Donde van a morir los elefantes

José Donoso

Fragmento

Capítulo uno

Capítulo uno

El que escribe una novela lo hace, generalmente, no porque estime que su propia vida sea novelesca, sino todo lo contrario: por un anhelo vergonzante de participar en hechos que, se figura, tuvieron esa condición.

Los cuatro disparos que Gustavo Zuleta no oyó —si su atención no hubiera estado subyugada por la bulimia de la Ruby, que devoraba un rascacielos de helados multicolores, los hubiera oído pese al estrépito de la cocina y los decibeles del rock ambiental— fueron los del triple asesinato, seguidos del balazo con que se suicidó el culpable: resultó ser un estudiante chino de altas matemáticas que Gustavo había conocido en esa pequeña universidad norteamericana, perdida en las praderas del Medioeste.

Gustavo estaba terminando de almorzar con la Ruby —tarea de no poca monta y que tomaba un buen tiempo—, tan ignorante de lo que ocurría a pocos pasos de la puerta como el resto de la muchachada que colmaba el casino. Nadie, ni los que sí lo oyeron, alcanzó a reaccionar con el tiroteo. Tres minutos después de los disparos —Gustavo lo calcularía más tarde, mirando los despachos televisivos— él y la Ruby iban saliendo por una puerta lateral que daba a la otra fachada de la cafetería. Hizo parar el bus para ir a recogerse en su hotel. Se alojaba allí con su mujer mientras encontraban una casa que les acomodara por ese año; y quizás por más tiempo, si su desempeño resultaba tan exitoso como había augurado la reciente ceremonia académica en que fue uno de los protagonistas.

Al meter la llave en la cerradura de su habitación, Gustavo oyó desde el pasillo que la guagua se desgañitaba llorando. Encontró a Nina histérica sobre la cama, en un nidal de almohadas desaliñadas, sus greñas revueltas, estridente de sollozos y pegajosa de mocos y kleenex y pañales desechables y cremas pasosas, sin hacerle caso al niño que lloraba a su lado. La televisión —lo estaban filmando todo, incluso primeros planos de los cadáveres, pegoteados bajo periódicos sanguinolentos— la había mantenido absorta mientras Gustavo, ignorante de todo y tras despedirse de la Ruby con un beso en una escalera alcahueta, viajaba en el bus repleto de profesores y estudiantes tan inocentes como él.

El televisor estallaba en fogonazos lívidos, envolviendo la habitación con los giros de una cámara ingrávida. Enfoques cambiantes, tomas repetidas, bocetos degradados en busca del suceso que urgía narrar: el anónimo camarógrafo ramoneaba en medio de la trifulca de los curiosos, las sirenas policiales, las declaraciones de posibles testigos y las preguntas de periodistas desorientados. Pero la caja idiota no era capaz de emitir más que graznidos electrónicos, rayos fosforescentes que se apagaban en cuanto una nueva imagen inconclusa fundía la anterior. El pasmo era demasiado reciente para componer un relato consecutivo.

Pero Nina había logrado organizar una suerte de relato con las esquirlas de lo sucedido. A pesar de los berridos del niño, ya sabía lo esencial: un estudiante chino había asesinado a otro estudiante chino, y luego al doctor Jeremy Butler —el profesor de altas matemáticas con el que ambos orientales trabajaban— y a Mi Hermana Maud, y finalmente, junto a las franjas de begonias del jardín del Capitolio —por donde Gustavo circulaba a la ida y a la vuelta de sus clases—, se había suicidado con el cuarto y último disparo.

Las escuetas, espantadas palabras de Nina configuraron por fin una secuencia lógica, y Gustavo se dejó caer sentado en el borde de la cama para que su cuerpo absorbiera los reflejos de tamaña catástrofe. No... ¡no! Ni él, ni Nina, ni Nat —que no cumplía aún dos meses— eran culpables de nada. No habían tenido participación alguna en el asunto. Era algo ajeno, extraño, imágenes novelescas, cosas raras que les sucedían a otras personas (no a gente como ellos), a quienes ni él ni su mujer conocían ni podían conocer. Darle una forma a este pánico no aplacó, sin embargo, esa dentellada de culpa que pareció cortar su intimidad conyugal, instaurando un odioso recelo en sus mutuas miradas de soslayo. Era como un desasosiego al constituir pareja y ser, por lo tanto, garantes el uno del otro, cada uno responsable por igual de tanto horror. Les bastaría cualquier referencia compartida sobre quiénes eran ese par de chinos —saber dónde vivían, por ejemplo— para sentirse involucrados y preguntarse: ¿será tu culpa, o culpa mía, este gatuperio que tiene a todo San José en carne viva?

