La escuela católica

Edoardo Albinati

Fragmento

Cristianos y leones

1

Fue Arbus quien me abrió los ojos. No es que antes los tuviera cerrados, pero no podía estar seguro de lo que veía; quizá fueran imágenes proyectadas para engañarme o para tranquilizarme, y yo era incapaz de poner en tela de juicio ese espectáculo que se me ofrecía a diario y que se conoce como «vida». Por una parte, aceptaba sin discutir todo lo que le cae en suerte a un chaval de trece, catorce, quince y todos los años que le faltan para completar esa «fase» —siempre oí mencionarla así, una «fase», un «momento», a pesar de que podía alargarse; un «momento delicado», o incluso una «crisis», a la que, para ser sinceros, seguirían otros momentos o fases igual de delicados o críticos que se alternarían sin cesar hasta la madurez, la vejez y la muerte—. Me alimentaba sin protestar de lo que servían día tras día en el comedor escolar, donde se ofrecen las cosas que le pasan a cualquier adolescente, los asuntos que lo absorben mientras crece y se desarrolla —«desarrollo», otra palabra clave que utilizan los adultos para forzar las cerraduras de la adolescencia, la difícil «edad del desarrollo», el «desarrollo de la personalidad», por no mencionar la horrible expresión intransitiva «ya se ha desarrollado», que sella con lacre pegajoso los genitales secretos—. Quizá sin un orden, pero, en cualquier caso, se servían esos platos que no pueden faltar en la mesa de todo adolescente: el colegio, el fútbol, los amigos, las frustraciones y las excitaciones, todo aderezado con llamadas telefónicas, el ir y venir a la gasolinera y las caídas de la moto, es decir, experiencias comunes.

Pero, por otro lado, no podía dejar de sentir cierta perplejidad. ¿La vida era eso? Es decir, ¿esa era mi vida? ¿Tenía que hacer algo para que me perteneciera o me la entregaban tal cual, con garantía? ¿Tenía que ganármela o merecérmela? Quizá fuera provisional y pronto me la cambiaran por una definitiva. Pero, en tal caso, ¿tenía que cambiarla yo o alguien se ocuparía de eso? ¿Sucedería algo que la cambiase? La vida puede ser extraordinaria o normal. ¿De qué clase era la mía? Mientras Arbus no entró a formar parte de esta historia, todas esas preguntas que ahora por lo menos me planteo, aunque haya renunciado a las respuestas, ni siquiera se me pasaban por la cabeza: se desvanecían antes de alcanzar la superficie de mi conciencia provocando solo una ligera ondulación.

El simple hecho de llamarla conciencia ya es una exageración.

Sensación de existir, a lo sumo. De estar en el mundo.

Para mí, quien proyectaba las imágenes que me rodeaban era un mago, un genio. Tengo que reconocérselo. De su lámpara salían sueños perfectos, dulces y nítidos que yo atravesaba absorto, a veces más bien extasiado. En definitiva, era sumamente feliz y desdichado a la vez. Respiraba profundamente ese aire misterioso de las escenografías que me rodeaban, esas que alguien desmontaba en cuanto las dejaba atrás. Me parecía que tarde o temprano ocurriría algo decisivo que en lugar de aclarar uno por uno los insignificantes hechos ya acaecidos, los cosería con un hilo irrompible, como el que ensarta las páginas de las novelas y nos impide parar hasta que hemos pasado la última. Solo así, asemejándose a una ficción, pero poseyendo su coherencia implacable, mi vida y la de todos los demás podría considerarse real, una vida de verdad...

Había momentos puntuales que me trastornaban profundamente, pues en ellos, no sé expresarlo mejor, comprendía con dolorosa claridad la confusión de la que era presa. Totalmente. Me poseía sin dejar espacio a nada más —ideas o pensamientos, por ejemplo—. Solo podía sentir. Sentía fluir la sangre que se amasaba en el pecho, una congoja insostenible, el corazón dolorido; quiero decir que realmente me dolía, de verdad, como si estuviera a punto, para usar el lenguaje de las novelas de antaño, de darme un vuelco, pero ese dolor se mezclaba con una extraña dulzura, como extraño era todo lo demás.

Arbus fue mi compañero de clase desde primero de bachiller, pero empecé a percatarme de su existencia cuando estábamos a punto de acabar. A un mes del examen de reválida...

Los estudiantes se quedan atrás por definición. Todos sin excepciones. Por otra parte, los profesores también se quedan siempre atrás, no logran seguir el ritmo de los programas que ellos mismos han ideado y culpan a los alumnos, lo cual es verdad y mentira al mismo tiempo, porque si sus clases estuvieran formadas por genios, tampoco lograrían respetarlos, seguiría quedando algo por explicar, quizá una sola página, una línea o un milímetro. En cualquier caso, están destinados a fallar, a renunciar, por ejemplo, a dar todo Kant en el penúltimo año del bachillerato. El motivo es inexplicable y solo queda recurrir a la enigmática expresión «por fuerza mayor». Los objetivos sirven para no cumplirse, la naturaleza intrínseca del centro es no ser alcanzado. Con independencia de si las fuerzas flaquean por el camino o de si la meta se desplaza imperceptiblemente hacia delante, o de si fueron demasiado optimistas, presuntuosos o abstractos en el planteamiento original, o de si los obstáculos han sido más insalvables de lo previsto y los días de lluvia, enfermedad, huelga o elecciones sorprendentemente numerosos. No sé cómo se denomina esa ciencia ni en qué se basa, pero hay un estudioso que ha calculado que cualquier proyecto que se emprenda costará un promedio de un tercio más del presupuesto inicial, y que se empleará al menos un tercio más del tiempo previsto para su realización. Por lo visto, se trata de un dato que no puede eliminarse. Solo raras excepciones se libran de la ley del retraso constitutivo, y Arbus era una de ellas.

Arbus, Arbus, amigo mío, viejo palillo. Estabas tan delgado que solo con verte los codos cuando fingías jugar al voleibol para que no te suspendieran en gimnasia entraban escalofríos. De piedad o de repulsión. Por no hablar de los omóplatos y las rodillas, cuyos huesos puntiagudos casi agujereaban el chándal negro con los ribetes verdes y amarillos que te permitían llevar incluso en mayo —y hasta bien entrado junio— para proteger tu delicada salud. Por más que fingieras concentrarte en el partido, todo el mundo sabía que si la pelota rebotaba, por casualidad, cerca de ti, en el minúsculo trocito de campo donde te habíamos aislado para que causaras el menor perjuicio posible al equipo, ni siquiera la verías pasar porque entretanto te habrías quedado encantado mirando el entramado del techo del gimnasio, como si estuvieras concentrado en calcular cuánto hormigón hacía falta para sostenerlo. Y que si por azar nuestros gritos te sacaban de tu ensimismamiento y en el último momento te dabas cuenta de que tenías que jugar —el voleibol es un deporte histérico, una cuestión de instantes cruciales, durante todo el partido tocas la pelota unos cinco segundos cuando menos te lo esperas—, «¡Vamos, Arbus! ¡Coñooo, Arbus!», agitarías tus largos brazos descoordinados intentando no se sabe si rechazar la pelota levantándolos, encajarla baj

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