Nadar desnudas

Carla Guelfenbein

Fragmento

Seducción cuadricular

Seducción cuadricular

Sophie tararea una canción con la vista fija en las puertas del ascensor. Nunca antes Morgana había advertido en ella ese aire optimista de quien confía en el mundo. No necesita mirar a Diego para saber que tiene una expresión de complacencia. De tanto observarlo ha llegado a descifrar sus gestos y predecir sus sentimientos. Ella también se siente contenta. Es la primera vez que asisten juntos a una velada.

Morgana le había pedido en reiteradas ocasiones que le permitiera participar en uno de sus encuentros sociales, pero Diego siempre se había negado. Según su parecer, cualquier persona que los viera juntos, aun teniendo en cuenta los años que los separan y la amistad con su hija, descubriría el lazo oculto que los une. Por eso, cuando Sophie le contó que él las había invitado a una cena en casa de un senador, fue tal su entusiasmo que visitó la casa de sus padres y a hurtadillas sacó del clóset de su madre un vestido para Sophie y otro para ella. El de Sophie tiene mangas largas y una transparencia en tonalidades verdes que se ajusta bien al espíritu de una chica etérea. El suyo es negro, de profundo escote en la espalda, y le otorga el talante de una mujer experimentada. Su madre debió comprarlos en un arrebato, pues los dos están lejos de su estilo recatado y formal.

Al llegar a la calle, Sophie deja de cantar. La noche parece hecha del susurro del río, del rumor del tráfico, de ladridos lejanos y risas tenues, un arabesco de sonidos que les insufla entusiasmo. Mientras caminan hacia el estacionamiento en busca del Fiat 600 de Diego, Morgana los toma a ambos del brazo. Diego hace el amago de zafarse, pero ella no se lo permite. Recuerda el poema de Thamár y Amnón, y recita:

—Thamár estaba cantando desnuda por la terraza. Alrededor de sus pies, cinco palomas heladas/ Amnón, delgado y concreto, en la torre la miraba.

—Delgado y concreto como tú, Diego —dice Sophie—. A veces pienso que deberíamos desconcretizarte un poco, ¿qué crees, Morgana? —pregunta, y ambas jóvenes ríen.

Diego sonríe de soslayo, con esa sonrisa un poco arqueada, acogedora y contenida, tras la cual nunca está claro si se oculta la satisfacción, la ironía o el desdén.

—Ustedes dos van a terminar por volverme loco —dice, y apura la marcha mientras en la calle las luces se agitan sobre las superficies grises de las fachadas.

*

El amplio departamento pertenece a un senador a quien Diego tiene en buena estima. Los comensales conversan en pequeños grupos, rodeados de grandes butacas, cuadros modernos y alfombras Khasan que le dan al lugar un aire cosmopolita. Pero su verdadero encanto radica en las enormes ventanas que miran hacia el parque y la Virgen iluminada del cerro.

Nada más entrar, Diego entabla una conversación con una mujer alta de piel tostada y rasgos angulosos de aristócrata, que lleva el pelo recogido en un elegante peinado. Morgana y Sophie se sientan en un sillón sin despegarse la una de la otra. Sophie, con una copa en una mano y un cigarrillo en la otra, exhala el humo con libertad, mientras ambas comparten miradas de connivencia, conscientes de la atención que suscitan y de lo atractiva que resulta su actitud desenvuelta. Hablan casi al unísono y salpican sus palabras con risas, sin fijar la atención en nada ni nadie. Morgana sabe, sin embargo, que es para la mirada de Diego que su cuerpo toma vida. Tan pronto sus ojos se topan, él sonríe lentamente y luego desvía los suyos para seguir charlando con la mujer.

Al cabo de un rato, Sophie descubre que entre los invitados se encuentra una famosa artista colombiana, y, estimulada por Morgana, se anima a acercarse a ella. Es una mujer menuda y sus ojos negros tienen el brillo sutil de una hematita.

Morgana se siente libre de separarse de su amiga, y con la copa llena comienza a vagar por el departamento. Va de grupo en grupo, sin intentar darle sentido a lo que escucha, sino más bien absorbiendo el deleite de un ligero mareo. Mientras pasea busca los ojos de Diego, que no siempre encuentra. La mujer a su lado mueve la cabeza, asiente a menudo, y de tanto en tanto suelta una risa, que al parecer la estimula a acercar su cuerpo más al de él. Un hombre vestido con llamativa elegancia tropical, y rodeado de un corro atento, desarrolla una teoría sobre las nuevas arremetidas del imperialismo. Frente a la ventana, Sophie continúa charlando con la artista. Pero la atención de Morgana vuelve a centrarse en Diego, en su mano, que ahora se ha posado en la cintura de la mujer, para luego encenderle un cigarrillo con un ademán concentrado, compartiendo de pronto con ella un grado más de intimidad.

—Hola. Eres española, ¿verdad? —escucha una voz a sus espaldas cuyo acento le resulta familiar.

Es un chico de cabello ondulado, con un rostro que irradia picardía. Un vello oscuro en el labio superior le confiere un aire de extrema juventud, y de toda su figura emana viveza. Sus frases están cargadas de casticismos y sustitutos de maldiciones que la hacen reír, iniciando así una charla alejada de esa potestad intelectual con la que están teñidas las conversaciones del resto de los asistentes. Él le cuenta que es músico y que está en Chile con su banda para dar una serie de conciertos a lo largo del país. Hablan de Franco, de Joan Manuel Serrat, del gobierno de Allende y de otros tantos temas por los cuales planean con entusiasmo y sin tropiezos. Aun así, Morgana tiene la impresión de que ha dejado de existir por sí misma y que su ser está confinado en Diego.

Al vaciarse sus copas, el muchacho le ofrece llenarlas. Mientras se aleja rumbo al comedor, ella busca una vez más a Diego y descubre que él la mira con fijeza. Rastrea en su semblante un mapa que le indique el camino a seguir, pero su expresión le resulta inescrutable. Cuando el músico regresa con las bebidas, Morgana toma una y bebe el contenido de un golpe. Advierte el calor del líquido que se desliza por su garganta. El chico la ha tomado por la cintura y le habla al oído. Ambos ríen y él roza su cuello con los labios. Es un gesto rápido que espolea sus sentidos. Podría, sin resistencia, llegar hasta el final, azuzada por la mirada de Diego, que, intuye, tiene puesta en ella, en ellos, por el deseo que sabe ha provocado en él ese contacto con el muchacho, y es justamente por eso, porque lo sabe y no quiere defraudarlo, que continúa y se deja conducir —secundada por sonrisas y caricias— a la terraza. La noche veraniega es fresca y chispeante. Una vez allí, contra la baranda y con el parque oscurecido a sus espaldas, el chico la besa. Al quedarse sin aliento, introduce una mano en el escote de su vestido y presiona con suavidad uno de sus pechos. Ella también lo besa, lo toca, y ciñe su cuerpo al de él. Se siente adormecida. Cierra los ojos y un leve mareo la envuelve, disociándola aún más de la realidad. Por eso, al oír la voz de Diego, le parece que sus palabras pertenecen al pozo de la imaginación.

—Ya nos vamos —le ha dicho.

Se desprende del muchacho y al volverse se encuentra con la mirada de Diego incrustada en ella. Reconoce en sus ojos ese matiz de caída, ese celaje que los envuelve cuando se despierta la avidez que tiene de ella. Se estira el vestido con un gesto rápido y torpe. Se siente perdida, como si de pronto una fuerza sobrenatural la hubiera despojado de su piel, y ahora, sin lugar donde ocultarse, se enfrentara a las dolorosas lancetas del sol. Diego menea la cabeza y le da una calada a un cigarrillo, y entonces ella tiene la impresión de estar frente a un científico que, con una ironía fría y hermética, sopesa los resultados de un experimento que ha estudiado por meses en la soledad de su laboratorio.

En el camino de regreso, Diego conduce en silencio. A la distancia se escucha el ulular de una sirena. Un sonido urgente que se incrusta en su pecho. Mientras Sophie comenta los grandes y pequeños momentos de la velada con animación, Morgana intenta encontrar la mirada de Diego en el espejo retrovisor. Añora la profundidad tranquila de sus ojos, donde suele sumergirse. Pero en lugar de eso encuentra la expresión decidida y fría de quien conduce al exilio a alguien que ya no es bienvenido en el reino. Diego enciende la radio y los primeros sones de una canción se llevan las palabras de Sophie, el cálido goteo de su voz en el que intentaba refugiarse.

Siente rabia. Recuerda las largas noches de inquisiciones de Diego, su ansiedad, entre pesarosa y excitada. Recuerda el hambre que, según él, despierta ella en su ser, no solo de su cuerpo, sino también de todas las experiencias ignotas que este le ofrece, de la ilimitada magnitud de la vida. ¿No fue acaso él quien la hizo pensar que lo que quería era verla en brazos de otro hombre?

