La desesperanza

José Donoso

Fragmento

Donoso sin límites

CARLOS CERDA

Influido por el título de una novela suya que considero perfecta, me fui acostumbrando casi sin advertirlo a la impresión de un Donoso sin límites. Y creo que desde mi primera aproximación hasta la postrera, mi forma personal de ver a José Donoso fue recorriendo las sucesivas fases, que iban dando a la expresión sin límites, contenidos cada vez más certeros y al mismo tiempo más sorprendentes. Permítanme que hable aquí de ese itinerario personal. El que sintamos a Pepe todavía entre nosotros estimula el recuerdo de instancias más o menos íntimas y hace aún difícil la reflexión crítica, impersonal y académica.

Más realidad, más metáfora

La primera impresión significativa a la que me refiero ocurrió en circunstancias para mí bastante penosas. Yo debía presentar una propuesta para una tesis de doctorado en la Universidad Humboldt de Berlín, en la República Democrática Alemana, y ya se habían cumplido todos los plazos establecidos para hacerlo. Tenía que presentar un proyecto de investigación suficientemente fundado y a la fecha yo tenía claro sólo dos cosas. Una, que a pesar de las sugerencias más o menos insistentes para que escribiera sobre Alejo Carpentier, o Jorge Amado, o Gabriel García Márquez, todos autores muy reputados en nuestro Departamento de Romanística y a los cuales se consideraba de insospechada vocación socialista, yo quería estudiar a un autor chileno o algún tema de nuestra novelística. Dos, que el resultado de mi investigación debía contribuir a una discusión por fin abierta de una serie de preguntas cada día más inquietantes, que se hacían en sordina y que bordeaban una suerte de clandestinidad muy propia de la vida académica de entonces y que se pueden formular así: ¿Cómo los lectores de la RDA, y especialmente los estudiantes de literatura latinoamericana, articulaban su creciente admiración por Cortázar, por Borges, por el propio García Márquez, con ese rígido código de preceptos del llamado realismo socialista?

La dificultad para concebir mi proyecto se transformó de pronto en una calamidad mayor aún, pues la tensión que me producía la ya larga superación de los plazos hizo que una úlcera de adolescente volviera a sangrar. Mis amigos saben que suelo caer en exageraciones. Entré al hospital de la Charité convencido de que podría sobrevivir sólo si cambiaba de rumbos y olvidaba para siempre el doctorado. Al momento de entrar al hospital un amigo que me acompañaba me regaló la primera edición de Casa de Campo, recién aparecida en España. Comencé a leerla esa misma mañana, luego de los primeros exámenes, y no pude dejarla hasta muy entrada la noche, y sólo porque era evidente que el extraño bulto en mi cama que de tarde en tarde miraba con desconfianza el enfermero era la flamante edición de Casa de Campo y una pequeña lámpara que se aferraba al libro y que me había llevado también este amigo, conocedor de los rigores nocturnos de una sala común.

Recuerdo que mucho antes de terminar la novela tuve ya la certeza absoluta de que había encontrado finalmente la tabla de salvación y que el milagro caído en mis manos resumía los dos propósitos que hasta esa situación tan penosa yo estaba decidido a defender: escribiría mi tesis sobre un autor chileno y lo haría sobre un tema que pusiera el dedo en la llaga. La novela era, desde el punto de vista político, inobjetable incluso para los criterios que prevalecían en el Departamento. Era una recreación literaria del período setenta-setenta y tres que mostraba con minuciosidad los conflictos entre las distintas clases y capas de la sociedad chilena, el tenor de sus reinvindicaciones y temores, sus pánicos reales o imaginarios, los accidentados desplazamientos del poder desde unos sectores a otros, el apocalíptico final de la casa señorial de Marulanda, caída primero en manos de unos extranjeros de patillas coloradas, ahogada luego por una avasallante invasión de vilanos. No cabía duda de que, conforme a la mentalidad de entonces, la interpretación propuesta en la novela era plausible —políticamente correcta, como se dice hoy— y el asunto era plantearse cómo una novela que abandonaba tan ostentosamente los cánones del realismo de corte mimético, la copia o imitación de la realidad real, podía dar cuenta tan perfecta, con tal abundamiento de circunstancias, de una realidad que atrapaba mediante su lenguaje alegórico. Y cómo era posible que esto ocurriera con tanta profundidad y con un punto de vista tan definidamente progresista, para decirlo usando un término muy empleado en esos días.

La úlcera cicatrizó rápidamente pero como debía permanecer en la Charité —una razonable cautela socialista hace que los enfermos salgan sanos de los hospitales y no en ese estado lamentable que aquí se llama convalecencia— escribí en mi involuntario retiro de la Universidad no sólo la fundamentación del tema elegido sino las ideas principales del trabajo que en su versión académica se llamó Método realista y configuración no mimética en la novela de José Donoso CASA DE CAMPO. Este alarde de pedantería académica ocultaba una idea bastante simple: el método realista de creación no puede reducirse a un cánon rígido de preceptos formales que impone la imitación de lo real como única forma válida de configuración de la materia narrativa. Visto del otro lado de la mampara, una novela intensionadamente irrealista, fantástica, hiperbólica, en virtud de su potencia metafórica, de su lenguaje poético, puede recrear la realidad desde el símil o la elegoría. Es más: esa realidad así recreada se sustenta en una mirada más profunda, que abarca aspectos mas variados, que nos permite ver lo que no es visible en la mirada cotidiana o ingenua. Había aprendido de Donoso una primera gran lección: la realidad de la ficción es una realidad de otra naturaleza. Si quieres más realidad, tiene que haber más metáfora.

Así, Donoso saltaba por sobre sus propios límites y sobre fronteras que al decir de Fernando Alegría enmarcaron nuestra novela realista durante varias décadas. Y desatendía esos límites no tanto para postular una ruptura definitiva con las formas miméticas de configuración novelesca, sino para crear otro espacio desde el cual innovar. Un espacio lateral si se quiere, tal vez complementario u opcional; en todo caso más libre, más exigente, más poético.

Es de la esencia del trabajo artístico la búsqueda de espacios más variados y más anchos para la expresión del creador. Los límites impuestos por el dogmatismo, y que en nombre de innovaciones revolucionarias termina implantando siempre la censura, es la muerte del arte. Este vive de la diversidad, de la transgresión, del descubrimiento de lo nuevo y de la negación de los límites.

