La trenza

Laetitia Colombani

Fragmento

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Contenido

Portada

Dedicatoria

Definición

Lema

Prólogo

Smita

Giulia

Sarah

Smita

Giulia

Sarah

Smita

Giulia

Sarah

Smita

Giulia

Sarah

Smita

Giulia

Sarah

Smita

Giulia

Sarah

Smita

Giulia

Smita

Sarah

Giulia

Smita

Giulia

Sarah

Epílogo

Agradecimientos

Créditos

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Para Olivia

Para las mujeres valientes

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Trenza f. Conjunto de tres mechones o tres cabos que se cruzan alternativamente, entretejiéndolos.

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... Simone, hay un gran misterio en el bosque de tu pelo.

RÉMY DE GOURMONT

Una mujer libre es justo lo contrario de una mujer fácil.

SIMONE DE BEAUVOIR

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Prólogo

Aquí comienza la historia.

Una historia que es siempre nueva

y cobra vida entre mis dedos.

Lo primero es el bastidor;

la base, que debe ser lo bastante fuerte para sujetarlo todo.

Seda o algodón, para la vida o los escenarios; depende.

El algodón es más resistente.

La seda, más fina y discreta.

Hacen falta martillo y clavos.

Y sobre todo trabajar con delicadeza.

Luego, ya se puede tejer.

Es la parte que prefiero.

En el telar, ante mí,

tres hilos de nailon, tensos.

Se cogen de tres en tres las hebras del haz,

se entrelazan sin romperlas

y se vuelve a empezar, una vez y otra vez más.

Me gustan esas horas solitarias en que mis diez dedos danzan.

Qué extraño ballet, el de mis manos,

mientras escriben la historia de una trenza y unos lazos.

Esta historia que es la mía.

Y, sin embargo, no me pertenece.

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Smita

Badlapur, Uttar Pradesh, India

Smita se despierta con una sensación extraña, una urgencia tierna, una mariposa en el estómago desconocida para ella. Hoy es un día que recordará toda su vida. Hoy su hija empieza la escuela.

Smita nunca ha pisado una. Allí, en Badlapur, la gente como ella no va a la escuela. Smita es una dalit, una intocable. Una «hija de Dios», en palabras de Gandhi. Alguien al margen de las castas, al margen del sistema, al margen de todo. Un grupo aparte, considerado demasiado impuro para relacionarse con los demás, escoria inmunda a la que hay que apartar, como se aparta el grano de la paja. Se cuentan por millones quienes, como Smita, viven fuera de las poblaciones y de la sociedad, en la periferia de la humanidad.

Todas las mañanas el mismo ritual, como un disco rayado que repite hasta el infinito una música infernal: Smita se despierta en la choza que le sirve de hogar, junto a los campos cultivados por los jats. Se lava la cara y los pies con el agua que sacó la tarde anterior del pozo que les está reservado. El otro, el de las castas superiores, no se plantea ni tocarlo, aunque esté cerca y sea más accesible. Algunos han muerto por menos que eso. Se viste, peina a Lalita y le da un beso a Nagarajan. Luego, coge el cesto de juncos trenzados, el mismo que usaba su madre antes que ella y que le revuelve el estómago sólo con verlo, un cesto con un olor persistente, acre e imborrable, que Smita lleva todo el día como quien carga una cruz o un lastre vergonzoso. Ese cesto es su calvario. Una maldición. Un castigo. Tiene que expiar algo, pagar por algo que debió de hacer en una vida anterior. Después de todo, como decía su madre, esta vida no tiene más importancia que las anteriores, ni que las siguientes, sólo es una vida más. Es así, es la suya.

Es su dharma, su deber, su lugar en el mundo. Un oficio que se transmite de madre a hija desde hace generaciones: scavenger, una palabra que en inglés designa a aquellos que hurgan en los desechos. Un nombre aséptico para una realidad que no lo es en absoluto. No hay palabras para describir lo que hace Smita. Se pasa el día recogiendo la mierda de los demás con las manos desnudas. Cuando su madre la hizo acompañarla por primera vez, ella tenía seis años, los mismos que Lalita ahora. Fíjate y luego lo haces tú. Smita recuerda el olor, que la asaltó con la misma violencia que un enjambre de avispas, un olor insoportable, inhumano. Vomitó al borde del camino. Ya te acostumbrarás, le dijo su madre. Mentira. Una no se acostumbra. Smita aprendió a aguantar la respiración, a vivir en apnea. Hay que respirar, le dijo el médico del pueblo, mire cómo tose. Hay que comer. Smita perdió el apetito hace mucho tiempo. Ya no se acuerda de lo que es tener hambre. Come poco, lo estrictamente necesario, el puñado diario de arroz hervido que le impone a su cuerpo reacio.

Y eso que el gobierno prometió inodoros para la región. Pero por desgracia allí no han llegado. Como en tantos otros sitios, en Badlapur se defeca al aire libre. El suelo está sembrado de excrementos; los arroyos, los ríos y los campos, contaminados por toneladas de heces. Las enfermedades se propagan por ellos como una chispa en un reguero de pólvora. Los políticos lo saben: antes que reformas, antes que igualdad social, antes incluso que trabajo, lo que pide el pueblo son retretes. El derecho a defecar con dignidad. En los pueblos, las mujeres se ven obligadas a esperar la caída de la noche para ir al campo, arriesgándose a agresiones de todo tipo. Los más afortunados se han hecho un sitio en el patio o dentro de casa, un simple agujero en el suelo al que llaman púdicamente «retrete seco», las letrinas que las mujeres dalit van a vaciar a diario con las manos desnud

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