Los diarios de Carrie (Los diarios de Carrie 1)

Candace Bushnell

Fragmento

4

El gran amor

Regreso a casa y me encuentro con un gran revuelo.

Un chico diminuto con un peinado punk corre por el patio, seguido por mi padre, que a su vez es seguido por mi hermana Dorrit, que a su vez es seguida por mi otra hermana, Missy.

—¡Ya verás como te atrape en esta casa de nuevo! —grita mi padre mientras el chico, Paulie Martin, consigue llegar hasta su bicicleta y se aleja pedaleando.

—¿Qué demonios ha pasado aquí? —le pregunto a Missy. —Pobre papá…
—Pobre Dorrit —replico mientras suelto los libros.

Como si se burlara de mi situación, la carta de la New School se cae del cuaderno.

Ya basta, me digo.

La recojo, camino hasta el garaje y la arrojo a la basura.

De inmediato me siento perdida sin ella, así que la recupero del cubo.

—¿Has visto eso? —pregunta mi padre con tono jactancioso—. He logrado echar a ese chulito de mi propiedad. —Señala a Dorrit—. Y tú… vuelve a casa. Y no se te ocurra llamarlo de nuevo.

—Paulie no es tan malo, papá. Solo es un crío… —le digo. —Es un M-I-E-R-D-A —asegura mi padre, que se enorgullece de no decir tacos casi nunca—. Es un rufián. ¿Sabías que fue arrestado por comprar cerveza?

—¿Paulie Martin compró cerveza?
—Salió en el periódico —señala mi padre—. En The Castlebury Citizen. Y ahora intenta corromper a Dorrit.

Missy y yo intercambiamos una mirada cómplice. Conociendo a Dorrit, seguro que es más bien todo lo contrario.

Dorrit era una niña muy dulce. Hacía cualquier cosa que Missy y yo le pidiéramos, incluyendo locuras tales como fingir que nuestra gata y ella eran gemelas. Siempre hacía cosas para la gente (tarjetas, pequeños álbumes de recortes, salvamanteles de ganchillo); el año pasado decidió que quería ser veterinaria y se pasaba prácticamente todo el tiempo libre después del colegio sosteniendo animales enfermos mientras les ponían las inyecciones.

Sin embargo, ahora ya tiene casi trece años, y últimamente se ha convertido en una niña problemática, llorando y con mi padre gritándonos a Missy y a mí. Mi padre insiste en que Dorrit está atravesando una mala época y en que pronto la dejará atrás, pero Missy y yo no estamos tan seguras. Mi padre es un gran científico que descubrió una fórmula para una nueva clase de aleación metálica utilizada en los cohetes espaciales Apolo, y Missy y yo siempre bromeamos diciendo que si las personas fueran teorías en vez de seres humanos, papá lo sabría todo sobre nosotras.

Pero Dorrit no es una teoría. Y, últimamente, Missy y yo hemos echado en falta cosas de nuestras habitaciones (un pendiente por aquí, un brillo de labios por allá), el tipo de cosas que se pierden con

facilidad u olvidas dónde has dejado. Missy pensaba enfrentarse a ella, pero descubrimos que la mayor parte de nuestras cosas estaban detrás de los cojines del sofá.

De cualquier forma, Missy todavía está convencida de que Dorrit va camino de convertirse en una pequeña delincuente; sin embargo, a mí me preocupa más su rabia interior. Missy y yo éramos unos verdaderos trastos cuando teníamos trece años, pero ninguna de nosotras se pasaba la vida cabreada.

No han pasado ni dos minutos cuando Dorrit aparece en la puerta de mi habitación, buscando pelea.

—¿Qué hacía Paulie Martin aquí? —le pregunto—. Ya sabes que papá cree que eres demasiado joven para salir con chicos.

—Estoy en octavo —responde Dorrit obstinadamente.
—Ni siquiera estás en el instituto. Tienes muchos años por delante para echarte novio.

—Todas las demás tienen novio. —Se quita un trocito de esmalte de una uña—. ¿Por qué no iba a tenerlo yo?