Trabajé en esta tesis entre 1979 y 1982, pero la defensa sólo tuvo lugar el 12 de julio de 1984, el día del natalicio de Neruda. Ese mismo año regresé a Chile y conocí personalmente a José Donoso. Una tarde de septiembre llegué con el mamotreto a su casa de Galvarino Gallardo, llena de flores y de perros; tomamos té por primera vez en el altillo en que conversaríamos muchas horas en los años siguientes; él le sugirió a Ricardo Sabanes la publicación de la tesis doctoral en la nueva colección de Planeta, Biblioteca del Sur. Pero debía ser un libro con nombre cristiano y expurgado de cualquier rimbombancia falsamente académica. José Donoso: originales y metáforas fue el título que Pepe me propuso luego de leer el epígrafe, una cita de la Poética de Aristóteles en que se habla de la realidad —los originales— y la metáfora como un lenguaje que permite imitarla.

El ver profundo

La segunda aproximación a José Donoso me develó otra dimensión de su personalidad, otro recurso de Pepe para superar los límites.

Cuando el teatro Ictus le propuso que escribiéramos juntos la versión teatral de su novela Este Domingo se inició un período de contacto diario y de conversaciones que tampoco tuvieron fronteras a la hora de abordar las cosas de los libros y de la vida. Descubrí entonces que otro de los límites que parecía desconocer era el que a casi todos nos impone el cansancio. Yo llegaba a su casa todas las tardes a eso de las cinco y conversábamos, discutíamos escenas de la obra y escribíamos hasta cerca de las diez. Eran cinco horas cada día, pero hay que considerar que él ya había estado trabajando en su novela toda la mañana, entre las nueve y las dos, de modo que cuando se sentaba conmigo en el altillo, él llevaba ya sus buenas cinco horas de trabajo en el cuerpo. Súmese a esto el que al día siguiente empezaba la conversación hablándome de lo que había leído la noche anterior.

Esta maratónica potencia creativa tenía su paralelo en la profundidad de sus observaciones, en la rigurosa reflexión acerca de las conductas de sus personajes y en el consistente tejido de ideas que nutría su imaginación creadora.

Recuerdo que promediando la escritura de la versión teatral de Este Domingo surgió uno de sus temas recurrentes: las máscaras y las simulaciones. Yo hice una observación acerca de uno de los personajes de la novela, creo que la Chepa Rosas, y usé la expresión máscara en oposición a rostro. «Es que eso está mal», me dijo. «¿Qué está mal?», le pregunté. «Eso del rostro. Lo que hay detrás de la máscara nunca es un rostro. Siempre es otra máscara». «Entonces nos disolvemos en una interminable multiplicación de nuestras inautenticidades», le dije muy sorprendido. «¿Por qué?, me preguntó. La máscara eres tú, y la máscara que hay detrás de la máscara también eres tú, y así sucesivamente y con todas las otras. Y esas máscaras resultan de lo que te enseñaron a querer y a rechazar, y de lo que tú realmente quieres o rechazas, y de aquello que te sirve para defenderte, y de aquello que te sirve para agredir. Y mucho más. Las distintas máscaras son funcionales, las usas porque te sirven para vivir. Yo no sé qué es eso de la autenticidad. Nunca lo he entendido. Lo que sí creo es que la vida humana consiste en un refinado y complejísimo sistema de enmascaramientos y simulaciones. Tienes que defenderte. Esto es a muerte.»

Más adelante entendí que en su concepto la máscara y el simulacro no sólo tenían este carácter funcional o esta función positiva, esta especie de ortopedia imprescindible. También había en el enmascaramiento y la simulación un momento de pura negatividad. Si ponerse la máscara es un acto de impostación, una forma de simular, un ocultamiento, aquello que se oculta es lo que los otros no van a aceptar de tí en ninguna circunstancia, o lo que tu crees que no van a aceptar de tí, que casi siempre es lo mismo que tu no aceptarías de los otros. Entonces visto así, la máscara es adaptación, sumisión, renuncia a la conducta transgresora, capitulación.

Quiero decir que ésta es una de las conversaciones que la partida de Pepe dejó inconclusa. Hablábamos de esto muy frecuentemente y siempre surgía un aspecto nuevo de la cosa, y casi siempre esta nueva mirada resultaba de la observación de la vida misma, de las conductas que no dejaban de sorprenderlo, casi nunca o rara vez de una lectura especializada. Era un juego bastante especulativo, pero era también un desafío a ir más allá de la forma habitual de ver. Todo esto, así lo entendía yo, servía para adecuar la mirada a lo no habitual, preparar el ver para esos huecos profundos que la realidad nos muestra como herida, esa herida absurda con que el tango define a la vida. Eso era lo importante, a fin de cuentas. Si lo normal es pensar que detrás de la máscara está el rostro, es decir lo auténtico, el juego que él proponía me obligaba a sacar todas las consecuencias de lo hasta entonces no pensado: que detrás de la máscara haya otra máscara. No estaba postulando ninguna lectura tardía y pedante de algún padre de la psiquiatría. Estaba ejercitándose en un juego que ayudaba a ver distinto, a ver lo otro, a pensar aquello que casi nunca se piensa. Como algunos hacen jogging o aeróbica, él mantenía en ejercicio constante su inteligencia; no le daba tregua, no la dejaba decaer, la estimulaba con el ejercicio del ver profundo.

La mirada y los tupidos velos

Pero este ejercicio del ver profundo, como todo en la vida, puede contener dentro de sí la negatividad, el movimiento de signo contrario, aquello que nos hace huir de la visión. Entramos entonces en el ámbito de la voluntaria ceguera y los tupidos velos que la hacen posible.

Entre los motivos recurrrentes que conforman el universo donosiano, el de los tupidos velos tiene la virtud de ser el que nos conduce de manera más directa a la dimensión trágica de su obra, al tiempo que nos muestra a Donoso orillando una vez más las situaciones límites.

Cubrir la realidad con un tupido velo para no verla e incluso para simular su desaparición, es probablemente el acto más humano y de más larga data que podamos registrar. Ha acompañado al hombre desde siempre, como la embriaguez y la poesía, como el carnaval y la música. Veladuras, enmascaramientos, simulaciónes, son todas respuestas vitales —es decir condicionamientos de la vida humana— para enfrentar lo que ésta tiene de horrible o intolerable. Esta conciencia de una realidad que nos sobrepasa, que no podemos soportar, que no podemos mirar sin correr la suerte de Edipo —arrancarnos los ojos— es el fundamento de la visión trágica del mundo.

En El nacimiento de la tragedia, Nietzsche cita a Sileno, exponente del sentimiento trágico por excelencia.

«Una vieja leyenda cuenta que durante mucho tiempo el rey Midas había intentado cazar en el bosque al sabio Sileno, acompañante de Dioniso, sin lograr conseguirlo. Cuando éste por fin cae en sus manos, el rey pregunta qué es lo mejor y más preferible para el hombre. Forzado por el rey, acaba pronunciando estas palabras, en medio de las risas estridentes: “Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para tí sería más ventajoso no oir? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para tí: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para tí... morir pronto”»

No haber nacido. No ser. Ser nada. Donoso conoce la atracción de esta negatividad radical. En su excelente ensayo dedicado a la génesis de la nouvelle Los habitantes de una ruina inconclusa, María Pilar Donoso nos cuenta que «La obsesión clochardesca de Pepe revive al terminar la gran catarsis de El obsceno pájaro de la noche. La tentación que lo lleva ante el abismo que se abre sobre la nada, ante la fuerza de “la otra cara del poder”; el poder de la negación, de no poseer nada, no hacer nada, no pretender nada, no codiciar nada, no envidiar nada...»

George Steiner ha observado con razón que la tragedia es ajena al sentido judeo-cristiano del mundo. Job, quien podría identificarse más cercanamente con una visión trágica propia de esa representación de la realidad, conoce no sólo el padecimiento atroz; finalmente tiene también la experiencia de la justicia y la reparación, y por lo tanto de una vida con sentido.

«Y bendijo Jehova la postrimería de Job más que su principio; porque tuvo catorce mil ovejas y seis mil camellos, y mil yuntas de bueyes, y mil asnos».

Donde hay compensación, dice Steiner, hay justicia y no tragedia. Dios es justo con el hombre. Puede serlo porque es racional. Esta visión del mundo supone un orden en el universo y una capacidad del hombre para comprender la racionalidad de ese orden. «Un mundo que se puede explicar hasta con malas razones es un mundo familiar» nos dice Camus en El mito de Sísifo. En la visión trágica, en cambio, todo está entregado a las fuerzas ciegas del azar y del deseo. La suerte del hombre depende de unos dioses que no se dejan guiar por la razón sino por vehementes impulsos que no requieren de justificación alguna. Esta conciencia del sin sentido dominándolo todo es la principal substancia del sentimiento trágico de la vida. A lo largo de la historia el hombre ha ido tendiendo velos que hagan tolerable esta realidad horrible, tupidos velos que incluso cubrieron el sentido primigenio de la tragedia, que en su origen estuvo más cerca de lo orgiástico que de lo artístico, más cerca de Dionisos que de Apolo. Paralelamente y también a lo largo de la historia, el sentido trágico revivió en Hamlet y el rey Lear; en Don Quijote; en Ana Karenina y Madame Bovary, heroínas con proyectos vitales opuestos y que sin embargo terminan imitando el común gesto severo de Yocasta, la suicida; en Josef K, que muere como un perro sin conocer la razón de su sacrificio; en los personajes de Faulkner y de Camus; en todos quienes prefieren ser libres en un mundo sin sentido, antes que someterse a la racionalidad de una visión que otorga en sentido lo que cobra en libertad. Y por supuesto en los personajes de José Donoso, trágicos en el sentido más profundo del término, ya sea que recurran a los velos seculares al entrever el rostro horrible del sin sentido, o que sigan caminando por un mundo vacío de razón con la dignidad y la grandeza de un Edipo, ennoblecidos por el padecimiento y la injusticia de los dioses.

El sentimiento trágico tiene sus raíces en la ausencia de una razón que compense las penurias y ponga orden en el caos que las motiva. En el universo trágico de Donoso sus personajes se instalan en la línea incierta que separa la razón de la caída en el abismo de la locura. Andrés, el protagonista de Coronación, padece la amenaza de una demencia cercana que ve anticipada en la insanía de su madre. En Este domingo la Chepa Rosas se ve atraída por un extraño imán que la domina: el Maya y sus recaídas en la la mano negra de la sinrazón. La violencia brutal que termina con los despojos del cuerpo ambiguo de la Manuela entre las zarzamoras que bordean el río nos habla de bordes y límites más amenazantes y más profundos cuya transgresión prefigura el infierno, como se advierte en el epígrafe de El lugar sin límites. El obsceno pájaro de la noche se sitúa íntegramente en el límite de la razón y de la sinrazón. Los clochard que pululan por sus cuentos no son sólo marginados sociales; son ante todo figuras que nos saludan agitando sus harapos desde esa otra orilla a la cual nos aterra acercarnos, tal vez porque la sentimos parte de nuestro horizonte virtual. En Casa de campo, novela en la cual se mencionan por primera vez los tupidos velos, una realidad demencial absorbe a Marulanda con la fuerza centrípeta y avasallante de un tornado.

Para encontrarnos con estos personajes, para convivir con sus delirios, para recibir las señales que vienen de ese mundo imaginario que nos permite descubrir y develar nuestra extraña realidad, es preciso aventurarse en una relación más profunda con la literatura, un juego más provocativo, una entrega que estimule todas las secreciones de la conciencia y se deleite en los jugos de la pasión y del peligro. A la lectura psicológica a la que nos han habituado hay que oponer la lectura filosófica; a la mirada que busca definir las conductas —es decir, el cómo— hay que oponer la mirada que no descansa hasta descubrir el qué, la condición humana. Esa condición trágica en la que nos reconocemos y en la que confirmamos nuestra irreductible humanidad, más allá de las veladuras y los enmascaramientos, gracias a creadores como José Donoso. Gracias al velo de Maya, el velo del arte del que nos habla Nietzsche. El único que nos permite mirar la realidad cara a cara y tolerar el rostro verdadero de la vida.

¡A los setenta, quién habla de límites!

Setenta son los años del hombre, dictamina nuestro queridísimo y genial Gonzalo Rojas en el verso primero de un poema, y habría que apostar a esta sabiduría que llega desde tan alto y leer el poema entendiendo que esos años del hombre son años de esplendor, atendida la propia vitalidad del poeta y la que también tenía Pepe al cumplirlos.

En los meses cercanos a su septuagésimo cumpleaños José Donoso había vivido desafiando los límites. Sobrevivió a un maratónico homenaje realizado en Santiago y con una destacada presencia internacional de escritores y académicos; a una recaída grave de una antigua dolencia, ocurrida en Barcelona cuando partía ya hacia Madrid a recibir el reconocimiento de España; y a la no menos limítrofe negociación que concluyó en la mudanza a su nueva casa editorial —Alfaguara— del conjunto de su obra y, por supuesto, sus últimos libros.

Este hombre que ya había cumplido los setenta años y que vivía entrando y saliendo de la clínica, escribió en menos de un lustro cuatro libros de distinto género e idéntica rigurosidad. Dónde van a morir los elefantes, una de sus novelas más imaginativas y en su versión inicial la más extensa; Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, sus memorias, expurgadas en más de noventa páginas por una censura familiar que acató; Artículos de incierta necesidad, recopilación de crónicas y ensayos periodísticos compilados por Cecilia García Huidobro y El Mocho, su novela póstuma que aparecerá próximamente en España y en abril en nuestro país. Recuerdo que lo entrevisté sobre Donde van a morir los elefantes para el suplemento cultural del diario La Jornada de México, que dirige nuestro común amigo Juan Villoro. Era una tarde cálida pero ya con anuncios otoñales en el jardín de al lado, que vemos desde el altillo en que Donoso trabaja entre doce y quince horas diarias, esa otra forma de seguir desafiando los límites. Fué la penúltima conversación larga, de varias horas. La última tuvo lugar también en el altillo y fué una suerte de despedida a la que asistió un testigo periodístico, nuestra amiga Mónica González de la revista Cosas. Es cierto que nos costaba hilar la conversación pues la sordera de Pepe se había agravado. Al final de este diálogo dijo que lo grave de la sordera es que los amigos se iban alejando y él se iba quedando solo. Lo grave, pensé entonces, es que empezaba a morir esta conversación. Sobre ese sentimiento escribí para la revista Qué Pasa. Permítanme terminar las palabras de esta noche con el párrafo final de ese artículo.

«Conversar es el acto más humano y al mismo tiempo más mágico que existe. Cada conversación es una llamarada de nuestra inteligencia y de nuestra sensibilidad que se apaga con el silencio y sólo revive cuando el habla se reanuda. Cada conversación es única, porque activa ideas y deseos que sólo en ese instante están maduros y tienen pleno sentido sólo para esos interlocutores. Los amigos lo son porque van aprendiendo cuál es el sustrato común de experiencias que pueden enriquecer conversando. En rigor, aunque nos refiramos a lo mismo, nunca hablamos de lo mismo con amigos diferentes. El habla nace y crece en ese diálogo que va abriendo caminos que sólo esos conversadores pueden transitar. Cuando se pierde al interlocutor —en el caso de José Donoso un interlocutor enorme, culto, sensible, provocativo, generoso— el silencio cae sobre el camino ya imposible, ese camino que nunca más será transitado. Es una pérdida que no tiene remedio. Por eso ese domingo, apenas volví del pequeño cementerio vecino a la eternidad del mar, estuve esperando que sonara el teléfono, sin saber que aquello que esperaba era esa chispa que encendía ideas sólo en ciertos momentos y con un determinado interlocutor. Lo perdido, perdido. Tu me enseñaste que la vida es pérdida. Las ideas que había probablemente en mí y que tú activabas, ya no serán. Por eso, si tú te apagas, se apaga también una parte de mí mismo. Y una parte de todos tus amigos conversadores. Tus libros están aquí, muy cerca; puedo leerlos siempre, puedo tomar uno esta noche, ponerlo en el velador y prepararme a escuchar de nuevo tu voz. Pero esas otras palabras, las que me decías en un restaurant de Buenos Aires, en una calle de Cádiz olorosa a naranjos, en el famoso altillo, en la clínica o comiendo en nuestras casas, son palabras distintas. Y sobre todo las que llegaban desde el teléfono, puntualmente, siempre el domingo en la noche. Ese lugar sin límites que no era para mí el infierno de Marlowe, sino el espacio infinito del habla en el que nos encontrábamos. Esas palabras que sólo oíamos tú y yo. Esas palabras que extrañan una continuación que ya no es posible, ese aliento al que me aferro tratando de oírlas nuevamente, porque sin ellas, desde hoy y para siempre, me va a faltar algo en el aire.»

Para mi hija Pilar

Primera parte

El crepúsculo

1

Mañungo Vera se preguntaba si Pablo Neruda eligió vivir en el faldeo sur del cerro San Cristóbal para oír los rugidos de Carlitos, el león del zoológico. Característico suyo, este motivo para elección de residencia, se dijo, cumplimiento de quién sabe qué anhelos infantiles, de esos que solían animar con un asalto poético tantas de sus acciones cotidianas. En el taxi que lo llevaba a la casa que fue del vate, Mañungo no lograba deshacerse de esta ocurrencia, actualizando con la tristeza de la circunstancia presente las veladas en el saloncito de la embajada en París, hacía años, cuando lo escuchaba dirimir las sutilezas de la proyectada edición de La Pléiade que su traductor discutía con don Celedonio Villanueva.

Despaturrado cerca de los pies del poeta, un gran león de peluche, inútil y lujoso, comprado en una juguetería parisina, toleraba la peineta con que Matilde, arrodillada junto a la bestia apócrifa, le batía la melena para dotarla de un estilo similar al de la suya, del mismo tono cobrizo. Es probable que recordara a su lastimoso vecino enjaulado en la ladera del cerro santiaguino, ese compatriota nacido en el circo más pobre de Iquique, hijo de un enclenque león boliviano que vio la luz en cautiverio a muchas millas y generaciones de su parentela selvática. Decían las malas lenguas que al compañero Carlitos le faltaban casi todos los dientes, que sufría de mal aliento y de spleen, y que sus achaques lo incapacitaban hasta para asustar a los niños que con la boca untada de algodón de dulce se burlaban de él porque no rugía más que en la noche y de miedo: un león de porquería, en suma. Pero era nuestro león y el país no disponía de medios para comprar uno mejor. Pablo y Matilde, más de alguna vez en sus noches conyugales, debían haber despertado desde el fondo de su abrazo con el lamento adenoidal de la desgraciada bestia.

Desde el taxi Mañungo escuchó ese saldo de cuerdas vocales estropeadas, resonancia congruente con un chicle de felpa pero no con una fiera. Entrando a Bellavista le bastó oír las cacofonías del carnívoro para saber que su taxi se acercaba a la casa de Pablo y Matilde: el barrio, sin embargo, recién emperifollado con boutiques y restorancitos, iba sufriendo un paralelo desvarío de tráfico, semáforos inútiles, calles de dirección variable o en un solo sentido o cortadas, que tenían perplejo al taxista, incapaz de encontrar el callejón de Neruda.

—Preguntemos... —propuso Mañungo.

El chofer iba a parar frente a un mendigo cortado de la cintura para abajo, un cuchepo con el calañés torcido sobre un ojo, que desde encima de su patín pedía limosna. Mañungo indicó, un poco más allá, la figura sin duda más efectiva de una púber de minifalda que sorbía la anilina venenosamente lila de un chupete de helado: en Chiloé los chupetes color lila eran de falsa canela, creyó recordar de su infancia, y asomando su cabeza por la ventanilla le gritó:

—¿Por dónde se va a la casa de Pab...?

Antes que terminara la pregunta, la interpelada, extendiendo la mano con el chupete lila, señaló en dirección del cerro:

—Segunda a la derecha, primera al fondo y gira —dijo, y sorbió su envidiable golosina.

—Gracias.

Mañungo dedujo que lo instantáneo de la respuesta se debía a que todos, esta tarde, estarían haciéndosela. ¿Cómo se llega a la casa de Neruda? Innumerables vehículos se enredaban en las callejuelas y ella se divertía dirigiendo a los afuerinos. Además, pensó Mañungo, la púber lo había reconocido. Aun en París, hasta dos o tres años atrás —aquí seguramente seguiría sucediéndole—, era frecuente que lo reconocieran en la calle, sobre todo los adolescentes y universitarios. Este intercambio entre él y la muchachita, sin embargo, fue demasiado breve para que lo identificara, aunque por su barba y su pelo largo —que, hélas!, comenzaba a retirársele de la frente—, era fácil clasificarlo entre los marginales más o menos artísticos de un post-hippismo que él sabía ya extinto en Europa. Aquí, los desdeñosos bienpensantes lo incluirían en la llamada «onda lana», catalogándolo entre los inofensivos cultores epigonales de las artesanías, los expertos en ovnis y religiones exóticas, macrobióticos, marihuaneros y eclécticos sexuales. Los más jóvenes —y los más viejos— no comprendían este código de la disconformidad, sensibles sólo a la semiótica del amanerado atuendo. Pero muchos de la generación de Mañungo Vera siguieron luciendo ese sello rabioso porque sus conciencias habían nacido con un ethos rebelde. Él conservaba estas insignias no sólo por fidelidad a su propia historia sino porque formaba parte de su imagen pública, y su agente le imponía seguir explotándolas pese a que a los treinta y cuatro años se consideraba demasiado maduro para atavíos que gustoso hubiera atenuado.

La chiquilla a quien le preguntó el camino para entrar al callejón de la casa donde estaban velando los restos de Matilde —leyó la noticia en el trayecto desde el Air France de las seis hasta el Holiday Inn; instaló a su hijito en el hotel con su equipaje, y pese a su llantina siguió camino en el mismo taxi— seguramente lo identificó así, genéricamente, antes de reconocerlo. Pero cuando el taxi siguió la indicación de la baqueana no pudo resistirse a mirarla por la ventanilla trasera. No, mirarla no: lo que hizo fue más bien mostrarle su cara para que siquiera alguien lo reconociera a su llegada a Chile después de trece años de ausencia. La adolescente se había quedado observándolo. Al ver por segunda vez su champa bravía y su barba negra, sus anteojitos diminutos, sus dientes insinuados al centro de su sonrisa un poquito de liebre, recortado en el vidrio trasero como en un póster —¿cómo no reconocer al ídolo, por sus cassettes, por sus long-play, por los festivales y la insistencia azucarada de las revistas del corazón?— se le iluminó la cara, e incrédula le agitó la mano desde la esquina, afligida, sin duda, por no haber aprovechado la oportunidad de pedirle un autógrafo. Cuando la perdió de vista, derecho otra vez en su asiento, oyó a Carlitos emitiendo un rugido de reconocimiento para anunciar que Mañungo Vera regresaba de París a velar los restos de Matilde en la casa donde en otro tiempo lo invitaban no solo para que cantara sino porque les complacía su presencia.

No era, por cierto, el mejor programa para el primer día de su regreso. Sobre todo porque regresaba a su país idiotamente, sin tener para qué, en la hora recién estrangulada por el nuevo estado de sitio. Dirigirse inmediatamente a la casa de Pablo era la única ruta clara que se le presentaba: la ruta de la gratitud, de la admiración y del recuerdo. Si al llegar no se hubiera encontrado con esta dolorosa noticia que trazaba un itinerario para sus horas inmediatas, ¿qué hubiera hecho? ¿A quién hubiera visto? ¿Dónde hubiera ido y qué pasos dado? Se imaginó abriendo sus maletas solo, como tantas veces en los hoteles donde lo llevaban sus recitales, mientras Jean-Paul prendía la televisión. Después hojearía los periódicos por si sus ojos tropezaban con algún nombre familiar, hasta por fin ponerse en contacto con su engominado representante, que era el programa más depresivo que podía concebir. No le quedaban amigos después de trece años: los chilenos eran pésimos corresponsales, y él, el peor de todos. ¿Y si saliera a pasear con Juan Pablo en la avenida Providencia por si lograba reconocer alguna cara? ¿Si llamara por teléfono a su padre, arrancarlo de sus potreros de Curaco de Vélez para atraerlo a la central del pueblo y asegurarle que pronto viajaría a la isla a pasar una temporada con él para que conociera a su nieto francés? ¿O atreverse a más aunque el viejo no comprendiera, mostrándole de sopetón todos sus desgarrones, que para eso era su padre, anticipándole las desmadejadas sensaciones que lo traían de vuelta, para que así, cuando lo abrazara por fin, pudiera darle alguna forma a su indeterminación?

En el fondo, lo más fácil hubiera sido prevenir a su representante para que le tendiera una red de conferencias de prensa y festejos, protegiéndolo con ese ritual de su precipitación en la soledad. Pero el menester de despedir a la que desde la mañana de hoy era sólo un cuerpo deshabitado definía para sus horas inmediatas los puntos cardinales de su corazón.

Una respetuosa amistad de muchos años lo había unido con los Neruda, protectores —¿descubridores?— suyos desde Chile, luego patrocinadores en París cuando el poeta fue embajador. Mañungo puso música a varios de sus poemas y los cantó: su long-play nerudiano, Cancionero para poetas guerrilleros, disco de oro en Francia, fue en su tiempo el mayor triunfo de un cantante latinoamericano en Europa. Ahora último oía rumores que su conciencia prefería escamotear, acerca de cierto mal que estaba matando a Matilde. Regresar por casualidad la tarde de su deceso y asistir a su funeral que el vespertino anunciaba para mañana, en cierto modo era una justificación del atropellamiento de su viaje.

A medida que se acercaba a la casa de la ladera del cerro oía rugir más y más al león de felpa. ¿O lo oía ronronear satisfecho, tumbado en la alfombra, mientras Matilde, con una peineta verde adquirida para este pasatiempo, le esponjaba la melena chascona como la suya? Supuso que Matilde, igual que él, probablemente compartía sólo en parte el interés por los pormenores literarios de la discusión del traductor con don Celedonio, que con su puro y su bastón de empuñadura de oro y sus elegantes decenios en París era el compañero preferido de Neruda no sólo para frecuentar a libreros de viejo, sino para revolver los caldos de un rutilante París pretérito que protagonizaron junto a Juan Gris, Huidobro y Juan Emar: deslumbrante cháchara para Mañungo con tanto que aprender, sobre todo la lección de que la nostalgia no tiene por qué ser murtuoria sino regocijada, si, como este par de cómplices, se vivió el pasado en forma tan completa que nada quedó afuera para deplorar. Tal o cual café ya no existe..., docenas de contertulios muertos comentados sin eufemismos, aunque don Celedonio sufría los achaques propios de su gran edad y Pablo estaba aquejado de un triste tinte gris del que era mejor no mencionar aunque se lo veía salir hacia ciertas clínicas antes del desayuno. Ni la risa de Matilde y la generosidad de su mesa, ni las bromas surrealistas de don Celedonio, ni la esperanza en la política de la UP o de Cuba parecían pronosticar otros peligros que los divulgados peligros de nuestro torturado tiempo. Matilde era para Mañungo el presente eternizado en el canto del amor y la materia: ahora iba a enfrentarse con un objeto que fue esa mujer, para muchos dura —aunque no para él, que también conocía los rigores campesinos—, pero capaz de trazar un círculo de reserva alrededor de los incongruentes módulos que configuraron la grandeza del poeta.

2

Había llegado el momento para Mañungo Vera de transformarse en otro. No utilizando las viejas artes de la hechicería para convertirse en búho que de noche agita sus alas presagiosas junto al campanario de tejuelas, o en sabandija que muerde el talón del que huye de clamores imprecisos al caer el sol, sino por medio de un cambio voluntario de las circunstancias que habían llegado a hacer engañosos sus propios contornos, como el perezoso fluir de la niebla que disfraza a una isla de cerro, a un lago de mar, de río, de buque, a una lancha de vaca o de jeep, coagulándose en lluvia negra que borra los caseríos durante semanas y semanas. Hacer un viaje no cuesta nada —¡no iba a saberlo él, inquilino habitual de asientos de primera clase en Jumbos que lo transportaban de Roma a Tokio, de Los Ángeles a Amsterdam!—, pero tampoco cambia nada: un Hilton, un Sheraton, un Holiday Inn durante cuatro noches triunfales son idénticos a otro Hilton, Sheraton o Holiday Inn durante otras cuatro noches, fueran donde fueran. O habían llegado a serlo porque así sucede cuando uno viaja para ser visto y oído, lo que es idéntico a no ver ni oír. El viaje planteado ahora se venía gestando desde hacía tiempo, este saldo de la desdibujada continuación de su propia historia perdida en la misma neblina que confundía al buque mágico, continuación que iba a entrañar cambios cuyo dolor esperaba ser capaz de afrontar: puro masoquismo esto de querer ser otro, había comentado Nadja sin comprender que para muchos latinoamericanos de hoy es necesaria una breve residencia en ese infierno si el cambio que se intenta es algo más que un ejercicio en el formalismo de la evasión. ¿Pero evadirse de qué, en buenas cuentas, si todos estos años fueron como cuernos de la abundancia para él, y todavía, hasta hoy, sería fácil dejarse seducir por su agente parisino que le aseguraba que no era demasiado tarde para lanzarlo otra vez, y todo podía volver a ser como en los mejores tiempos? Su agente no tenía por qué acalorarse tanto con su alegato porque el problema estaba situado en regiones a que el pobre carecía de acceso: por cierto que Mañungo aún se sentía capaz de reproducir su instante meridiano de salir a escena para enfrentarse al público de los hemiciclos dispuesto a creerlo todo..., galvanizado por su adrenalina encendida como una llamarada de certeza total, de amor que trascendía aunque incluía el masoquismo: el cantante-guerrillero era poseído por la potencia de su guitarra-sexo-metralleta disparando con el clavijero de su instrumento sobre el público, ¡pam... pam..., pam! y berlinesas y parisinas caían como torcazas en su cama después de las ovaciones..., podía improvisar aún, con su voz, con sus gestos, la máscara justa que expresa el instante de potencia total, transformándose cada vez en ese «otro» que sin embargo era él, reconocible, táctil, moreno, con la alta temperatura de su delgado torso febril enjaulado por costillas sudadas, con el ritmo preciso de su glotis punteado por su guitarra-sexo-metralleta.

Sí, todavía era capaz de darle todo eso al público. Pero no lo otro, no lo que le dio en otros tiempos, cuando no necesitaba engañar a nadie: entonces él era lo que cantaba, y permitía que los estudiantes le tocaran sus vestiduras y su barba con la naturalidad de un joven santón del arte y las revoluciones. La certeza de antes, el convencimiento que le daba temperatura a su melodía y que terminó esfumándose quién sabe cómo y por qué, ¿dónde estaba ahora? ¿No se había transformado todo en un engaño, para él y para los demás? ¿Tenía derecho, a estas alturas, a desprenderse de los ropajes del aclamado cliché con el fin de comprobar si quedaba algo de sí no devorado por su máscara? ¿Cantar, ahora? ¿Cantar qué? ¿Para decir qué, si las palabras y la música y el ritmo de sus largas piernas diestras y de su pelvis desenfrenada ya no significaban ninguna cosa? Cantante sí, para toda la vida, aunque no cantara ni una sola nota. Pero actor no, que en buenas cuentas era la proposición de su agente para que no abandonara los escenarios y mantuviera vigente su rentable cliché.

Por eso la transformación de ahora: distinta a las de los escenarios justamente porque se trataba de no actuar sino de ser, y lo que antes él podía ser ahora sólo podía actuarlo. Sentía extinguirse su triunfo, pero sin nostalgia porque antes se le extinguió el convencimiento, y esto lo dejó sin crédito para sobrevivir. Ahora —no se daba cuenta su agente— no se trataba de conquistar nada ni a nadie, sino de ser. ¿Pero ser qué? ¿Isla, nubarrón, cerro, figura que para esconder su identidad brumosa se encorva sobre la humareda de los palos de coigüe empapados? Ser otro, ser algo, alguien desconocido a sus treinta y cuatro años, descifrar ese contorno disuelto en el humo, atender a otras voces más inciertas que su música y su revolución, oír la voz de la vieja, sí, en el limitado ámbito auditivo de su departamento de la rue Servandoni, desde más allá del persistente chirrido de su oído izquierdo que los médicos diagnosticaron como tinnitus, si ponía un poco de atención lograba oír las olas retumbando en la desolada costa oeste de la isla grande. Ese ronquido como de garganta agónica venido desde el océano era interpretado por los chilotes del mar interior como presagio de cambio. La ilusión de cambio en su país se había disuelto aunque lo negaran sus contertulios de los desgarrados cafés del exilio, donde él enmudeció al darse cuenta que la desesperanza, por desgracia, no tiene música. ¿Qué cantar? ¿Su padre, un Curaco de Vélez?, trabajaba aún su menguada heredad, o con los años se fue empobreciendo también ese humus y ahora sólo se oía en su pecho un ronquido como la voz de la vieja, como el del pobre león de felpa en su encarnación final, la de hoy, la de la derrota, la de la muerte, doce años después de la embajada en París, un cachureo apolillado y olvidado? ¿Existía aún ese león? ¿Dónde irían a parar sus restos después del entierro de Matilde, mañana, si aún lo conservaban?

Abrió su ventana sobre el hexágono de tulipas jaspeadas del Jardín de Luxemburgo. ¿Para qué abrir si hacía tantos meses que grabando, o en un taxi, o estuviera donde estuviera —últimamente casi no salía, convenciéndose de que era su deber acompañar a Jean-Paul a todas horas—, desglosándolo del chirrido pertinaz de su oído, lo único que oía en el amplio horizonte virtual era el rumor del océano rompiendo en esos cien kilómetros de arena ininterrumpida que los isleños de la costa interior, encogida sobre la fractura de islitas-hijas en la bolsa marsupial de Castro, llaman la voz de la vieja? Sí, cambio. Cambio de lugar. Cambio de tiempo. ¿No lo iba a destruir su intento de abordar de nuevo, en dirección contraria, el buque de arte de tan incierto periplo, para incorporarse a un mundo del que quizás no quedara más que la pura alegoría?

¿Y Juan Pablo? ¿Qué le iba a suceder a Jean-Paul? En esta tarde lastrada, semanas después que Nadja se lo vino a dejar —no podía asegurarle por cuánto tiempo, le dijo; en todo caso por mucho, o para siempre; imposible confiarle dónde iba; y como se trataba de un operativo comprometedor prefería, para protegerlo, no dar ni nombres ni pistas. Sentía mucho que esto interfiriera en su programa de recitales y lo iba a obligar a replantearse su vida, pero ahora le tocaba a él apechugar con Jean-Paul por la razón tan simple que ahora le tocaba a ella vivir—, acababa de gritarle a su hijo que si no quería que le sacara la cresta a patadas detuviera inmediatamente ese cassette atronador en que escuchaba, parecía que por millonésima vez, Au clair de la lune mon ami Pierrot cantado por la voz empalagosa de un mayor, evidentemente depravado, imitando una voz infantil. Su irritación, refrescada tanto por su estallido como por la ventana abierta al invierno parisino que al fin y al cabo no era tan distinto al cielo de Achao, con la voz de nuevo suavizada llamó a su hijo para enseñarle la conjunción de ambos cielos. Encuclillado, lo abrazó por detrás. ¡Era tan chiquitito! Y con su cara barbuda pegada a la pequeña cara fija en la ventana por donde chorreaba la lluvia austral, le dijo:

Écoute.

Quoi?

Tu n’entends rien?

Juan Pablo se esforzó por oír lo que su padre quería.

L’autobus dans la rue d’à côté? —preguntó.

Non. Quelque chose d’autre.

La musique du café au coin?

Non. Quelque chose de plus lontaine encore.

Después de un segundo el niño se definió:

Non. Je n’entends rien.

Entonces, al saberse no sólo perdonado sino vencedor, se desprendió del abrazo de su padre, corriendo a poner de nuevo Au clair de la lune. Su madre le había advertido que no tuviera miedo si su papá oía ruidos extraños. Se trataba de una dolencia más bien inofensiva —aunque en la coyuntura de peinar a su hijo para llevarlo a la rue Servandoni temió que fuera contagiosa— que atacaba sobre todo a los burgueses y se llamaba neurosis. Sí, neu-ro-sis: que aprendiera esa palabra, porque cuando se sabe el nombre de las cosas no se las confunde sino que se las desnuda, desarmándolas al tornarlas manejables. Los artistas, que ejercen la perversa profesión de cambiarle el nombre a todas las cosas, eran neuróticos precisamente por esa razón. Mañungo, su padre, era un gran artista —se abstuvo de matizar que desde su punto de vista y para los conocedores, Mañungo había sido un gran artista, pero debido a su ablandamiento político ya no lo era—, y le aconsejaba no asustarse si se ponía un poco odioso.

No fue el chirrido de su neu-ro-sis lo que Mañungo intentó compartir con Juan Pablo ante su ventana abierta a la lluvia de París. Cerró la ventana y corrió la cortina de sabanilla —a tantos años y kilómetros de distancia, con la más ligera humedad exhalaba olor a oveja, a pasto, a Chiloé, a poncho paterno mojado—, que en otra época, la de la construcción de su vida que creyó permanente y ascendente, se hizo mandar desde allá por la Nelly Alarcón cuando ella transformó la moda folk-chilota en atavío único y exportable. La sabanilla más fina, de lana seleccionada, de la mejor calidad, eso le pidió, lo mejor que la isla produjera. Jean-Paul no había sido capaz de sentir ese olor, ni de oír los presagios del Pacífico austral, de la zona donde comienzan los ventisqueros, y las razas y especies en peligro de extinción. ¿Qué, quiénes iban a ser ellos dos si el niño no era siquiera capaz de oír la voz de la vieja?

Mañungo reconocía que su intento de cambio podía resultar suicida. Lanzarse al Rin, igual que Schumann loco con sus fantasmas auditivos, según le contó Nadja cuando por primera vez hablaron del tinnitus deambulando por los muelles de una escarchada ciudad hanseática después de su recital. ¿O fue previo a un recital de arpa de Nadja? Años antes, recién llegado de Chile, un domingo paseaban abrazados entre los turistas banales de la Butte de Montmartre: de pronto la hizo detenerse en medio del gentío y cerrar los ojos, y él también los cerró. Nadja le confirmó que sí, ella también oía lo que él llamaba la voz de la vieja, un grito de esperanza asegurándoles desde el otro hemisferio que en su pobre país pronto sobrevendría el cambio por el que todos los de esta orilla luchaban. Eso fue antes que el insoportable chirrido de la neu-ro-sis hiciera su aparición. ¿Neu-ro-sis? No. Ni un simple stress, diagnosticó un médico ilustrado: una lesión del oído interno, no construido para resistir la polución auditiva del mundo contemporáneo... Era necesario huir, esconderse de todas las poluciones, auditivas, humanas, políticas, para no enloquecer con el rasguño del tinnitus. Nadja condenaba toda huida. Al abandonar a Mañungo después de varios años más o menos juntos le había confesado, en la clásica escena, tirándoselo como el peor insulto a la cara, que era demasiado evidente siquiera para discutirlo que nadie podía escuchar las olas del océano Pacífico reventando como montañas que se derrumban en el centro de París. Era verdad que le había mentido en el momento de conquistarlo, específicamente durante ese paseo por Montmartre, tal como se había hecho embarazar por él —¡qué inútil era repetirle cuánto y cuán dolorosamente se arrepentía ahora de esta estupidez!— con el propósito de atarlo a ella, porque desde el principio lo adivinó regido por atavismos tan primitivos como el sentimiento de la paternidad. Desatino propio de su juventud, de su irresponsabilidad de entonces, ingenua y pre-ideológica, romanticismo bien intencionado producto de cierto momento político chileno reflejado en la primera llamarada de gloria de Mañungo entre los universitarios de París... La arrogancia del 68 aún viva, la aceleración del gentío, las alabanzas arremolinándose en torno a él, claro, todo eso lo había mareado, seducido: «enamorado» era una palabra que Nadja rechazaba, equiparándola con el desorden, clasificándola entre las neu-ro-sis, junto al tinnitus. ¿Por qué Nadja tenía que rechazarlo todo, se preguntaba Mañungo? ¿Por qué negar algo que fue verdad simplemente porque ya no lo era y sólo negándolo ser capaz de cambiar? Él no tenía que negar nada para no seguir queriendo a Nadja. ¡Hacía tanto tiempo que no la quería! Pero aceptaba lo que fue, y su tacto nostálgico a veces revivía la minucia de su pesado pelo negro, tan ruso, tan grueso y pesado y sedoso, que al verla dormitar a su lado después del amor iba tomando las hebras entre su pulgar y su índice como pellizcos de sal, y jugaba a contar cuántas hebras cabían en cada pellizco, desgranando perezosamente el regocijo de esas madejas. ¿Era posible que Nadja negara conservar ese recuerdo de su índice y su pulgar si una vez, para demostrarle cuán sensible era toda ella a todo él, dibujó de memoria el laberinto exacto de sus huellas digitales?

¿Cómo iba a oír Juan Pablo lo que él quería que oyera ante la ventana abierta sobre las tulipas estáticas como emblemas del Jardín de Luxemburgo? No sin razón Nadja decía que Mañungo era un ser tan rudimentario, tan intolerante de toda autonomía en los demás, que exigía que las personas amadas sintieran las mismas emociones que él. ¿Qué quería que Jean-Paul supiera de su océano Pacífico, fuera de haber escudriñado juntos alguna vez esa desmigajada costa, tan remota en el espacio y el corazón que durante el interrogatorio el niño la había confundido una vez con el mapa de Alaska y otra vez con el de Noruega? No, no tenía derecho a exigirle que oyera las mismas cosas que él oyó a sus mismos siete años en una casa de tejuelas plateadas, relucientes de lluvia como las escamas de un jurel recién sacado del agua, casa humana, casa persona que crujía y se quejaba y sufría igual que un organismo animado por viejas historias transformadas por la penumbra en presencias que quedaban un poco más allá del recuerdo personal, en el ámbito no del todo misterioso del recuerdo colectivo.

O que atendiera —cuando soplaba la travesía desde el Cucao polinésico que cuadra su espalda ante el Pacífico, y don Manuel lo abrazaba junto a la cocina hembra que ocupaba el espacio afectivo de la madre muerta— a la voz de la vieja, ese ronquido que como ahora en la rue Servandoni, vaticinaba cambio. No: Juan Pablo era otra cosa. Otro. Difícil aceptar esta diferencia. Sobre todo porque era un niño en que Mañungo reconocía poquísimos ingredientes suyos. Al principio intentó conquistarlo cantándole sus canciones, pero eligió canciones de amor y el amor parecía no tocar a Juan Pablo, a quien Nadja, por educación o genética, había colocado más allá del alcance de esta palabra. Además, las canciones eran en castellano. Y el niño, como entrenado por su madre para rechazar cualquier aporte suyo —Nadja no era mala, sólo hostigada, ingenuamente intolerante de las cosas no racionales; si predispuso al niño en su contra no podía acusarla de que lo hizo por venganza sino porque sus ideas eran siempre definitivas aunque cambiaban con frecuencia—, se había resistido a cualquier cosa que no fuera francés. No era extraño, entonces, que las más bellas canciones de su padre desazonaran a Juan Pablo, prefiriendo las tonterías de Au clair de la lune mon ami Pierrot.

Vio al niño junto al estupendo equipo profesional de música, lo único de su padre con que había logrado relacionarse desde que llegó a la rue Servandoni, probablemente porque ninguno de los padres de sus amigos del barrio proletario donde Nadja lo llevó a vivir su

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