Batalla de reyes

M.K. Hume

Fragmento

cap-1

 

Prólogo

Desde lo alto del cabo azotado por las tempestades, donde las púas de acero del viento oceánico peinaban la hierba alta, la niña contempló su nuevo hogar y suspiró.

Toscas piedras grises brotaban de las laderas verdes de Tintagel, donde el saliente de tierra en forma de punta de lanza penetraba en el mar de Hibernia y las olas embravecidas se deshacían en espuma al batir contra los erosionados acantilados por debajo de la muralla de Gorlois. La niña se estremeció ante la tristeza de las cabañas, pequeñas y cónicas, pegadas a los acantilados por debajo de la fortaleza, conectadas por senderos abruptos y serpenteantes que las unían con los patios enlosados de arriba. Treinta metros por debajo de los estrechos escalones, el mar, que reducía los batientes a guijarros, había roído la península hasta formar una ensenada larga y estrecha.

La niña dio una vuelta completa en círculo, poco a poco, apartándose de los ojos la melena, larga hasta la cintura, cuyos exuberantes rizos de color rojizo hacía ondear al viento. No crecían árboles en Tintagel, ni en los terrenos que rodeaban la fortaleza, de modo que la hierba alta era el único escondite para las presas pequeñas. Aunque las gaviotas que volaban en círculos se alimentaban de los pececillos y los moluscos de la costa, en las alturas esperaban otros depredadores, alas que cabalgaban las corrientes invisibles del aire y ojos hambrientos pendientes del más mínimo movimiento en la larga maraña de hierba verde de abajo.

La niña se mordisqueó el labio cuando un esmerejón descendió en picado del cielo como una piedra, con las alas plegadas y las garras por delante. Su chillido triunfal ahogó el gritito de un gazapo que se descubrió apresado entre las crueles garras de la rapaz. Los ojos claros de la niña se llenaron de lágrimas mientras seguían el vuelo del ave de presa.

—Mi señora. —Una voz grave y potente interrumpió los taciturnos pensamientos de la niña, que se dio media vuelta demasiado deprisa y, por un momento, vio girar el cielo a su alrededor en una vertiginosa parábola. Cuando alzó la mirada sobresaltada para encontrarse con unos cálidos iris negros en una cara ancha y morena, sintió un repentino escalofrío premonitorio que le paralizó la lengua—. ¿Te encuentras bien, pequeña? A lo mejor has estado demasiado rato al sol.

La visión de la niña se estrechó hasta que lo único que vio fue la cara muy ampliada del guerrero plantado ante ella. Un rugido sordo le llenó los oídos mientras observaba la boca sonriente, muy cerca de la suya, que se abría poco a poco para mostrar un flujo viscoso de sangre oscura. El sol la había deslumbrado y tenía miedo, pero estaba segura de que se trataba de una espantosa herida abierta que rajaba el cuello fuerte y grueso del guerrero.

—No os encontráis bien, Ygerne. Por favor, dejad que os lleve con vuestra sirvienta.

Le cedieron las piernas y, mientras se desplomaba inconsciente, Gorlois alzó el frágil cuerpo de su prometida, a la que su padre había acompañado hacía tan poco a Tintagel. Preocupado, el rey tribal examinó las sombras violetas que tenía bajo los ojos y la forma infantil de sus largas pestañas, que reposaban sobre unas pálidas mejillas.

—Qué pequeña es, y qué joven —susurró para sí mientras levantaba en brazos su cuerpo menudo, con cuidado de no soltar las riendas del caballo al hacerlo.

«Espero que no sea enfermiza», pensó con remordimientos, y ordenó a sus criados que se adelantaran al galope y le preparasen una bebida caliente y endulzada. Ya se le había muerto de parto una esposa joven y, aunque no había entregado su corazón a la delicada princesita que había llevado en el vientre a su hijo mortinato, aún se ponía enfermo al recordar la desesperación de sus gritos estridentes al dar a luz. Sin embargo, su posición exigía una esposa y, con mayor urgencia todavía, un heredero, de modo que ansiaba una mujer capaz de sobrevivir en sus dominios, inclementes y salvajemente bellos.

—¡Solo tiene diez años, insensato! —exclamó Gorlois al viento mientras montaba de nuevo en su caballo, con la insignificante figura de su prometida aún sujeta contra su ancho pecho—. Está asustada, perdida y lejos de casa.

Seguía examinándole la cara con una expresión de bondadosa preocupación cuando ella abrió los ojos con un parpadeo.

—Aquí estáis, mi señora. Pronto os dejaré en una habitación acogedora con una manta gruesa para cubriros las rodillas. Os sentiréis mejor con una taza de leche caliente de mis cocinas. Tintagel es un sitio salvaje y muy aislado, pero poseo casas más hermosas en Isca Dumnoniorum que encontraréis cómodas y bellas. Allí los vientos son cálidos y suaves. Tintagel es el corazón de mi país, y mi mujer debe entender qué es lo que lo hace latir, pero no es necesario que lo ame como yo. —Sonrió con gesto paternal mientras observaba la evidente confusión de la niña—. ¡Da igual, preciosa! A lo mejor, cuando hayas descansado, mi hogar no te parecerá tan deprimente.

Por encima de la cabeza de Gorlois, los pájaros siguieron trazando círculos mientras reñían en el cielo azotado por el viento. Ygerne esbozó una trémula sonrisa con sus labios pálidos y observó a otro halcón que aprovechaba una corriente de aire caliente para ascender en el firmamento luminoso. Se imaginó sus ojos dorados, buscando y buscando, y se preguntó si el ave podría verla o percatarse de su presencia.

Sin entender su visión, la amenaza del pájaro o la invitación infantil que suponían sus acciones, Ygerne volvió la cara y se abrazó al ancho pecho de Gorlois. Se sentía a salvo y querida por primera vez en aquel largo, extraño y doloroso día. Y cuando Gorlois notó su pelo y su carne cálida pegada al cuerpo, la fragilidad que emanaba aquel encantador rostro se le enroscó en el corazón.