Esta es la razón por la que espero no convertirme en madre nunca.

—El mero hecho de que todos los demás hagan algo no significa que tú también debas hacerlo. Recuerda —añado, imitando a mi padre—… que somos Bradshaw. No tenemos por qué parecernos a nadie más.

—Pues puede que yo esté harta de ser una estúpida Bradshaw. ¿Qué tiene de bueno ser una Bradshaw? Si quiero tener novio, lo tendré. Lo único que pasa es que Missy y tú estáis celosas porque vosotras no salís con nadie. —Me fulmina con la mirada, corre hasta su habitación y cierra la puerta con estruendo.

Encuentro a mi padre en la sala de estar, tomándose un gin tonic mientras ve la tele.

—¿Qué se supone que debo hacer? —me pregunta con tono de impotencia—. ¿Castigarla? Cuando yo era pequeño, las niñas no se comportaban así.

—Eso fue hace treinta años, papá.
—Da igual —dice él mientras se presiona las sienes—. El amor es algo sagrado. —Una vez que se embarca en una de estas charlas, ya no hay vuelta atrás—. El amor es espiritual. Requiere autosacrificio y compromiso. Y disciplina. No se puede amar de verdad sin disciplina. O sin respeto. Cuando pierdes el respeto de tu cónyuge, lo pierdes todo. —Se queda callado unos instantes—. ¿Eso tiene algún sentido para ti?

—Claro, papá —respondo, ya que no quiero herir sus sentimientos. Hace un par de años, después de que mi madre muriera, mis hermanas y yo intentamos animarlo a buscar pareja, pero se negó incluso a considerar la idea. No estaba dispuesto a salir con nadie. Dijo que ya había disfrutado del gran amor de su vida, y que cualquier cosa por debajo de eso le parecería ridícula. Se sentía bendecido, aseguró, por haber conocido esa clase de amor, que solo se tiene una vez en la vida, aunque no hubiera durado para siempre.

Nadie creería que un riguroso científico como mi padre pudiera ser un romántico empedernido, pero así es.

Eso me preocupa a veces. No por mi padre, sino por mí.

Me dirijo a mi habitación, me siento frente a la antigua máquina de escribir de mi madre, una Royale, e introduzco una hoja de papel.

«El gran amor», escribo. Y luego encierro la frase entre signos de interrogación.

¿Y ahora qué?

Abro el cajón y saco una historia que escribí hace algunos años, cuando tenía trece. No es más que un estúpido relato sobre una niña que salva a un chiquillo enfermo donándole un riñón. Antes de caer enfermo, él nunca se había fijado en ella, a pesar de que la niña siempre andaba a su alrededor. Sin embargo, después del trasplante de riñón, se enamoró locamente de ella.

Es una historia que jamás le enseñaría a nadie, ya que es demasiado sensiblera, pero, aun así, nunca he sido capaz de tirarla a la basura. Me asusta. Me hace sentir que, en secreto, soy una romántica igual que mi padre.

Y los románticos acaban quemados.
¡Vaya!… ¿Dónde está el fuego?

Jen P. tenía razón. Puedes enamorarte de un chico al que no conoces.

Ese verano en el que tenía trece años, Maggie y yo salíamos por Castlebury Falls. Allí había un risco desde el que los chicos se tiraban a un profundo estanque, y a veces Sebastian aparecía para lucir palmito mientras Maggie y yo lo observábamos sentadas desde el otro lado del río.

—Venga —me animaba Maggie—. Tú te lanzas al agua mucho mejor que esos chicos.

Yo sacudía la cabeza y me rodeaba las rodillas con los brazos en un gesto protector. Era demasiado tímida. La mera idea de ser vista me aterrorizaba.

Sin embargo, no me importaba mirar. No podía apartar los ojos de Sebastian mientras él escalaba por un lado de la roca con agilidad y aplomo. En la parte superior, los chicos peleaban en broma, se em

pujaban los unos a los otros y se lanzaban desafíos que requerían cada vez más habilidad. Sebastian siempre era el más valiente de todos; escalaba más alto que todos los demás y se l

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos