NW London

Zadie Smith

Fragmento

9788415630500-5

1

Un sol orondo se entretiene en los postes telefónicos. La pintura antivándalos se vuelve sulfurosa sobre las farolas y las verjas de las escuelas. En Willesden la gente va descalza, las calles se vuelven europeas, hay obsesión por comer fuera. Ella se queda a la sombra. Pelirroja. Por la radio: soy la única autora del diccionario que me define. Buena frase: apúntala en el dorso de la revista. En una hamaca, en el jardín de un bajo. Con cercas por todos los lados.

Cuatro jardines más allá, en los bloques, una chica desabrida le grita improperios a nadie desde la tercera planta. Kilómetros de balcones. De eso nada. Que no, que de eso nada. No empieces. Pitillo en mano. Carnosa, rubicunda como una langosta.

Soy la única

Soy la única autora

El lápiz no deja huella en las páginas de revista. Ha leído en alguna parte que el papel satinado provoca cáncer. Todo el mundo sabe que no debería hacer tanto calor. Flores marchitas y manzanitas amargas. Pájaros que cantan sus canciones antes de tiempo en los árboles que no les corresponden. ¡Que no empieces, coño! Levanta la vista: la barriga quemada de la chica descansa sobre la barandilla. Tal como Michel suele decir: no todo el mundo puede estar invitado a la fiesta. Por lo menos en este siglo. Una opinión cruel: ella no la comparte. En el matrimonio no se comparte todo. Sol amarillo alto en el cielo. Cruz azul sobre un palito blanco, claro, definitivo. ¿Qué hacer? Michel está trabajando. Sigue trabajando.

Soy la

la única

La ceniza cae flotando al jardín de abajo, luego viene la colilla, por fin el paquete. Arma más jaleo que los pájaros y los trenes y el tráfico. La única señal de cordura: un aparato diminuto encajado en su oreja. Le dije: ya vale de tomarse confianzas. ¿Dónde está mi cheque? Y la tía venga a soltar chorradas. Puta confianza.

Soy la única. La única. La única

Abre el puño y deja que el lápiz ruede. Se toma confianza con ella misma. Sólo se puede oír a esa chica de las narices. Por lo menos, con los ojos cerrados se ven más cosas. Manchas negras viscosas. Bichitos que zigzaguean a toda pastilla. Zig. Zag. ¿Río rojo? ¿Lago de lava en el infierno? La hamaca se inclina. Los papeles caen al suelo. Los acontecimientos mundiales y la sección inmobiliaria y el cine y la música yacen en la hierba. También los deportes y las breves descripciones de los muertos.

9788415630500-6

2

¡El timbre! Va dando tumbos descalza sobre la hierba, aturdida por el sol, soñolienta. La puerta de atrás da a una cocina minúscula con llamativos azulejos al gusto de un inquilino anterior. No están llamando al timbre. Están machacándolo.

En el cristal esmerilado, un cuerpo borroso. Una colección de píxeles que no coincide con la de Michel. Entre su cuerpo y la puerta, los tablones del suelo del pasillo dorados por el reflejo del sol. Ese pasillo solamente puede llevar a cosas buenas. Y sin embargo hay una mujer que llora y grita POR FAVOR. Una mujer aporrea la puerta principal con el puño. Cuando descorre el cerrojo, observa cómo la puerta se detiene a medio camino, la cadenilla se tensa y una manita se cuela por el hueco.

—POR FAVOR... oh, Dios mío, ayúdeme... por favor, señorita, que yo vivo aquí... vivo aquí mismo, por el amor de Dios... compruébelo si quiere...

Uñas sucias. ¿Agita una factura del gas? ¿Del teléfono? La mete por la abertura, más allá de la cadena, tan cerca que ella se ve obligada a echarse atrás para ver bien lo que están enseñándole. «Avenida Ridley, 37», a la vuelta de la esquina. Es lo único que lee. Se imagina rápidamente lo que haría Michel si estuviera allí: examinar la ventanilla del sobre, comprobar los datos. Pero Michel está trabajando. Ella suelta la cadena.

A la desconocida le fallan las rodillas y se desploma hacia delante. ¿Chica o mujer? Son de la misma edad: treinta y tantos, más o menos en mitad de la treintena. El llanto sacude el cuerpo menudo de la desconocida. Se tira de la ropa y gime. Una mujer suplicando que surjan testigos de entre el público. Una mujer en zona de guerra, de pie entre los escombros de su casa.

—¿Estás herida?

Tiene las manos en el pelo. Su cabeza choca con el marco de la puerta.

—No, yo no, mi madre... necesito ayuda. He llamado a todas las putas puertas... por favor. Shar... me llamo Shar. Soy de aquí. Vivo al lado. ¡Compruébelo!

—Entra, por favor. Yo soy Leah.

Leah siente una lealtad tan firme a estos tres kilómetros cuadrados de la ciudad como otros a sus familias o sus países. Sabe cómo habla la gente de por aquí, ese putas de por aquí no es más que una cadencia de la frase. Se ajusta la cara para expresar piedad. Shar cierra los ojos y asiente con la cabeza. Hace rápidos movimientos con la boca, inaudibles, hablando para sí misma. Y le dice a Leah

—Es usted muy buena.

Su diafragma sube y baja, ahora más despacio. Las lágrimas temblorosas amainan.

—Gracias, ¿eh? Es usted muy buena.