Imagen

cap-2

1

Desde Mona

¿Por qué el gusano invade el brote virgen?

¿O el vil cuclillo incuba en nido ajeno?

¿O infecta el sapo fuentes con orines?

¿O entra el furor tirano en pechos buenos?

¿O violan reyes sus propios decretos?

No hay perfección que sea tan cabal

que nada no la pueda emponzoñar.

SHAKESPEARE,

La violación de Lucrecia

—¿Hija? —Una voz masculina y furiosa resonó en el patio de la vieja villa en Segontium. Las aves de corral cacarearon asustadas mientras huían a toda velocidad de los enormes caballos—. ¡Olwyn! ¡Sal enseguida! ¡Explícate!

Los relinchos de los caballos nerviosos y los gritos de las órdenes, impartidas con voz estentórea e impaciente, obligaron a Olwyn a dejar su huso, alisarse el pelo y la túnica de lana, y salir con paso presuroso de las habitaciones de las mujeres al atrio de una casa antigua, donde un hombre alto y entrado en años se estaba quitando los guantes de fino cuero y la capa de lana, que tiró con desdén en el banco de roble más cercano.

Vestía de forma descuidada, pero sus cueros, las pieles bien cuidadas y los repujados de halcones en su fina túnica denotaban riqueza y poder. La despreocupada naturalidad con la que llevaba al cuello una maciza torques de oro indicadora de su posición, además de un surtido de brazaletes, pulseras y broches para la capa en bronce, oro y plata, hacía que Melvig irradiase la autoridad de un rey. Más reveladoras aún eran las cejas desdeñosas, las marcadas arrugas de autoindulgencia que tiraban hacia abajo de sus labios estrechos, y cierta franqueza brusca en la mirada que era la marca de una naturaleza acostumbrada a dar órdenes. Esa tarde en concreto, sobre una barba entrecana, sus ojos anunciaban una tormenta cuyos chubascos no tardarían en llegar a la puerta de Olwyn.

—¡Padre! Cómo me alegro de verte. Sé bienvenido y siéntate, por favor. ¿Pido que traigan ese vino que tanto te gusta?

Melvig ap Melwy hizo un gesto huraño de asentimiento y se dejó caer en la silla con los hombros encorvados, las largas piernas, todavía musculosas, estiradas y los dedos tamborileando en el brazo del asiento con mal disimulada irritación. Olwyn se volvió hacia Plautenes, el criado principal de la casa, que esperaba nervioso detrás de su señora.

—Trae la última botella de vino de Falerno que llegó de Roma. Y unos dulces. Creo que mi padre tiene hambre.

—¿Hambre? ¡Y un cuerno, mujer! Estoy enfadado. Y es tu mocosa infernal la que me ha puesto de mal humor. Un hombre tendría que poder cabalgar con su guardia para ver a su hija sin arriesgarse a que lo asesinen.

Olwyn frunció el ceño. Su padre siempre había sido un tirano y un bravucón, pero lo quería a pesar de sus defectos. Como rey de la tribu de los deceanglos, a menudo se jugaba la vida a manos de aspirantes al trono impacientes e invasores ambiciosos; pero, por el momento, había demostrado que era un blanco esquivo y un superviviente vengativo.

—¡No seas idiota, mujer! Es esa hija tuya. Créeme que tiene más pelo que cerebro, y es desconsiderada a más no poder. Ha cruzado el camino corriendo justo por debajo de los cascos de mi caballo. Ha sido pura suerte que no me cayera… y soy demasiado viejo para arriesgar mis huesos.

Olwyn sonrió aliviada, sin dejar de observar que su padre no mostraba ninguna preocupación por la salud de su nieta. Melvig era un completo egoísta.

—No eres muy viejo, padre. Solo tienes cincuenta y dos años, si no me fallan los cálculos, y eres demasiado fuerte como para que te haga daño una niña de doce años.

—¡Hum! —bufó Melvig.

Pero estaba complacido, pese a todo, y aceptó la magnífica copa de vino y se comió todos los dulces del plato que le ofreció el nervioso y torpe criado de Olwyn. Cuando hubo relamido las últimas gotitas de miel de su enorme bigote y tras apurar el último trago de vino de su copa, clavó los saltones ojos verdes en su hija.

—Olwyn, mi nieta es casi tan alta como tu criado, pero todavía corre asilvestrada y con las piernas al aire por las dunas, donde puede verla cualquier campesino que se moleste en mirar. ¿Cuándo fue la última vez que se cepilló el pelo? ¿Y que se bañó? ¡Es casi una salvaje!

—Exageras, padre. Es muy vital y demasiado joven para tenerla encerrada en casa. ¿Me la quieres quitar? Es todo lo que tengo.

—¿Y de quién es la culpa?

Sin embargo, la mirada de Melvig se ablandó un poco, en la medida en que ese hombre adusto era capaz de expresar comprensión. Recordó que Olwyn había perdido a su marido a manos de una banda forastera de merodeadores en su segundo año de matrimonio. Desde la muerte de Godric, se había negado en redondo a casarse otra vez, y prefería vivir con sus sirvientes y su hija en el tramo de costa salvaje que se extendía por debajo de Segontium. En opinión de Melvig, su hija, con veinticinco veranos, era demasiado joven para haber dado la espalda a la vida. Todavía conservaba todos los dientes, no tenía arrugas en la piel y había demostrado que era fértil. Si hubiese tenido la más mínima lealtad al clan, pensó con otro acceso de mal genio, le habría dado otro nieto hacía mucho.

Sin embargo, los ojos castaños de Olwyn presentaban una pátina de lágrimas contenidas, de modo que Melvig se apiadó y le dio una torpe palmadita en el brazo para demostrar que entendía sus temores. Aunque era un padre impaciente, esa hija en particular siempre había sido su favorita, pues en todos los detalles que importaban Olwyn se había mostrado obediente y circunspecta.

