveza me estaba empezando a afectar.
—Joder, Eleonor… Es un capullo, pero tengo que reconocer que es un capullo muy atractivo.
—Lo sé, qué me vas a contar. Alto, fuerte, rubio, ojos claros, mandíbula cuadrada, mucha labia…
—Ay, amiga, esos son los peores —se lamentó Susana—. Espero que al menos follara bien.
Por mi cabeza desfilaron varias escenas de sexo a la vez, y un escalofrío me recorrió el cuerpo desde los pies hasta la cabeza.
—Más que bien —confirmé—. Mis cientos de orgasmos lo atestiguan.
—Pues un brindis por esos orgasmos.
Ambas alzamos las copas y bebimos, no sin antes apoyarlas, claro.
Hacía días que no lo hacía, pero en aquel momento no pude evitarlo y nos reímos al unísono. Habían pasado doce años separadas, pero ninguna había olvidado esa estúpida tradición.
—El…, siento lo que ha pasado. Álex no te merecía. —Susana colocó su mano sobre la mía, que aún andaba haciendo papelitos, en una muestra de compasión.
Sentí que entre nosotras no había pasado el tiempo. Quizá podía confiar en ella como antaño.
—Seguramente no… —susurré.
Tras una breve pausa, di un par de tragos más. Vacié el vaso y pedí otra cerveza al camarero con un gesto. Eran ya más de las cinco y media de la tarde. La segunda caña estaba justificadísima.
Susana me observaba atenta, en silencio.
—Para colmo —añadí tras dar un trago a mi segunda cerveza—, lo estuve manteniendo casi la mitad del tiempo que estuvimos juntos.
—¿En serio? ¿Por qué?
—Por una lesión no podía seguir trabajando como militar, así que lo expulsaron del cuerpo. Me decía que iba a buscar otro trabajo, pero ese otro trabajo nunca llegaba. Mientras tanto, se dedicaba a ir al gimnasio, salir con la moto e irse de fiesta con los colegas. Creo que se sentía frustrado. Pero esas salidas a mí me alteraban demasiado. No podía vivir con la idea de que conociera a otra chica mejor que yo y me dejara. Ahora pienso que eso es justo lo que ha pasado y que está con otra mientras yo me muero del asco.
—Y si está con otra ¿qué? —Me desafió mi amiga—. ¿No te parece que ya te ha jodido suficiente la vida como para que ahora tengas que estar preocupándote por lo que hace o deja de hacer?
Como si no la hubiera escuchado, continué:
—Mientras que a mí no me respondía los wasaps, daba like en Instagram a otras tías. Tías con un cuerpo que no tenía nada que ver con el mío. Yo le preguntaba y él me decía que no tenía por qué darme explicaciones, que debía respetar su privacidad.
—¿Te llegó a poner los cuernos?
—Sí, una vez. Me enteré porque le pillé una conversación de WhatsApp con una tal Mónica. Una pelirroja exuberante.
—Y lo perdonaste —afirmó, como si ya fuera conocedora del desenlace de la historia.
—Pero lo perdoné porque me dijo que era la novia de un colega a la que entre los dos estaban poniendo a prueba para ver si le era fiel.
Susana levantó una ceja, incrédula.
—¡No me juzgues! —exclamé resignada.
—No te juzgo a ti, lo juzgo a él. —Susana dio un pequeño sorbo al vino—. En realidad no creo que durante estos cinco años hayas perdido el tiempo, sino que lo has ganado. Ahora ya sabes lo que no quieres. Además, creo que es difícil movilizarte en una situación así. Dependencia emocional lo llaman.
—Sí, sé lo que es…
Qué irónico es ser psicóloga, ver claramente la movida en la que andas metida y que aun así tu cerebro siga insistiendo en que te quedes en una relación que solo te produce sufrimiento. Era adicta a un cabrón.
—Eleonor, prométeme que no vas a volver con él nunca más.
—Sí… —En aquel instante recordé los mensajes que unas horas antes había recibido de mi ex. Sentí mariposas en el estómago—. Te lo prometo… —mentí como una bellaca para que me dejara en paz.
—¿Y con el trabajo qué?
—Una mierda. No pienso volver. Trabajar como administrativa no es lo mío.
Pedí otra caña.
—¿Y tú a qué te dedicas ahora, Susana?
—Bueno, ya sabes que no encuentro trabajo de lo mío, así que estoy ayudando a mi novio en el suyo. Trabaja como coleccionista de arte.
