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LOS CRISTALES
Caía una nieve rala.
La llanura en la que me encontraba lindaba con una colina, sobre cuya ladera había plantados miles de troncos negros. Gruesos como durmientes de ferrocarril, todos tenían alturas distintas, como personas de diferentes edades. Sin embargo, no eran rectos como durmientes, sino ligeramente ladeados y curvos, como miles de hombres, mujeres y niños escuálidos andando cabizbajos bajo la nieve.
«¿Será un cementerio? ¿Esos maderos son lápidas?», me preguntaba.
Yo iba y venía entre los troncos negros, sobre cuyas superficies cortadas se acumulaba la nieve como cristales de sal, al igual que entre los túmulos que se alzaban detrás. De pronto, me detenía al sentir el agua debajo de mis zapatillas. «Qué extraño», pensaba. Un rato después el agua me llegaba al empeine. Me daba la vuelta y no podía creer lo que veía. La línea que se divisaba al final de la llanura no era el horizonte, como había supuesto, sino el mar. Era la pleamar y la marea estaba subiendo.
«¿Por qué los habrán enterrado en un lugar como este?», me preguntaba en voz alta.
El mar crecía a ojos vistas. ¿Así era como subía y bajaba la marea todos los días? ¿Y si se había llevado los huesos de más abajo, dejando los túmulos vacíos?
No había tiempo. Las tumbas anegadas ya no tenían remedio, pero había que trasladar cuanto antes los restos enterrados más arriba. Tenía que ser ahora mismo, antes de que siguiera subiendo el mar. Pero ¿cómo? Yo estaba sola y no tenía siquiera una pala. ¡Eran tantas tumbas! Sin saber qué hacer, corría entre los troncos negros, abriéndome paso a través del agua que me llegaba a las rodillas.
Todavía no había amanecido cuando me desperté. Al esfumarse la nieve que caía sobre la llanura, los troncos negros y la marea ascendente, fijé la vista en la ventana de la habitación a oscuras y cerré los ojos. Pensé que había vuelto a soñar con aquella ciudad y permanecí acostada con mi mano fría sobre los párpados.
*
La primera vez que tuve ese sueño fue en el verano de 2014, un par de meses después de que se publicara mi libro sobre la masacre de Gwangju. Durante los cuatro años siguientes, nunca dudé sobre su significado. Sin embargo, el verano pasado se me ocurrió por primera vez que quizá no se refiriera únicamente a esa ciudad. Que tal vez me había equivocado o que había hecho una interpretación demasiado simplista al concluir de manera apresurada e intuitiva que el sueño se debía solo a Gwangju.
Hacía casi veinte días que las temperaturas no bajaban ni siquiera durante la noche. Me encontraba tumbada en el suelo del salón junto al aire acondicionado estropeado, tratando de conciliar el sueño. Me había dado varias duchas frías, pero no conseguía refrescarme a pesar de tener la espalda apoyada sobre el parquet de madera. Eran ya las cinco de la mañana cuando pude percibir que la temperatura bajaba ligeramente. El sol saldría en media hora, así que el momento de gracia sería breve. Creí que por fin iba a poder dormir un poco, mejor dicho, ya estaba prácticamente dormida cuando ocurrió. De pronto, aquella llanura se coló por debajo de mis párpados. Como si los tuviera delante, vi los copos cayendo sobre los miles de troncos negros, la nieve brillando como la sal sobre las superficies cortadas.
No sé por qué, pero me puse a temblar. Fue como el estremecimiento previo al llanto, pero no lloré ni se me llenaron los ojos de lágrimas. ¿Fue miedo? ¿Angustia, escalofrío, quizá dolor repentino? No, fue una suerte de toma de conciencia, un despertar tan frío que me hizo castañetear los dientes. Fue como si una invisible y enorme espada, un pesado filo de hierro imposible de levantar, pendiera en el aire ante mis ojos, sobre mi cuerpo tendido en el suelo.
Fue en ese instante cuando pensé por primera vez que quizá esa marea azul oscura que se llevaba los huesos de los túmulos no estuviera relacionada con las víctimas de la masacre de Gwangju ni con el tiempo transcurrido, sino que fuese una especie de vaticinio personal. Que ese lugar con las tumbas anegadas y las lápidas mudas presagiase el futuro que me esperaba.
Es decir, mi vida en este momento.
