El terror
En algún punto de El obsceno pájaro de la noche de José Donoso, un patrón de fundo llamado Jerónimo de Azcoitía construye un país privado para su hijo, que ha nacido con varias deformidades. Utopía e infierno a la vez, ese país estará poblado por sujetos contrahechos, monstruos de feria y personajes bizarros que han sido contratados a través del territorio para que finjan ser ciudadanos de aquel lugar, donde lo normal será lo raro, lo extraño, la materia desde la que se define lo cotidiano. En otro momento de la novela, un narrador soñará con ser imbunchado, con que le cosan los agujeros del cuerpo para integrarse al aquelarre de brujas que habita en una casa de reposo para ancianas y niñas huérfanas en La Chimba, al otro lado del río Mapocho. Todas estas mujeres, que alguna vez pertenecieron al servicio doméstico de la aristocracia chilena, ahora esperan la llegada de un niño santo, hijo de una asilada. En otro episodio, sobre el final, una mujer soñará que le están robando sus órganos. La paranoia la poseerá. Todo transcurrirá en ese hospicio cuyo patio está lleno de santos rotos y donde las viejas (no hay nada que le atraiga y le aterre más a Donoso que la palabra vieja), conspiran entre murmullos, rodeadas de paquetes con un contenido desconocido que son esos tristes fetiches que atesoran de modo obsesivo.
Hay más, muchas más, pero recuerdo estas escenas porque dentro de la literatura chilena un aura oscura rodea este libro. Y esta tiene que ver con lo que significó para su autor, pero también con la complejidad para situarlo en el horizonte de nuestra narrativa, dada su peculiar originalidad y el modo en que se relaciona con los materiales que construyen nuestra tradición y memoria. Eso queda establecido en el hecho de que El obsceno pájaro de la noche exhibe en sus páginas una de las mejores paradojas que definieron la obra de su autor: un cuento de monstruos como representación de la mejor tradición de nuestra ficción más realista.
Rodeada de una leyenda negra sobre cómo fue escrita, la novela carga con una mitología lo suficientemente amplia como para desviar la atención de lo que narra. Densa y dolorosa, esa mitología invade nuestras lecturas al punto de que nos obliga a preguntarnos cómo funcionaba la violenta extrañeza del imaginario del novelista que la escribió. De hecho, es parte relevante no solo de Correr el tupido velo (2009), las terribles memorias de Pilar Donoso, su hija; sino también Diarios tempranos. Donoso in progress, 1950-1965 (2016), el volumen editado por Cecilia García-Huidobro con los cuadernos que el novelista dejó en Iowa y Princeton. En ambos libros (así como en la crónica que cierra esta edición) se detalla el proceso de la escritura de la novela como un calvario que destruyó la salud y la moral del escritor, que estuvo a punto de llevárselo a la tumba.
Refiero lo esencial de todo aquello: Donoso tuvo el primer atisbo de la historia en una calle de Santiago en 1959, cuando con su amigo Fernando Rivas vieron a un chico deforme vestido de terno en el asiento trasero de un auto de lujo manejado por un chofer privado. A partir de esa imagen el escritor se hundió en la redacción de la novela por más de una década, hasta su publicación en 1971. No fue un proceso sencillo. Por el contrario, la redacción de El último de los Azcoitía (ese era su título original) mutó en un proceso larguísimo de reescrituras y planes fracasados, de saltos al vacío, de una frustración constante que terminó, literalmente, transformada en una enfermedad física. Durante esos años, Donoso no solo terminó de abandonar Chile, sino que se casó, adoptó una niña y ejerció el periodismo, mientras viajaba por México, Estados Unidos y España, además de participar de la pandilla del Boom, donde estaban García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar y su viejo amigo Carlos Fuentes. Donoso fue, quizás, su miembro más opaco y excéntrico. Así, publicó otras novelas —Este domingo y El lugar sin límites— mientras seguía abducido por las vidas mutantes de los Azcoitía, protagonistas de «El pájaro», (que es como le decía en la intimidad a este libro inacabable), que lo empezó a devorar y se convirtió en una obra imposible, hecha de líneas paralelas que devinieron en un laberinto sin solución. Todo lo anterior está anotado en sus diarios, que no solo detallan la condición obsesiva de dicha escritura, sino también cómo esta supuso una dificultad casi infranqueable, que tensionó hasta el límite las relaciones que el mismo Donoso estableció entre la literatura y su propio cuerpo, pues el proceso lo enfermó físicamente. Aquello solo pudo cerrarse cuando fue ingresado de urgencia en un hospital por una úlcera y sufrió los efectos secundarios de una inyección de morfina. Producto de la alergia a la droga, Donoso terminó alucinando lo que sería el esquema final del libro. Logró entonces finalizar el libro, pero la salida de Carlos Barral de la editorial Seix Barral, lo dejó sin el Premio Biblioteca Breve, que sería la confirmación de su condición de obra maestra.
Todo esto no pasaría de ser más que una anécdota si no fuese porque El obsceno pájaro de la noche es el más complejo, el menos irreductible y el más insoportable de todos los libros de José Donoso. Anoto insoportable porque exige del lector una tolerancia y entrega respecto a su escritura densa y nerviosa, que cambia su centro constantemente, cruzando identidades, haciendo que el lector se hunda en los rincones de una cabeza que sintoniza demasiadas voces, todas desajustadas de sus cuerpos posibles. En esto radica el misterio de la novela, su perturbadora descripción del mundo, hecho de murmullos cosidos a la fuerza, licuados dentro de la fiebre de un narrador (el Mudito/Humberto Peñaloza, escriba de Jerónimo) que vive en el desalojo de su propia lengua, mutilado pero también poseído por palabras que no le sirven para contener el mundo crepuscular que habita.
Quizás este sea el mérito fundamental del libro: operar a partir del acopio de pedazos rotos de discursos, convertir la ficción en el basurero de la Historia. Algo que contiene los escombros de sus mitos de origen y de las promesas sobre su futuro. Y aquí aparece otra de las paradojas de la obra: en apariencia, Donoso publicó una obra total, una novela río capaz de rivalizar con las de sus amigos del Boom, pero cuya escritura en realidad estaba atada dramáticamente al «eriazo, remoto y presuntuoso», que es el modo como Enrique Lihn describió alguna vez a Chile. Esa fantasmagoría nacional la acerca más a Pedro Páramo que a Cien años de soledad. No es raro, de hecho, en sus diarios repite varias veces su admiración por Juan Rulfo, y eso permite sospechar cierto vínculo simétrico. Tanto El obsceno pájaro de la noche como Pedro Páramo comparten la condición de ser relatos infernales e historias construidas con los jirones de países muertos. Pero donde Rulfo exhibe brevedad, concisión y misterio, Donoso ofrece hipertrofia y agotamiento, locura y asfixia.
Todo ello vuelve irreductible al libro porque en tal exceso habita una lectura compleja del canon literario chileno. En El obsceno pájaro de la noche bailan las sombras de la literatura de José Victorino Lastarria, Alberto Blest Gana y Luis Orrego Luco, a quienes Donoso lee desde la perspectiva de un espejo torcido, acaso quebrado. Así, el Espelunco de Lastarria toma el nombre de La Rinconada, esa utopía de freaks que Azcoitía construye para su hijo Boy; la fundación romántica de la república de Blest Gana se vuelve una conseja, como un rumor que repta por árboles familiares hechos de brujas y monstruos, al modo de amenazas apenas susurradas por los campos, y todos los modales de belle époque de Orrego Luco son condensados en esos paquetitos guardados por las ancianas/brujas de la casa de La Chimba, como si lo único que quedase de sus vidas fuesen esos fragmentos inútiles que impiden que entren derechamente al olvido. Más adelante en el libro, además, prefigura ciertos aspectos de la escritura de Diamela Eltit y su tensión constante entre cuerpo y política como modo de exhibir las identidades vacías e incómodas del fin del siglo XX. Todas esas identidades difuminadas e insomnes aparecen en Por la patria y El cuarto mundo, estallan en la voz acosada de «El padre mío», para luego adquirir rostros concretos en El infarto del alma, ese libro donde Eltit y Paz Errázuriz se internaban en un psiquiátrico de Putaendo para volver de ahí con una serie de retratos alucinados, en medio de un paisaje arrasado.
Esta novela anuncia esos mundos, esas voces y esas imágenes. Permite comprenderlas y ponerlas en perspectiva. Así se configura como una bisagra, como un puente oculto que atraviesa nuestra memoria histórica y nuestra literatura. Por supuesto que no es una mirada agradable ni trae consuelo alguno, pues Donoso trata acá de descifrar el orden secreto del país, proponiendo a la literatura como una herramienta para comprender su trama secreta. El resultado es una versión contrahecha, doblada sobre sí misma, tensa por las posibilidades de su clausura física y simbólica, y el descentramiento de cualquier orden. Es aplicar la idea al territorio, comprenderlo como un mapa posible de suturas, cicatrices, abusos y neurosis. De este modo, el orden de las familias de Chile es presentado como una colección de monstruos. Es el terror a la propia letra que solo puede existir en su deterioro y degradación, la literatura como una lista de signos apenas comprensibles porque su sentido ha sido mutilado. Lo que queda es una literatura acumulada como una colección de desperdicios bien envueltos, como órganos extirpados para ser escondidos en cajones que nadie abrirá nunca.