—No te la quitaré, hija, o sea que no te pongas así. Pero tienes que saber que es salvaje como una potranca e insensata como el conejo imprudente que provoca al halcón. ¿Quieres que te la roben y la violen? ¿No? Pues ocúpate de su educación, Olwyn, porque a finales del invierno voy a buscarle un marido.

A Olwyn se le cayó el alma a los pies, y una lágrima solitaria se derramó de sus largas y espesas pestañas y resbaló por su pálida mejilla. Melvig usó su gran pulgar encallecido para secar el rastro salado con afectuosa impaciencia.

—Que los dioses te lleven, mujer —susurró bajito—. No me mires como si te robara tu último mendrugo de pan. Todavía no te la quitaré, pero el día llegará pronto, Olwyn, o sea que harías bien en plantearte cómo quieres pasar el resto de tus días. Y ahora, ¿dónde están mis alforjas?

Demasiado sensata para perder el tiempo con una discusión vana, Olwyn se ocupó en primer lugar de que su padre estuviera cómodo, y después mandó a la doncella a por su lunática hija.

Segontium no era una gran ciudad, pero llevaba el sello de la ocupación romana en su pequeño foro, en los edificios de piedra y ladrillo, y en su recia muralla. En un tiempo, más de mil soldados romanos habían estado acuartelados en los campos circundantes, lo que permitió a Paulino y, después de él, a Agrícola, aplastar toda la resistencia de las tribus ordovicas. Ubicada sobre una costa cubierta de guijarros, Segontium estaba orientada hacia la isla de Mona, donde todos los celtas de bien recordarían por siempre la vergonzosa matanza de los druidas, jóvenes y mayores, hombres y mujeres, cuando se enfrentaron a su implacable enemigo en la antigua isla de venerable memoria. Las depredadoras legiones de Roma sabían que los druidas dominaban a los reyes tribales. Durante la rebelión, Paulino había dejado a Boudicca haciendo estragos alrededor de Londinium y había corrido hacia el norte para arrancar el corazón vivo y palpitante de los celtas de Mona, en vez de someter a la reina icena. Su plan desesperado había funcionado, pues pocos druidas habían escapado de las sanguinarias masacres, y después Paulino había aplastado a los supersticiosos celtas, que se habían visto desarraigados de forma inesperada. A modo de insulto final, los sacerdotes cristianos habían decidido instalarse en Ynys Gybi, una minúscula isla resguardada junto a la de Mona.

Segontium llevaba esa mancha de sangre, a la vez que su nombre latino conservaba un peso que hacía que hasta los menos supersticiosos fruncieran el ceño e hicieran la señal para ahuyentar el mal. Las orillas oscuras en invierno, los chillidos de las gaviotas y el aire, tocado por el mar y suavizado por la tierra y los árboles de Mona, advertían a sus vecinos de que tuvieran cuidado.

Olwyn se había mudado a la casa de Godric llena de alegría, plenamente consciente de que a su hombre no le corría ni una gota de sangre romana por las venas. Su antiguo hogar lo habían construido aprovechando unas ruinas y empleando piedras extraídas de villas romanas y de las casas cónicas de los celtas, pero Olwyn no sentía contaminación alguna en los vientos limpios que barrían de los pasillos las hojas caídas y la arena que las tormentas depositaban en los rincones. Situada un poco al sur de la sombra de Mona, su acogedora casa padecía los fieros embates de los vientos hibérnicos, pero Olwyn estaba satisfecha. Ni siquiera las gastadas baldosas del suelo, con sus extraños dibujos de soles, estrellas, lunas y constelaciones, la asustaban. El viento, el claro sol, la lluvia torrencial y la gélida nieve se combinaban para expulsar de la casa cualquier humor agrio y purificarla del veneno romano.

Pero Godric había partido un día a caballo para proteger de incursiones tribales los campos de su tío, y cuando volvió iba amarrado sobre los flancos de su montura, envuelto en pieles grasientas y con la palidez de los muertos. Olwyn se había quedado demasiado aturdida para llorar, ni siquiera pudo hacerlo cuando desató el cadáver de su marido y dejó a la vista las muchas heridas que habían dejado las flechas en su piel fría y marmórea. Un trozo de astil sobresalía de la herida mortal encima de su corazón, y Olwyn perdió hasta tal punto el sentido del decoro que hizo fuerza para arrancarlo.

Al final, después de usar un cuchillo afilado para rajar la carne que sujetaba la cruel punta de la flecha, el pequeño fragmento de astil saltó del pecho de Godric con un desagradable sonido de succión. Trastornada, había lavado la carne de su marido, le había untado aceite en el pelo y se lo había trenzado con primor, antes de vestirlo con sus mejores pieles y una túnica de lana. Por último, se había agachado para besarle la boca, aunque el sofocante y nauseabundo olor de la muerte casi le hizo vomitar. Solo entonces empezó a derramar las benditas lágrimas.

Se observaron todas las exequias de rigor, pero un solo deber consumía los momentos de vigilia de Olwyn. Separó la punta de la flecha de su astil y trabajó durante muchas horas para practicar un estrecho agujero a través del vil pedazo de hierro. Después, tras meses de esfuerzos, colgó la punta de flecha del cuello de su hija mediante una suave trencilla de cuero.

Melvig, su padre, quedó horrorizado por el gesto, pero Olwyn era una criatura extraña y obsesiva que carecía de su recio pragmatismo, de modo que no dijo nada. Si hubiera sido sincero, habría reconocido que su testaruda y reservada hija lo asustaba un poco con su pasión. Como todo su linaje, Olwyn era salvaje y extraña. Melvig a menudo se preguntaba por qué había escogido como segunda esposa a una mujer morena de las colinas, aunque sin duda su descarada sexualidad había despertado algo en su interior. Los dioses eran conscientes de cuánto le había frustrado que ella no le diera ningún hijo, solo niñas… ¡y todas raras!

