Historia personal del "boom"

José Donoso

Fragmento

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Quiero comenzar estas notas aventurando la opinión de que si la novela hispanoamericana de la década del sesenta ha llegado a tener esa debatible existencia unitaria conocida como el boom, se debe más que nada a aquellos que se han dedicado a negarlo; y que el boom, real o ficticio, valioso o negligible, pero sobre todo confundido con ese inverosímil carnaval que le han anexado, es una creación de la histeria, de la envidia y de la paranoia: de no ser así el público se contentaría con estimar que la prosa de ficción hispanoamericana —excluyendo unas obras, incluyendo otras, según los gustos— tuvo un extraordinario período de auge en la década recién pasada.

Durante la década del sesenta se escribieron en Hispanoamérica muchas novelas de una calidad que desde su aparición hasta ahora me sigue pareciendo innegable, y que por circunstancias histórico-culturales han merecido la atención internacional, desde México hasta Argentina, desde Cuba hasta Uruguay. Estas obras han tenido y siguen teniendo una repercusión literaria —quiero recalcar el hecho de que estoy hablando de lo específicamente literario, no del número de ejemplares vendidos, que es sólo un ingrediente parcial de esa repercusión: basta comparar las asombrosas cifras de venta de Cien años de soledad con las escasísimas ventas de Paradiso, ambas indudables integrantes de la primerísima fila del hipotético boom— nunca antes vista en el ámbito de la novela moderna escrita en castellano, ya que si Blasco Ibáñez, por ejemplo, tuvo una resonancia cosmopolita en su tiempo, jamás se ha pretendido que sea otra cosa que literatura comercial; y los grandes nombres de la novela «literaria», de la primera mitad de este siglo escrita en castellano, tanto hispanoamericanos como españoles, se han desvanecido en comparación con sus contemporáneos alemanes, norteamericanos, franceses e ingleses, sin dejar gran huella en la formación de los novelistas actuales.

¿Qué es, entonces, el boom? ¿Qué hay de verdad y qué de superchería en él? Sin duda es difícil definir con siquiera un rigor módico este fenómeno literario que recién termina —si es verdad que ha terminado—, y cuya existencia como unidad se debe no al arbitrio de aquellos escritores que lo integrarían, a su unidad de miras estéticas y políticas, y a sus inalterables lealtades de tipo amistoso, sino que es más bien invención de aquellos que la ponen en duda. En todo caso quizá valga la pena comenzar señalando que al nivel más simple existe la circunstancia fortuita, previa a posibles y quizá certeras explicaciones histórico-culturales, de que en veintiuna repúblicas del mismo continente, donde se escriben variedades más o menos reconocibles del castellano, durante un período de muy pocos años aparecieron tanto las brillantes primeras novelas de autores que maduraron muy o relativamente temprano —Vargas Llosa y Carlos Fuentes, por ejemplo—, y casi al mismo tiempo las novelas cenitales de prestigiosos autores de más edad —Ernesto Sábato, Onetti, Cortázar—, produciendo así una conjunción espectacular. En un período de apenas seis años, entre 1962 y 1968, yo leí La muerte de Artemio Cruz, La ciudad y los perros, La casa verde, El astillero, Paradiso, Rayuela, Sobre héroes y tumbas, Cien años de soledad y otras, por entonces recién publicadas. De pronto había irrumpido una docena de novelas que eran por lo menos notables, poblando un espacio antes desierto.

Este es el hecho neutro, tal como lo registran los ficheros de la historia literaria. Pero resulta que boom, en inglés, es un vocablo que nada tiene de neutro. Al contrario, está cargado de connotaciones, casi todas peyorativas o sospechosas, menos, quizás, el reconocimiento de dimensión y de superabundancia. Boom es una onomatopeya que significa estallido; pero el tiempo le ha agregado el sentido de falsedad, de erupción que sale de la nada, contiene poco y deja menos. Implica, sobre todo, que esta breve y hueca duración va necesariamente acompañada —como en Mahagonny de Bertolt Brecht de engaño y corrupción, de falta de calidad y de explotación. Es muy posible que los primeros en aplicar el epíteto a la novela latinoamericana reciente, y quizá más aún los que ávidamente se apresuraron a difundirlo, no quisieran significar nada loable.

Nadie, por lo demás, ni críticos, ni público, ni solicitantes, ni escritores, se ha puesto jamás de acuerdo sobre qué novelistas y qué novelas pertenecen al boom. ¿Cuál es el santo y seña político y estético? ¿Cuáles son los premios, las editoriales, los agentes literarios, los críticos y las revistas aceptadas, y durante cuánto tiempo y bajo qué condiciones se extiende esa aceptación?

¿Cuáles son las insignias y emblemas, quién los reparte y en qué lugar del planeta —Buenos Aires, La Habana, Nueva York, París, Barcelona, México— se efectúa esa repartición? Nadie tiene claro el momento del nacimiento del boom, nadie está dispuesto a prohijarlo definiendo el modo en que se tuvo conciencia de que existía, en el caso de que se acepte que existe o existió. Nadie, por otro lado, sabe si se puede afirmar que el dichoso estallido ha terminado. El boom de la novela hispanoamericana contemporánea goza de una extraña existencia polémica que no cuaja en verdaderas polémicas porque nadie quiere definir a qué lado de la valla está situado, si es que hay valla, y sólo queda constancia de rumores y escaramuzas propiciadas por detractores de los colores más variados. La verdad es que fueron estos detractores, aterrados ante el peligro de verse excluidos o de comprobar que su país no poseía nombres dignos de figurar en la lista de honor, los que lanzaron una sábana sobre el fantasma de su miedo, y cubriéndolo definieron su forma fluctuante y espantosa. Así se inventó el boom: así lo sacaron del mundo de la literatura y lo introdujeron en el mundo de la publicidad y la bulla, así han mantenido ante el público su supuesta unidad, prodigándole la propaganda gratuita que se acusa a sus miembros de ser tan diestros para conseguir, ya que como capos de mafia manejarían el pool de secretos que aseguran el éxito. Los detractores son los únicos que, como en un espejismo, creen en la unidad monolítica del boom: esa masonería impenetrable y orgullosa, esa sociedad de alabanzas mutuas, esa casta de privilegiados que antojadiza y cruelmente dictamina sobre los nombres que deben pertenecer y los que no deben pertenecer… nadie sabe muy bien a qué…

Existen detractores del boom de los más variados plumajes: quizá los que más algarabía forman sean aquellos que se creen injustamente marginados por los dictadores que les niegan la entrada, y en represalia se dedican a hacer lo que se ha llegado a llamar «el trottoir literario», es decir, a ganar su prestigio por medio de artículos y conferencias hostiles. Existen los pedantes que, inclinados sobre textos y blandiendo nombres en sus fláccidas manos sudorosas, prueban la ausencia de una «total origi

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