Las películas de mi vida

Alberto Fuguet

Fragmento

Las películas de mi vida

«El remezón no vino de a poco. En realidad, nada viene de a poco en esta vida. Todo acaece tal como en los terremotos: de sopetón. Somos nosotros los que vivimos de a pizcas».

ANA MARÍA DEL RÍO, Pandora


¿Cómo llegué a confeccionar un listado con las películas de mi vida? ¿Cómo se me ocurrió? ¿Por qué no he hecho otra cosa que tabular mentalmente lista tras lista una vez que aterricé en el aeropuerto de Los Ángeles y me sucedió lo que nunca esperé que me sucediera? ¿Cómo llegué a recorrer esta interminable ciudad, en el asiento de atrás de un viejo Malibu verde, con un salvadoreño canoso como mi chofer? ¿Qué me hizo marearme en los iluminados pasillos de una tienda llena de seres solitarios y obsesivos llamada DVD Planet? ¿Por qué he vuelto a pensar —a vivir, a sentir, a gozar, a sufrir— con hechos y personas y películas que daba por borrados (superados, eliminados) de mi inconsciente? ¿Por qué volví a recordar después de tanto tiempo? ¿Por qué, luego de años de no ir al cine, de no ver absolutamente nada, he regresado a mi período de devorador de películas? En otras palabras: What the fuck is going on?

Lo que sucede es terrible.

Bueno, no tan terrible, pero para mí sí. Rompí el compromiso con la universidad, he dejado mi itinerario de lado, no llegué al sitio donde me esperaban.

Estoy en Los Ángeles, «El-ei» The City of Angels, en el valle de San Fernando, en Van Nuys, arriba de la falla horizontal del Elysian Park System.

¿Qué hago aquí?

¿Por qué sigo aún en esta ciudad? ¿Por qué, en vez de hallarme en Tokio, como era el plan, como estaba estipulado, estoy ahora encerrado, escribiendo como un demente, en una habitación de un Holiday Inn con vista panorámica a la autopista 405?

Llevo ya casi cuatro días así, al borde, al máximo, por momentos en cámara lenta, a veces en doble fast forward. Son las 6:43 AM, el sol acaba de salir, los cálidos vientos de Santa Ana mecen el agua de la piscina allá abajo. El hielo que salí a buscar al fondo del pasillo ya se ha derretido. La alfombra acumula migajas de Twinkies y restos de semillas de calabaza.

¿Han entrado en una cocina, aburridos, cansados, aletargados, en un estado tipo zombie, con la garganta seca y el aliento pastoso, deseosos de abrir una helada y refrescante Coca-Cola de dos litros y medio para beberla directo de la botella, pero justo al abrirla, sin previo aviso, captan que alguien (quizás uno mismo) la agitó severamente y ya es muy tarde, siempre es demasiado tarde, y desenroscan la tapa de plástico y pum, paf, swoooooosh…, todo el líquido oscuro, toda la espuma y las burbujas, estallan en tu cara como un grifo en un choque y ya no puedes hacer nada excepto empaparte hasta que la intensa erupción finalice?

Bueno, ése es más o menos mi estado.

En realidad, es peor. Pero tampoco está mal.

Digamos que yo soy la botella de Coca-Cola y quien me agitó fue una mujer a la que (quizás) nunca volveré a ver. Fue ella la que me miró directo a los ojos, la que me hizo reír, hablar, dudar, conectar. Fue ella la que abrió mi memoria y dejó escapar la viscosa sustancia de la que están hechos los recuerdos.


«Un terremoto nunca llega solo».

CHARLES RICHTER


DOMINGO

14 de enero de 2001

6:43 AM

Santiago de Chile

—Aló…

—Hola, Beltrán. Habla Manuela, tu hermana.

—Ah… ¿Qué hora es?

—Temprano. Perdona por despertarte. Esperé varias horas antes de llamar.

—El despertador estaba por sonar. Dormía profundo, eso es todo.

—¿Estabas soñando?

—Creo que sí.

—¿Estás bien?

—Bien.

—¿En qué estás?

—Nada especial. Parto de viaje en la noche.

—Siempre es bueno cambiar de aires. ¿Vacaciones?

—No, no. Voy a Tokio. A la Universidad de Tsukuba.

—Ya estuviste ahí, ¿no? Lo leí en alguna parte.

—Años atrás, sí.

—Por lo menos llegas a un lugar conocido. Eso es bueno.

—Sí. Mi japonés es menos que mínimo.

—¿Estarás mucho tiempo?

—Un semestre.

—Envidio esa posibilidad que tienes de partir.

—Una de las pocas ventajas de estar solo en la vida.

—El vuelo debe ser eterno, me imagino.

—Sí, pero me dan toda una tarde para descansar en Los Ángeles.

—¿California?

—Sí.

—Podrías darte una vuelta por Encino. O por Inglewood. Yo aún tengo recuerdos de la calle Ash.

—No creo, Manuela. Recuerdas las fotos, no lo que pasó. Son cosas distintas. Éramos chicos.

—De todas formas podrías pasar por…

—Descansaré en un hotel que me consiguió la agencia. Es parte del pasaje, no tengo que pagar nada. No voy a pasar por ninguna parte. ¿Para qué?

—¿Nunca has vuelto? Tú que viajas tanto.

—¿A California?

—Sí, al lugar de donde éramos.

—No. He estado en el norte. Un par de veces en San José, en Palo Alto. Me ha tocado combinar vuelos en Los Ángeles, pero nunca he vuelto a pisar la ciudad.

—Curioso, ¿no?

—No sé… Es posible.

—A veces me dan ganas de volver.

—Éramos otras personas. Niños, Manuela. Todo eso pasó hace tanto tiempo. Es fácil tener buenos recuerdos infantiles. La gente que se salva es aquella que tiene buenos recuerdos.

—Cierto.

—A lo mejor no. ¿Qué sé yo?

—Yo no podría resistir la tentación de pasar.

—Me parecería extraño regresar a un lugar donde ya no hablo el idioma.

—¿Te acuerdas de que al principio siempre nos comunicábamos en inglés?

—Y nos odiaban por eso. Fue una muy mala decisión. Una de tantas.

—Deberíamos volver a comunicarnos en inglés.

—Primero tendríamos que volver a comunicarnos.

(silencio)

—En todo caso, no tendré tiempo. Lo justo para dormir un rato, ducharme, comer algo y embarcarme de nuevo.

—Qué pena.

—Pero así son las cosas.

(silencio)

—Feliz año, Beltrán. Ahora sí que comenzó el siglo.

—Cierto. Feliz año atrasado.

—Sí, feliz año.

(silencio)

—¿De

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