¡No! ¡Imposible! ¡Claro que no! Habían sido espectadores remotos de la fechoría: babear de miedo ante sobrecogedoras imágenes televisivas no es lo mismo que vivirlas. Hacía muy poco tiempo, en todo caso, que tenían algún vínculo con los chinos, y además muy vago. Conocían apenas retazos de su leyenda. Pero fueron tan inesperados los hechos, y sus víctimas personajes tan descollantes en el limitado ambiente de la Universidad de San José, que hasta los que formaban comparsa, como Nina y Gustavo, quedaron aprisionados en el reducto de esa tarde siniestra.

De vuelta en Chile, la memoria culposa de Nina se obstinó durante mucho tiempo en apropiarse, una y otra vez —mientras tejía o planchaba, en su evocación recurrente de lo ocurrido en San José—, del dato cruel de que había conocido personalmente al culpable. Es algo que jamás llegó a esclarecerse. En sus reiteradas versiones, la pobre Nina aseguraba que el asesino era el mismo oriental que Josefina Viveros le presentó ese día en que almorzaron juntas en la cafetería, adonde su compatriota la llevó para mostrarle el ambiente de un casino estudiantil típicamente norteamericano. Y tal vez fuera el mismo chino —aunque podía ser el otro— con el que conversó un instante en la cena que los Viveros ofrecieron a los Zuleta, para presentarlos a sus colegas del departamento de español y a un grupito de sus más selectos amigos.

La verdad, le comentaría la Ruby después a Gustavo, era que asistieron los dos chinos a la cena. Al fin y al cabo, ¿no eran todos los chinos iguales? No había quién no confundiera a este par. Decir que invitó sólo a uno era otra de las famosas mentiras de Josefina. Afirmando haber convidado sólo a uno —el favorecido por Mi Hermana Maud—, quedaba bien con la anciana y, secretamente, se daba el gusto de tenerlos a ambos en su casa: Josefina, aseguró la Ruby, jamás daba puntada sin hilo...

El asunto del chino singular o plural nunca se discutió siquiera: frente a la tragedia era un dato sin importancia. Y si fuera verdad la versión de Nina, aquel contacto fugaz en la cafetería y las cuatro palabras cruzadas donde los Viveros constituirían su única relación con el criminal... aunque tal vez haya sido con su víctima. Como fuera, lo ocurrido en San José mantuvo a Nina, hasta mucho tiempo después, empantanada, temáticamente prisionera de acontecimientos en los que, al fin y al cabo, no le cupo más que un papel de figurante. Gustavo notaba que la repetición obsesiva de los acontecimientos de San José pervertía la sensibilidad de su mujer: antes ella era la circunspección misma, y ahora le daba a todo una forma de depresión parlanchina. Él, entretanto, se iba poniendo menos comunicativo, más y más monacal, como si cualquier cosa dicha por Nina la convirtiera en una caricatura de sí misma. Frente a este ser estrambótico, no le quedaba a Gustavo otro expediente que refugiarse en su análisis de la última novela del ecuatoriano Marcelo Chiriboga: era un experto en el personaje, y ese trabajo sería el estudio definitivo que le solicitaba una de las revistas doctas más prestigiosas del continente.

La verdad es que Gustavo trabajaba poco. No lograba sumergirse en nada. Sólo podía pensar, a pesar del tiempo transcurrido, en los cuatro peleles que la televisión mostró despaturrados a la sombra azul del follaje coriáceo. Lo que el popular espacio televisivo Larry King Live bautizó como «los cuatro minutos trágicos» configuró la tétrica culminación de aquellas semanas durante las cuales los chinos transitaron, casi esfumados, por el remoto horizonte de la conciencia de Gustavo Zuleta: incomprensibles, brumosos, angustiantes. Pero su deceso los transformó de golpe en imágenes vívidas, una metáfora o un comentario aterrador —paralelo y periférico, aunque no transparente— de cosas muy confusas: bruscamente, habían dejado de ser placebos, para convertirse en la encarnación de ideas tan enigmáticas que apenas daban cabida a las especulaciones.

Capítulo dos

Capítulo dos

Gustavo oyó a Nina tarareando Isabelle —había escrito su memoria de profesora de francés sobre Los elementos existencialistas en las canciones de Edith Piaf; los examinadores la consideraron brillante— en el minúsculo jardín de su bungalow, en el balneario de El Quisco, mientras plantaba almácigos de tomates y albahaca; la observaba, desde el cochecito de paseo, su hijo Nathanael, a punto ya de cumplir un año.

No la oía canturrear su canción predilecta desde antes del viaje a San José, adonde había llegado con Nat en un moisés de percala celeste. Nina quedó tan frágil después del parto, que al llegar a Estados Unidos se negaba a salir del hotel Congreve/San José si la criatura mostraba siquiera media línea de esa intraducible fiebre yanqui. Ahora se veía mucho más tranquila. Su marido, por su parte, había subido a encerrarse con el computador en su dormitorio: trabajar en su famoso artículo sobre Marcelo Chiriboga tenía la virtud de despejar la ofuscación que habitualmente lo envolvía.

En cuanto terminaba de revisar las memorias de sus alumnos, de corregir sus trabajos de seminario y poner las notas finales del año, Gustavo se trasladaba con Nina —ahora con Nina y Nat— a su bungalow de El Quisco, en esa urbanización donde el gobierno había dado facilidades a un grupo de profesores para comprar viviendas. Era una cabaña de traza algo precaria, por no decir poblacional —su techo era una mediagua de fonolita—, y una pandereta de ladrillos demasiado colorados la separaba del idéntico bungalow vecino.

Aunque desde su ventanal los Zuleta sólo avistaban un trocito de mar, entre laderas escrofulosas de casitas semejantes a la propia, oían por lo menos el rumor asonante del oleaje allá lejos, sobre todo de noche.

Sí, Gustavo subía a menudo a su dormitorio para escribir... Pero cuando cerraba su puerta y se sentaba ante la pantalla iluminada, por mucho que se esforzara por dar con una voz propia —escribiendo un artículo, un poema, un ensayo, un cuento, lo que fuera—, sólo producía pastiches de García Márquez o de Carlos Fuentes, pero sobre todo de Marcelo Chiriboga, cuya esclavizadora voz literaria nunca dejaba de intervenir en la textura de sus intenciones. La voz literaria del ilustre hijo de Cuenca, tenía que reconocerlo, se adueñaba de la suya. Cómo no, si solamente gracias a su admiración por Chiriboga había llegado a San José.

Resulta que, un año después de titularse de profesor de castellano, Gustavo Zuleta sintetizó su memoria y la publicó en forma de una plaquette donde analizaba a los críticos estructuralistas dedicados a la obra de Chiriboga. En cuanto tuvo la edición en sus manos, apartó tres ejemplares. Uno para llevárselo a Cristina Videla —Nina—, la compañera de universidad con la que después se casó. El entusiasmo de su primer opúsculo —la ilusión conmovedora de creer que con esto iba a cambiar el mundo— lo llevó a inscribir en el primer ejemplar la consabida dedicatoria: ...sin cuyo aliento jamás hubiera podido escribir estas páginas. Lo que no era verdad, porque Nina sostenía que los desvelos de los estructuralistas no eran más que un sartal de patrañas. Ella se interesaba, más bien, por la literatura en relación con su historia.

Le mandó el segundo ejemplar al mismísimo Marcelo Chiriboga, a París. El gran escritor le respondió enseguida: agradecía que velara por la sobrevivencia de su obra y le dirigía dos o tres amables comentarios protocolares, que revelaban no sólo su escaso conocimiento del estructuralismo, sino también que la teoría crítica lo tenía totalmente sin cuidado.

El tercer ejemplar se lo envió al profesor Rolando Viveros, su maestro e inspirador, el que había puesto en sus manos los grandes textos clásicos del boom latinoamericano. Le había insinuado entonces que haría bien en escogerlos como campo de especialización: «Tienen futuro», le había advertido, «y encarnan lo mejor de la modernidad latinoamericana». Pero ahora la modernidad estaba pasada de moda y había cedido su preeminencia a otros temas: los estudios chicanos, el psicoanálisis, el feminismo, las literaturas de minorías y la deconstrucción.

A vuelta de correo recibió un generoso comentario sobre su trabajo. Pese a su brevedad —le escribía Viveros—, se trataba de una obra «necesaria en la crítica literaria latinoamericana contemporánea». No sólo porque enfocaba problemas del boom desde la perspectiva —que Gustavo, con tanta gracia, llamaba perspectivas/savitcepsrep— de la crítica más reciente, sino porque ungía a Marcelo Chiriboga como cabeza de su generación, algo que nadie hasta ahora se había aventurado a hacer. Viveros le hacía notar la brevedad de su trabajo, lamentándola, pero haciéndose cargo al mismo tiempo de que, con los miserables estipendios de los profesores universitarios en los países subdesarrollados, resultaba difícil encontrar estímulos para profundizar las investigaciones literarias. Los economistas gobernantes, que todo lo reducían al asunto del debe y el haber, las consideraban inútiles. Valoraban la literatura según las leyes que rigen el consumo.

Este carteo inicial —fue como si ambos intelectuales estuvieran olfateándose el trasero, como los perros en la calle, para enterarse de qué puntos había llegado a calzar cada uno con el correr de los años— inauguró una larguísima correspondencia entre Gustavo Zuleta y su antiguo maestro, en la que no escatimaron detalles sobre sus vidas privadas. Gustavo consultó a Rolando sobre su matrimonio, quizás prematuro, pero no le hizo caso cuando Viveros lo cauteló respecto a Nina, tan inclinada al análisis histórico de las corrientes literarias, y se casó con ella de todos modos. Sin embargo, en otras coyunturas atendió a su buen consejo, porque estaba empeñado en hacer una carrera académica interesante. Su amigo, por su parte, le confió que, después de una prolongada soltería, había contraído matrimonio con una compatriota divorciada —ya tenía un hijo crecidito— y residente en Estados Unidos, la cual, le aseguró, «maneja ideas muy desprejuiciadas, muy posmodernas, acerca de la vida en pareja, igual que gran parte de las mujeres cultas de este país». Él mismo, le confió, se había visto obligado a adaptarse a realidades tan duras como las literaturas feminista, peninsular y chicana. Estas corrientes estaban desbancando a la gran novela latinoamericana, que en San José se enseñaba a través de un enfoque anticuado, historicista, con el cual él no podía comulgar. Le encantaría tener ocasión de discutir todo esto con Nina. Su esposa, Josefina, era secretaria del departamento de Historia, donde tenían con ella toda clase de miramientos, pues nadie conocía tan bien el tejemaneje universitario. Su oficina, en el segundo piso del Capitolio, quedaba en el otro extremo del pasillo que también albergaba al departamento de Matemáticas.

La Universidad de San José era pequeña y no muy ilustre, pero su departamento de Matemáticas, célebre debido a sus relaciones con el Pentágono, se contaba sin duda entre los más prestigiosos del Medioeste. Se hizo famoso por la afortunada casualidad de que el profesor Jeremy Butler, el renombrado sabio especialista en constelaciones de números primos —era un secreto a voces que, por la escandalosa relación del matemático Mittag-Lever con la esposa de Nobel, éste, en venganza, habría excluido a las matemáticas de su testamento; y que si se modernizaran las bases del premio, Jeremy Butler sería el primerísimo en obtenerlo—, había nacido en una de esas casas finiseculares, con porches y terracitas de madera, construidas a la sombra de los corpulentos árboles —olmos, arces, robles, castaños, cedros— que agraciaban el campus... Al enviudar, el doctor Butler se jubiló, retirándose a San José para vivir, junto a su hermana Maud, en la misma casa donde había pasado su adolescencia de hijo mayor del entonces único farmacéutico en la comarca. De niño, Jeremy solía merodear por los caminos del condado en su bicicleta, repartiendo los pedidos de esas casas adornadas con recortes de palitos, no muy distintas a la casa en la que él nació. Durante mucho tiempo el muchacho, con largos trechos de paisaje para meditar mientras pedaleaba y silbaba, fue ahorrando sus propinas para ayudar a sus padres a financiar sus estudios en una universidad de primera, cuyas autoridades se fijaron en su talento y lo becaron ad infinitum. Josefina Viveros —todo el mundo lo comentaba— mantenía una relación muy especial, casi poética estimaban algunos, con el anciano profesor Butler. Él nunca dejaba de saludarla desde lejos, en el pasillo, con una venia ligera pero gentil a la que ella —pizpireta, teñida, irritante portadora de colgandijos que sonaban clickety-clack —contestaba:

And how are you today, doctor Butler?

Y se quedaba mirándolo alejarse rumbo a su oficina, rengueando, apoyado en su bastón. Jeremy Butler, el nexo que la Universidad de San José tenía con el Pentágono —había trabajado para ellos durante tantos años—, se había transformado en la celebridad local, irradiando su prestigio y atrayendo a estudiantes que él mismo seleccionaba por medio de intrincadas entrevistas, de las cuales unos salían aullando de dicha y otros gimiendo por la derrota. También tenía a su cargo a unos cuantos superdotados: se los enviaban sus amigotes de Washington para que los capacitara en la formulación de problemas cuya explicación era incomprensible, y estaban destinados a mantener en alto el prestigio del país en el escenario de las matemáticas puras. Varias veces al año se celebraban congresos, simposios o conferencias sobre los números primos, tema por excelencia del gran matemático; eran, más que nada, celebraciones en torno a Jeremy Butler. Estas justas congregaban a sabios de los cinco continentes. Durante unos días el rubio alumnado que transitaba por la calle principal del pueblo —llamada, naturalmente, Jeremy Butler Avenue— era condimentado por guarapones, turbantes y casquetes de procedencia irreconocible para los naturales de Saint Jo.

Maud, la hermana del profesor Butler, una frágil anciana de pelo blanco y rizado como el de un cordero, siempre con unas gafas negras de marco estrafalario, se había constituido, hacía ya muchos años, en Primera Dama del pueblo. A veces, durante los congresos, invitaba a los afiliados al programa de su hermano a tomar té con scones que ella misma preparaba en su horno —ahora, como se cansaba tan pronto, se los preparaba Josefina, pero seguían siendo «los scones de Mi Hermana Maud»— y que perfumaban la manzana entera de su casa.

Todas las actividades del departamento de Matemáticas se desarrollaban alrededor de Jeremy Butler, y todas las conversaciones del campus contenían inevitables alusiones a su persona. Su historia era por todos repetida y su idiosincrasia respetada; hasta sus alumnos de variada pigmentación eran tratados, en los restaurantes y bancos de San José, en zapaterías, sastrerías y librerías, como abanderados del conocimiento universal, recaudadores de prestigio para el pueblo, emblemas sacralizados por su contacto con el máximo gurú científico, bajo cuya aura todos esperaban medrar.

En sus primeras cartas Rolando Viveros le comentaba a Gustavo Zuleta todos estos pormenores, pintándole un cuadro sumamente seductor de lo que era su vida en su universidad. Con los años, eso sí, Gustavo se fue dando cuenta de que las cartas de su amigo se volvían demasiado frecuentes, demasiado caudalosas, cargadas a veces de un tonito que parecía exigirle respuestas igualmente entusiastas. Al principio Gustavo se hacía la rastra para contestar, porque era como si el maestro le ponderara ciertos aspectos de su vida con el propósito de compensar algo. Enfáticas e insistentes, las cartas parecían venir con párrafos subrayados o traer frases escritas en cursiva: la situación de su antiguo maestro en San José, llegó a sospechar Gustavo, no debía ser como al principio se la pintaba. Sin embargo, enredado en su maleficio y lisiado por su propio afecto, respondía carta tras carta.

En otoño —Rolando se demoraba una página entera en describir un campus universitario norteamericano— el college era una opulenta conflagración de colores por donde él se paseaba leyendo textos poéticos o filosóficos, o donde tomaba el amable sol otoñal rodeado de sus alumnos —«mis discípulos», llegó a escribir—, que lo escuchaban sedientos de cada una de sus palabras. ¿No le gustaría a Gustavo enseñarle a un grupo así, en un ambiente así? O le escribía después de escuchar un concierto de flautas dulces ejecutando música del Renacimiento: ¿lo traicionaba su memoria o era verdad que Gustavo, en su época de estudiante, integró pasajeramente un conjunto dedicado a tocar olvidados motetes italianos? O volvía de Chicago, a tres horas de viaje en su BMW —Josefina manejaba su propio Volvo colorado—, donde se había dado un atracón de películas antiguas en las cinematecas. ¿No le gustaba tanto Janet Gaynor en El séptimo cielo, según le había confesado? ¿No se había casado con Nina debido a su parecido con esa actriz, hoy tan injustamente olvidada? ¿No le envidiaba su lancha a motor, su casa, esas charlas con sus pares intelectuales?

Al cabo de unos años Gustavo percibió que el tiempo lo había llevado a envidiar abyectamente los placeres y ventajas de la situación de su maestro; sintió que el aire removido por esas cartas con el membrete de la Universidad de San José soplaba inmisericorde sobre la pira de su envidia, hasta chamuscarlo. Cortó entonces su correspondencia con Rolando Viveros: no quería odiarse a sí mismo por odiarlo tanto a él a causa de esas pequeñeces. Durante meses dejó que las cartas se apilaran sobre su escritorio, sin abrirlas. Rolando Viveros se había transformado en un majadero, le comentó a Nina. No quería tener ninguna relación con él. ¿Con qué carota insistía en la plenitud de sus satisfacciones, si en el último arranque lírico se había quejado de su aislamiento, de su nostalgia —en esos parajes de grandes ríos mansos recostados sobre la pradera— por el horizonte fracturado de la Cordillera y por la quietud colonial del barrio bajo de nuestra capital católica, resonante de campanas los domingos por la mañana? Y por los sabores irrecuperables de nuestra cocina... Y por la multitud en las calles, cuyos rasgos no eran jamás totalmente extraños, sino parecidos a los de algún primo, o a los de ciertos amigos de sus padres, o a los rostros de los hijos de los vecinos que jugaban al pillarse en las veredas crepusculares de la niñez...

Con ocasión del matrimonio de Gustavo y Nina, el doctor Zuleta, su padre, un médico más aplicado a la baraja y a los caballos de carrera que a su profesión, opinó, como él mismo decía, que le estaba «mejorando el naipe»; es así como pudo estirar sus ganancias y regalarle dinero a Gustavo para que pagara el pie y la primera cuota de una casita en El Quisco.

Antes de su partida a San José, Gustavo consideraba que su bungalow era un regalo espléndido. Cada cuota cancelada era un estímulo para instalar la luz eléctrica con sus propias manos, o construir un brocal para la noria, o ayudar a Nina a preparar los camellones y mejorar la mezquina tierra costera para esas pequeñas plantaciones que tanta serenidad les proporcionaban. Pero a raíz de su correspondencia con Viveros cada cuota le pareció un renovado abuso del banco, una arbitrariedad de las autoridades empeñadas en aniquilarlo. Cuando Rolando comenzó a pintarle el cuadro idílico de sus circunstancias, Gustavo encontró lóbrega su casita de fin de semana. Ya no hablaba de ella como «mi bungalow»: la calificaba de «maldito cuchitril». ¿Adónde huiría para esconder su vergüenza si Rolando y su mujer viajaran a visitarlo? Nina le respondió:

—Pájaro que se caga en su nido es pájaro de mal agüero, decía mi abuelito Tomás...

Durante la época del silencio epistolar, Gustavo volvió a disfrutar, en cierta medida, su casita en El Quisco; incluso pudo sentirse un miembro de la gentry, al podar su docena de multifloras, o plantando un cerco vivo de pitosporos para disimular el colorado estridente de los ladrillos de la pandereta.

Pero un viernes, mientras preparaban sus bártulos para partir a El Quisco, recibió un sorpresivo fax:

Estimado Gustavo:

La Universidad de San José se complace en ofrecerte oficialmente un cargo de profesor ayudante en el departamento de Español. El profesor designado para ese puesto fue rechazado por incumplimiento. Debes enseñar narrativa latinoamericana contemporánea seis horas por semana, más ocho horas de un seminario de idioma. Te aconsejo aceptar este ofrecimiento. Te he recomendado con tanto entusiasmo que aquí ya dan tu aceptación como un hecho. Contesta lo más pronto posible, mira que estos gringos son como locos de apurones. Te abrazo esperando tener el gusto de verlos por aquí en septiembre.

Rolando Viveros

PD: El sueldo es tres mil dólares al mes, para comenzar. Te conviene, porque la vida en Saint Jo es muy barata.

Se dio cuenta de que la diligencia emprendida por Rolando para obtenerle un trabajo —cosa que él jamás le solicitó— había sido un acto de pura nostalgia: si no le ofrecía algo a Gustavo, no le escribiría nunca más, y sus palabras se las llevaría el viento. Su entusiasmo por encontrar un interlocutor a su nivel lo había llevado a propasarse en su correspondencia. Gustavo no le mostró el fax a Nina; prefirió mantener ese fin de semana sin pleitos y meditar el asunto con toda tranquilidad. Cuando subieron a su autito para dirigirse a El Quisco, se metió el fax en el bolsillo de la parka. En el camino hablaron de cualquier cosa; o de nada, porque en aquel tiempo el silencio no significaba hostilidad entre ellos. Después de que dejaron atrás la bifurcación en la autopista y disminuyó la afluencia de autos, Gustavo tomó el camino que va hacia el norte, a las playas vecinas a Algarrobo, y que pasa por El Quisco. No aguantó más y, sacando el fax, se lo entregó a Nina. Ella se lo devolvió después de leerlo:

—Creí oírte que Rolando Viveros era un majadero —observó—. Y que no querías tener nada que ver con él.

—Sí... Pero hay que reconocer que tiene sus méritos.

—No me habías mostrado este fax.

—Bueno, tengo que tomar decisiones, ¿no?

—Por lo menos podías haberme consultado, Gustavo.

—Es que se me olvidó.

Nina lo pensó un rato y de repente dijo:

—Aceptemos. Me encantaría conocer Estados Unidos.

—San José no es Estados Unidos.

—No me vengas con ésas.

—Tiene quince mil habitantes y queda en el medio de la pradera.

—Supongo que no es conocer Estados Unidos... pero podríamos viajar: Nueva York, Hollywood, Washington, Miami... ¿O no?

—Viajar cuesta caro.

—Supongo. Pero me muero de ganas de conocer, aunque sea San José no más. Yo nunca he viajado... aunque fuimos once chiquillas del curso a Buenos Aires, con dos monjas carmelas que nos cuidaban como perros rabiosos y nos espantaban a todo el mundo. No nos dejaron comprar más que un chaleco y una cartera cada una; todo lo demás era pompa y vanidad mundana. No, eso no fue viajar.

Gustavo volvió a meterse el fax en el bolsillo; después de un kilómetro de silencio, Nina murmuró:

—A mí también se me había olvidado darte una noticia.

—¿Ves como tú tampoco eres perfecta?

—Vamos a tener un hijo.

—No le veo el chiste.

—Es para fines de octubre.

—¿Cómo quieres que acepte el trabajo en San José, entonces? ¿No habíamos quedado en no tener familia todavía?

—Es que me estaban cambiando la T... No quise decirte nada porque te pones tan pesado cuando te rechazo.

—¡Siempre con tus recriminaciones! ¿Me vas a decir que lo de tu T es culpa mía?

—¿Cuál es el problema de irnos por un año a Estados Unidos, mi amor? Allá hay clínicas regias y, con esto de la Hillary, seguro que nos va a salir todo gratis. ¿Te imaginas si el niño nace ciudadano norteamericano? ¿No son gratis allá la educación y la medicina, como dice mi papá que era aquí en la época de los radicales? Qué maravilla, ¿no? Y el inglés...

A Nina se le ocurrían razonamientos convincentes cuando quería salirse con la suya, pensó Gustavo con un poquito de resentimiento. Pero no le puso obstáculos a su mujer, porque él tampoco había viajado nunca, ni a Buenos Aires siquiera, y tenía ganas de conocer. En El Quisco, con una pareja de semiólogos madrileños que le arrendaban la casa al profesor vecino, brindaron por «el estado de buena esperanza» de Nina; por el futuro viaje de los Zuleta a «conocer esos mundos de Dios»; y también por su hijo, que llevaría el nombre de su abuelo, el doctor Nathanael Zuleta. Gustavo brindó sin excesivo entusiasmo: sospechaba que el advenimiento del niño podía imponerle trabas a su carrera académica, la cual, como se perfilaban las cosas gracias a su amigo Rolando Viveros, iba por el mejor camino. En la mañana del lunes mandó un fax aceptando el ofrecimiento de la Universidad de San José. Le daba las gracias al profesor Viveros por ocuparse de sus asuntos, prefiriendo no entrar en un análisis de las razones seguramente especiosas que aquél tuvo para hacerlo... Para qué analizar las cosas ahora, si la oportunidad de un cambio en las perspectivas de su vida era demasiado seductora y demasiado fácil de aceptar. Como posdata agregó que dentro de siete meses, en octubre, nacería su primer hijo. Los Viveros los honrarían mucho accediendo a ser sus padrinos...

Esa misma noche, Rolando, incomprensiblemente, llamó por teléfono a Gustavo. Le chilló que era el colmo que no le hubiera comunicado antes el inconveniente del nacimiento de su hijo. El seguro de salud ofrecido por su universidad no cubría los gastos de ginecólogo, obstetra y maternidad, y en Estados Unidos esos servicios eran muy caros, sobre todo si Nina exigía —las mujeres chilenas eran muy regalonas; sí, sí, que no se lo negara— el servicio de lujo al que se sentiría con derecho. Todo esto, tartamudeaba en el fono, era una maquinación que lo ofendía en lo más íntimo: pese a que se atrevió a recomendarlo sin prácticamente conocerlo, Gustavo ya había comenzado a meterlo en cahuines. Y cuando éste osó pedirle que averiguara cuál sería la situación de su familia con relación a los seguros médicos, y que lo llamara enseguida para comenzar a hacer los trámites, Rolando elevó el diapasón de sus chillidos de tal manera que Gustavo, al principio, no entendió qué decía, y se distrajo pensando en lo desagradablemente agudas que son las voces de los chilenos, incluyendo la propia.

Estaba a punto de colgarle a su antiguo maestro con una grosería, olvidándose de la quimera de Estados Unidos y de la Universidad de San José. Antes, eso sí, cubrió el fono con la mano y consultó a Nina, que se había colocado justo detrás de su hombro izquierdo:

—Va a ser más difícil de lo que parecía. ¿Vamos o no vamos...?

Nina le sopló en el oído la respuesta que en ese momento le pareció más sensata:

—Vamos no más. ¿Qué importa? Allá nos desentendemos de él y nos arreglamos por nuestra cuenta. Dile que partirías solo, para estar allá a tiempo de la primera clase, y que yo te voy a seguir a fines de octubre o principios de noviembre, con el niño por lo menos de un mes. Mi mamá y mis primas me van a ayudar mucho más que tú en todas las cosas del parto... Tú, con lo nervioso que te pones, no me vas a servir más que de estorbo.

Capítulo tres

Capítulo tres

Hasta hace poco el Medioeste norteamericano tenía fama de ser un territorio de prosaica abundancia, donde una población de granjeros conformistas —esto se decía levantando irónicamente una ceja— se iba consumiendo en un árido letargo intelectual. Eran de costumbres tan rígidas e ideas políticas tan reaccionarias, y estaban tan preocupados de esconder su peculio bajo el colchón, que los visitantes de otras regiones los despachaban con un comentario burlón y media sonrisa. Se trata de una comarca de praderas infinitas, surcada por ríos estupendos y poblada por los descendientes de inmigrantes anglosajones, irlandeses y nórdicos; en general, se presume que nada excepcional puede ocurrir en el Medioeste, salvo millonarias cosechas de maíz.

Hacía ya varias décadas, sin embargo, que esas tierras —cuyos pobladores aborígenes habían sido exterminados—, explotadas sin medida por los codiciosos colonos y sus descendientes, drenadas, abonadas y violadas, mostraban cierto cansancio pese a su inmensidad, transformándose poco a poco en fincas de menor lucro. La juventud comenzó a buscar actividades alternativas a la agricultura, y el tono de la vida en el Medioeste, con sus nuevas manufacturas y universidades, cambió.

Gustavo Zuleta llegó a San José en los primeros días de septiembre, una semana antes de las clases en la universidad. Florecían los crisantemos; la muchachada gastaba el remanente de la energía veraniega entrenándose para el fútbol otoñal y persiguiendo frisbies, y los árboles comenzaban a engalanarse con los anaranjados que, al mes siguiente, transformarían el campus en la suntuosa tapicería pregonada por las cartas de Rolando Viveros.

Dos estudiantes altas, fortachonas, ataviadas sumariamente con jeans rasgados y camisetas de aspecto sospechoso después del jogging, dueñas de largas cabelleras rubias —lisa y hasta la cintura, una; las facciones menudas de la otra se perdían en el torbellino de su melena rizada—, habían ido a esperar a Gustavo al aeropuerto, que no era sino una acumulación de hangares achaparrados, muy a propósito para los aterrizajes y despegues en la ventosa planicie de San José. Quién sabe cómo, sin titubear, reconocieron a Gustavo, que al ver a las gigantonas apoderándose de sus maletas tuvo la fantasía de que se disponían a robárselas. En todo caso, le arrancaron su equipaje sin ninguna contemplación por sus remilgos masculinos.

Tras acumular las maletas en la parte trasera del furgón, se identificaron como Sally —la más bonita, la del pelo sedoso, la menos corpulenta— y Olivia —la del pelo rizado—, ambas voluntarias del Comité de Ayuda al Visitante Extranjero. Les dio las gracias en un inglés que hasta ese momento había creído impecable, pero que desde este primer intercambio reveló su insuficiencia: se le trabó la lengua para explicar que llevaba veinte horas de avión con dos trasbordos eternos, cada vez a un aparato más frágil, y que los nervios propios de su primer vuelo no lo dejaron dormir ni una pestañada. En cuanto la furgoneta se puso en marcha, y como mecido por ella —en vez de mirar el panorama, donde acechaba una noche más grande que todas las noches de su vida y donde había, por lo demás, muy poco que ver—, logró por fin quedarse dormido.

Despertó con el auto ya estacionado. Olivia lo estaba zamarreando.

—Profesor Zuleta, profesor Zuleta, despierte... Ya llegamos...

Atontado por el sueño, quiso bajar su equipaje, pero las dos amazonas ya lo estaban haciendo: con sus cuerpos acaballados y sus caras hombrunas, perfectamente lavadas, se revelaban bastante más aptas que él para esta tarea. Trepó lentamente las gradas detrás de ellas.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En el hotel Congreve/San José, el mejor del pueblo. Todo está convenido para que usted se aloje aquí hasta que encuentre una casa que le acomode. Su suite es muy bonita, con vista al río; Josefina misma la eligió. El profesor Viveros se excusa: tenía una cita impostergable —explicó Olivia.

—Y Josefina tuvo que llevar a Mi Hermana Maud a una reunión de las Hijas de la Revolución Americana —terminó Sally.

—¿Quién es Mi Hermana Maud? —preguntó Gustavo, despertando con el cambio de inflexión.

—Ya le explicarán —dijeron ambas voluntarias al unísono, y sonrieron evasivas.

—Tiene la suite 607 —masculló la conserje sin mirarlos, alcanzándole la llave a Olivia desde el otro lado del mesón.

Gustavo se dio cuenta de que la conserje estaba sentada: veía nada más que su cabeza monumental, de carrillos inflados, como listos para una explosión grosera. Un par de estrafalarias antiparras, con un cristal verde y el otro rojo, multiplicaba la pantalla del televisor en que ella fijaba la vista.

—¿No debe llenar unos papeles el profesor Zuleta? —preguntó Olivia.

—Mañana... —repuso vagamente la gran cabeza, sin apartar la vista de la pantalla.

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