Pastoral americana

Philip Roth

Fragmento

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El Sueco… Durante los años de la guerra, cuando yo todavía iba a la escuela primaria, ése era un nombre mágico en nuestro vecindario de Newark, incluso para los adultos a los que sólo una generación separaba del viejo gueto de la calle Prince y que aún no estaban tan impecablemente americanizados como para quedarse como si les hubieran dado un balonazo en la cara ante la destreza de un atleta de escuela media. Su nombre era tan mágico como su rostro anómalo. Entre los pocos alumnos judíos de tez blanca en nuestra escuela, donde preponderaban los judíos, ninguno poseía nada que se pareciera ni remotamente a la máscara vikinga inexpresiva y de mandíbula escarpada de aquel rubio con ojos azules nacido en nuestra tribu con el nombre de Seymour Irving Levov.

El Sueco era una estrella como receptor en fútbol americano, centro en baloncesto y primera base en béisbol. Sólo el equipo de baloncesto tuvo algún valor (ganó dos veces el campeonato municipal cuando él era su principal marcador), pero mientras el Sueco destacara, el destino de nuestros equipos deportivos no les importaba gran cosa a unos alumnos cuyos mayores, en general poco instruidos y con demasiadas preocupaciones, veneraban por encima de todo los logros académicos. La agresión física, incluso camuflada por uniformes atléticos, reglamentos oficiales y sin la intención de dañar a los judíos, no era una fuente de placer tradicional en nuestra comunidad, mientras que los títulos superiores sí que lo eran. No obstante, gracias al Sueco el vecindario vivía una fantasía acerca de sí mismo y el mundo, la fantasía de los hinchas deportivos en todas partes: casi como gentiles (tal como ellos imaginaban a los gentiles), nuestras familias podían olvidar cómo funcionaban realmente las cosas y convertir un encuentro deportivo en el recipiente de todas sus esperanzas. Ante todo podían olvidar la guerra.

Creo que la mejor explicación del ascenso de Levov el Sueco, su conversión en el Apolo doméstico de los judíos de Weequahic, estriba en la guerra contra alemanes y japoneses y los temores que suscitaba. Cuando el Sueco se mostraba indómito en el terreno de juego, la superficie sin sentido de la vida aportaba una clase de sostén excéntrico e ilusorio, la feliz liberación en el seno de una inocencia sueca para quienes vivían con el temor de que no volverían a ver jamás a sus hijos, hermanos o maridos.

¿Y cómo afectaba esto al interesado, la glorificación, la santificación de cada lanzamiento curvo de la pelota, cada pase del balón que agarraba de un salto, cada vez que birlaba una veloz pelota bateada en el aire y que apenas describía un arco para marcar un doble a lo largo de la zona izquierda del campo? ¿Era eso lo que hacía de él un chico tan formal, de semblante impasible? ¿O era su seriedad de apariencia madura la manifestación exterior de una ardua lucha interna para mantener a raya el narcisismo que toda una comunidad le ofrecía, con amor, a manos llenas? En la escuela las animadoras tenían una aclamación para el Sueco. Al contrario que las demás aclamaciones, cuyo propósito era el de inspirar a todo el equipo o galvanizar a los espectadores, aquél era un tributo rítmico, con acompañamiento de zapateo, destinado en exclusiva al Sueco, y reflejaba el entusiasmo por su perfección, concentrado y desenfadado. La aclamación sacudía el gimnasio durante los partidos de baloncesto, cada vez que el Sueco recuperaba un rebote o marcaba un punto, el griterío se extendía por el lado que nosotros ocupábamos en el City Stadium cuando, en los partidos de fútbol, ganaba una yarda o interceptaba un pase. Incluso en los partidos de béisbol locales que, con escasa asistencia de público, tenían lugar en el parque Irvington, donde no había un grupo de vivaces animadoras arrodilladas en las líneas laterales, la aclamación se oía débilmente, entonada por el puñado de resueltos partidarios de Weequahic en el graderío de madera, no sólo cuando el Sueco se disponía a batear, sino también cuando se limitaba a realizar un fuera de juego rutinario en la primera base. Era una aclamación que constaba de diez sílabas, cuatro de ellas las de su nombre, y sonaba ¡Ta-ta-ta-ta! ¡Ta-ta-ta… ta-ta-ta! y el ritmo, sobre todo en los partidos de fútbol, se aceleraba con cada repetición hasta que, en la cima de la adoración frenética, se producía un exaltado estallido de volteretas laterales que hacían ondular las faldillas y los pantalones de gimnasia anaranjados de diez pequeñas y robustas animadoras y parpadeaban como fuegos artificiales ante nuestros ojos maravillados… y no porque sintieran amor por ti o por mí, sino por el magnífico Sueco. «¡Sueco Levov! ¡Rima con… «el amor»!… ¡Sueco Levov! ¡Rima con… «el amor»!… ¡Sueco Levov! ¡Rima con… «el amor»!»*

Sí, mirase donde mirase, la gente estaba enamorada de él. Los dueños de la confitería a quienes importunábamos nos llamaban a los demás «¡Eh-tú-no!» o «¡Basta-ya-chico!», pero a él le llamaban, respetuosamente, «Sueco». Los padres sonreían y se dirigían a él con afabilidad, llamándole «Seymour». Las chicas que iban charlando por la calle y con las que él se cruzaba simulaban desvanecerse de una manera aparatosa, y las más valerosas le gritaban a sus espaldas: «¡Vuelve, vuelve, Levov de mi vida!». Y él las dejaba hacer, andaba por el barrio en posesión de todo ese amor y dando la impresión de que no sentía nada. Contrariamente a las ensoñaciones que los demás pudiéramos haber tenido sobre el efecto estimulante de la adulación total, acrítica e idólatra, el amor volcado sobre el Sueco en realidad parecía privarle del sentimiento. En aquel muchacho a quien tantos adoptaban como un símbolo de esperanza (como la encarnación de la fuerza, la resolución, el valor audaz que se impondrían para que los soldados de nuestra escuela regresaran a casa indemnes desde Midway, Salerno, Cherbourg, las islas Salomón, las Aleutianas, Tarawa) no parecía existir una sola gota de ingenio o ironía que obstaculizara su precioso don de ser responsable.

Pero el ingenio o la ironía para un chico como el Sueco es como si le sujetaran su columpio, pues la ironía es un consuelo humano y está fuera de lugar cuando uno se desenvuelve como un dios. O bien había todo un lado de su personalidad que reprimía o que estaba todavía dormido o, lo que era más probable, ese lado no existía. Su indiferencia, su aparente pasividad como objeto deseado de todo ese amor asexual, hacían que pareciera, si no divino, por lo menos perteneciente a una distinguida categoría por encima de la humanidad más elemental o tan sólo por encima de todos los demás alumnos de la escuela. Estaba encadenado a la historia, era un instrumento de la historia, estimado con una pasión que quizá no habría existido si hubiera superado el récord del equipo de baloncesto de Weequahic (al marcar veintisiete puntos contra Barringer) en cualquier otra ocasión, excepto aquel tristísimo día de 1943 en que los cazas de la Luftwaffe derribaron a cincuenta y ocho fortalezas volantes, dos fueron víctimas de la artillería antiaérea y otras cinco se estrellaron tras cruzar la costa inglesa cuando regresaban de bombardear Alemania.

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