MEMORIA DE CRISTAL

Cecelia Ahern

Fragmento

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Contenido

Prólogo

  1. Jugar a las canicas: Aliadas

  2. Las reglas de la piscina: Prohibido correr

  3. Jugar a las canicas: Conquistador

  4. Las reglas de la piscina: Prohibido tirarse de cabeza

  5. Jugar a las canicas: Recoger ciruelas

  6. Las reglas de la piscina: Prohibido bucear

  7. Jugar a las canicas: Atrapar al Zorro

  8. Jugar a las canicas: Huevos entre los Matorrales

  9. Las reglas de la piscina: Prohibido jugar a la pelota

10. Jugar a las canicas: Gorila

11. Las reglas de la piscina: Prohibido empujar

12. Jugar a las canicas: Moonie

13. Las reglas de la piscina: Prohibido hacer pis en el agua

14. Jugar a las canicas: Balines

15. Jugar a las canicas: El bombardero

16. Las reglas de la piscina: Prohibido tirarse en bomba

17. Jugar a las canicas: Dar coles

18. Jugar a las canicas: Bengala

19. Jugar a las canicas: Remolinos

20. Las reglas de la piscina: Prohibido el calzado de calle

21. Jugar a las canicas: Ojos de gato

22. Las reglas de la piscina: Prohibido gritar

23. Jugar a las canicas: Empeoramiento

24. Las reglas de la piscina: Prohibido tirar basuras

25. Jugar a las canicas: Mensaje en la botella

26. Las reglas de la piscina: Prohibidos los objetos de vidrio

27. Jugar a las canicas: Reproducciones, falsificaciones y fantasías

28. Las reglas de la piscina: Prohibido beber alcohol

29. Jugar a las canicas: Dar farol

30. Las reglas de la piscina: Ningún salvavidas de guardia

31. Jugar a las canicas: Reliquias familiares

32. Las reglas de la piscina: Prohibido nadar en solitario

33. Jugar a las canicas: Rojas

Epílogo

Agradecimientos

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Para mi Sonny Ray

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Vi el ángel en el mármol y esculpí hasta liberarlo.

MIGUEL ÁNGEL

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Prólogo

Cuando se trata de mis recuerdos, hay tres categorías: cosas que quiero olvidar, cosas que no logro olvidar y cosas que olvidé que había olvidado... hasta que las recuerdo.

Mi primer recuerdo es de mi madre, cuando yo tenía tres años de edad. Estamos en la cocina, ella toma la tetera y la lanza hacia el techo. La sostiene con ambas manos —una en el mango, la otra en el pico— y la arroja con saña hacia arriba, y se rompe contra el techo, y luego cae sobre la mesa, donde estalla en pedazos, con una explosión de agua turbia y bolsitas de té que lo empapan todo. No sé qué motivó ese acto, ni lo que vino después, pero sí sé que se había dejado llevar por la ira, y que mi padre era el causante de esta. Este recuerdo no es una representación fiel del carácter de mi madre, ni la muestra en su mejor momento. Que yo sepa, nunca volvió a hacer nada por el estilo, por lo que imagino que es precisamente por eso por lo que lo recuerdo.

Tengo seis años y veo cómo un guardia de seguridad detiene a mi tía Anna mientras salimos por la puerta de Switzer. El guardia de seguridad mete su peluda mano en la bolsa de la compra y recupera una bufanda con su etiqueta con el precio y un precinto de seguridad todavía prendido. No puedo recordar lo que pasó después de eso; tía Anna me atiborró a helados en el centro comercial, observándome con la esperanza de que el recuerdo del incidente se fuese borrando con cada bocado. El recuerdo está vivo, a pesar de todo, y hasta hoy todo el mundo sigue creyendo que me lo inventé.

En la actualidad voy a un dentista con el que estudié. Nunca fuimos amigos, pero frecuentamos los mismos círculos. Él es ahora un hombre muy serio, sensible, severo, pero cuando se cierne sobre mi boca abierta lo veo como lo vi con quince años de edad, meando contra las paredes de la sala de estar en una fiesta doméstica, mientras grita que Jesús es el anarquista por antonomasia.

Cuando veo a mi profesora de primaria, que hablaba en voz tan baja que casi no podía oírla, la veo lanzando un plátano al payaso de la clase y gritándole: «Déjame en paz, por el amor de Dios, déjame en paz», antes de echarse a llorar y salir del aula. Recientemente me encontré con una antigua compañera de clase y saqué a colación el incidente, pero ella no lo recor­daba.

Me parece que al convocar a las personas en mi mente siempre las veo en los momentos más dramáticos, en los que mostraron una parte de sí mismas que por lo general ocultan.

Mi madre dice que tengo un don especial para recordar lo que otros olvidan. A veces es una maldición; a nadie le gusta que se le recuerde lo que ha intentado enterrar en el olvido con tanta energía. Soy como la persona que lo recuerda todo después de una noche de borrachera, cuando en el fondo todo el mundo desearía no acordarse.

Solo puedo suponer que recuerdo estos episodios porque nunca me he comportado así. No recuerdo un solo momento en el que me haya dejado llevar, en que me haya convertido en otra versión de mí. Yo soy siempre la misma persona. Si me has conocido, me conoces: no hay mucho más. Sigo las reglas de la persona que siento que debo ser y parece que no puedo ser otra cosa, ni siquiera en momentos de gran tensión, cuando seguramente un colapso sería aceptable. Creo que es por eso por lo que admiro tanto a los demás y me acuerdo de lo que deciden olvidar.

¿Que carezco de carácter? No. Creo firmemente que incluso un cambio repentino en el comportamiento de una persona está dentro de los límites de su naturaleza. Esa parte de nosotros está presente siempre, en todo momento, en estado latente, a la espera de ser revelada. Y no soy una excepción.

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Jugar a las canicas

Aliadas

—¡Fergus Boggs!

Estas son las dos únicas palabras que consigo entender de la furiosa diatriba del padre Murphy, y si lo consigo es porque esas palabras forman mi nombre. El resto lo dice en irlandés. Tengo cinco años y llevo un mes en el

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