Melvig comía con aire enfurruñado y reflexivo, y desdeñaba los viejos klinai romanos, a los que anteponía la solidez de un banco y una mesa hechos de roble tallado con azuela. Su hija le sirvió hidromiel con sus propias manos, aunque en su fuero interno deseara que las tribus de los deceanglos y los ordovicos siguiesen en guerra para que su padre se viera obligado a permanecer en su fortaleza de Canovium, al norte. Aun así, sonrió de esa manera distante que siempre sacaba de quicio a su padre, quien, a la vez que aceptaba su excelente vino, tuvo que reprimir el deseo de arrearle un sopapo o un bofetón en las pálidas mejillas para quitarle esa impasibilidad y hacerla llorar y maldecirlo. «Cualquier cosa antes que esa cara inexpresiva», pensó el viejo con impotencia, pero logró reservar su irritación para la aparición tardía de su nieta.

Consciente del abismo que los separaba, Olwyn intentó limar asperezas sin tocarle, porque sabía que el viejo e irascible rey no lo consideraría aceptable.

—¿Cómo van tus fronteras, padre? Sé que tu amistad con el rey Bryn ap Synnel sigue tan sólida como siempre, pero los pictos aún hacen incursiones en nuestras tierras en primavera. —Sabía que estaba farfullando, pero ese abismo… Lo sorteaba de la única manera que podía, con palabras atropelladas y la esperanza de desviar las críticas de su descarriada hija—. Sé que estás aliado con el rey de los cornovios, pero los brigantes no se portan muy bien, ¿verdad? Ojalá tuvieras tiempo para ocupaciones más pacíficas.

Melvig frunció el entrecejo. Le incomodaba el «parloteo mujeril», como lo llamaba él, y era reacio a comentar los asuntos de política con nadie, ni siquiera con su hijo Melvyn.

Se pasó la mano por la barba y se rascó la barbilla para ocultar su incomodidad. Como padre afectuoso pero distante, nunca había sabido cómo hablar de nada importante con sus hijas; se le daba mejor dictar órdenes perentorias con voz bronca. Dio unas torpes palmaditas en la cabeza a su hija e intentó eludir cualquier revelación personal.

—No hace falta que te preocupes por los pictos o esos cabrones de los brigantes. Tienen un nuevo rey que se atiene más a razones que su antecesor. Es en el sur donde acechan los auténticos peligros, pero siempre habrá alguien que te mantenga a salvo, niña. No debes tener miedo.

—No tengo miedo, padre. Lo que tenga que ser, será. Todos estamos en el hueco de la mano de la Madre.

Melvig carraspeó. Olwyn sabía que le incomodaba cualquier referencia a la Madre, a la que todos los hombres sensatos temían hasta la médula. Apesadumbrada, Olwyn le dio una palmadita en el hombro mientras se dirigía a la puerta a esperar a su hija.

Cuando por fin llegó, la niña se acercó a la carrera, sin preocuparse de su melena alborotada por el viento y sus faldas manchadas por la hierba. Melvig reparó en que llevaba los pies descalzos y sucios, y en que sostenía las sandalias a la espalda con la mano quemada por el sol.

¡Como si él no fuera a darse cuenta!

—Y bien, mi joven bárbara, has decidido honrarnos por fin con tu presencia. ¿Qué tienes que decir en tu defensa, eh? ¿No comprendes lo insensato que es cruzarse corriendo en el camino de unos caballos al galope? Los dioses deben de habernos protegidos a los dos, porque tú no has muerto pisoteada y yo no me he caído.

Branwyn se plantó decidida ante él, con los pies sucios ligeramente separados. Tenía la cabeza gacha como mandaba el recato, pero no engañaba a Melvig.

—¿Estás tonta, niña? Dame una respuesta cabal o te juro que haré que te encierren en tu cuarto. Y te quedarás allí seis meses, aunque tenga que dejar un guardia para hacer que se cumplan mis deseos.

—¡La estás asustando, padre!

—¿A esta? —Melvig soltó un bufido desdeñoso y agitó un muslo de pollo en dirección a su nieta—. Deberían asustarla más cosas, por su propio bien.

El objeto de su desaprobación era una chica alta y esbelta que empezaba a parecer una mujer pero aún poseía el aire desgarbado de un animal joven. Su piel era sorprendentemente pálida, ya que tanto Olwyn como Melvig se bronceaban con facilidad y siempre tenían la tez de un cálido tono dorado. Había heredado los ojos de Godric, pues eran castaños y lustrosos, pero más duros y obstinados que los de su noble padre. Tenía la boca generosa y de un rojo natural, pero su nariz era demasiado larga y estrecha para el canon femenino de belleza, y siempre parecía sonreír por algo vagamente desagradable. Su pelo castaño caoba con brillos de bronce era un extraño marco para su pálida tez y sus ojos oscuros, y con esa nariz insolente, unida a unas cejas que se elevaban en los bordes exteriores, la chica poseía una sexualidad extraña y desconcertante. Melvig sintió un hormigueo en las palmas de las manos por el deseo de darle una bofetada en esa cara pálida. La indiferencia de la niña a las opiniones de sus mayores desagradaba un poco incluso a Olwyn, que tanto la mimaba.

—Pido perdón si te he asustado, abuelo —replicó con docilidad—, pero me gustan la arena y las gaviotas; y la verdad es que, cuando me quedo libre de las clases, no me fijo en nada que no sea adónde voy.

—Señorita, si vuelves a pasar por debajo de los cascos de mi semental, descubrirás exactamente lo asustado que estoy —le espetó Melvig, que aun así curvó su boca en un gesto de aprecio a regañadientes. Era una víbora con garra, aunque lo sacara de sus casillas—. ¡Te daré un sopapo!

—¡Padre! —protestó Olwyn, cuyos ojos por fin expresaron preocupación.

—Vete a la cama, niña. Sin cenar —ordenó el rey, con la mirada perdida en la distancia para indicar que había tomado una decisión irrevocable—. A lo mejor un rato de ayuno te recordará que vayas con más cuidado en el futuro.