Las manitas de Shar se aferran a las manos que la sostienen. Es muy menuda. Su piel reseca tiene textura de papel, con marcas de soriasis en la frente y el mentón. Una cara familiar. Leah la ha visto muchas veces por estas calles. Un rasgo peculiar de los barrios de Londres: caras sin nombres. Los ojos son impresionantes: alrededor del castaño oscuro se ve un blanco inmaculado, por encima y por debajo. Un aire de avidez, de consumir lo que ve. Pestañas largas. Los bebés tienen el mismo aspecto. Leah sonríe. La sonrisa que recibe a cambio es inexpresiva, carece de reconocimiento. Una mueca amable. Leah es sólo la buena samaritana que ha abierto la puerta y después no la ha cerrado. Shar repite: es usted muy buena, es muy buena... hasta que el hilo de placer que discurre por esas palabras (desde luego hay cierto placer para Leah) se rompe. Leah niega con la cabeza. No, no, no, no.

Conduce a Shar hasta la cocina. Manos grandes sobre los delgados hombros de la chica. Contempla sus nalgas, que asoman por sus caídos pantalones de chándal, la pequeña hendidura vellosa de su espalda, pronunciada y húmeda por el calor. La cintura diminuta que da paso a las curvas. Leah no tiene caderas, es tan desgarbada como un muchacho. Tal vez Shar necesite dinero. No lleva ropa limpia. Detrás de la rodilla derecha tiene un gran desgarrón en la tela mugrienta. De unas chanclas medio desintegradas asoman unos talones sucios. Huele.

—¡Un ataque al corazón! Yo preguntaba ¿se está muriendo? ¿Se está muriendo? Total, que se la llevan en la ambulancia y no me dicen ni pío. Tengo tres críos solos en casa... me toca ir al hospital... y encima me vienen con que vaya en coche. ¡Si yo no tengo coche! Les he pedido ayuda... nadie ha movido un puto dedo.

Leah la agarra de la muñeca, la sienta en una silla junto a la mesa de la cocina y le pasa un rollo de papel. Vuelve a poner las manos en sus hombros. Tienen las frentes a pocos centímetros de distancia.

—Lo entiendo, tranquila. ¿Qué hospital?

—Es como... no lo he apuntado... en Middlesex o... bastante lejos. Exactamente no lo sé.

Leah le estrecha las manos.

—Mira, yo no sé conducir, pero...

Echa un vistazo al reloj. Las cinco menos diez.

—Si te esperas, no sé, veinte minutos... Si lo llamo ahora, quizá... o tal vez un taxi...

Shar aparta las manos. Se aprieta los ojos con los nudillos, respirando hondo: el pánico ha pasado.

—Debo ir allí... no tengo el número, no tengo nada, ni dinero...

Shar se arranca un padrastro del pulgar derecho con los dientes. Un punto de sangre surge y se contiene. Leah vuelve a cogerla de las muñecas. Le saca los dedos de la boca.

—¿Tal vez el Middlesex? Puede que sea el nombre del hospital, no del sitio. El que está por Acton, ¿no?

La chica tiene un rostro aletargado, lento. Parece tocada, como dicen los irlandeses. Es posible que esté algo tocada de la cabeza.

—Sí... puede ser... no, sí, ese mismo. El Middlesex. Ese mismo.

Leah se endereza, coge un teléfono de su bolsillo trasero y marca un número.

—VENDRÉ MAÑANA.

Leah asiente con la cabeza y Shar continúa, sin concesión alguna a la llamada telefónica.

—SE LO PAGARÉ. MAÑANA COBRO, ¿VALE?

Leah sigue con el teléfono pegado a la oreja, sonríe y asiente, da su dirección. Hace el gesto de tomar una taza de té. Pero Shar está mirando las flores del manzano. Se enjuga las lágrimas de la cara con la tela de su inmunda camiseta. Su ombligo es un nudo bien prieto a ras del estómago, como un botón cosido en un diván. Leah recita su número de teléfono.

—Ya está.

Se vuelve hacia el aparador, coge la tetera con su mano libre y la suelta porque esperaba que estuviese vacía. Se derrama un poco de agua. Deja la tetera en su lugar y permanece inmóvil dando la espalda a la chica. No hay ningún sitio natural para sentarse o quedarse de pie. Delante de ella, sobre la larga repisa que se extiende por la habitación, algunos de los objetos de su vida: fotos, figuritas, una parte de las cenizas de su padre, jarrones, plantas, hierbas. En el reflejo de la ventana, Shar sube los piececitos al asiento de su silla y se coge los tobillos. La emergencia inicial era una situación menos incómoda y más natural que esto. No es éste el país más indicado para ofrecerle té a una extraña. Las dos intercambian una sonrisa en el cristal. Hay buena voluntad. No hay nada que decir.

—Voy por tazas.

Leah va describiendo todas sus acciones. Abre el armario. Está lleno de tazas; tazas sobre tazas sobre tazas.

—Qué casa más bonita.

Leah se vuelve demasiado deprisa, hace gestos superfluos con las manos.

—No es nuestra... estamos de alquiler... nosotros sólo tenemos esta parte... arriba hay dos pisos. El jardín es compartido. Es de protección oficial, así que...