*
En los cuatro años que transcurrieron entre la primera vez que tuve el sueño y aquella calurosa madrugada de verano, pasé por varias despedidas personales. Algunas fueron resultado de mis propias elecciones, pero otras fueron totalmente inesperadas y hubiese dado cualquier cosa para evitarlas. Si en el cielo o en el inframundo existiera algo así como un espejo gigante que observa y registra todo lo que hacen los seres humanos, tal como afirman algunas creencias religiosas antiguas, lo que se hubiera reflejado de mí durante esos cuatro años habría sido un cuerpo despojado de su caparazón que se arrastra despacio como una babosa sobre el filo de un cuchillo. Un cuerpo que desea vivir. Un cuerpo hendido y cortado. Un cuerpo que se escabulle, se abraza y se aferra. Un cuerpo que se arrodilla. Un cuerpo que ruega. Un cuerpo del que no para de supurar algo como sangre, pus o lágrimas.
Una vez superados todos mis afanes, hacia finales de esta primavera alquilé un viejo apartamento en las afueras de Seúl. No me habituaba a no tener una ocupación ni a nadie a quien cuidar, pues durante muchos años había trabajado para mantenerme y atender a mi familia. Estas habían sido siempre las tareas más urgentes, por lo que le robaba horas al sueño para poder escribir. Mi mayor anhelo entonces era disponer algún día de todo el tiempo del mundo para la escritura; sin embargo, ahora que por fin lo tenía, el deseo se había esfumado.
Dejé mis pertenencias en el apartamento tal como las colocaron los de la empresa de mudanzas y permanecí hasta julio tumbada en la cama, aunque sin apenas poder conciliar el sueño. Durante todo ese tiempo, no cociné ni salí de casa. Me alimentaba a base de arroz, kimchi blanco y agua que pedía por internet, pero terminaba vomitándolo todo cada vez que me asaltaban las migrañas y los espasmos estomacales. Una de esas noches escribí mi testamento. La carta, que empezaba con un «Solicito algunos favores», decía en qué cajón de mi escritorio guardaba las cartillas de ahorro, la póliza del seguro y el contrato de alquiler del apartamento, a cuánto ascendía el dinero que tenía, lo que quería que se hiciera con él y a quién le dejaba lo que quedase. Sin embargo, todavía seguía en blanco el nombre de la persona a la que le encargaba todos esos favores, pues no tenía la certeza de a quién podría encomendarle semejantes molestias. Agregué unas líneas especificando el monto de la gratificación que le dejaba, además de expresarle mi agradecimiento y mis disculpas, pero no pude escribir ningún nombre en el espacio reservado al destinatario de la carta.
Lo que me obligó a levantarme de esa cama en la que permanecía tumbada fue precisamente el sentido de la responsabilidad hacia ese destinatario desconocido que se haría cargo de los asuntos que yo dejara pendientes. Con algunos amigos en mente como posibles candidatos, empecé a ordenar mis pertenencias. Debía deshacerme de las botellas de agua vacías que se acumulaban en la cocina, así como de las prendas de vestir y de la ropa de cama que no serían más que un quebradero de cabeza, además de los diarios y las agendas personales. Por primera vez en dos meses, me puse las zapatillas y salí por la puerta del apartamento cargada con sendas bolsas de cosas para tirar en las manos. Como si viera el mundo por primera vez, contemplé el sol de la tarde cayendo a raudales sobre el pasillo orientado al oeste. Mientras tomaba el ascensor, pasaba junto a la portería y atravesaba el complejo de apartamentos, me sentí como una espectadora, como quien contempla por primera vez el mundo de los humanos y siente el clima y la humedad del entorno y la fuerza de la gravedad.
Al volver a casa, en lugar de seguir empaquetando los objetos para tirar que estaban en el salón, me metí en el baño. Sin quitarme la ropa, abrí el grifo del agua caliente y me quedé sentada bajo la ducha. Todavía recuerdo la sensación de los azulejos bajo las plantas de los pies, el vapor cada vez más denso, la camiseta empapada y pegada a la espalda, el agua caliente chorreando por el largo flequillo y bajando por el mentón, el pecho y el vientre.