—¿Coleccio… qué? Explícate.
Menos mal que esa vez nos trajeron un par de tapas. Mi estómago lo agradeció.
—Conocí a un tío hace unos meses. Se llama César. Es algo mayor que nosotras, tiene cuarenta y siete años.
—Seguro que a ese no hay que mantenerlo. —Definitivamente, tomar cerveza sin comer nada no me estaba sentando nada bien. Menos mal que Susana prosiguió como si nada mientras yo procedía a devorar la comida.
—Es un buen hombre. Amable, cariñoso e inteligente. Ha pasado por mucho en la vida, pero no es de esos tíos traumados que buscan que los cures con el poder del amor. —Me miró de soslayo para comprobar que no me había ofendido, pero mientras ella hablaba yo estaba bastante entretenida peleándome con el trozo duro de jamón serrano que me habían servido en el pan tostado—. Me dijo que necesitaba ayuda para clasificar unas obras, y en ello estoy. Así que trabajo en la biblioteca de su casa.
—¿La biblioteca de su casa? O sea, que vive en una mansión.
—Bueno, algo así. En realidad, su casa es un antiguo convento a las afueras de la ciudad. Mira. —Me enseñó unas fotos, tal y como yo había hecho antes, en las que se veían varias estancias de la casa: el salón con chimenea, el dormitorio principal con una cama con dosel, el jardín lleno de plantas y flores… Y ellos sonriendo enamorados.
—Eres una tía con suerte.
—Quiero que lo conozcas.
Tosí al atragantarme con el jamón.
—¿Qué? ¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? —Soltó una carcajada—. Eres mi amiga y quiero que conozcas a mi pareja. Me encantaría presentarte a César. Además, tiene amigos. —Me guiñó un ojo.
Fruncí el ceño.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Quiere decir que el viernes salimos y tú te vienes. Serás nuestra invitada especial.
—Espera, espera…
Susana me contestó con su habitual «no acepto un “no” por respuesta».
Intenté excusarme aludiendo a que no tenía nada que ponerme, pero no me sirvió en absoluto porque, después de estar un buen rato más hablando en aquel bar, nos pasamos dos horas yendo de tienda en tienda en busca de algo con lo que no pareciera que me encontraba en plena crisis existencial.
Me despedí de Susana pasadas las nueve de la noche. Iba cargada de bolsas. El frío volvía a acechar y las calles de la ciudad se veían vacías. Sin el gentío de las mañanas, solo se escuchaban mis pasos al caminar.
Llegué a casa y tiré las bolsas en el suelo de mi cuarto. «Mañana las organizo», pensé.
Fui directa a la cocina a por una, o mejor dicho, otra cerveza y algo de comer. Me di una ducha breve y, al terminar, me puse el pijama. Noté un peso en uno de los bolsillos y rápidamente llevé la mano ahí. Recordé enseguida el cuaderno y las notas de mi abuelo.
Me senté en el sofá del salón y comencé a ojear el cuaderno. Parecía una libreta antigua con las tapas forradas en piel.
Las hojas que había doblado y metido de cualquier manera dentro del cuaderno estaban llenas de apuntes, garabatos y dibujos con formas geométricas y flechas. Me di cuenta de varios detalles que me sorprendieron.
La caligrafía no era la misma. En los folios garabateados la letra era una cursiva hecha a mano, bastante elegante. En el cuaderno, la letra también parecía manuscrita, pero tenía una forma un poco más ruda, y los palos de las letras formaban ligaduras: terminaban en una curva larga que se unía a la siguiente letra.
A la libreta le faltaba una hoja. Pensé que la página arrancada podía ser uno de los folios garabateados, pero me parecían demasiado grandes y, por más que buscaba la manera, no cuadraban. La idea de que mi abuelo hubiera comprado esa libreta en un mercadillo medieval se esfumó por completo cuando, al tocar el papel, comprobé que tenía pinta de ser muy antiguo —casi tanto como para que se rompiera con solo mirarlo—, mientras que el aspecto de los folios era más actual.
Desde luego todo resultaba muy curioso. Sin embargo, lo que más me extrañó fue que no entendía en absoluto qué coño ponía en las páginas del interior. Estaba escrito en otro idioma. No, espera, en dos. Uno de ellos parecía castellano antiguo. Y el otro… ¿latín? ¿Griego? ¿Élfico? ¡Por Dios, qué caligrafía t