Pone a calentar el agua para el té mientras Shar mira alrededor. Con el labio inferior adelantado y asintiendo suavemente con la cabeza. Con ademán apreciativo, como un agente inmobiliario. Por fin llega a Leah. ¿Qué debe de ver? Camisa a cuadros de franela arrugada, vaqueros cortos deshilachados, piernas pecosas, pies descalzos... alguien absurdo, tal vez una zángana, una mujer sin oficio ni beneficio. Leah se cruza de brazos.

—Para ser de protección está bien. ¿Tiene muchos dormitorios y eso?

El labio le cuelga. La hace un poco gangosa. Shar tiene algo en la cara, Leah se da cuenta, se avergüenza de darse cuenta y desvía la mirada.

—Dos. El segundo es un cuchitril. Lo usamos más bien para...

Shar, mientras tanto, está hurgando en algo completamente distinto; ha tardado más que Leah, pero ya ha llegado, las dos están en el mismo sitio. Señala la cara de Leah con un dedo.

—Espera... ¿Tú fuiste a la Brayton? —Da un brinco en su silla. ¿Eufórica? Debe de haber un error—. Te juro que mientras hablabas por teléfono he pensado: yo la conozco. ¡Fuiste a la Brayton!

Leah arrima el trasero a la encimera y le da sus fechas. Shar se impacienta con la cronología. Quiere saber si Leah recuerda cuando se inundó el ala de ciencias, cuando a Jake Fowler le metieron la cabeza en un torno de banco. Y en relación con esas coordenadas, como si fueran alunizajes o defunciones de presidentes, ambas sitúan sus tiempos.

—Pues yo iba dos años por debajo. ¿Cómo has dicho que te llamas?

Leah forcejea con la dura tapa de una lata de galletas.

—Leah. Hanwell.

—Leah. Y fuiste a la Brayton. ¿Sigues viéndote con alguien de allí?

Leah menciona una serie de nombres, cada uno con su biografía condensada. Tamborilea acompasadamente sobre la mesa.

—¿Llevas mucho tiempo casada?

—Demasiado.

—¿Quieres que llame a alguien? ¿A tu marido?

—No, qué va... anda por ahí. Llevo dos años sin verlo. Era un canalla. Un tío violento. Tenía rollos raros. Tenía muchos problemas, en la cabeza y tal. Me rompió el brazo, me rompió la clavícula, me rompió la rodilla, me rompió la puta cara. Jo, la verdad es que...

Lo siguiente lo dice a modo de aparte frívolo, con una risita entrecortada, y resulta incomprensible.

—El tío me violaba y todo... era peligroso. Ya ves...

Shar se levanta de su silla y camina hasta la puerta de atrás. Echa un vistazo al jardín, al césped amarillento y reseco.

—Lo siento mucho.

—¡Si no es culpa tuya! Es lo que hay.

La sensación de sentirse absurda. Leah se mete las manos en los bolsillos. La tetera chasquea.

—La verdad, tía, te mentiría si dijera que ha sido fácil. Ha sido duro. Pero bueno. Me salí, ¿sabes? Estoy viva. ¡Con tres críos! El más pequeño tiene siete. O sea que algo bueno saqué, ¿me entiendes?

Leah asiente mirando la tetera.

—¿Tienes hijos?

—No. Una perra, Olive. Está en casa de mi amiga Nat. Natalie Blake. Bueno, en el instituto se llamaba Keisha. Ahora Natalie de Angelis. Iba a mi clase. Llevaba un peinado afro así, enorme... —Leah representa un hongo atómico con las manos detrás de la cabeza.

Shar frunce el ceño.

—Sí, la recuerdo. Una engreída. Una de esas negras blanqueadas. Se creía que era no sé qué. —Una expresión de frío desdén le cruza la cara.

Leah sigue hablando.

—Ella sí que tiene hijos. Vive ahí mismo, en la zona pija, junto al parque. Ahora es abogada. O letrada. ¿Cuál es la diferencia? Quizá ninguna. Tienen dos hijos. Sus niños quieren mucho a Olive; la perra se llama Olive.

Sólo va soltando frases, una tras otra, sin parar.

—De hecho, estoy embarazada.

Shar se apoya en el cristal de la puerta. Cierra un ojo y mira con atención el vientre de Leah.

—Estoy de poco. Muy poco. De hecho, me he enterado esta mañana.

De hecho de hecho de hecho. Shar se toma la revelación con calma.

—¿Es niño?

—No; es que... todavía no sé nada. —Leah se ruboriza, no tenía intención de mencionar un asunto tan delicado e inconcluso.

—¿Lo sabe tu hombre?

—Me he hecho la prueba esta mañana. Justo antes de que llegaras tú.

—Reza por que sea niña. Los niños son un infierno.

Shar tiene un aspecto sombrío. Esboza una sonrisa satánica. Negras encías le rodean los dientes. Se acerca a Leah y le pone las manos en el vientre.

—Déjame sentirlo. Yo adivino cosas. Da igual que estés de poco. Ven. No te voy a hacer daño. Es como un don. Mi madre era igual. Ven aquí.

Agarra a Leah y tira de ella hacia delante. Leah se deja llevar. Shar vuelve a ponerle las manos en el vientre.

—Va a ser niña, fijo. Y encima escorpio, de las que dan más guerra. Una corredora.

Leah se ríe. Nota que empieza a acumularse calor entre su vientre pegajoso y las manos sudorosas de la chica.

—¿Como una atleta?

—No... de las que se escapan. Vamos, que no vas a poder quitarle el ojo de encima ni un segundo.