Salí del baño, me quité las prendas mojadas y encontré algo que ponerme en la pila de ropa que pensaba desechar. Doblé dos billetes de diez mil wones, me los metí en el bolsillo y salí del apartamento. Me dirigí a una casa de gachas de arroz que había detrás de la estación del metro y pedí el plato más suave que había en el menú. Mientras comía despacio las gachas calientes, las personas que veía pasar al otro lado del cristal se me antojaron débiles, como a punto de romperse. Entonces caí en la cuenta de lo frágil que es la existencia humana; de lo fácil que se quiebran y desgarran la piel, los órganos, los huesos y la vida. Todo por una decisión.
Así fue como la muerte pasó de largo. Como un asteroide que no colisiona con la Tierra por una diferencia angular ínfima, la muerte pasó por mi lado a una velocidad vertiginosa, sin la menor vacilación o remordimiento.
*
No me había reconciliado con la vida, pero debía seguir adelante.
Tras más de dos meses de encierro y alimentación deficiente, había perdido mucha masa muscular. Para lograr romper el círculo vicioso de migrañas, espasmos estomacales y analgésicos con alto contenido en cafeína, debía comer con regularidad y hacer ejercicio. Sin embargo, antes de que pudiera siquiera proponerme estos cambios, llegó el calor. El día que la temperatura máxima superó la temperatura del cuerpo humano, probé a encender el aire acondicionado que se había dejado el anterior inquilino, pero no funcionaba. Después de muchos intentos logré contactar con el servicio técnico, pero, debido al gran número de solicitudes de reparaciones que estaban recibiendo por la ola de calor, no iban a poder venir hasta la segunda quincena de agosto; y comprar un aparato nuevo resultaría casi imposible por la misma razón.
Lo prudente hubiera sido acudir a algún sitio con aire acondicionado, pero no me apetecía ir a una cafetería, biblioteca, banco o cualquier otro lugar con mucha gente. No me quedó más alternativa que tumbarme en el suelo del salón para refrescarme, darme frecuentes duchas frías para evitar que se me taponaran los poros y sufrir un golpe de calor, y salir de casa a eso de las ocho de la tarde, cuando bajaban algo las temperaturas, para alimentarme con gachas de arroz. La refrigeración del restaurante era increíblemente agradable y, debido a la diferencia de temperatura y humedad con el exterior, el escaparate se empañaba como si fuera invierno. Al otro lado del cristal, muchedumbres con ventiladores de mano apuntando a sus caras pasaban por aquella calle abrasadora que parecía que no fuera a enfriarse jamás, la misma que tendría que recorrer un rato después para volver a casa.
Una noche salí del restaurante sintiendo en la cara las bocanadas de aire caliente que despedía el asfalto recalentado y me paré delante del semáforo. Debía añadir algo más a esa carta en cuyo sobre había escrito «Testamento» con rotulador negro y que aún no tenía destinatario. Mejor aún, iba a escribirla de nuevo desde el principio y de una manera totalmente diferente.
*
Pero, antes de escribirla, debía responderme algunas preguntas.
¿Dónde comenzó a desmoronarse todo?
¿Cuándo se torcieron las cosas?
¿Qué brecha o rotura fue el punto de inflexión?
Sabemos por experiencia que, al marcharse, algunos sacan su cuchillo más afilado para clavárselo al otro donde más le duele. Y que saben exactamente cuál es ese sitio porque conocen a esa persona mejor que nadie.
No quiero vivir como tú, doblegada por la mitad.
Si te dejo es porque quiero vivir,
vivir como es debido.
*
Empecé a sufrir pesadillas en el invierno de 2012, en la época en que leía los materiales de archivo para escribir mi libro sobre aquella ciudad. Al principio eran solo sueños violentos. Yo corría para escapar de las fuerzas especiales aéreas, pero entonces me pegaban con una porra en el hombro y caía de bruces. Otro militar me daba patadas en el costado para obligarme a ponerme boca arriba. No recordaba su cara, pero sí el estremecimiento que me recorría el cuerpo cuando, empuñando el fusil con ambas manos, me atravesaba el pecho con la bayoneta.
No quería proyectar una sombra negativa sobre mi familia —y menos sobre mi hija—, por lo que conseguí un estudio que estaba a unos quince minutos andando de casa. Mis planes eran escribir allí y luego, al final del día, regresar a mi vida cotidiana. Se trataba de una habitación en el primer piso de una casa de ladrillos construida en los años ochenta, que casi no había sido reparada en treinta años. Pinté de blanco la puerta de metal llena de rasguños y, a manera de cortina, clavé con chinchetas un pañuelo para la cabeza en el viejo marco de la ventana a fin de tapar las grietas de la madera. Los días que tenía que dar clase, leía y tomaba notas de los materiales de archivo desde las nueve de la mañana hasta el mediodía; y los demás días, hasta las cinco de la tarde.