—Se avecina una tormenta, o sea que todas las personas sensatas buscarán cobijo para pasar la noche —añadió Olwyn—. Podrías haber quedado fácilmente a merced de los elementos de los dioses por culpa de tu insensatez, Branwyn. Las nubes de tormenta vienen de Mona, donde los druidas cuidaban de las arboledas sagradas. Nos dicen que los espíritus están furiosos cuando los vientos soplan con fuerza desde la isla, de manera que cualquiera con sentido común se pone a rezar a los dioses de su casa y agacha la cabeza.

La chica hizo una reverencia a su abuelo, con una solemnidad totalmente falsa. Olwyn vio que a su hija le temblaban los labios de desdén y sintió un escalofrío de temor por su arrogancia. Después la joven se fue y dejó al marcharse un olor a sol y algas, además de unos cuantos granos de arena.

—Hazme caso, Olwyn, esa pequeña arpía traerá problemas a tu casa. Tu Godric era un hombre bueno y decente y, aparte del perjuicio que haces a tu familia por no volver a casarte, tú siempre has sido una hija obediente. Pero ¿qué pasará con Branwyn? Es terca, desobediente y no está nada preparada para el matrimonio. ¡Eso es culpa tuya, hija! Ni siquiera es especialmente guapa —añadió el viejo, mientras, irritado, se atusaba la barba con los dedos. Por primera vez, había notado la descarada e inconsciente sexualidad de la chica, y su salvaje potencia le inquietaba—. ¿Qué va a ser de esta niña fea, rebelde y rara?

Después de expresar su opinión, dio la conversación por terminada. Ajeno al gesto ofendido de su hija, se fue a su habitación pisando fuerte y de mucho mejor humor, mientras Olwyn rabiaba al verlo partir. Lamentaba ser mujer y su naturaleza tan introvertida, que le privaba de la capacidad de exponer ningún argumento o queja. Siempre que su padre invadía su tranquilo mundo, se sentía impotente, frágil y sola. Aceptaba que su hija era imprudente e incluso desconsiderada con los demás, pero Branwyn también se parecía tanto a su abuelo que a veces era demasiado para su madre.

El retumbar lejano de un trueno se coló en los pensamientos turbulentos de Olwyn, que se dirigió a la pesada puerta de madera de la villa. Su criado esperaba para echar el pasador para la noche, y Olwyn sintió una punzada de culpabilidad por haber retrasado la hora de acostarse de ese buen hombre. Después de ordenarle que se retirase, hizo algo desacostumbrado y se quedó en la entrada de su casa, porque, igual que su madre antes que ella, Olwyn no podía resistirse al atractivo de la tormenta que se acercaba. Los temporales le fascinaban; le hacían creer que por sus venas tranquilas corría auténtica sangre.

La tormenta fue apagando las últimas luces del largo atardecer. Las nubes negras que cruzaban el cielo adelantándose a la tempestad estaban surcadas de violetas y verdes amoratados como si los dioses hubieran golpeado el firmamento en un arrebato de furia celosa. Tras la cabeza de revueltos nubarrones se acercaba una negrura ominosa que parecía más palpable que el aire. A intervalos periódicos, un relámpago salía disparado de la oscuridad y golpeaba el mar o la isla como un cayado retorcido de energía incandescente. El aire olía a ozono, a sal y al sudor agobiante de una tarde muerta.

Olwyn se abrazó el cuerpo y tembló. Algo se había enfadado: no los dioses, exactamente, sino algo más antiguo y primario que por lo general apenas se dignaba a reparar en los pequeños fastidios de la humanidad. Ese «algo» inefable había despertado y, en su berrinche repentino, estaba dejando el mar hecho jirones de espuma y eliminando las estrellas que antes llenaban el cielo.

Supersticiosa, Olwyn atravesó las puertas de madera caminando hacia atrás y las cerró de golpe. Mientras colocaba la pesada barra, suspiró de alivio al pensar que la villa estaba cerrada a cal y canto contra lo que fuera que pretendía reducirla a pedazos de ladrillo, madera y baldosa.

—Cuando Poseidón golpea con su tridente y Zeus lanza sus rayos, la gente sensata se cubre la cabeza y reza por ver la mañana siguiente —dijo el sirviente, Plautenes al cocinero, otro inmigrante griego que se estremecía de miedo en la estrecha cama que compartían—. No te asustes, Cruso. Los dioses no se interesan por hombres como nosotros. Como dice el viejo proverbio, tienen cosas mejores que hacer.

Quizá Plautenes tenía razón, porque una sucesión interminable de ensordecedores truenos sacudió la villa hasta sus firmes cimientos. Las ráfagas violentas de viento hicieron saltar algunas baldosas y arrancaron de la tierra varios árboles del huerto.

A lo largo de esa noche terrorífica, solo dos personas de la villa disfrutaron de una paz absoluta. Melvig durmió profundamente, pues era un pragmático realista que se negaba a temer a los demonios del aire que existían solo en la imaginación de los necios. Bajo las finas sábanas de lino de su camastro, durmió sin sueños para despertar al amanecer sin recuerdo alguno de la tormenta o el peligro que había supuesto.

Después de las plegarias a la Madre y una invocación a la abuela Ceridwen para que salvara su hogar, Olwyn cayó en el sueño tranquilo y profundo de los verdaderos inocentes, confiada en que sus señoras la salvarían del terror de la oscuridad.

En su pequeña habitación, ante una ventana estrecha y con postigos, Branwyn disfrutó del caos que se desarrollaba ante sus ojos asombrados. En presencia de semejante poder elemental, se descubrió incapaz de sentirse asustada cuando la pirotecnia del aguacero y los relámpagos en zigzag pintaban de colores chillones su estrecha y limitada vista de Mona.

—¡Es maravilloso! —susurró a la tormenta con júbilo infantil—. Mañana podría pasar cualquier cosa, porque los dioses han creado de nuevo el mar y el aire. ¡Qué emocionante!

Cuando por fin cayó dormida en una revuelta maraña de largas extremidades y pelo despeinado, la quietud que se adueñó de la villa no le causó miedo alguno. Branwyn, hija de Olwyn y nieta de Melvig ap Melwy, aún tenía que descubrir el olor y el sabor del terror.

cap-3

2

Con la marea

Antes de que encendieran los fuegos de la cocina, antes de que Olwyn se levantara de su estrecho camastro y antes incluso de que su abuelo abriera un ojo para disfrutar de la salida de un flamante nuevo sol, Branwyn estaba despierta, vestida y al aire libre. Conocedora de la furia de las tormentas, sabía que la marea habría dejado un rico tesoro en forma de conchas rotas y enteras, guijarros pulidos por el mar, semillas y la madera gris y esquelética que las olas depositaban en la línea de pleamar. Con la curiosidad morbosa de los niños, disfrutaba examinando los peces muertos que habían sido arrancados de unas profundidades inimaginables y eran más extraños que la captura de cualquier pescador. Medusas iridiscentes temblaban en la franja blanca de arena depositada que ablandaba los montones de algas arrancadas, limo negro y piedras grises y brillantes.

Nada podía mantener a Branwyn alejada de semejantes maravillas.

El cielo apenas estaba iluminado con el primer rubor del alba cuando la chica tiró sus toscas sandalias de cuero a la dura hierba de la playa, se ató los faldones entre las piernas hasta formar unos improvisados pantalones y bajó hasta la línea de la marea.

Su pañuelo pronto recibió un nuevo uso como bolsa de muestras. Las conchas, enteras y hermosas, fueron cayendo en la tela. Unos cuernos en espiral, como el arma feroz de un centauro, encontraron su sitio entre los pliegues de lino. Un cono extraño y traslúcido, con forma de sombrero fantasioso, siguió al resto de sus tesoros, un botín al que no tardaron en sumarse una cornamenta de madera traída por la corriente, dos guijarros del color de los albaricoques maduros y un pedazo de alga que era firme pero dúctil y sedujo la imaginación de Branwyn con su extraña belleza.

En poco tiempo, ya había doblado el cabo y se abría paso entre un laberinto de rocas grises oscuras, contemplando, a través de la primera luz de la mañana, los charcos que habían quedado atrás entre las rocas, donde pequeñas bolas de espinas trataban de esconderse en las grietas. Unos tentaculillos minúsculos se apartaron bailando de sus dedos curiosos cuando agitó el agua salada y cristalina formando diminutos remolinos.

Entonces un sonido fuera de lugar, un gruñido, detuvo sus movimientos e hizo esfumarse su paz interior. Arrancado de unos pulmones quemados por la sal y una garganta abrasada, el sonido era áspero como el graznido de un cuervo en comparación con la perfección de un amanecer idílico. Como una criatura salvaje, Branwyn se agachó y examinó las rocas mojadas que la rodeaban a la orilla del agua.

¡Allí!

Por encima del reflujo de las olas, una figura encogida estaba encajonada entre dos colmillos de piedra grisácea. Fuera lo que fuese, el bulto informe era grande, negro y amenazador.

Branwyn casi lo abandonó a su suerte. ¡Qué poco faltó! Como un animal asustado, estaba preparada para salir corriendo por donde había llegado. Tal es la facilidad con que se crean, se pierden y vuelven a crearse los reinos, al arbitrio de la valentía de una chica sin sensatez suficiente para entender la textura del miedo.

Branwyn se acercó cautelosamente a la forma encogida. Cuando se encontraba a una distancia de una lanza del cuerpo, vio la mano abierta, extendida, blanca como un hueso nuevo contra la tosca roca gris. Los dedos eran largos, con las uñas tan limpias y cuidadas que Branwyn se preguntó si era una mujer la que yacía boca abajo donde el mar había arrojado su cuerpo.

Con cuidado y atención, se arrodilló junto a la forma encogida, que parecía envuelta en una pesada y mojada lana. Con todos los sentidos aguzados, retiró una esquina de la tela todavía empapada que cubría la cabeza. Se le escapó un grito ahogado.

El cuerpo era masculino y el rostro, bello. El hombre tenía la nariz larga, estrecha y recta, con unas fosas nasales que se dilataron cuando, mientras Branwyn lo miraba, luchó por respirar. Sus cejas eran dos semicírculos perfectos y negros sobre unos ojos cerrados y contorneados por unas pestañas largas y rizadas. Los párpados parecían amoratados y delicados, tanto que a Branwyn le dio un vuelco el corazón, como si algo le oprimiera el pecho.

«¡Es la cara de un demonio!», sostenía su mente racional, pues Branwyn conocía las leyendas que hablaban de hermosas focas con forma humana, los selkies, que a veces salían de noche para robar el alma a las chicas desprevenidas.

—¡Es un regalo que me hace Poseidón! —dijo en voz alta—. La tormenta me ha traído un presente, porque nadie tan bello podría desearme mal alguno.

De repente estaba decidida a salvar al herido, y se dispuso a convertir su deseo en realidad sin tardar. Después de muchos tirones y gruñidos, retiró la pesada capa pegada al cuerpo inerte, con lo que también sacó al hombre de la oquedad en que estaba encajado. Su túnica desgarrada reveló un largo corte en el costado y otra herida no menos espeluznante que malograba la perfección de su frente blanca. El movimiento provocó que las heridas sangrasen lentamente, y Branwyn sintió una punzada de alarma al pensar que podría estar causándole más daño.

—Si lo dejo aquí, el mar se lo volverá a llevar —se dijo en voz alta para llenar de confianza sus palabras—. ¡Esta vez, seguro que se ahoga! —Branwyn hablaba sola a menudo, pues se había criado sin otros niños que le hicieran compañía—. Además, es mío y puedo hacer con él lo que quiera —murmuró con tono infantil.

El desconocido empezó a farfullar en una lengua extraña. Abrió poco a poco los ojos y Branwyn descubrió que eran negros y parecían del todo inconscientes. El hombre se encogió ante su contacto y le habría pegado si Branwyn no se hubiese retirado como haría ante cualquier animal herido.

Era testaruda, pero no tonta. El desconocido deliraba, estaba herido y con toda probabilidad moriría si no le encontraba cobijo, pero ¿adónde podía llevarlo? ¿Y cómo?

Justo por encima de la orilla, avistó una cabaña en ruinas que, en su mayor parte, estaba a la intemperie. Salvo por una esquina, el tejado de paja se había caído, y dos paredes de pizarra habían sucumbido al doble embate del viento y los gélidos inviernos. Sin embargo, una parte de la estructura todavía ofrecería resguardo de las inclemencias, si encontraba una manera de llevar a su trofeo hasta aquel refugio precario.

Se dio cuenta de que el extraño la estaba mirando atentamente, aunque no tenía ni idea de lo que veía. Adaptando su voz al tono del cocinero cuando se mostraba más despótico, empezó a dar órdenes.

—Estáis herido, señor. Venga, nada de discutir ni hacer tonterías. Tenéis que levantaros para que pueda llevaros a un sitio seguro.

Los ojos desenfocados del herido la contemplaron inexpresivos, a la vez que su frente marmórea se fruncía en un intento de concentrarse.

—Poneos en pie —ordenó Branwyn, aunque obligó a su boca a sonreír con dulzura—. Os ayudaré, si tan solo me hacéis el favor de levantaros.

Como un niño obedece a la voz de un adulto, aunque esté nervioso o enfermo, el joven se movió y poco a poco intentó ponerse de rodillas. Branwyn le prestó su escasa fuerza para que se apoyara.

—Muy bien, Tritón —musitó, cuando por fin el hombre se apoyó pesadamente en sus delgados hombros con un brazo tembloroso—. Ahora intentaremos que camines.

Entre sibilantes inhalaciones de dolor, el regalo del mar obedeció sus órdenes. Juntos se movieron con dificultad sobre las afiladas y ásperas algas, hasta que las rodillas del herido cedieron como astillas rotas y tiraron a Branwyn al suelo con él. Un codazo seco la alcanzó en el estómago y le cortó la respiración, por lo que tanto ella como el hombre acabaron de bruces bajo el sol naciente hasta que Branwyn logró ponerse en pie y continuar con la ardua tarea de azuzar a su protegido. Lentos pero seguros, remontaron la pendiente que llevaba a la cabaña en ruinas.

Había pasado más de una hora para cuando soltó a su tesoro y por fin le permitió derrumbarse a la sombra de los muros de roca. Por encima de él, quedaba suficiente paja en el tejado para cobijar de la lluvia a su cuerpo tumbado boca arriba. Con cuidado, Branwyn extendió la capa del náufrago para que se secara y la afianzó con piedras de modo que no ondeara al viento y llamara la atención de algún campesino de paso. La chica no quería que hubiese testigos de su aventura. Ese hombre era suyo.

Con delicadeza, le acarició la frente y descubrió que su piel ardía con un principio de fiebre. Tenía los labios cortados por la sed y Branwyn lamentó no llevar encima un pellejo de agua.

—No pasa nada. Creo que iré a casa y mendigaré algo de comida a Plautenes. Siempre me da lo que quiero.

Un resplandor pícaro asomó a sus oscuros ojos de gata. Plautenes tal vez proclamara su amor por el rechoncho cocinero griego, Cruso, pero Branwyn sabía que su sirviente no era inmune al sexo femenino. Nunca había osado ponerle un dedo encima, pero la chica entendía, mirando a sus cálidos ojos pardos, que albergaba pensamientos ilícitos hacia ella. No estaba del todo segura de lo que esos pensamientos conllevaban porque Olwyn, en su imprudencia, había descuidado esa parte de la educación de su hija. Poco comprendía su madre la curiosidad con que la imaginación de su hija se detenía en los misterios del sexo.

Sí, Plautenes le birlaría pan, queso y leche de cabra de las cocinas, decidió mientras regresaba a la villa, donde su madre acogió con incrédulo placer su inesperado regreso.

—¿Ya vuelves, Branwyn? ¡Buena chica! Tu abuelo no se iría nunca si creyera que andas deambulando otra vez después de sus quejas. Ya ha desayunado y está de buen humor, de modo que sé amable con él y a lo mejor podemos volver a nuestra rutina de siempre cuando se haya marchado.

Olwyn pellizcó las mejillas de su hija para dotar de algo de color a su palidez y después domó los alborotados rizos caoba de la chica con su propio peine de hueso y le alisó la túnica arrugada.

—¡En marcha, cielo! Tu abuelo te quiere, pero está acostumbrado a que se haga todo como él quiere y no tiene paciencia con los intereses de sus mujeres. —Olwyn no apreciaba lo irónico de sus palabras, porque no reconocía que tanto ella como Branwyn se parecían mucho a su arrogante padre, cada una a su manera, a cuál más excéntrica.

Branwyn soportó varias homilías y lecciones de su abuelo, se sentó en su rodilla y besó su mejilla entre risitas encantadoras y juveniles. Hizo muchas promesas que no tenía la menor intención de cumplir. Aunque se deshizo en sonrisas irresistibles y aseguró a Melvig que era el mejor hombre del mundo entero, su pensamiento permanecía fijo en la casucha en ruinas y los padecimientos de su ocupante herido. La última visión de su trofeo, tumbado, consumido por la fiebre, tosiendo y hecho un ovillo sobre el suelo fresco y arenoso, añadió un toque de urgencia al brillo de su risa.