Shar baja las manos y el aburrimiento vuelve a vaciarle la expresión. Se pone a hablar de cosas. Todo es igual. Leah o el té o las violaciones o los dormitorios o el ataque al corazón o la escuela o quién ha tenido un bebé.

—Esa escuela... era una mierda, pero la gente que estudió allí... unos cuantos se lo han montado bien, ¿verdad? Por ejemplo Calvin... ¿te acuerdas de Calvin?

Leah sirve el té y asiente con vehemencia. No se acuerda de Calvin.

—Pues tiene un gimnasio en Finchley Road.

Leah remueve el té, una bebida que nunca toma, menos aún con este tiempo. Ha apretado demasiado la bolsita con la cucharilla. Los bordes se rompen y las hojas trituradas se esparcen.

—No es que lo lleve él... es que es el dueño. A veces paso por allí. Nunca pensé que el pobre Calvin sentaría cabeza. Siempre iba con Jermaine, Louie y Michael. Una panda chunga... Ya no los veo. Allá ellos con sus marrones. Al que sigo viendo es a Nathan Bogle. Antes veía a Tommy y a James Haven, pero hace tiempo que no. Bastante tiempo.

Shar sigue hablando. La cocina se ladea y Leah se agarra al aparador para no perder el equilibrio.

—Perdón, ¿cómo dices?

Shar frunce el ceño, habla sin quitarse de la boca el pitillo encendido.

—Digo que si me pones ese té que decías.

Juntas parecen viejas amigas en una noche de invierno sujetando los tazones con ambas manos. La puerta está abierta, también las ventanas. No corre ni una gota de aire. Leah se despega la camisa de la piel. Se abre un respiradero y el aire se cuela. El sudor estancado debajo de cada pecho ha dejado su rastro vergonzoso en el algodón.

—Yo conocía... o sea...

Leah insiste en esa vacilación fingida y contempla las profundidades de su tazón, pero Shar no está interesada; golpetea el cristal de la puerta y habla al mismo tiempo que ella.

—Sí, has cambiado desde el instituto, está claro. Ahora se te ve mejor, ¿eh? Eras toda pelirroja y huesuda. De pies a cabeza.

Leah sigue siendo ambas cosas. Deben de ser los demás quienes han cambiado, o tal vez la época misma.

—Pero te va bien. ¿Cómo es que no estás en el trabajo? ¿A qué me has dicho que te dedicas?

—He avisado de que estaba enferma. No me encontraba bien. Hago trabajo administrativo, básicamente. Es por una buena causa. Repartimos dinero. De la lotería, a organizaciones benéficas, organizaciones sin ánimo de lucro... pequeñas organizaciones de la comunidad local que necesitan...

No están escuchando su propia conversación. La chica del bloque de pisos sigue gritando en su balcón. Shar niega con la cabeza y silba. Le dedica a Leah una mirada de solidaridad vecinal.

—Puta gorda idiota.

Leah traza con el dedo un movimiento de caballo de ajedrez a partir de la chica. Dos pisos hacia arriba y una ventana a la derecha.

—Yo nací justo ahí.

Desde allí hasta aquí, un viaje más largo de lo que parece. Este detalle local retiene el interés de Shar durante un segundo. Luego aparta la vista tirando la ceniza del cigarrillo al suelo de la cocina, aunque la puerta está abierta y la hierba apenas a medio metro. Sí, probablemente es corta de luces y quizá algo bruta; o bien está traumatizada, o tiene la cabeza en otra parte.

—A ti no te ha ido mal. Vives bien. Lo más seguro es que te sobren amigos para salir de juerga los viernes y todo eso.

—La verdad es que no.

Shar suelta una brusca bocanada de humo por la boca y hace un ruido lastimero asintiendo una y otra vez con la cabeza.

—Menuda calle de estirados. Eres la única que me ha dejado entrar. Los demás no te echan una mano ni que la estés palmando a medio metro de ellos.

—Tengo que ir arriba. A coger dinero para el taxi.

Leah lleva dinero en el bolsillo. Una vez arriba, entra en la habitación más cercana, el aseo, cierra la puerta, se sienta en el suelo y llora. Levanta un pie hasta desencajar el papel higiénico de su soporte y tirarlo al suelo. Está haciéndolo rodar hacia ella cuando suena el timbre.

—¡PUERTA! ¡PUERTA! ¿ABRO?

Leah se alza y trata de quitarse la rojez en el estrecho lavabo. Encuentra a Shar en la entrada frente a un estante lleno de libros de la universidad; está pasando un dedo por los lomos.

—¿Te los has leído todos?

—No, qué va. Últimamente no tengo tiempo.

Leah coge la llave, que está en el estante del medio, y abre la puerta principal.

Nada tiene sentido. El taxista, de pie junto a la verja, hace un gesto que ella no entiende, señala un extremo de la calle y echa a andar. Shar lo sigue. Leah lo sigue. Leah está adquiriendo una nueva docilidad.

—¿Cuánto te hace falta?

En la cara de Shar aparece una sombra de pena.

—¿Veinte? Treinta... es más seguro.

Fuma sin manos expulsando el humo por una comisura de la boca.

La espuma desquiciada de los cerezos en flor. Michel aparece por un pasadizo rosado, camina por la otra acera de la calle. Muy acalorado, la cara sudorosa. De la bolsa le asoma la toallita que lleva para los días como hoy. Leah levanta un dedo para indicarle que se detenga y espere. Señala a Shar, aunque ésta queda oculta por el coche. Michel es miope; mira hacia ellas con los ojos entornados, se para, esboza una sonrisa tensa, se quita la chaqueta y se la echa sobre el brazo. Leah ve que se está pellizcando la camiseta, intenta eliminar los restos de su jornada: una miríada de pelitos cortados a desconocidos, unos rubios y otros castaños.

—¿Quién es ése?

—Michel, mi marido.

—¿Tiene nombre de chica?

—Francés.

—Pues es guapo... ¡Vaya bebés más guapos vais a tener!

Shar le guiña un ojo: una grotesca compresión en un costado de su cara. Tira el cigarrillo y sube al taxi dejando la portezuela abierta. El dinero sigue en la mano de Leah.

—¿Es de por aquí? Lo tengo visto.

—Trabaja en la peluquería, la que hay al lado de la estación... Es de Marsella... es francés. Lleva aquí toda la vida.

—Pero africano.

—De origen. Oye, ¿quieres que vaya contigo?

Shar se queda callada un momento. Luego sale del coche y coge la cara de Leah con ambas manos.

—Eres una buena persona, de verdad. El destino me ha traído a tu puerta. ¡En serio! Eres una persona espiritual. Hay algo espiritual dentro de ti.

Leah aprieta la manita de Shar y se rinde a un beso. Shar abre ligeramente la boca sobre su mejilla para el gra y la cierra con el cias. Como respuesta, Leah dice algo que nunca ha dicho en su vida: que Dios te bendiga. Se separan. Shar retrocede torpemente y se vuelve hacia el coche, que está a punto de irse. Leah le embute el dinero en la mano con firme determinación. Pero la grandeza de la experiencia ya amenaza con diluirse en lo convencional, en lo anecdótico: sólo treinta libras, sólo una madre enferma; ni un asesinato ni una violación. No hay nada que sobreviva a su propio relato.

—El tiempo se ha vuelto loco.

Shar usa su pañuelo para secarse el sudor de la cara y evita mirar a Leah.

—Mañana me paso y te devuelvo el dinero. Te lo juro por Dios, ¿vale? Gracias, en serio. Hoy me has salvado.

Leah se encoge de hombros.

—No, no seas así, te lo juro. Vendré, en serio.

—Solamente espero que se ponga bien. Tu madre.

—Mañana, ¿vale? ¡Y gracias!

La puerta se cierra. El taxi se aleja.

9788415630500-7

3

A todo el mundo le parece obvio menos a Leah. Para su madre es obvio.

—¿Cómo te has vuelto tan boba?

—Parecía desesperada. Lo estaba.

—Yo sí que estaba desesperada en Grafton Street, y también en Buckley Road. Todos estábamos desesperados. Pero no íbamos por ahí robando.

Suspiro de tristeza estática. Leah se lo imagina muy bien: el flequillo cano que se alborota, el busto floreado que se eleva. Su madre se ha convertido en una lechuza irlandesa de estupendo plumaje. Todavía en Willesden, posada a perpetuidad.

—¡Treinta libras! Treinta libras para un taxi al Middlesex. No cuesta tanto ni a Heathrow. Si vas a regalar el dinero, ya podrías aflojar algo en esta dirección.

—Puede que vuelva.

—¡Antes que ella volverá el mismísimo Jesucristo! Este fin de semana anduvieron dos por aquí. Las vi venir calle abajo, llamando a los timbres. Las reconocí enseguida. El crack. ¡Qué asco de vicio! Las veo por el barrio cada día, cerca de la estación. Jenny Fowler, la que vive en la esquina, le abrió la puerta a una. Me contó que iba drogada hasta las cejas. ¡Treinta libras! Eso te viene de tu padre. Nadie que lleve mi sangre picaría con una idiotez semejante. ¿Qué te ha dicho tu Michael?

Al final resulta menos fastidioso admitir el Michael que oír ese Mi-sheel circulando por la boca como el sabor de algo turbio.

—Dice que soy idiota.

—Bueno, es que lo eres. Su gente no se deja engañar con tanta facilidad.

Todos ellos son nigerianos, todos, da igual que sean franceses o argelinos: son nigerianos; para Pauline toda África es básicamente Nigeria, esos taimados nigerianos que en Kilburn son ahora los dueños de todas las cosas que antes eran de los irlandeses, y cinco enfermeras de su equipo son nigerianas, no irlandesas como antes; o por lo menos Pauline las considera nigerianas, y no hay ningún problema con ellas siempre y cuando no les quites la vista de encima. Leah pone el pulgar sobre su alianza. Empuja el aro con fuerza.

—Quiere ir a buscarla.

—¿Y por qué no? Te ha robado una gitana en la puerta de tu propia casa, ¿no?

Todo lo traduce a sus términos.

—No. Del Subcontinente.

—La India, quieres decir.

—De esa zona. Segunda generación. Inglesa, por como hablaba.

—Ya veo.

—¡Me recordaba del instituto! ¡Y estaba llorando ante mi puerta!

Otra tristeza estática.

—A veces creo que es porque sólo te tuvimos a ti. Si hubiéramos tenido más hijos podrías haber aprendido más sobre la gente y cómo es en realidad.

Da igual por dónde empiece Leah, Pauline siempre regresa a ese punto. Se repasa toda la historia: de Dublín a Kilburn, la rareza de una protestante que ahueca el ala, cuando la mayoría era del otro bando. Iba para enfermera, o sea, igual que el resto de las muchachas. Coqueteó con los chicos O’Rourke, los albañiles, pero quería algo mejor, con aquel pelo rojizo y aquellos rasgos tan bellos y su título de comadrona. Pero esperó demasiado. Ya en el ocaso anidó con un viudo silencioso, un inglés que no bebía. Los O’Rourke terminaron vendiendo materiales de construcción, con la mitad de Kilburn High Road en el bolsillo. A cambio de eso ella habría aguantado alguna borrachera. Gracias a Dios, supo reciclarse (radiología). Si no, ¿dónde estaría ahora? Esta historia, antes racionada y ofrecida unas cuantas veces al año, irrumpe ahora en todas las conversaciones telefónicas, incluida la presente, que no tiene nada que ver con Pauline. El tiempo se está contrayendo para su madre, ya le queda poco trecho por delante. Quiere comprimir el pasado, convertirlo en algo lo bastante pequeño para llevarlo consigo. Y escucharla es la tarea de la hija. Pero a ella no se le da bien.

—¿Éramos demasiado viejos? ¿Tú te sentías sola?

—Mamá, por favor.

—Sólo digo que habrías llegado a entender mejor la naturaleza humana. Y a propósito, ¿alguna noticia por ese lado?

—¿Por qué lado?

—Por el lado nietos. Por el lado del reloj biológico.

—Sigue avanzando.

—Bueno. No te preocupes mucho, cielo. Será cuando tenga que ser. ¿Anda por ahí Michael? ¿Puedo hablar con él?

Entre Pauline y Michel no hay nada más que desconfianza y malentendidos, salvo cuando se produce ese prodigioso alineamiento, antes excepcional y ahora cada vez más frecuente, en el que Leah se ha comportado como una idiota y por tanto propicia una rápida alianza entre enemigos naturales. Pauline descompuesta y arrebolada diciendo palabrotas. Michel exhibiendo su pequeño y laboriosamente ganado repertorio de coloquialismos, el tesoro de todo emigrante: a fin de cuentas, tú ya me entiendes, para acabarlo de arreglar, y yo voy y le digo, cojo y le suelto, ésa sí que es buena, de eso me tengo que acordar.

—Es increíble. Ojalá hubiera estado yo, Pauline, te lo digo en serio. Ojalá hubiera estado yo.

Leah sale al jardín para no oír la conversación. Ned, el vecino de arriba, está en la hamaca de ella, que es comunitaria y por tanto no es su hamaca. Ned disfrutando de la hierba bajo el manzano. Con la melena leonina ya entrecana y recogida con una innoble goma elástica. Sobre el vientre tiene apoyada una vetusta Leica a la espera de que se ponga el sol en NW, la zona noroeste, porque los atardeceres son extrañamente vistosos en esta parte del mundo. Leah se acerca al árbol comunitario y hace la señal de la victoria.

—Cómprate tu maría.

—Ya no fumo.

—Está claro.

Ned le pone un porro entre los dedos extendidos. Ella da una fuerte calada, implacable con la garganta.

—Dosifícate, que es afgana. ¡Psicotrópica!

—Ya soy mayorcita.

—Hoy a las seis y veintitrés. Cada vez llega más tarde.

—Hasta que llega más temprano.

—Muy aguda.

Ned encuentra filosofía en casi todo lo que le dice Leah, por anecdótico o banal que parezca. Es un porrero impenitente y el tiempo se coagula en torno a él. Estira el alcance de las cosas más simples. A Leah le da la impresión de que tiene veintiocho años desde que se conocieron hace diez.

—Eh, ¿ha vuelto tu visitante?

—Qué va.

El episodio va a contrapelo de su naturaleza optimista. Leah lo ve buscar sin éxito una historia adecuada.

—Justo a tiempo. Una hermosura.

Leah levanta la vista. El cielo se ha vuelto rosa. Las aerovías de Heathrow lo rayan de blanco. Michel se lo está pasando bien en la cocina.

—Ésa sí que es buena. De eso me tengo que acordar. ¡Dios bendito!

9788415630500-8

4

El joven sij está aburrido. Le gotea sudor del turbante. Baja la vista hacia el mostrador de su padre, donde un puñado de calderilla intenta llegar para un paquete de diez Rothmans. Un ventilador barato zumba inútilmente. Leah también está aburrida mirando cómo Michel estruja bollos que nunca le gustarán, que nunca serán tan buenos como los franceses. Porque están hechos en la trastienda de una confitería de Willesden Lane. Se pueden comprar cruasanes de verdad en el mercado ecológico que montan los domingos en el patio de la antigua escuela de Leah. Hoy es martes. Leah se ha enterado por sus nuevos vecinos de que la Escuela Primaria Quinton es un buen sitio para comprar cruasanes, pero no para mandar a tus hijos. Olive engulle las migas que salpican el suelo de la confitería. Olive es un poco francesa, igual que Michel. Su abuelo ganaba concursos en París. A diferencia de Michel, no es nada exigente con los cruasanes. Naranja y blanca, con orejas sedosas estilo Restauración. Ridícula y adorada.

—... así que tenemos que ver a un médico apropiado. Ir a una clínica. No paramos de intentarlo y nada. Este año ya cumples treinta y cinco.

Con acento francés: tgeinta y sinco. Antes los dos tenían la misma edad. Ahora Leah envejece en años de perro. Sus treinta y cinco son siete veces más largos que los de él y siete veces más importantes, tanto que él debe recordarle las cifras por si acaso ella se olvida.

—No tenemos dinero para clínicas. ¿Qué clínica?

La pequeña figura que hay en el mostrador se da la vuelta para marcharse. Primero, antes que nada, sonríe a Leah (movida por ese instinto que empareja el reconocimiento con la alegría), pero un momento más tarde recuerda, se muerde el labio y empuja la puerta, haciendo sonar la campanilla.

—¡Es ella! Era ella. La que estaba comprando tabaco.

Leah confía en una escapada limpia. Pero Shar no tiene suerte. Ninguna de las dos la tiene. Una anciana de envergadura considerable entra justo cuando Shar está intentando salir. Ambas ejecutan el penoso baile de las puertas. Michel es rápido y atrevido, nada puede detenerlo.

—¡Ladrona! ¡Eres una ladrona! ¡Devuélvenos nuestro dinero!

Leah agarra el dedo que señala acusadoramente y tira de él hacia abajo. Hasta la última de sus pecas rojas se ha encendido y el rubor le sube por el cuello inundándole la cara. Shar deja de bailar. Carga con el hombro contra la vieja para quitarla de en medio. Echa a correr.

9788415630500-9

5

Leah cree en la objetividad en el dormitorio:

Aquí yacen un hombre y una mujer. El hombre es más hermoso que la mujer. Y por esa razón ha habido veces en que la mujer ha temido que ella quiere más al hombre que él a ella. Él siempre lo ha negado. Pero no puede negar que es más hermoso. Para él es más fácil ser hermoso. Su piel es muy oscura y envejece más despacio. Tiene una buena estructura ósea del África occidental. He aquí un hombre acostado de través en una cama, desnudo. Brigitte Bardot en El desprecio, acostada en una cama, desnuda. Ojalá el hombre fuera Brigitte Bardot, que no ha tenido hijos porque prefiere a los animales. Aunque en otras cuestiones se ha vuelto inflexible. La mujer intenta hablar con el hombre que es su marido sobre la chica desesperada que apareció en su puerta. ¿Qué significa decir que la chica mintió? ¿Acaso es mentira decir que estaba desesperada? Lo bastante desesperada como para acudir a su puerta. El marido no puede entender la desazón de esa mujer. Por supuesto, le falta un dato crucial. No tiene forma de seguir la lógica femenina sumergida. Sólo puede intentar escuchar mientras ella habla. Solamente quiero saber si he hecho bien, dice la mujer, simplemente no logro decidir si he

Pero en este punto el hombre la interrumpe para decir

—... ¿está por tu lado el cargador del trasto? El mío ha desaparecido. No hay nada que hacer. Es lo de siempre. Una adicta al crack. Una ladrona. No es tan interesante. Ven aquí y

Cuando el hombre y la mujer se conocieron, la atracción física fue inmediata y arrolladora. Sigue siéndolo. Debido a esa atracción tan aguda e insólita, su cronología es peculiar. Lo físico siempre llegó primero.

Antes de hablar con ella, él ya le había lavado el pelo dos veces.

Tuvieron relaciones sexuales antes de conocer sus respectivos apellidos.

Antes de practicar el sexo vaginal ya habían practicado el anal.

Antes de casarse habían tenido decenas de parejas sexuales. Idilios de discoteca, aventuras en Ibiza. ¡Los noventa, década embriagadora! Se casaron aunque no les hacía ninguna falta y aunque los dos habían jurado que nunca lo harían. Cuesta explicar por qué (en ese juego de las sillas musicales) decidieron pararse justamente con el otro. La amabilidad, como rasgo, tuvo algo que ver. En aquellas pistas de baile resultaba fácil encontrar muchas cosas, pero la amabilidad era poco común. Su marido era más amable que ningún otro hombre que Leah Hanwell hubiese conocido en su vida, aparte de su padre. Y luego, por supuesto, los había sorprendido el hecho de ser tan convencionales. El matrimonio agradaba a Pauline y calmaba las ansiedades de la familia de Michel. Resultaba agradable agradar a sus familias. Más allá de esto, los términos «esposa» y «marido» tenían un poder que no había previsto ninguna de las dos partes. Si eso era vudú, ellos se sentían agradecidos. Les permitió dejar de danzar alrededor de las sillas sin admitir nunca que estaban cansados de hacerlo.

Todo pasó volando.

Tuvieron un embarazo antes de casarse, a los dos meses de empezar su relación, y abortaron.

Se casaron antes de ser amigos, lo cual equivale a decir:

Su matrimonio fue el origen de su amistad.

Se casaron antes de advertir muchas y pequeñas diferencias en sus trayectorias, aspiraciones, estudios y ambiciones. Los pobres de ciudad, por ejemplo, no tienen las mismas ambiciones que los de campo.

Cuando percibía esas diferencias, Leah se decepcionaba de algún modo consigo misma porque no causaban ningún conflicto real entre ellos. Le costaba hacerse a la idea de que el placer hallado por su cuerpo en el de él, y viceversa, pudiese anular tan fácilmente las otras muchas objeciones que tenía o debería haber tenido o creía que debería haber tenido.

—Puede que su madre haya muerto. Puede que esté bregando con eso y se haya olvidado de volver. Puede que nos haya metido el dinero por la puerta y se haya mezclado con el correo comercial y Ned lo haya tirado a la basura. O puede que no sea capaz de reunir esa cantidad ahora mismo.