Por las mañanas y por las noches, cocinaba y comía con mi familia, como había hecho siempre. Trataba de dialogar todo lo que podía con mi hija, que acababa de entrar en la secundaria y se estaba enfrentando a situaciones nuevas. Sin embargo, la sombra del libro que estaba escribiendo se cernía sobre todos los instantes de mi vida personal. Ya fuera cuando encendía el fuego de la cocina y esperaba a que hirviese la olla con agua, o cuando mojaba trozos de tofu en huevo y los ponía a freír en la sartén hasta que se doraban, esa sombra me partía en dos.
Para llegar al estudio, iba por el camino que bordeaba el riachuelo. Después de una arboleda frondosa, venía una pendiente en bajada y luego un tramo totalmente despejado de unos trescientos metros de largo, el cual conducía a la pista de patinaje que había debajo del puente. Se me hacía interminable ese tramo donde mi cuerpo quedaba totalmente al descubierto, pues me imaginaba a un francotirador apuntándome desde la azotea de alguno de los edificios al otro lado de la estrecha carretera. Sabía perfectamente que era un temor de lo más absurdo, pero no conseguía librarme de esa sensación.
Al año siguiente, a finales de la primavera, empecé a dormir cada vez peor y a respirar de manera entrecortada; hasta mi hija me preguntó qué me pasaba. Una noche, sobre la una de la madrugada, me desperté sobresaltada. Como no lograba volver a conciliar el sueño, salí a comprar una botella de agua a la tienda de veinticuatro horas. Me detuve en la esquina esperando a que el semáforo se pusiera verde, a sabiendas de que era un gesto inútil porque a esa hora no pasaban personas ni coches. Tenía los ojos puestos en la tienda iluminada al otro lado de la calle cuando de pronto vi a una treintena de hombres desplazándose en una silenciosa fila por la acera de enfrente. Con el pelo largo, uniforme de reservistas y los rifles al hombro, marchaban relajados y sin la menor disciplina militar, como un grupo de niños rezagados en una excursión escolar.
Hacía tiempo que no dormía bien y atravesaba una época en la que no distinguía del todo las pesadillas de la realidad, de modo que mi primera reacción ante aquella escena imposible fue de duda e incredulidad. ¿En verdad estaba viendo aquello? ¿No sería parte de la pesadilla que había estado soñando? ¿Podía confiar en mis sentidos?
Me quedé inmóvil hasta ver cómo aquellas espaldas envueltas en el silencio, como si alguien hubiese quitado el volumen del mando a distancia, doblaban la esquina y desaparecían en la oscuridad. No era un sueño, no estaba adormilada ni había tomado una sola gota de alcohol, pero lo que acababa de presenciar seguía pareciéndome imposible. Traté de convencerme de que eran reservistas que entrenaban en la base militar de Naegokdong, al otro lado del monte Umyeon, y que probablemente habían salido a hacer una marcha nocturna. Pero para estar allí donde los había visto a la una de la madrugada, tendrían que haber andado más de diez kilómetros en plena noche a través del monte; me resultaba inconcebible que sometieran a los reservistas a semejante entrenamiento. A la mañana siguiente, pensé en preguntarle a algún conocido que hubiera hecho el servicio militar si aquello era posible, pero como no quería que me tildaran de rara —de verdad que me pareció rarísimo lo sucedido—, no me atreví a comentárselo a nadie hasta ahora.
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Me encontraba en compañía de unas mujeres desconocidas con sus hijos. Cogidos de la mano y ayudándonos mutuamente, descendíamos por las paredes de un pozo de agua creyendo que estaríamos a salvo allí abajo, pero de pronto nos lanzaban una andanada de disparos desde el brocal. Las mujeres abrazaban a sus niños y los protegían con su cuerpo. Del fondo del pozo, que creíamos seco, empezaba a subir un líquido pringoso, como caucho derretido, dispuesto a tragarse nuestra sangre y nuestros gritos.
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Iba andando con otras personas por una carretera abandonada. Al cruzarnos con un automóvil negro aparcado en el arcén, alguien decía: «Está ahí dentro». No mencionaba su nombre, pero todos entendíamos sin asomo de duda que se refería a la persona que había ordenad