Quizás por ello, Donoso nunca volvió de este libro. Es imposible saber cómo se sale de una novela como esta, en qué puede consistir la resaca de su escritura. Sí, escribió otras obras, publicó poemas, ganó premios, retornó a Chile y fundó un taller literario que se llenó con discípulos que lo leyeron y lo reverenciaron como maestro del realismo. Entremedio, le hicieron homenajes, escribió también teatro y guiones de cine. Todo eso sirvió para congelarlo tal y como se congela a la gente en este país, dándole el Premio Nacional de Literatura, tratándolo de maestro, limándole todo costado filoso. Cuando falleció, en 1996, parecía domesticado, pues era el centro vivo de nuestro canon; era posible ver en él a alguien que había encontrado su lugar. Quizás fue así mientras escribía relatos eróticos (La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria), alegorías políticas (Casa de campo), revisiones agridulces de la vida de sus amigos rockstars del Boom (El jardín de al lado) y ajustes de cuentas con Chile (La desesperanza). En todos esos libros parecía haber un orden posible, la presunción de una carrera literaria que se había encauzado. Pero también había algo en ellos que hacía ruido, que fallaba. Ese fallo era menor, apenas un chirrido: la sospecha de que una vez publicado El obsceno pájaro de la noche, Donoso había perdido peso, adquiriendo cierta ligereza que no le venía mal, pero que hacía añorar la extrañeza de la que había sido capaz. Por eso, cuando volvía sobre sus monstruos, como en la nouvelle Los habitantes de una ruina inconclusa, era posible atisbar pequeños destellos de los abismos en los que se había internado alguna vez al hablar del Mudito, la Peta Ponce y Boy, el niño deforme.
Esos abismos son tal vez su mejor legado estético, lo que le da sentido a El obsceno pájaro de la noche. Ellos toman la forma de una utopía hecha de puro espanto, de una escritura imbunchada que dibuja un paisaje chileno como excusa para sumergirse en el horror familiar. En Donoso existe la valentía ciega de sumergirse en la propia conciencia para emerger de ahí con una literatura hecha solo de miedo, de una paranoia total. Un lugar donde la violencia social convive con los relatos fundacionales de la república y los cuentos secretos que las viejas familias susurran para refrendar sus derechos sobre el territorio. Aquello, que bien puede ser un horizonte imaginario o una biblioteca, es en la novela una casa de reposo que existe al otro lado del Mapocho, pero que bien puede estar situada en el borde del mundo. Ahí habita el mejor Donoso, un novelista excéntrico, alguien capaz de internarse en el terror. Ese terror es la hazaña principal de este libro; un terror hecho de la propia palabra deformada, un terror que dibuja una literatura construida con signos apenas comprensibles, porque su sentido ha sido mutilado y de ella solo ha quedado una lengua que únicamente puede encorvarse, perder el sentido y devorarse a sí misma.
Álvaro Bisama
Para mis padres.
Every man who has reached even his intellectual teens begins to suspect that life is no farce; that it is not genteel comedy even; that it flowers and fructifies on the contrary out of the profoundest tragic depths of the essential dearth in which its subject’s roots are plunged. The natural inheritance of everyone who is capable of spiritual life is an unsubdued forest where the wolf howls and the obscene bird of night chatters.
HENRY JAMES SR.,
writing to his sons Henry and William
1
Misiá Raquel Ruiz lloró muchísimo cuando la Madre Benita la llamó por teléfono para contarle que la Brígida había amanecido muerta. Después se consoló un poco y pidió más detalles:
—La Amalia, esa mujercita tuerta que medio la servía, no sé si se acuerda de ella...
—Cómo no, la Amalia...
—Bueno, como le digo, la Amalia le hizo su tacita de té bien cargado, como a ella le gustaba de noche, y dice la Amalia que la Brígida se quedó dormida al tiro, tranquilita como siempre. Parece que antes de acostarse había estado zurciendo una camisa de dormir preciosa de raso color crema...
—¡Ay, qué bueno que me dijo, Madre por Dios! Con la pena se me estaba olvidando. Que hagan un paquete con ella y que la Rita me la tenga en la portería. Es la camisa de dormir de novia de mi nieta la Malú, la que se acaba de casar, se acuerda que le estuve contando. En la luna de miel la rajó con el cierre de la maleta. Me gustaba llevarle trabajitos así a la Brígida para que la pobre se entretuviera un poco y todavía se sintiera parte de la familia. Nadie como la Brígida para estos trabajos finos. ¡Tenía una mano...!
Misiá Raquel se hizo cargo del funeral: velorio en la capilla de la Casa de Ejercicios Espirituales de la Encarnación de la Chimba, donde la Brígida pasó sus últimos años, con misa solemne para las cuarentas asiladas, las tres monjas y las cinco huerfanitas, y asistencia de sus propios hijos, nueras y nietas. Como se trataba de la última misa que se celebraría en la capilla antes de ser execrada por el Arzobispo y demolida la Casa, la cantó el Padre Azócar. Luego, entierro en el mausoleo de los Ruiz, como ella siempre se lo había prometido. El mausoleo, por desgracia, estaba bastante lleno. Pero con unos cuantos telefonazos misiá Raquel dispuso que, fuera como fuera, se las arreglaran para hacerle un lugar a la Brígida. La confianza en que misiá Raquel cumpliría su promesa de dejarla descansar a ella también bajo ese mármol hizo que los años postreros de la pobre vieja transcurrieran tan apacibles: su muerte fue como una llamita que se apagó, según la retórica anticuada pero conmovedora de la Madre Benita. Dentro de un tiempo, claro, iba a ser necesario efectuar una reducción de algunos restos sepultados en el mausoleo —tanta guagua de cuando no había remedio ni para la membrana, una mademoiselle muerta lejos de su patria, tíos solterones cuyas identidades se iban volviendo borrosas—, para encerrar esa miscelánea de huesos en una cajita que ocupara poco espacio.
Todo resultó tal como misiá Raquel lo dispuso. Las asiladas se entretuvieron durante toda la tarde en ayudarme a decorar la capilla con colgaduras negras. Otras viejas, las íntimas de la finada, lavaron el cadáver, lo peinaron, le metieron los dientes postizos en la boca, le pusieron su ropa interior más primorosa, y lamentándose y lloriqueando durante las deliberaciones acerca de la toilette final más adecuada, se decidieron por el vestido de jersey gris-marengo y el chal rosado, ése que la Brígida guardaba envuelto en papel de seda y se ponía los domingos. Arreglamos alrededor del féretro las coronas enviadas por la familia Ruiz. Encendimos los cirios. ¡Así, con una patrona como misiá Raquel, sí que vale la pena ser sirviente! ¡Qué señora tan buena! ¿Pero cuántas tenemos la suerte de la Brígida? Ninguna. La semana pasada nomás, miren lo de la pobre Mercedes Barroso: un furgón de la Beneficencia Pública, ni siquiera respetuosamente negro, vino a llevarse a la pobre Menche, y nosotras mismas, sí, parece mentira que nosotras mismas hayamos tenido que cortar unos cuantos cardenales colorados en el patio de la portería para adornarle el cajón, y sus patrones, que por teléfono se lo llevaban prometiéndole el oro y el moro a la pobre Menche, espera, mujer, espera, ten paciencia, para el verano será mejor, no, mejor cuando volvamos del veraneo porque a ti no te gusta la playa, acuérdate de cómo te asorochas con el aire de mar, cuando volvamos, vas a ver, te va a encantar el chalet nuevo con jardín, tiene una pieza ideal para ti encima del garaje... y ya ven, los patrones de la Menche ni se aportaron por la Casa cuando falleció. ¡Pobre Menche! ¡Tan mala suerte! Y tan divertida para contar chistes cochinos y tantísimos que sabía. Quién sabe de dónde los sacaba. Pero el funeral de Brígida fue muy distinto: tuvo coronas de verdad, con flores blancas y todo, como deben ser las flores para los entierros, y hasta con tarjetas de visita. Lo primero que hizo la Rita cuando trajeron el ataúd fue pasarle la mano por debajo para comprobar si esa parte del cajón venía bien esmaltada como en los ataúdes de primera de antes: yo lo vi fruncir la boca y dar su aprobación con la cabeza. ¡Bien terminadito, el ataúd del Brígida! Hasta en eso cumplió misiá Raquel. Nada nos defraudó. Ni la carroza tirada por cuatro caballos negros enjaezados con mantos y penachos de plumas, ni los autos relucientes de la familia Ruiz alineados a lo largo de la vereda esperando la partida del cortejo.