En cuanto se quedó libre y hubo saqueado la cocina para aprovisionarse de comida y paños limpios, se dirigió a los establos. Sabía que su madre le haría preguntas si pedía bálsamo para las heridas del desconocido, y no le apetecía despertar la curiosidad de Olwyn. Por suerte, sabía que los establos le proporcionarían un ungüento hediondo que se empleaba para tratar las inflamaciones de los corvejones o curar cortes y rozaduras en las patas de los caballos. El mozo de establo de su abuelo era demasiado tonto para cuestionar a la nieta de su señor, de modo que se llevó una gruesa compresa de musgo y un poco de misterioso aceite de olor acre envuelto en un mugriento pellejo impermeable. Melvig habría partido mucho antes de descubrir que su nieta le había birlado bálsamo para caballos, si es que alguna vez lo descubría.

A pesar de sus esfuerzos, el mediodía había llegado y pasado para cuando regresó a la cabaña destartalada. El cielo estaba milagrosamente despejado y parecía recién lavado por las tormentas de la noche. Unas pocas nubes se acercaban desde el mar y las gaviotas revoloteaban cerca de la orilla como si anduvieran a la caza de peces muertos y moluscos arrancados de la seguridad de sus rocas. Con el tacto de la hierba arenosa bajo los pies descalzos, Branwyn sintió que su vida apacible temblaba al borde del cambio.

Dentro de las sombras violáceas de la cabaña, el desconocido seguía durmiendo agitado. Se revolvió irritado cuando Branwyn le metió a la fuerza algo de leche entre los labios y cuando, sin querer, se arrodilló sobre su brazo derecho al aplicarle el bálsamo para caballos en las sienes y las costillas. El ungüento manchó su delicada piel de un tono sanguíneo enfermizo, pero la chica sabía que esa porquería apestosa no le causaría ningún daño duradero. Después, con tiras de tela, pegó la compresa robada a la herida del costado y la aseguró con varias vueltas.

Su torso definido y sin vello le provocaba una sensación extraña en el estómago. Poco acostumbrada a las costumbres de los epicúreos, Branwyn no podía saber que le habían depilado el vello corporal. Presa de su primera experiencia lujuriosa, la hipnotizaba una belleza masculina muy diferente a la tez grasienta de los criados de la villa o la masculinidad tosca y ya anciana de su abuelo.

Pasó la tarde entera sentada a su lado, viéndole retorcerse y removerse llevado por la fiebre, e intentó entender las extrañas palabras que salían como explosiones de su boca en espasmos de delirio.

Se conformó con observarlo mientras respiraba.

Cuando cayó la tarde, Branwyn le dejó el pellejo de agua al alcance de la mano, junto con la comida que le había llevado envuelta en un trapo. La capa de lana del desconocido, ya seca, hizo las veces de manta con la que ella arropó su forma delgada, y se ruborizó sin querer cuando le tocó el muslo. Después, muy a su pesar, volvió a la casa de su madre.

La noche se eternizó, Branwyn ansiaba la llegada de la mañana. ¿Se lo habría enviado Poseidón solo por un día? ¿La amaría como los dioses habían decidido que debía? Todas las ñoñas historias de amor que contaban las sirvientas se le aparecieron en sueños, hasta que su imaginación de niña de doce años hubo convertido al desconocido en un héroe, arrojado a la tormenta por los celos de la reina de los cielos, a la que él había rechazado. Branwyn se incluyó en su maravillosa fantasía: ella, el amor verdadero por el que ese hombre desafiaría a los dioses para llevársela a su palacio de oro y marfil.

Solo una niña mimada y protegida habría sido tan inocente. Branwyn siempre había sido el centro de su pequeño mundo y no podía imaginarse que alguien quisiera hacerle daño.

Al rayar el alba, la emoción dio alas a sus pies cuando recorrió el kilómetro aproximado que había hasta la cabaña. Los nervios dotaban a sus mejillas de un bello rubor y hacían que los ojos le centellearan de alegría. Si el extraño hubiese abierto los ojos, habría visto revelada con claridad a la mujer que la niña llevaba dentro, detrás de su trémula vulnerabilidad. Sin embargo, seguía durmiendo.

Llevado por su fiebre, se había quitado la capa de encima y su pelo se había librado de la cinta de cuero que impedía que se le metiera en los ojos. No lo tenía muy largo, pero era de un negro lustroso y excepcionalmente fino, con unas primeras vetas blancas en el lado derecho de su frente.

Branwyn se estremeció.

La palidez del convaleciente se había templado durante la noche, y su mejilla, apoyada contra las manos, presentaba un tono rosado. Con cuidado, para no despertarlo, Branwyn fue bajando hasta tumbarse en el suelo pegada a su larga y desnuda columna vertebral.

Él no se movió. Sus hombros subían y bajaban suavemente con su respiración regular, y Branwyn anheló apoyar la mano en su pecho para sentir el largo y lento latido de su corazón. Con la mirada perdida en las nubes que veía pasar por el agujero del techo, se entregó a sus ensoñaciones, alimentadas por sus inocentes deseos. Debió de quedarse dormida, porque la despertó, de repente y con brusquedad, un gran peso sobre los muslos y una mano rugosa que le sujetaba la garganta.

Branwyn gimoteó sorprendida y miró a los ojos negros y rasgados del desconocido, que la examinaba con el desinterés indiferente de un rey… o un dios.

—¿Dónde estoy? ¿Y quién eres tú? —preguntó en un remedo muy malo de la lengua común—. Como grites te romperé ese pescuezo tan bonito, o sea que di que sí con la cabeza si me entiendes.

Branwyn asintió, borrados todos sus sueños de amor, heroísmo y romance por un fogonazo de algo atávico y cruel en la mirada glacial del extraño, que en ese momento aflojó la presión sobre su dolorida garganta.

—Soy Branwyn, hija de Godric de Segontium y nieta de Melvig ap Melwy, rey de los deceanglos. —Intentó transmitir parte de su arrogancia habitual, pero el miedo incipiente le quebró la voz.

—Otro salvaje con aires de grandeza que cacarea sobre su ridícula pila de estiércol. —El desconocido puso los ojos

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