—Sí, Leah.

—No seas así.

—¿Y qué quieres que te diga? El mundo es como es.

—Entonces, ¿por qué estamos intentándolo?

Para ser del todo objetivos, era culpa de la mujer que nunca hablasen de hijos. Por alguna razón, a ella nunca se le ocurrió que aquella portentosa jodienda estuviese enfilada hacia un desenlace ineludible y completamente obvio. Ella teme ese desenlace. ¡Sé objetiva! ¿Qué temes? Algo relacionado con la muerte, el tiempo y la edad. Simplemente: en mi fuero interno tengo dieciocho años, dieciocho, y si no hago nada y me quedo quieta nada cambiará y siempre tendré dieciocho años. Para siempre. El tiempo se detendrá y no moriré. Un miedo muy banal. Hoy en día lo tiene todo el mundo. ¿Y qué más? Ella está bastante satisfecha con el momento en que se hallan. Entiende que se merece exactamente lo que tiene, ni más ni menos. Cualquier cambio entraña el riesgo de alterar fatídicamente ese equilibrio. ¿Por qué debería cambiar el momento? A veces el marido corta un pimiento rojo por la mitad, echa las semillas en un cuenco de plástico, le pasa un calabacín para que ella lo corte a dados y le dice:

Perro.

Coche.

Piso.

Así, cocinando juntos.

Hace siete años tú cobrabas el paro, yo lavaba el pelo.

¡Las cosas cambian! Estamos cada vez más cerca, ¿no?

La mujer no sabe adónde se acercan. No sabía que hubieran partido ni en qué dirección sopla el viento. No quiere llegar. La verdad es que ella había creído que estarían desnudos bajo las sábanas para siempre y que nada se les vendría encima jamás, nada salvo la satisfacción. ¿Por qué debe «avanzar» el amor? ¿Avanzar hacia dónde? Nadie puede decir que no estuviera avisada. No puede decirlo nadie. Una mujer de treinta y cinco años casada con un hombre al que ama está sin duda avisada, debería prestar atención, debería escuchar y no quedarse sorprendida cuando su marido le dice

—... muchos días en que la mujer sea fértil. Creo que solamente tres. O sea, que no tiene sentido decir «bueno, pasará cuando tenga que pasar». Ya no somos tan jóvenes. Deberíamos ser un poco más marciales con el tema, o sea, planearlo y eso.

Y, hablando objetivamente, tiene razón.

9788415630500-10

6

We are the village green preservation society. God save little shops, china cups and virginity! Sábado por la mañana. LOS KINKS TODO EL SANTO DÍA. Los sábados por la mañana, Michel ayuda a las damas y los caballeros de NW a tener el aspecto apropiado para sus noches de sábado, un aspecto impecable y fresco, y allí, en la peluquería, es libre de pinchar a todo trapo su R&B empalagoso, sus oh baby oh shorty till six in the mawnin till the break a’ dawn. ¡Los sábados por la mañana ella es libre! God save tudor houses, antique tables and billiards! Preserving the old ways from being abused. Protecting the new ways for me and for you. What more can we do? Bailotea en pantalones de pijama, desafina al cantar. Ned está en el jardín. A Ned le parece bien el estruendo musical de origen blanco. Incluso lo corea. Well I tried to settle down in Fulham Broadway. And I tried to make my home in Golders Green. En este abandono sabático siempre hay algo febril y melancólico: ya ha empezado la cuenta atrás interna hacia la semana de trabajo. En el espejo ella es su propia pareja de baile, con la nariz pegada a su reflejo. La persona física sonríe y canta. Oh, how I miss the folks back home in Willesden Green! Entretanto, algo se tambalea en su interior ante las noticias del espejo: el mechón gris que aflora por la coronilla, las bolsas alrededor de los ojos, la barriga flácida. Baila como una muchacha. Ya no es una muchacha. ¿Adónde se ha ido el tiempo? Sólo se da cuenta de que ha sonado el timbre porque Olive se pone a ladrar como una loca.

—Mi madre ha tenido un ataque... un ataque al corazón... ¿Te sobran cinco... libras?

La chica tiene el pelo quemado de tanto planchárselo. O gorda o embarazada. Baja la vista aturdida, desconcertada por Olive, que zigzaguea frenéticamente entre sus piernas. Levanta la vista hacia Leah y se ríe. ¡AJÁ! Demasiado ida para recordar el guión. Gira torpemente sobre los talones, una bailarina que ejecuta su movimiento con retraso. Recorre de nuevo el sendero hasta la calle, bamboleándose y riendo.

9788415630500-11

7

                                                                              Manzano, manzano.

Cosa que tiene manzanas. Flor de manzano.

       Tan simbólico.                  Entramado de ramas y raíces. Cavando túneles.

                              Cuanto más denso, más frutos.

                                     Y más gusanos. Y más ratas.

Manzano, manzano. Árbol. De manzanas. ¿Avanzar hacia dónde? Tic, tac.

       Tres pisos. Un manzano. Propiedad, alquiler. Cargado de semillas.

En la copa. Cuando se rompa la rama, el bebé se

                     Cenizas de muerto. ¿En torno a las raíces, en las raíces?

                 Manzano centenario.

Sentarse en los laurenes. Bajo un        manzano. ¿Tienes un niño?

   Nuevas ramas. Nuevas flores.          Nuevas manzanas. ¿Mismo árbol?

                                   De pura

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos