Las vocales del verano

Antonia Torres

Fragmento

Ese invierno regresó al balneario al que había ido casi todos los veranos de manera ininterrumpida cuando niña. Todo lucía igual que siempre, con la excepción de algunas cabañas de verano nuevas y el ambiente del lugar en esta época del año: gris y vacío. No vio a nadie conocido. Supuso que esos niños que excepcionalmente jugaban a orillas del mar con botas e impermeables de colores serían los hijos de aquellos otros niños con los que ella misma había jugado más de algún verano décadas atrás. Se quedó mirándolos. Iban de aquí para allá con sus manitos heladas acarreando arena y agua en pequeños baldes. El mar visto así, tan oscuro, parecía de utilería. Las olas se espigaban como asomándose a mirar la playa, crestas blancas hechas de restos. Alguna vez, hacía tiempo, había escuchado que aquella inocua y hermosa espuma que espesaba en sus tobillos al morir la ola en la orilla era mierda de gaviotas. Concentrados y filtrados como un licor de siglos los desperdicios de esas aves venían a dar al margen del territorio y a las tardes de ocio convertidos en bella espuma, la misma con la que los niños jugaban como si fuera jabón en la tina.

Arribó al pueblo. Era invierno. La tarde que llegó estuvo caminando a lo largo de la playa durante varias horas. Pese a lo hostil del clima, prolongó lo que más pudo el paseo. La caída de un gran aguacero era inminente y encima campeaba un frío feroz. Se detuvo en cada rincón que le pareció significativo y del cual guardaba algún recuerdo por más nimio que fuera. Las formaciones rocosas intrincadas eran sus preferidas. Recordaba con exactitud la sensación que tenía de niña cuando hallaba un refugio que en su fantasía y en la de su hermano se convertiría en una casa: allí la mesa, aquí las sillas donde sentarse a comer, más allá la cama. Caminó mirando intercaladamente el mar y la arena del suelo buscando piedritas o conchitas especialmente hermosas. La tarde que llegó al pueblo se la pasó abstraída por el paisaje y, salvo esos niños, no vio personas. Toda esa tarde estuvo sumida en una especie de trance. No notó que alguien la observaba desde una de las dunas casi al llegar a la barra del río. Esa noche durmió sola y vestida en la vieja casa de veraneo de su infancia. Aún era joven. Hacía frío.

La barra no era en rigor una barra. Es decir, aquel accidente geográfico producto de la erosión y la sedimentación costera al mismo tiempo. No era aquella hermosa lengua de tierra (o arena) entre una isla y el continente que describían, tan bien, los libros de geografía. Pero, como casi todo en ese pueblito, esta era una versión de algún incierto original. Una versión lejana, inspirada en mejores y más perfectas imágenes de la vida a orillas del mar. Sin embargo, su barra era lo más parecido que había conocido al tómbolo italiano que designa (también en el español) este accidente sedimentario y cuyo sonido siempre le había parecido la enigmática fusión lingüística entre las palabras tómbola y tumba. Como si la barra fuera un juego de azar, un remolino alegre (y terrible a la vez) en donde se podía hallar la muerte. Su barra era, tal vez por eso, un espacio incierto, cuya fisionomía fluctuaba según la época del año y la hora del día. La erosión del viento y del mar formaban una porción de territorio cambiante, una esquina, el cruce exacto en donde se encontraban las aguas del río y las del océano. Con un poco de suerte —y cuando la marea estaba muy baja— se podía caminar un buen trecho hasta llegar, casi, a la otra orilla del río. Se podía transitar entre pozones y superficies de arena, algunos más grandes que otros, sobre un suelo siempre ondulado, como los techos de las casas de esa región del mundo. Era precisamente el encuentro entre las olas del mar y las del río lo que contribuía a que la sedimentación de la superficie arenosa subiera formando lo que casi podría haber sido una barra de enciclopedia. Un tómbolo perfecto. Como el que describían los libros para niños y que mostraban las maravillosas formaciones naturales de nuestro extraordinario planeta Tierra.

A veces pensaba en todo. A veces lo recapitulaba. Era difícil y doloroso. Cuando intentaba recordar su historia de los últimos años terminaba confundida y cansada. Como si le hubieran encomendado una tarea de alto vuelo intelectual, de gran abstracción. Repasaba los sucesos, los personajes, los distintos momentos de su vida reciente. La partida de Chile (más bien una huida) había marcado un final de cuento sobre el cual ya no se podía volver. Había interrumpido historias que no podían retomarse. Tal vez había sido un final abrupto y algo violento, pero le pareció un «adiós inteligente», como dice la canción, y dejó todo atrás. Un final sobre el cual nadie jamás habló. Sobre el cual nadie escribió. Y aquello sobre lo que nadie dice o escribe nada, es como si nunca jamás hubiese existido. Demasiada muerte para una historia que apenas alcanzó a ser historia. Una muerte reiterativa y majadera. La muerte de aquello que quizás nunca se tuvo. Fue joven. Había sido joven. Comenzaba a recordar.

Los días que siguieron a su llegada fueron perdidos metódicamente en resolver problemas domésticos básicos. Había que entrar leña, prender fuego, deshumedecer colchas y almohadas. Compró algunas faltas, cocinó y limpió. No tuvo un minuto para abrir un libro ni trabajar en el texto que traía hace semanas en el computador. Cuando al final del día se desocupaba estaba ya demasiado cansada para cualquier otra cosa que no fuera echarse a dormitar junto a la chimenea mientras la penumbra del atardecer caía sobre la costa. Por

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