Sábado, domingo

Ray Loriga

Fragmento

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Madrid, verano de 1988

 

 

 

 

Lo que sucedió ese día nunca lo hablé con nadie, ni con Chino, que lo vivió conmigo. Ni siquiera con Virginia, que es mi prima preferida. Y si he de ser sincero, creo que no pensé mucho en ello, hasta hoy.

Chino y yo no éramos amigos de la infancia ni nada parecido, apenas llevábamos un año juntos cuando conocimos a la camarera, y en cualquier caso no era mucho de hablar Chino, era más bien de hacer cosas, con lo cual no resultaba muy fácil ser su amigo íntimo. Ni siquiera sé si había algo remotamente íntimo en él; era más bien un tipo de puertas afuera, enredado en una multitud de tareas a las que se entregaba con gran entusiasmo. Montaba a caballo, iba de caza, esquiaba, practicaba eso que se hace con una cometa y una tablita de surf y que no sé ni cómo se llama. Era lo que se dice un hombre de acción. Con las chicas le iba de maravilla, eso sí, y le encantaba contarlo, pensaba que sus aventuras sexuales eran lo más interesante del mundo. Ahí sí que se le soltaba la lengua. Y no sólo me lo contaba a mí con toda clase de detalles, sino que lo compartía con cualquiera que quisiese (o no) escucharle. En eso era la mar de generoso. En cuanto conocía a una chica le contaba lo que había hecho con otra, lo cual nunca me pareció apropiado, pero a él, en cambio, no le iba mal el método, pero que nada mal. Los dos bebíamos y fumábamos muchísimo, pero lo de las chicas se le daba mejor a él.

Todo tenía gracia más o menos hasta que conocimos a la camarera. Vives como si nada hasta que algo se te clava, y después se trata de sacarse esa espina, más que de seguir viviendo. Sale en todos los cuentos, no es algo que se me haya ocurrido a mí.

Nunca comprendí muy bien lo que pasó aquel fin de semana, fue todo muy extraño. Sólo hoy, casi un año después, empiezo a entender cómo sucedió, aunque no el porqué.

Ahora me doy cuenta de que no teníamos ni que haber empezado a tontear con esa camarera y de que nos equivocamos desde el principio. Tampoco he vuelto a ver a Chino después de aquello, ni ganas. A veces la vergüenza te impide mirar atrás durante mucho tiempo, y la gente que te recuerda algo malo se vuelve rara en la memoria, y uno aparta toda la historia con las manos de dentro de la cabeza como quien espanta moscas. De la chica tampoco he sabido nada más. Estaba loca, supongo, pero era una preciosidad.

Fue en agosto del año pasado, justo después de la fiesta de despedida de mi prima Virginia, cuando por fin anunció que se iba a Francia a estudiar ciencias políticas en la Sorbona y montó aquella fiesta gigante en pleno verano, lo cual era para empezar una idea absurda, absurda para cualquiera menos para ella. Mi prima Virginia es tan encantadora que puede dar una fiesta cuando le dé la gana y vendrán al menos cien personas, aunque sea en Madrid en agosto. Claro que de esas cien personas sólo diez serán gente a la que conocemos de verdad; el resto, como pasa siempre, serán amigos de conocidos de conocidos, la clase de colgados que caen por Madrid de vuelta de una playa y de camino a otra y que presumen como locos de lo bien que les están yendo las vacaciones, y que después de dos copas meten la pata y se mean en una alfombra sin dejar de dárselas de importantes. En resumen: auténticos capullos.

Chino dijo que no quería ir precisamente por eso, pero no me lo creí, y además yo nunca le he negado nada a mi prima Virginia, porque la adoro. Es muy simpática y muy lista y lee todo el tiempo libros rarísimos, pero no presume de nada.

Si mi prima Gini (así llamamos casi siempre a Virginia) supiese lo que sucedió apenas unas horas después de su fiesta y lo que pasó con la camarera, no volvería a dirigirme la palabra.

Si Gini nos hubiese visto ese fin de semana, se hubiese muerto, o algo.

Por eso nunca le dije nada.

A Gini le caigo muy bien, desde que éramos pequeñitos, y tampoco le caigo bien a tanta gente. Ni siquiera a Chino, aunque él al menos me soporta.

El caso es que fuimos a la fiesta de Gini.

La verdad es que Chino estaba loco por ir, aunque dijese que no quería ir por nada del mundo. A Chino le encantaba hacer eso, decir que le daba cien patadas algo que le apetecía muchísimo. A mí Chino me caía fatal y fenomenal al mismo tiempo. Es difícil de explicar, pero seguro que eso le pasa a todo el mundo con alguien. No es lo que la gente llama una relación de amor-odio, porque yo ni lo amaba ni lo odiaba ni nada parecido, era sólo que me daba un poco de rabia todo lo que hacía y sin embargo no podía dejar de ir con él. Por eso estaba delante cuando sucedió lo de la camarera, por eso me reí de algo que no tenía gracia. Por eso me he despertado esta mañana odiándole a él y odiándome a mí, y sin ganas de vivir otro verano.

No hay que darles tantas vueltas a las cosas. Siempre me lo digo y me lo repito, y luego no me hago ni caso, pero eso no quita para que esté seguro de que no hay que darles tantas vueltas a las cosas. Si hay algo que no aguanto es que la gente te diga que ya sabe lo que te pasa y que hubo un tipo del siglo no sé cuántos que le puso un nombre. Como cuando se agacha tu madre a coger algo y le ves el escote y luego viene un psicólogo y te dice que se te ha metido un griego de hace miles de años en la cabeza. Qué va a saber un griego muerto de mí, o yo de un griego vivo o muerto. No sé, tal vez en lugar de hablar de griegos de los que no sé gran cosa debería presentarme.

Soy hijo único y crecí en uno de esos barrios de las afueras de casas grandes con jardín y piscina, así que es normal que le caiga mal a cualquiera desde el principio. No pasa nada, estoy acostumbrado. A mí también me cae mal casi todo el mundo que vive en mi barrio y casi todo el mundo que va a mi colegio, o que vive en otro barrio o va a otro colegio. En eso creo que soy como todos, los demás nos caen mal a cada uno de nosotros, y así en general, sin más. Incluidos árabes, asiáticos, aborígenes australianos, negros y caucasianos, y también moros, budistas, hebreos, anglicanos, ortodoxos, coptos y cristianos, menos algunos que por lo que sea nos caen la mar de simpáticos. A lo mejor sólo me pasa a mí, no sé.

Se puede pensar que soy un niño mimado, aunque en mi defensa diré que mi casa es la más pequeña de mi zona y que mi piscina no es ni la mitad de grande que las piscinas de mis amigos, y que casi ni nos bañamos en la mía porque la mayoría se ríe en cuanto dan dos brazadas y ya han llegado al otro lado. Los padres de Chino tienen por ejemplo aproximadamente mil trillones de veces más dinero que los míos. Y una piscina enorme, que se cubre en invierno con una de esas cubiertas de metacrilato que se pliegan y se despliegan. Creo que es metacrilato, pero tampoco soy un experto en cubiertas retráctiles. El agua de la piscina de Chino está caliente en invierno, el agua de la mía en invierno está fría y verde

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