Pero el cortejo no puede partir todavía. En el último momento misiá Raquel se acuerda de que en su celda tiene una bicicleta un poco averiada, pero que con unos cuantos arreglitos puede quedar de lo más buena para regalársela a su jardinero el día de San Pedro y San Pablo, anda, Mudito, anda con tu carro y tráemela para que mi chofer la meta en la parte de atrás de la camioneta y así aprovecho el viaje.
—¿Que no piensa venir a vernos más, misiá Raquel?
—De venir voy a tener que venir, cuando vuelva la Inés de Roma.
—¿Ha tenido noticias de misiá Inés?
—Nada. Le carga escribir cartas. Y ahora que le fracasó el famoso asunto de la beatificación y que Jerónimo firmó traspasando la capellanía de los Azcoitía al Arzobispado, debe estar con la cola entre las piernas y ni postales va a mandar. Si se queda mucho más en Roma será milagro que encuentre esta Casa en pie.
—El Padre Azócar me estuvo mostrando los proyectos de la Ciudad del Niño. ¡Son preciosos! ¡Viera qué ventanales! Los planos me consolaron un poco... que ésta haya sido la última misa en la capilla.
—¡Cuentos del Padre Azócar, Madre Benita! ¡No sea inocente! Es un cura politiquero, de lo peor. Esta propiedad que Jerónimo Azcoitía traspasó al Arzobispado es muy, pero muy, muy valiosa. ¡Ciudad del Niño! Apuesto que después de la demolición lotean todo esto y lo venden y la plata se hace sal y agua. ¡Por Dios que se está demorando el Mudito, Madre, y la Brígida esperando para que la enterremos! ¿En qué se habrá quedado el Mudito? Claro que es tan grande la casa, si una misma se demora en llegar por los pasillos y corredores a la celda donde tengo guardados mis cachivaches, y el Mudito es flaco y enclenque. Pero estoy cansada, quiero ir a enterrar a la Brígida, quiero irme, es demasiado impresionante para mí todo esto, toda una vida que entierro, la pobre Brígida sólo un par de años mayor que yo, Dios mío, y yo para cumplir con mi promesa le cedí mi nicho en el mausoleo para que ella se vaya pudriendo en mi lugar, calentándome el nicho con sus despojos para que los míos, cuando desalojen los suyos, no se entumezcan, no sientan miedo, cederle mi nicho por mientras fue la única manera de cumplir mi promesa porque hasta parientes a los que una les ha quitado el saludo durante años reclaman no sé qué derechos a que los entierren en el mausoleo, pero ahora no tengo miedo de que me quiten mi lugar, ella está ahí, reservándomelo, calentándomelo con su cuerpo como cuando antes me tenía la cama abierta y con un buen guatero de agua caliente, para acostarme temprano cuando llegaba cansada de mis correteos en el invierno. Pero cuando yo me muera ella tendrá que salir de mi nicho. ¡Qué le voy a hacer! Sí, sí, Brígida, voy a emplear abogados para que despojen a esos parientes de sus derechos, pero dudo que ganemos los pleitos... tendrás que salir. No será culpa mía. Ya no será responsabilidad mía, Brígida, qué sabe una qué van a hacer con una después de muerta. No puedes decir que no me he portado bien contigo, te he obedecido en todo, pero tengo miedo porque cuando te saquen no sé qué harán con tus huesos que entonces ya no le importarán nada a nadie..., qué sé yo en cuántos años más me voy a morir, por suerte tengo muy buena salud, fíjese que este invierno no he pasado ni un solo día en cama, ni un solo resfrío, Madre Benita, nada, la mitad de mis nietos con la gripe y mis hijas telefoneándome que por favor las vaya a ayudar porque en la casa tienen hasta a las empleadas enfermas...
—¡Qué suerte! Lo que es aquí, casi todas las asiladas cayeron. Claro, esta Casa tan fría, y tan caro que está el carbón...
—Fíjese. ¡Es el colmo! Tanto hablar de la Ciudad del Niño y mire la miseria en que las tienen. Yo les voy a mandar una limosnita cuando vaya al fundo. No sé qué habrá quedado de las cosechas de este año pero algo les mandaré para que se acuerden de la pobre Brígida. ¿Cupo la bicicleta, Jenaro?
El chofer se sienta junto a misiá Raquel. Ahora pueden partir: el cochero se encarama en la carroza, la nuera se pone los guantes calados para manejar, los caballos negros piafan inquietos, lagrimean los ojos de las viejas que salen a la vereda arrebozadas, tiritonas, tosiendo, para despedir el cortejo. Antes de que misiá Raquel dé la orden de partida, yo me acerco a su ventanilla y le entrego el paquete.
—¿Qué es esto?
Espero.
—¡La camisa de dormir de la Malú! ¡Por Dios! Si este pobre hombrecito no se acuerda, a mí se me olvida y hubiera tenido que tirarme la carreta para acá otra vez. Gracias, Mudito, no, no, espera, que espere el Mudito, Madre: toma, para tus cigarrillos, para tus vicios, toma. Toca la bocina, Jenaro, que parta el cortejo. Adiós entonces, Madre Benita...
—Adiós, misiá Raquel.
—Adiós, Brígida...
—Adiós...
Cuando el último auto desaparece al doblar la esquina, nosotros entramos, la Madre Benita, yo, las viejas que van dispersándose murmuradoras hacia sus patios. Yo cierro el portón con tranca y llave. La Rita cierra la mampara de vidrios tembleques. Una vieja rezagada recoge una rosa blanca de las baldosas de la portería y bostezando, agotada con tanta excitación, se la prende en el moño antes de perderse en los corredores para buscar a sus amigas, su plato de sopa aguachenta, su chal, su cama.
* * *
En el recoveco de un pasillo se detuvieron delante de la puerta que condené con dos tablas clavadas en cruz. Yo ya había aflojado los clavos para que resultara fácil sacar las tablas y ellas subieran al otro piso. Las huérfanas sacaron los clavos y las tablas y ayudaron a subir a la Iris Mateluna. Ya, guatona, es que me da miedo, la escalera no tiene baranda, le faltan peldaños, todo cruje con el peso de esta gorda. Suben despacio, estudiando dónde poner cada pie para que no se derrumbe todo, buscando lo firme para izar a la Iris hasta el piso de arriba. Hace diez años que la Madre Benita me mandó a condenar esas puertas para olvidar definitivamente esa región de la Casa, no volver a pensar en limpiarla y ordenarla porque ya no nos queda fuerza, Mudito, mejor que se deteriore sin inquietarnos. Hasta que las cinco chiquillas aburridas de revolotear por la Casa sin nada que hacer descubrieron que esa puerta se podía abrir para escalar hasta las galerías clausuradas que rodean los patios por el piso de arriba, subamos, chiquillas, no tengan miedo, miedo a qué si es de día, vamos a ver qué hay, qué va a haber, nada, mugre como en toda la Casa, pero por lo menos tiene la gracia de que está prohibido andar por ahí porque dicen que puede desmoronarse. La Eliana les recomienda sigilo para que no las vayan a ver desde abajo, aunque hoy el peligro es poco, todas están congregadas en la portería despidiendo a la Brígida. Pero mejor no exponerse, la Madre Benita anda de malas, hagan algo útil, chiquillas de moledera, recojan eso, ayuden a limpiar ahora que van a hacer remate, doblen las servilletas, cuéntenlas, barran, pónganse a lavar, laven siquiera la ropa de ustedes, andan asquerosas de cochinas, no se lo lleven jugando... shshshshshsh, chiquillas, shshshshshsh... cuidado, que después nos castigan.
Circundan un patio y luego otro hasta llegar a la puerta que la Eliana empuja: una habitación con veinte catres de fierro mohoso, unos desarmados, otros cojos, ruedecillas que faltan, remiendos en los alambres de los somieres, dispuestos en dos hileras contra los muros como los catres de un internado. Dos ventanas idénticas: altas, angostas, alféizar amplio, vidrios pintados color chocolate hasta la altura de una persona para que nadie vaya a ver lo que hay afuera salvo esos nubarrones velados por la rejilla metálica y los barrotes. También aflojé los clavos con que yo mismo había clausurado esas dos ventanas. Las huérfanas ya saben abrirlas y las abrieron a tiempo para despedirse de la carroza de la Brígida conducida por los cuatro caballos empenachados, seguida por nueve autos cuenta la Eliana, ocho la Mirella, no, nueve, no, ocho, no, nueve y cuando desaparece el cortejo los chiquillos del barrio vuelven a invadir la calzada con sus carreras detrás de la pelota. ¡Buena, Ricardo! ¡Chutéala, Mito! Córrele, córrele fuerte, Lucho, pásala, ahora, chutéala, ya, gol, goooool, agudo chillido de la Mirella que celebra el gooooooooool de sus amigos y aplaude y les hace señas.
La Iris se ha quedado atrás, amodorrada en el fondo del dormitorio, sentada en un somier. Bosteza. Hojea su revista. Las huérfanas hacen morisquetas a los transeúntes, hablan a gritos con sus amigos, se sientan en el alféizar, se ríen de una señora que pasa, bostezan. Cuando comienza a escasear la luz, la Iris llama a la Eliana.
—¿Qué querís?
—Me prometiste que me íbai a leer ésta del perro Pluto con el marinero Popeye.
—No. Me debís el pago de dos leídas.
—Esta noche me voy a juntarme con el Gigante para hacer nanay. Mañana te pago.
—Mañana te leo, entonces.
La Eliana vuelve a pegarse a los barrotes de la ventana. Comienzan a encenderse los faroles de la calle. En la casa de enfrente una mujer abre su balcón. Mientras se peina el pelo largo y retinto, mirando la calle, pone la radio, rat-tat-tat-tatatat-tat-tatat, estridencias sincopadas de guitarras eléctricas y voces gangosas invaden el dormitorio, levantan a la Iris del somier, la ponen de pie en el pasillo entre las dos hileras de catres al oír babalú, babalú ayé, ya, échanos un bailecito, Gina, la animan las huerfanitas, échale nomás, con un gesto de yegua hace caracolear las largas ondas de su pelo contoneándose entre los catres al avanzar, éxtasis en los ojos entornados igual a las artistas que salen en las novelas, ya no tengo flojera, ya no bostezo, quiero salir a bailar como esa artista que se llamaba Gina y que vivía en un convento de monjas malas en ésa de Corín Tellado que me leyó la Eliana. La Iris se detiene. Hurga en sus bolsillos. Saca un rouge morado y se pinta los labios: su blanda carne infantil se transforma en masa cruda cuando se pinta la boca con ese horrible lápiz oscuro. Ya pues, Gina, échale, báilanos, y avanza bailando entre las dos filas de catres, muévete bien movida, así, así, más, más. En el alféizar la Eliana está encendiendo dos cirios que se robó de la capilla ardiente de la Brígida: ella sólo puede promover, es menor, los chiquillos de la calle no la llaman a gritos a ella sino a la Iris, ella no tiene tetas que mostrar ni muslos que lucir. Despacha a las otras huérfanas a la ventana de más allá y ayuda a la Iris a subirse al alféizar.
—Mira, Gina, llegó el Gigante.
—Grítale que voy a salir cuando se acuesten las viejas.
—Los cabros quieren que les bailes.
Queda sola en la ventana iluminada. Quiebra la cadera. Adelantando los pechos se ciñe el suéter con una larga caricia que recorre todo su cuerpo y termina arremangándose la pollera para mostrar los muslos gruesos, de masa vibrante, mientras con la otra mano se sube el pelo, frunciendo los labios como para besar con loca pasión. En la calle, el grupo que se va juntando debajo del farol la aplaude. La mujer que se está peinando en la ventana de enfrente aumenta el volumen de la música, acodándose en su balaustrada para mirar. La Iris comienza a moverse, muy lenta, sólo restregando un muslo con otro al principio, agitándose entera al ritmo del babalú desenfrenado después, girando, el pelo embravecido, los brazos estirados, las manos abiertas como si buscaran algo o alguien, girando otra, otra vez, encorvándose, estirándose, deja caer hacia atrás su cabeza, la cabeza y todo el pelo vertido hacia adelante después, gira toda encajada dentro del ritmo del rock, del frug, qué sé yo qué será, con tal de bailar girando para mostrar los muslos y los calzones cochinos y las tetas bamboleándose, la lengua caliente que también busca, bailar en el alféizar para que la aplaudan y la gente de la calle la celebre gritándole échale nomás, Gina, mijita, échale nomás mijita linda, que se te muevan harto las tetas, que se desarme el poto, que arda la Casa, que ardamos todos. Y el Gigante, con su enorme cabezota de cartonpiedra, sale al medio de la calle a bailar como si bailara con la Iris, la Iris se cimbra, mueve su cintura y gira y se agita y chilla allá arriba encerrada en su jaula iluminada por los cirios, suspendida en el flanco de la Casa, bailando como una Virgen que se hubiera vuelto loca en su hornacina. El Gigante se para en la vereda de enfrente para llamarla: Gina, Gina, baja para que hagamos nanay, grítale tú, cabro, a mí no me oye porque estoy encerrado aquí dentro de esta cabeza de cartonpiedra hedionda.
—¡Que bajís, Gina!
—Oye, Eliana, pregúntale al Gigante qué me trajo de regalo hoy, si no, no bajo.
—Plata no, dice, pero te tiene cinco revistas de Corín Tellado y un rouge no nuevo pero bueno, con estuche de oro.
—Dorado será, de oro son muy caros.
—No le recibái porquerías, Iris, no seái lesa. Tenís que sacarle plata para que me paguís las leídas.
—Si no me leís tú me lee la Mirella, así que no me importa.
—Pero a ti te gusta como te leo yo, porque te voy contando el cuento y explicándote, porque si no, no entendís nada. Te tengo aquí, Iris Mateluna, aquí, porque si yo no te leo ni te explico las novelas de Corín Tellado y del Pato Donald, te morís de aburrimiento en esta Casa de mierda...
Se prende de los barrotes para mirarlo: es él, los ojos redondos del porte de dos platos, la risa que no cambia porque nunca se enoja, él es bueno, hacemos nanay rico y me dice Gina, la ceja arqueada que sujeta con las arrugas de su frente el ridículo sombrerito... es él, se quiere casar conmigo porque le gusta como hago nanay, me va a llevar a ver películas donde las artistas se mueven solas y hablan sin que la pesada de la Eliana me tenga que estar leyendo nada, el Gigante me va a llevar a uno de esos edificios altos que se ven allá en el centro para que yo baile en un concurso y me den el premio, pinturas para la cara dicen que le dan a la chiquilla que baila mejor y después la sacan retratada en todas las novelas y la tonta de la Eliana y la señora Rita y el Mudito y la Madre Benita y las chiquillas y todas las viejas me van a ver retratada en las novelas cuando yo salga.
—¿Con qué me vai a pagar si el Gigante no te da plata hoy?
La Iris se encoge de hombros.
—Porque me tenís que pagar antes que te casís, oye, si no, te mando a los carabineros que se llevaron a tu papá, para que te cobren, y si no pagái te van a llevar presa a ti también. Con dos revistas de las que el Gigante te va a dar hoy y el rouge, quedo pagada.
—¿Me creís huevona? Una revista y un par de pintadas y tranquila...
—Hecho. Pero me regalái el estuche del rouge cuando se te acabe la pintura.
—Hecho.
* * *
La Madre Benita permanece en la portería, muy quieta un segundo, las manos juntas y los ojos cerrados. La Rita y yo esperamos a que se mueva, que abra los ojos, y los abre y se mueve y me hace una seña para que la siga, ya sé que la tengo que seguir encorvado y enclenque arrastrando mi carrito, como si fuera su hijo imbécil arrastrando un juguete. Sé para qué quiere que la siga. Lo hemos hecho tantas veces: limpiar lo que dejó la muerta. Que repartiera sus cosas entre sus amigas, dijo misiá Raquel, no, entre sus compañeras, dijo, como si esto fuera un colegio para señoritas, no quiero ver la pieza de la Brígida, Madre por Dios, no quiero, no quiero revisar nada ni ver nada, no, si no puede haber nada que tenga valor, así es que no quiero ver nada le digo, haga lo que quiera con las cosas, Madre Benita, regálelas, estas viejas tan pobres van a quedar felices con cualquier recuerdo de la Brígida, tan querida que era aquí en la Casa.
La sigo por los corredores arrastrando la plataforma sobre cuatro ruedas donde pongo escobas, baldes, trapos, plumeros. En el patio de la cocina un grupo de viejas rodea a la Madre Anselma pelando papas en un fondo... lindo el funeral de la Brígida... el abrigo de misiá Raquel estilo princesa, dicen que vienen mucho otra vez... el cochero tenía bigotes, no sé si está bien que permitan que los cocheros de las carrozas de primera usen bigotes, es como una falta de respeto... tema para meses, otro grupo de viejas más allá ya olvidaron el funeral, ya olvidaron a la Brígida, están jugando a la brisca sobre un cajón de azúcar. Cuidado con esa grada, Madre, es grada, no sombra, y desembocamos en otro patio que no es el patio donde vivía la Brígida así es que hay que seguir por más pasillos, una, otra pieza vacía, hileras de habitaciones huecas, más puertas abiertas o cerradas porque da lo mismo que estén abiertas o cerradas, más piezas que vamos atravesando, los vidrios astillados y polvorientos, la penumbra pegada a las paredes resecas donde una gallina picotea el adobe secular buscando granos. Otro patio. El patio del lavado donde ya no se lava, el patio de las monjitas donde ya no vive ninguna monjita porque ahora no quedan más que tres monjitas, el patio de la palmera, el patio del tilo, este patio sin nombre, el patio de la Ernestina Gómez, el patio del refectorio que nadie usa porque las viejas prefieren comer en la cocina, patios y claustros infinitos conectados por pasadizos interminables, cuartos que ya nunca intentaremos limpiar aunque hasta hace poco usted decía sí, Mudito, con escobas y plumeros y trapos y baldes y jaboncillo, uno de estos días, en cuanto tengamos tiempo lo vamos a limpiar todo, porque esto está hecho un asco. Cuidado, Madre, yo la ayudaré, demos la vuelta alrededor de estos escombros, mejor por este corredor que remata en otro patio más, en un nivel distinto, para cumplir con funciones olvidadas, abierto a habitaciones donde las telarañas ablandan las resonancias y a galerías donde quedaron pegados los ecos de tránsitos que no dejaron noticia, o serán ratones y gatos y gallinas y palomas persiguiéndose entre las ruinas de esta muralla que nadie terminó de demoler.
Me adelanto a la Madre Benita. Me detengo junto a un grupo de casuchas de lata, de tablas, de cartón, de ramas, frágiles y plomizas, como construidas con los naipes manoseados con que las viejas juegan juegos antiquísimos. Usted ha intentado tantas veces convencer a las viejas de que duerman en las habitaciones. Hay cientos de piezas, buenas, grandes, todas vacías, elijan las que quieran, en el patio que quieran, yo y el Mudito se las acondicionaremos para que queden cómodas, no, Madre, tenemos miedo, son demasiado grandes y los techos demasiado altos y las murallas demasiado gruesas y pueden haberse muerto o rezado mucho en esas piezas y eso da miedo, son húmedas, malas para el reuma, son oscuras y vastas, demasiado espacio, y nosotras no estamos acostumbradas a piezas con tanto espacio porque somos sirvientas acostumbradas a vivir en piececitas chicas repletas de objetos, en la parte de atrás de las casas de nuestros patrones, no, no, Madre Benita, gracias, preferimos estas casuchas endebles construidas al resguardo de los corredores porque queremos estar lo más cerca posible unas de otras para sentir otra respiración en la casucha del lado y el olor a hojas de té añejas y otro cuerpo parecido al de una agitándose en otro insomnio al otro lado del tabique y las toses y los peos y las flatulencias y las pesadillas, qué importa este frío que se cuela por las ranuras de las tablas mal ajustadas con tal de estar juntas a pesar de la envidia y de la codicia, a pesar del miedo que va apretujando nuestras bocas desdentadas y frunciendo nuestros ojos legañosos, juntas para ir a la capilla al atardecer en bandadas porque da miedo ir sola, agarradas unas de los harapos de otras, por los claustros, por los pasadizos como túneles que no se acaban nunca, por las galerías sin luz donde quizás una polilla me roza la cara y me hace chillar porque me da miedo que me toquen en la oscuridad cuando no sé quién me toca, juntas para espantar las sombras que se descuelgan de las vigas y avanzan desperezándose ante nuestros ojos cuando la penumbra comienza. Aquí viene la vieja alegadora que se pinta las cejas con carboncillo. Y aquí viene la Amalia, buenas tardes, Amalia, no tengas pena, espérame por aquí que quiero hablar contigo después que termine de arreglar la casucha de la Brígida, no, no, gracias, el Mudito me va a ayudar como siempre, mira, está abriendo el candado de la ruca de la Brígida. Y la Rosa Pérez, capaz de alborotar un patio entero con sus chismes. Buenas tardes, Carmela, sí, sí te van a venir a buscar, espera, mujer, pero hace diez años que esperas y nadie viene, dicen que Rafaelito arrendó una casa en que le sobra una pieza, este pelito que tengo guardado aquí, mire nomás, madre Benita, es de él, del niño, de cuando yo lo criaba, rubio como pelo de choclo y nada de agua de manzanilla como otros, así lo tenía antes que comenzara a oscurecérsele, lástima que ahora, dicen, está pelado, lo llamé por teléfono el otro día pero la señora nueva ésa que tiene me dijo llámelo otro día, espera, Carmela, pero la Carmela espera lo que todas esperan con las manos cruzadas sobre la falda, mirando fijo a través de los grumos de resina acumulados en los ojos, por si divisan eso que avanza y crece y comienza a taparles la luz un poquito al principio, después casi toda la luz, y después toda, toda, toda, toda, toda, tinieblas de repente en que no se puede gritar porque en la oscuridad no se puede encontrar la voz para pedir auxilio y una se hunde y se pierde en las tinieblas repentinas una noche cualquiera como anteanoche la Brígida. Y mientras esperan, las viejas barren un poco como lo han hecho toda la vida, o zurcen o lavan o pelan papas o lo que haya que pelar o lavar, siempre que no se necesite mucha fuerza porque fuerza ya no queda, un día igual a otro, una mañana repitiendo la anterior, una tarde remedando las de siempre, tomando el sol sentadas en la cuneta de un claustro, espantando las moscas que se ceban en sus babas, en sus granos, los codos clavados en las rodillas y la cara cubierta con las manos, cansadas de esperar el momento que ninguna cree que espera, esperando como han esperado siempre, en otros patios, junto a otras pilastras, detrás de los vidrios de otras ventanas, o se entretienen cortando cardenales colorados para adornar el cajón de palo en que se llevaron a la Mercedes Barroso, para que no se vaya sin ni siquiera una flor la pobre Menche aunque no sean más que estos cardenales polvorientos, por Dios que era divertida cuando bailaba esos bailes que le enseñó la Iris Mateluna, frug, rock, y las otras huerfanitas y hasta nosotras llevando el compás palmoteando para que bailaran juntas, la Iris con la Menche... pobre Menche... de puro gorda se debe haber muerto la Mercedes Barroso una noche igualita a la que va a comenzar ahora.
Me retiro un poco para que usted entre. Aquí caben apenas el peinador con espejo y el catre de bronce. El desorden de las sábanas es tan leve que nadie adivinaría que una mujer agonizó en ellas hace cuarenta y ocho horas. Aquí sigue viva la Brígida. Esta unidad es ella todavía, mantiene viva a otra Brígida mientras su cuerpo comienza a agusanarse: este orden peculiar, estos objetos que fue gastando con sus aficiones o sus manías, esta intención de elegancia, mire, Madre Benita, cómo colocó las palmas del Domingo de Ramos en un ángulo de la estampa de la Anunciación, cómo recubrió con papel de regalo de Pascua la botella de cocacola que usaba como florero. Retratos de la familia Ruiz Santos. Sus manos cuidadísimas fueron capaces de reconstituir los bordados de unas casullas que el Padre Azócar se llevó porque dijo que eran del siglo dieciocho, demasiado valiosas para dejarlas perderse en esta Casa, lo único de valor que hay aquí, Madre Benita, lo demás es todo basura, increíble que la oligarquía de este país haya sido incapaz de reunir más que mugres aquí. Y sobre el peinador usted palpa con la punta de dos dedos, sin mover los objetos, la fila perfecta formada por el dedal, el alfiletero, la lima, la tijerita, las pinzas, el polissoir para las uñas, todo en orden sobre la carpeta blanca, fresca, almidonada. Usted y yo hemos venido a descuartizar a esta Brígida viva, Madre Benita, repartirla, quemarla, aventarla, eliminar a la Brígida que quiso perdurar en el orden de sus objetos. Borrar sus rastros para que mañana o pasado nos manden a otra vieja que comenzará a hollar este sitio con la forma particular, apenas distinta pero inconfundiblemente suya, que irá tomando su agonía. Suplantará a la Brígida como la Brígida suplantó a... no recuerdo cómo se llamaba esa vieja silenciosa, de manos deformadas por las verrugas, que vivía en esta casucha antes que llegara la Brígida...
La noticia de que la Madre Benita ya comenzó a limpiar la ruca de la Brígida cunde por la Casa. Acuden viejas de otros patios a curiosear. La Madre Benita jamás les da preferencia a las pedigüeñas y por eso, al principio, no se acercan mucho: merodean calladas, o murmurando bajito, pasan y vuelven a pasar frente a la puerta, acercándose poco a poco, más y más. Alguna se atreve a detenerse un segundo: le sonríe angelicalmente a usted, a mí me guiña un ojo y yo le guiño el ojo al Mudito. Pasan cada vez más lentamente frente a la puerta hasta que ya casi no se mueven, pegadas como moscas a una gota de almíbar van ennegreciendo la entrada, susurrantes, torpes, clamorosas, hasta que usted me ruega que los ahuyente, que se vayan, Mudito, váyanse por Dios, déjennos trabajar en paz, después las vamos a llamar. Ellas vuelven a alejarse un poco. Se sientan en el borde del corredor, al pie de las pilastras, las manos inquietas en la falda, mira la colcha de raso azulino de la Brígida, dicen que es de pura pluma, a quién se lo irán a dar, yo creo que esas cosas buenas se las irá a llevar misiá Raquel para su casa de ella, mira la radio, Zunilda, apuesto que la van a mandar a un remate porque las radios son caras, a mí me gustaría tener radio como la Brígida porque ella se quedaba en cama los domingos para oír la misa cantada de la Catedral y a mí me gustaría oír misa desde mi cama algún domingo cuando haga frío. Y ese chal negro, mire pues Clemencia le digo, ése es el chal negro que yo le contaba el otro día, no ve, el que le regaló la señorita Malú para su cumpleaños y ella no se lo puso nunca porque no ve que a la Brígida no le gustaba el negro... estará nuevecito...
Usted envuelve las manchas y los olores de la agonía que nadie presenció en las sábanas de la difunta: al lavado. Yo levanto las dos hojas del colchón para sacarlas al corredor y dejarlas orearse. Usted arranca el cotí que protege el colchón del orín corrosivo del somier: una jaula de alambres, adentro se agazapan animales, gordos, chatos, largos, blandos, cuadrados, sin forma, docenas, cientos de paquetes, cajas de cartón amarradas con tiras, ovillos de cordel o de lana, jabonera rota, zapato impar, botella, pantalla abollada, gorra de bañista color frambuesa, todo aterciopelado, homogéneo, quietísimo bajo el polvo blanduzco que cubre todo con su pelambre frágil, suave, que un movimiento mínimo como parpadear o respirar podría difundir por el cuarto ahogándonos y cegándonos, y entonces los animales que reposan bajo las formas momentáneamente mansas de ataditos de trapos, fajos de revistas viejas, varillas de quitasol, cajas, tapas de cajas, trozos de tapas de cajas, se movilizarían para atacarnos. Más y más paquetes debajo de la cama y mire, Madre Benita, también debajo del peinador, entre el peinador y el tabique y detrás de la cortina del rincón, todo agazapado justo debajo, justo detrás de la línea hasta donde alcanza la mirada.
No se quede así, con las manos caídas. ¿Desconoce a esta Brígida que domó el polvo y la inutilidad? ¿La desconcierta esta Brígida? Ah, Madre, usted no lo sabe, pero esa vieja tenía más vericuetos que esta Casa: el alfiletero, la tijerita, el polissoir, el hilo blanco, sí, todo ordenado a la vista de cualquiera sobre la carpeta blanca. Muy conmovedor. Pero ahora, de repente, usted tiene que encarar a esta otra Brígida no oficial, la que no se exhibía sobre la carpeta almidonada, reina de las asiladas con su funeral de reina, que desde la pulcritud de sus sábanas bordadas, con sus manos perfectas y sus ojos afables, dictaminaba con sólo insinuar, ordenaba con un quejido o un suspiro, cambiaba el rumbo de vidas con el movimiento de un dedo, no, usted no la conocía ni la hubiera podido conocer, la mirada de la Madre Benita no penetra debajo de las camas ni en los escondrijos, es preferible compadecer, servir, permanecer a este lado, aunque eso signifique matarse trabajando como se ha matado usted durante años entre estas viejas decrépitas, en esta Casa condenada, rodeada de imbéciles, de enfermas, de miserables, de abandonadas, de verdugos y víctimas que se confunden y se quejan y tienen frío y hambre que usted se desespera por remediar, la enloquecen con la anarquía de la vejez dueña de todas las prerrogativas..., pobres viejecitas, hay que hacer algo por ellas, sí, usted se ha matado trabajando para no conocer el revés de la Brígida.
Suspira al inclinarse para sacar de debajo del somier un paquete cuadrado hecho con papel de manila amarrado con un cordelito. Lo sacudo con mi trapo y arriscamos las narices porque el cuartucho se llena de pelusas. Usted comienza a desenvolver el paquete: un cartón de ésos en que antes venían montados los retratos de estudio, con guirnaldas en realce y la firma del fotógrafo grabada en oro en una esquina, pero sin la fotografía. Llevo el papel y el cartón al centro del patio para iniciar la pila de mugre que será hoguera. Las viejas acuden con la intención de escarbar para apoderarse de lo que encuentren, pero es poco, muy poco. Nada. Claro, esto recién comienza. Y va a ser bueno. Porque la Brígida era rica. Millonaria, dicen. Es cuestión de esperar un rato más. Las viejas siguen vigilándonos apostadas en sus sitios del corredor o paseándose.
Todo lo que usted encuentra está amarrado, empaquetado, envuelto en algo, dentro de otra cosa, ropa harapienta envuelta en sí misma, objetos trizados que se rompen al desenvolverlos, el asa de porcelana de una tacita de café, galones dorados de una cinta de Primera Comunión, cosas guardadas por el afán de guardar, de empaquetar, de amarrar, de conservar, esta población estática, reiterativa, que no le comunica su secreto a usted, Madre Benita, porque es demasiado cruel para que usted tolere la noción de que usted y yo y las viejas vivas y las viejas muertas y todos estamos envueltos en estos paquetes a los que usted exige que signifiquen algo porque usted respeta a los seres humanos y si la pobre Brígida hizo tantos paquetitos, reflexiona la Madre Benita refugiada en lo sentimental, fue para levantar una bandera diciendo quiero preservar, quiero salvar, quiero conservar, quiero sobrevivir. Pero le aseguro, Madre, que la Brígida tenía métodos más complejos para asegurar su sobrevivencia... paquetitos, sí, todas las viejas hacen paquetitos y los guardan debajo de sus camas.
Abramos los paquetes, Mudito, no vaya a haber algo importante, algo que... es incapaz de concluir su frase porque teme amarrar con ella una idea que carezca de coherencia y, en vez, comienza a jugar al juego de suponer que desatando nudos, desenvolviendo trapos, abriendo sobres y cajas, va a encontrar algo que vale la pena salvar. No, todo a la basura. Trapos y más trapos. Papeles. Algodón café con la sangre de una herida pretérita. Envoltorio tras envoltorio. ¿No ve, Madre Benita, que lo importante es envolver, que el objeto envuelto no tiene importancia? Voy amontonando basura en el patio. Zumba el enjambre de viejas escarbando, peleándose por un corcho, una perilla de bronce, los botones guardados adentro de una caja de té, una plantilla para zapato, la tapa de una lapicera. A veces limpiamos la ruca de una asilada recién muerta y entre sus cosas aparece un objeto que reconocemos: esta anilla negra de madera para colgar cortinas, por ejemplo, es la misma que tiramos a la basura la semana pasada cuando se murió la Mercedes Barroso, y ella, a su vez, la había rescatado porque sí, para nada, de los despojos de otra muerta, y ésa de otra y de otra y de otra...
La vieja desdentada que me guiñó el ojo se prueba la gorra de baño color frambuesa contoneándose al son de los aplausos de las demás. La Dora deshace los restos de una chomba apolillada, ovillando la lana crespa y añadiendo pedazo con pedazo para lavarla y tejer una chaquetita para el niño que va a nacer. Este paquete: éste. Usted se va poniendo tensa, impaciente, tiene que ser este paquete el que contiene la clave para saber lo que la Brígida quiso decir. Éste. ¿Quiere abrirlo? Bueno. Sí, Mudito, abrirlo con respeto porque la Brígida lo envolvió para que yo comprendiera, no, Madre Benita, no, no se engañe, la Brígida hizo este paquete y los demás porque tenía miedo. Fue reina, verdugo, dictadora, juez, pero amarraba cosas y las guardaba como todas las viejas. Sé que usted está implorando que este paquete contenga algo más que basura. Le saca el papel café y lo bota. Aparece otro papel, más frágil, arrugado, lo rompe, lo deja caer al suelo. ¿Para qué sigue abriendo y rompiendo envoltorios, éste de tafetán color manzana, debajo un envoltorio de diario —Roosevelt y Fala y la sonrisa de Stalin a bordo de un barco—, si tiene que saber que no va a encontrar nada? Esta hombrera de algodón plomizo era lo que le daba blandura y volumen al paquete. Escarba, deshace la hombrera con sus uñas urgentes y deja caer el algodón. Queda un paquetito duro que usted sostiene entre su índice y su pulgar. Quita la capa de lienzo apercancado y aprieta un poco... sí, sí, Dios mío, hay algo adentro, algo duro, definido, esta unidad que palpo ansiosa. Sus dedos se entorpecen desanudando el lienzo: una bola de papel plateado. La raja, la rompe: el papel plateado queda convertido en escamas sobre la palma extendida de su mano que tiembla. Yo voy a soplar esas escamas para que se dispersen pero usted alcanza a apretar el puño a tiempo arrebatándoselas a mi aliento, y sus dedos, en un segundo, reconstituyen la bola plateada. La redondea, la endurece con la ansiedad de sus gestos lamentables. La mira. Me mira a mí, invitándome a reconocer yo también la unidad de lo que ha reconstituido. Avanza hasta la puerta. Las viejas se detienen, callan: sus ojos siguen la trayectoria de su brazo y luego el arco de la bolita brillante al caer. Corren para lanzarse al montón de basura en busca de eso plateado que surcó el aire. Seguro que volveremos a encontrar esa bolita entre los despojos de otra muerta.
¿Por qué se cubre la cara con las manos, Madre? Huye corriendo por los pasillos, por las galerías, por los patios, por los claustros, las viejas siguiéndola, pidiéndole, las caras nudosas, los ojos implorantes y legañosos, una voz opaca porque la chalina le protege la boca de un frío imaginario, de un contagio imaginario, otra voz áspera de tanto fumar, de tanto tomar té hirviendo para calentar el cuerpo aterido, manos extendidas para tocarle el hábito, para retenerla, para sujetarla por el delantal de mezclilla, por una manga, no se vaya, Madre, yo quiero el catre de bronce, a mí sus anteojos que a veces me prestaba porque yo no tengo anteojos y me gusta leer diarios aunque sean viejos, una frazada para mí porque paso tanto frío en las noches hasta en las noches de verano, yo era amiga, a mí me quería más, yo era vecina por la derecha, yo por la izquierda, yo le cortaba las uñas hasta las uñas de los pies y además los callos porque cuando yo era joven trabajaba de manicura, a mí me quería mucho más que a la Amalia que le cobraba de más por lavarle la ropa, tenazas con dedos de madera me sujetan los brazos, bocas arrugadas exigen cosas que no sé qué son, yo soy viuda, la tijerita era mía, mire el pelo de Rafaelito, Madre Benita, qué pena que el niño esté pelado ahora y hasta gordo dicen que se ha puesto, una aguja que le presté el otro día nomás, y yo un crochet, y yo unos botones. Estas manos resecas tienen más fuerza que las mías, dedos que crecen como ramas para retenerme, sus ruegos y letanías me amarran, para mí, para mí, Madre Benita, yo quiero, yo necesito, por qué no me regala a mí el té que le sobró a la Brígida mire que soy tan pobre, no, a ésa no, a mí, démelo a mí, ésa tiene fama de ladrona, no se descuide con las cosas mire que se las puede robar, démelo a mí, a mí, viejas de voces blandas como bolas de pelusas que la necesidad o la codicia alborotan en un rincón, uñas resquebrajadas, ropa inmunda que se les cae del cuerpo, cuerpos hediondos de vejez me arriman contra esta mampara de vidrios rotos, la llave, abro, salgo, cierro. Hago girar la llave por fuera. La saco y me la meto en el bolsillo del delantal. ¡Por fin, Dios mío! Se quedaron prisioneras detrás de la puerta, acumulando polvo. Por los hoyos de los vidrios quebrados se asoman sus brazos, sus rostros descompuestos por los visajes... se apaga el rumor de sus voces implorando.
2
Las viejas, en pares o en grupos, van abandonando la cocina como si partieran, no a dormir sino a reincorporarse a la oscuridad. En el ámbito de la cocina llena de escaños, de mesas de mármol pringosas con sobras de comida, de pilas de ollas como monumentos de hollín y grasa en los lavaplatos atorados, las voces, como los carbones, van extinguiéndose a medida que pasan las horas y los minutos que no pasan.
Las últimas en partir eran siempre las seis que se sentaban en la mesa más cerca del calor de la cocina, junto a la Brígida, un grupo de íntimas que yo siempre veía revolotear alrededor de la Iris Mateluna, regalándole dulces y revistas, entreteniéndose en hacerle peinados estrafalarios como a una muñeca. Yo me sentaba un poco más allá en la misma mesa. Escuchando el runruneo sempiterno de sus voces me iba adormeciendo hasta que después de tomar mi último sorbo de té dejaba caer mi cabeza sobre mis brazos cruzados en la mesa. Las oía comentar cosas: una de ellas se hizo daño con una piedrecita en el pie, la Brígida informaba que misiá Raquel recibió una postal de misiá Inés de Roma, alguna adivinanza cien veces repetida, o un cuento para entretener a la Iris sentada en la falda de la Rita, que la arrebozaba con la punta de su chal.
Esa noche, no me acuerdo cuál de ellas repetía más o menos este cuento:
Érase una vez, hace muchos, muchos años, un señorón muy rico y muy piadoso, propietario de grandes extensiones de tierra en todo el país, de montañas en el norte, bosques en el sur y rulos en la costa, pero más que nada de ricos fundos de riego en la comarca limitada al norte por el río Maule, cerca de San Javier, Cauquenes y Villa Alegre, donde todos lo reconocían como cacique. Por eso, cuando vinieron malos tiempos, años de cosechas miserables, de calor y sequía, de animales envenenados y de niños que nacían muertos o con seis dedos en una mano, los ojos de los campesinos se dirigieron hacia el cacique en busca de alguna explicación para tanta desgracia.
Este señor tenía nueve hijos varones que lo ayudaban a atender sus tierras, y una hija mujer, la menor, la luz de sus ojos y la alegría de su corazón. La niña era rubia y risueña como el trigo maduro, y tan hacendosa que su habilidad para los quehaceres de la casa llegó a darle fama en la región entera. Cosía y bordaba con primor. Fabricaba velas con el sebo que el fundo producía y frazadas con la lana. Y en verano, cuando los abejorros zumbaban golosos sobre la fruta remadura, el aire de la arboleda se ponía azul y picante con el fuego que sus sirvientes encendían debajo de las pailas de cobre, donde revolvía moras, alcayotas, membrillos y ciruelas, transformándolos en dulces para regalar el gusto de los hombres de su casa. Aprendió estas inmemoriales artes femeninas de una vieja de manos deformadas por las verrugas que, cuando murió la madre de la niña al darla a luz, se hizo cargo de cuidarla. Al terminar la última comida del día, después de presidir la mesa donde su padre y sus hermanos cansados se sentaban con las botas polvorientas, ella, mimosa, los iba besando uno a uno antes de retirarse por el pasadizo alumbrado por la vela con que su nana la guiaba, para dormir en la habitación que compartían.
Quizá por los privilegios que el lazo con la niña granjeó a su nana, o porque como no encontraban explicación para tanta desgracia era necesario culpar a alguien y los malos tiempos producen malas ideas, comenzaron a circular rumores. El caballerizo se lo debe haber dicho al quesero o el quesero al caballerizo o al hortalicero o a la mujer o a la sobrina del herrero. En la noche, grupos de peones murmuraban encuclillados junto a las fogatas encendidas detrás del chiquero, y si sentían acercarse a alguien se callaban de repente. El rumor cundió lentamente pero cundió, hasta que lo supieron los gañanes de la era y los pastores en los cerros más lejanos del fundo: se decía, se decía que decían o que alguien había oído decir quién sabe dónde, que en las noches de luna volaba por el aire una cabeza terrible, arrastrando una larguísima cabellera color trigo, y la cara de esa cabeza era la linda cara de la hija del patrón... cantaba el pavoroso tue, tue, tue de los chonchones, brujería, maleficio, por eso las desgracias incontables, la miseria que ahogaba a los campesinos. Sobre las vegas secas donde las bestias agonizaban hinchadas por la sed, la cabeza de la hija del patrón iba agitando enormes orejas nervudas como las alas de los murciélagos, siguiendo a una perra amarilla, verrugosa y flaca como su nana, que guiaba al chonchón hasta un sitio que los rayos del astro cómplice señalaban más allá de los cerros: ellas eran las culpables de todo, porque la niña era bruja, y bruja la nana, que la inició también en estas artes, tan inmemoriales y femeninas como las más inocentes de preparar golosinas y manejar la casa. Dicen que fueron sus propios inquilinos los que comenzaron estas murmuraciones, y que siguieron los inquilinos de los fundos colindantes, y se lo contaban a los afuerinos que, al dispersarse después de la vendimia o de la trilla, esparcieron los rumores por toda la comarca, hasta que nadie dudó de que la hija del cacique y su nana tenían embrujada a toda la región.
Una noche en un rancho, el mayor de los hermanos se levantó demasiado pronto de la cama de la mujer con que tenía amores, para regresar a la casa de su padre a una hora decente. Ella le gritó desde el revoltijo de mantas caldeadas por su cuerpo:
—Apuesto que tu hermana no ha llegado a la casa todavía. Las brujas vuelven cuando canta el gallo y comienza a clarear...
Él la azotó hasta hacerle sangrar la boca, hasta que lo confesara todo. Y después de oír le pegó más. Corrió a las casas del fundo a contárselo a su segundo hermano y después a otro y a otro, y los nueve hermanos ni en conciliábulos ni solos se resignaban a aceptar que el rumor fuera más que una mentira nefasta que los manchaba a todos. El terror entraba desde la intemperie de los miserables al ámbito resguardado de la casa regida por la hermana a quien era imposible creer otra cosa que una niña transparente y feliz. No debían creerlo. Bastaba con no aceptarlo. Y dejaron de hablar del asunto. Sin embargo, volvían cabizbajos del trabajo del día, sin vender animales en la feria ni acordarse de recoger la cosecha antes que cayera el chubasco. Ya no bebían libre y alegremente como antes, porque los frenaba el temor de que el vino les soltara la lengua frente al padre, que no debía saber nada.
Sin embargo, todos juntos algunas veces, y después de que decidir que era mentira, solos, cada uno por su cuenta, como escondiéndose de los demás para que no fueran a suponer que aceptaban siquiera una pizca de verdad en los rumores, los hermanos solían acudir de noche a la puerta de la habitación de la niña. Oían siempre lo mismo. Adentro, la hermana se reía con su vieja y contaba adivinanzas o cantaban un poco, y después las oían rezar salves y rosarios hasta que las sentían apagar las velas y quedarse dormidas. Jamás oyeron otra cosa y jamás dejaron de oír la repetición de lo mismo. No era nada. Sólo una isla femenina en esa casa de hombres, inaccesible para ellos, pero no peligrosa. ¿Cuándo salían a hacer las correrías de que las acusaban, entonces? Después de un tiempo de vigilancia, seguros de la falsedad de los rumores, fueron a contárselos al padre para que castigara a los culpables de la difusión de tamaño chisme. El cacique, loco de ira y de dolor, interrogó a su hija: los ojos de la niña permanecieron tan claros al responder con negativas a acusaciones que su inocencia no alcanzaba a comprender, que el padre se calmó y sentando a su regalona en sus rodillas le pidió que le cantara alguna cosa. El hermano menor, sonriente ahora, tomó la guitarra de un rincón del estrado para acompañarla:
Al mar me arrojara por una rosa
pero le temo al agua que es peligrosa,
repiquen las campanas con el esquilón
que si no hay badajo con el corazón.
En el cuarto contiguo los hermanos decidieron que sería sabio esperar unos días, pero que sin duda era necesario deshacerse de la nana, porque de haber culpa, era suya, al envolver con su presencia equívoca la inocencia de la niña. ¿Qué importancia tenía, por lo demás, sacrificar a una vieja anónima, si eso saldaba el asunto en forma limpia? Se fueron a dormir con el ánimo tranquilo después de mucho tiempo de desvelo. A la una de la madrugada un peón golpeó la puerta del dormitorio del cacique:
—Patrón, patroncito, allá afuera andan la perra amarilla y el chonchón...
Y huyó a perderse antes de que el cacique, blandiendo su ramal, apareciera envuelto en la camiseta de dormir y el poncho, en la puerta del cuarto, gritando para despertar a sus hijos, para despertar a todo el mundo, que se vistieran, que corrieran, que los mozos ensillaran y montaran y salieran... los diez hombres dejaron una polvareda en la noche galopando a campo traviesa, preguntando, buscando, escuchando, no fueran a perderse el chonchón y la perra, y esta oportunidad única para develar la verdad. Un aullido lejano torcía el rumbo del tropel hacia el bosque. Un graznido, una piedra que rodaba por una ladera, los hacían remontar montañas buscando en cuevas que podían ser entradas a la salamanca de las brujas. Bajaban al río porque el ladrido de un perro, que podía ser la perra amarilla, los conducía hasta allá, pero no era, no era nunca la perra amarilla, y cantó el gallo y clareó el alba y dejó de ser la hora de las brujas y los diez hombres tuvieron que regresar abatidos por la derrota a las casas del fundo. Al llegar sintieron alboroto de hojas en las viñas:
—Agárrenla, agárrenla, es la perra amarilla que se quiere meter en la casa, el chonchón no debe andar lejos.
Y los diez hombres de precipitaron sobre ella para cercarla como en una topeadura y cortarle el paso, para pillarla y azotarla y matarla ahí mismo, los caballos encabritados y los ramales volando, la perra perdida en la polvareda de los cascos que no lograron impedir que se hurtara a ellos y se perdiera en la luz imprecisa de la alborada. Mandaron a los peones a que la buscaran. Que la encontraran costara lo que costara porque la perra era la nana y la nana era la bruja. Que no se atrevieran a volver sin la perra amarilla. Que la mataran y trajeran el pellejo.
El cacique, seguido por sus hijos, forzó la puerta del cuarto de la niña. Al entrar dio un alarido y abrió los brazos de modo que su amplio poncho ocultó inmediatamente para los ojos de los demás lo que sólo sus ojos vieron. Encerró a su hija en la alcoba contigua. Sólo entonces permitió que los demás entraran: la vieja yacía inmóvil en su lecho, embadurnada con ungüentos mágicos, los ojos entornados, respirando como si durmiera, o como si el alma se le hubiera ausentado del cuerpo. Afuera la perra comenzó a aullar y a arañar la ventana:
—Aquí está, mátenmela o los mato yo a todos...
La perra dejó de aullar. La niña lloraba en la pieza donde su padre la dejó encerrada.
—¡Nana! ¡Nanita! Que no la maten, papá, que no la maten, que la dejen volver a su cuerpo. Si no la matan, yo le juro que confieso todo...
—Tú cállate. No tienes nada que confesar.
Salieron al patio a reconocer el cuero ensangrentado. No resultó difícil pillarla, parecía cansada, acurrucándose temblorosa bajo la ventana de la niña: eso fue lo que aseguraron después los peones mientras los diez señores examinaban el pellejo de la perra amarilla. Ahora no quedaba más que deshacerse del cuerpo de la bruja. No estaba ni viva ni muerta. Podía seguir siendo peligrosa: enterrar el cuerpo de una bruja suele envenenar leguas y leguas de buena tierra de labranza, de modo que hay que deshacerse de ella de otra manera, dijo el cacique. Mandó que ataran el cuerpo de la malhechora a un árbol para que la azotaran hasta que despertara y todos oyeran la confesión de sus crímenes. El cuerpo lacerado sangró, pero ni los ojos ni la boca de la bruja se abrieron, aunque no dejó de respirar, suspendida en una región distinta de la vida y de la muerte. Entonces, como ya no quedaba otra cosa que hacer, tumbaron el árbol a hachazos. Y los nueve hermanos con sus inquilinos y los inquilinos de los fundos vecinos llevaron el cuerpo de la bruja al Maule y lo echaron al agua, amarrado al tronco para que no se hundiera.
El cacique se quedó en las casas. Una hora después de que se apagó la gritadera del gentío, partió con su hija a la capital. La encerró en un convento, para que unas monjitas de clausura se ocuparan de ella: nadie, nunca más, ni siquiera sus nueve hermanos que tanto la querían, volvieron a verla.
Mientras tanto, por la orilla del Maule se desplegó la cabalgata, siguiendo el cuerpo que flotaba río abajo. Si lo veían acercarse a la orilla, lo alejaban con picanas. Cuando la corriente parecía arrastrarlo al centro del caudal, lo atraían con garfios. En la noche, con los mismos garfios, sujetaban el cuerpo de la bruja a la orilla mientras ellos desensillaban sus cabalgaduras, encendían fuego, comían cualquier cosa y tendiéndose en sus pellones y ponchos, antes de dormir, relataban cuentos de brujas y aparecidos y de otros monstruos con cuyos rostros se disfraza el miedo en tiempos malos. Contaron lo que sabían de las brujas, lo que se murmuraba desde hacía generaciones, que alguien le dijo una vez a un abuelo que era necesario besarle el sexo al chivato para poder participar en las orgías de las brujas, y hablaron del miedo, del de antes y del de ahora y del de siempre, y caía el silencio, y para ahuyentar las figuras que querían perfilarse en la noche se felicitaban porque por suerte, esta vez, las brujas no lograron robarse a la linda hija del cacique, que eso era lo que querían, robársela para coserle los nueve orificios del cuerpo y transformarla en imbunche, porque para eso, para transformarlos en imbunches, se roban las brujas a los pobres inocentes y los guardan en sus salamancas debajo de la tierra, con los ojos cosidos, el sexo cosido, el culo cosido, la boca, las narices, los oídos, todo cosido, dejándoles crecer el pelo y las uñas de las manos y de los pies, idiotizándolos, peor que animales los pobres, sucios, piojosos, capaces sólo de dar saltitos cuando el chivato y las brujas borrachas les ordenan que bailen... el padre de alguien, una vez, había hablado con alguien que decía que una vez vio un imbunche y el miedo le paralizó todo un lado del cuerpo. Aullaba un perro. Volvía a caer el silencio sobre las voces asustadas. Los ojos de los peones semiadormecidos brillaban cuando las llamas de la fogata vencían la sombra de las alas de sus chupallas.
Ensillaron temprano a la mañana siguiente. Soltaron las amarras del tronco y durante todo el dí