Mi vida con Gabriela

Patricia Stambuk Mayorga

Fragmento

 Antes de conversar...

Antes de conversar...

Una vida apacible, dedicada a la vida familiar, la pintura y la catequesis hicieron de Gilda Pendola un personaje viñamarino silencioso, pero no por eso desconocido. Las esporádicas entrevistas en la prensa, aunque siempre breves y más bien en años muy anteriores, reconocían su importante papel como secretaria de Gabriela Mistral.

Aunque nunca lo fue.

No es simple definir su rol junto a la poeta a lo largo de cuatro años en Italia y Estados Unidos, compartidos en parte con su hermana Graziella. Podía consistir en conversar, salir a caminar, subirse a un carro de paseo tirado por caballos, acompañarla a almorzar a restoranes o partir de viaje a Nueva Orleans, Miami, Palermo, Venecia o La Habana; también buscar las gafas que la poeta extraviaba, recoger por aquí y por allá los versos que escribía en cualquier trozo de papel, atender el nacimiento de gatos, escribir a máquina un manuscrito si no había secretaria, y comunicarse con sus amistades o con la prensa. Todo sin pedir ni esperar retribuciones materiales.

Tras ese encuentro inicial en Rapallo entre la artista de veinte años, soltera, sin apuro por casarse, y la poeta de sesenta y uno, ascendida al estrellato literario con el Nobel, había realidades intangibles que las unían, empezando por la nacionalidad y el idioma: era la única persona con la que podía hablar en castellano todos los días y recurrir a ella si no entendía algo en italiano. Además, ambas eran migrantes, y Gilda y su familia, con sus dos patrias, las de nacimiento y acogida, representaban a cabalidad a esos laboriosos italianos que aportaron al desarrollo de Chile, sobre todo desde Valparaíso, su mítico puerto fundacional. La joven y entusiasta Chiquita de ojos azules y su hermana Graziella personificaban mucho de lo que ella apreciaba: la propia lengua, la historia cercana del peregrinaje en busca de nuevas oportunidades y la cultura de un país que admiraba y describió paso a paso en su libro Italia caminada.

Gabriela no debía quedar sola. Estaba delicada de salud y carecía de pericia e interés por las cosas cotidianas de este mundo. A los ojos de la perspicaz norteamericana con quien la poeta llegó a residir en Rapallo, Doris Dana, las dos muchachas que llegaron a saludarla eran perfectas. No hubo definición de sus deberes, pero ambas, halagadas con la invitación, aceptaron la aventura sin inquirir detalles ni saber hasta dónde las llevaría ni por cuánto tiempo.

Gilda Pendola se fue convirtiendo en una hija temporal y, como tal, estuvo muy cerca de la escritora, aunque no de su mundo sentimental. Gabriela era una madre añosa y su acompañante no preguntaba, solo observaba y callaba.

Yo, magallánica, no había encontrado en mi región de adopción, Valparaíso, un vínculo que me hiciera saber de su existencia a unas cuantas cuadras de mi casa, hasta que fui invitada por el profesor de Historia y bibliotecario Emilio Toro Canessa a dar una charla en el St Margaret’s British School para celebrar el Día del Libro. Compartía con él mi interés por los museos, pero no sabía de su pasión por Mistral, su veta de investigador y el entusiasmo por fomentar la literatura entre las estudiantes.

Terminada la charla, le pregunté si concurriría otra escritora y me respondió que era en realidad una pintora

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