Donde me encuentro

Jhumpa Lahiri

Fragmento

En la librería.

En la librería

Tropiezo inevitablemente con mi excompañero, el único significativo, con el que salí cinco años de mi vida. Cuando lo veo y lo saludo me sorprendo de haber estado enamorada de él. Sigue viviendo en mi barrio, solo. Es un hombre apuesto pero menudo; por la montura de las gafas y las manos ahusadas parece un intelectual valorado, aunque en realidad es un veleidoso, un muchachote quejica de mediana edad.

Hoy me cruzo con él en la librería; suelo verlo aquí a menudo, tiene a gala ser escritor. Escribía sin parar en un cuaderno, a saber sobre qué temas, pero no creo que ninguno de sus textos haya salido nunca a la luz.

—¿Lo has leído? —me pregunta, enseñándome un libro premiado hace poco.

—No lo conocía.

—Tienes que leerlo. —Me mira, luego añade—: Te veo bien.

—Bah.

—Yo estoy hecho polvo, anoche no pegué ojo.

—¿Y eso?

—El coñazo de siempre, los chicos arman mucho jaleo en el bar que hay debajo de casa. Tengo que buscarme otro piso.

—¿Dónde?

—Lo más lejos posible de esta ciudad maltrecha. Pensaba comprarme una casita en la playa, o en la montaña, apartada de la civilización.

—¡No me digas!

No ocurrirá nunca, no le pega nada, es miedoso. Cuando salía con él no hacía más que escucharlo; intentaba resolverle todos los problemas, por pequeños que fuesen. Cada dolor de espalda, cada crisis existencial. Ahora lo miro sin absorber nada de su ansia voraz, de su queja continua.

Era incapaz de ordenar o recordar nada. Poco cuidadoso, al contrario que yo. No revisaba qué había en la nevera, compraba lo mismo dos veces, teníamos que tirar mucha comida estropeada. Casi siempre llegaba tarde, siempre le surgía algún contratiempo; la de veces que nos perdimos la primera parte de una película. Al principio me volvía loca, después me acostumbré; lo quería, así que lo perdonaba.

Cuando nos íbamos de vacaciones juntos siempre se dejaba algo esencial, los zapatos para caminar, una crema protectora, el cuaderno de notas. Se olvidaba de meter en la maleta el jersey grueso, la camisa ligera. Le subía la fiebre a menudo. Visité muchas ciudades sola mientras él se recuperaba en el hotel, donde se quedaba en la cama, durmiendo, pálido, sudado, bajo las mantas. En casa le preparaba caldo, la bolsa de agua caliente, bajaba a la farmacia. Hacía de enfermera, no me disgustaba. Él había perdido a sus padres de jovencito. Decía: «En el mundo solo te tengo a ti».

Cocinaba de buena gana en su casa, dedicaba toda la mañana a hacer la compra, cruzaba la ciudad para prepararle la comida. Recuerdo los absurdos vagabundeos de un barrio a otro en busca de un queso apetitoso, de las berenjenas más relucientes. Llegaba a su casa, ponía la mesa, él se sentaba y decía: «No sabría vivir sin tu sopa, sin tu pollo asado». Me creía el centro de su mundo, esperaba que me pidiera que nos casáramos, lo daba por hecho.

Y un buen día, era abril, alguien llamó al portero automático; pensé que sería él. Sin embargo, era otra mujer, que conocía a mi novio tan bien como yo. Quedaba con él los días en que nosotros no nos veíamos. Durante casi cinco años compartí con ella el mismo novio. Vivía en otro barrio, se enteró de mi existencia por un libro que yo le había prestado y que después él, tontamente, le había prestado a ella, imagínate. Dentro de aquel libro había un papel, el recibo de una visita médica donde constaban mi nombre y mi dirección. Y de repente, aquello que no le encajaba de la relación le quedó muy claro, comprendió que era un amante a medias, comprendió que éramos tres.

—¿Le has dicho que encontraste el recibo y que vendrías a verme? —pregunté, tras haber encajado el golpe.

Era una mujer más bien baja, con flequillo, ojos sensibles, tez cálida. Hablaba sin prisas, su voz era agradable.

—No le he dicho nada, me pareció inútil. Solo quería conocerte.

—¿Quieres un café?

Nos sentamos, nos pusimos a hablar. Sacamos las agendas, comparamos punto por punto el recorrido de nuestras relaciones paralelas: vacaciones, momentos memorables, lumbagos, gripes. Fue una conversación larga, desgarradora. Un intercambio meticuloso de información y datos que desentrañaron un misterio, sacando a la luz una pesadilla en la que participaba sin saberlo. Éramos dos supervivientes, y, así, acabamos sintiéndonos cómplices. Cada palabra suya, cada revelación me lastimaba; sin embargo, mientras mi vida se hacía añicos, me sentía aliviada. La luz menguaba; estábamos hambrientas, y cuando ya no teníamos nada más que decirnos, salimos a comer algo.

En lo más íntimo

En lo más íntimo

Ser solitaria se ha convertido en mi oficio. Se trata de una disciplina, procuro perfeccionarla aunque me cause sufrimiento; por más que esté acostumbrada, me desalienta; será la influencia de mi madre. Ella siempre temió la soledad y ahora su vida de vieja la destroza, a tal punto que cuando la llamo y le pregunto cómo está, se limita a contestar: «Más bien sola». Le faltan ocasiones divertidas y sorprendentes, aunque en realidad tiene muchos amigos que la quieren, una vida social más compleja y ajetreada que la mía. La última vez que fui a visitarla, por ejemplo, el teléfono no paró de sonar. Aun así, la veo siempre a la espera, no sé de qué; el paso del tiempo se ha convertido en su carga.

De niña, incluso cuando vivía mi padre, ella me sujetaba siempre fuerte, no quería que entre las dos hubiese la menor separación. Me cuidaba, me protegía de la soledad como si se tratara de una pesadilla o de una avispa. Fuimos una amalgama desnaturalizada hasta que logré huir para construirme una vida independiente. ¿Era yo el escudo entre ella y aquel espanto, aquel vacío insuperable? ¿Será el miedo a su miedo lo que me ha llevado a una vida como esta?

Hoy las dos estamos solas y sé que en el fondo le gustaría reconstruir esa amalgama y de ese modo aniquilar la soledad; según ella sería la solución ideal para nosotras. Pero como me mantengo firme y me niego a vivir en la misma ciudad, la hago sufrir. Si le dijera a mi madre que me hace bien estar sola y sentirme dueña de mi tiempo y de mi espacio, pese al silencio, pese a las luces que no apago cuando salgo de

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