Pronto la rabia se transforma en miedo. Se ha alejado del mundo para quererlo. Nada de lo que antes le daba sentido a su vida hoy tiene importancia. La sola idea de perderlo la inmoviliza. Sabe que sin el amor de Diego terminará por desaparecer.

II. Dos años antes

II. Dos años antes

La soledad de los cuerpos

La soledad de los cuerpos

Sophie mira a Morgana desde la orilla de la piscina y piensa que le gustaría dibujarla. Podría esbozar su cuerpo emergiendo y luego plasmar la oscilación del agua con tinta negra y algunas gotas de azul. Pero el verdadero desafío consistiría en expresar su exuberancia, la elasticidad de sus movimientos, la energía que emana de su ser, brillante, indomable.

Morgana se zambulle y sus nalgas desnudas se asoman levemente. El aire es cálido y frutoso, inusual para un verano santiaguino cuyas noches suelen ser frescas.

—¿Vas a quedarte ahí toda la noche? Anda, tírate. El agua está tibia —le grita a Sophie.

Entraron a la piscina del Stade Français por un agujero del enrejado. Fue Morgana quien la trajo hasta aquí, y Sophie no se arrepiente de haberla seguido. Se saca la falda y luego, de un tirón, la blusa azul. Los calzones blancos, apenas sujetos de sus estrechas caderas, refulgen en la oscuridad como la cabeza de un oso polar. También la muñequera de colores que trae en su mano izquierda. Las tiene por decenas, las pinta ella misma con manchas, figuras y arabescos, y lleva siempre una puesta. Le dan un aire gitano que contrasta con su estampa delgada y exenta de curvas, como la de un chiquillo. Se quita los calzones con rapidez y los oculta bajo la ropa. En tanto, Morgana vuelve a hundirse. Su cabello negro y rizado ondea como las plantas de las profundidades del mar.

Sophie cierra los ojos, oprime su nariz con el pulgar y el índice y se lanza de pie. Imagina su cuerpo estrellándose contra el fondo de la piscina. A pesar de que tiene dieciocho años y que no desprecia vivir, a veces piensa que la muerte puede ser tan vasta como la vida.

Desde el otro extremo ve acercarse a Morgana con grandes brazadas. Una vez que están próximas, Morgana se sumerge, toma uno de los pies de Sophie y la atrae hacia sí. Esta patalea con fuerza hasta desprenderse de ella. Antes de que Morgana reaccione, Sophie presiona la cabeza de su amiga y la hunde.

Ahora ambas flotan de espaldas.

Hace ocho meses que Sophie llegó a Chile a vivir con su padre. A las pocas semanas de su arribo, Morgana tocó el timbre de su apartamento y le preguntó si podía entrar. Se habían topado en el ascensor del edificio donde ambas viven, y siempre se saludaban con alegría y curiosidad, pero nunca hasta entonces se habían hablado.

El agua pasa a través de ellas en infinitas frecuencias y atiza su piel con descargas tenues. Todo se mueve. Sus espaldas serpentinas, los filamentos de luz que dibuja la luna sobre el agua, las hojas de los abedules que al contacto de la brisa revelan sus caras plateadas. Y a la vez todo se detiene, de a poco, hasta llegar a la quietud.

—Anne estaría orgullosa de nosotras si pudiera vernos —dice Morgana.

—Pero el problema es que está a diez mil kilómetros de distancia y no nos conoce —replica Sophie.

—Ya lo hará… verás —asegura Morgana con firmeza—. Voy a escribir un ensayo sobre su poesía, tan lúcido, tan perfecto, que cruzará el Atlántico, y entonces, Anne Sexton, la mejor poetisa de su generación, caerá a nuestros pies.

—Tu es folle, mignonne —dice Sophie con su francés arrastrado, propio de las altas esferas parisinas—. Dale, tres palabras con A.

—Azulsorar, asombrentender, asfixialítico. Con M —grita a su vez Morgana.

Como hija de diplomáticos, Morgana ha vivido en diferentes ciudades del mundo, incluyendo París, en el mismo barrio donde Sophie vivió con su madre desde niña. Les divierte pensar que más de una vez debieron cruzarse en la calle, en el metro, o en la panadería.

—Mentirosear, momenticar, masturbesarse —señala Sophie.

—Ahá, así que con esas. ¿Tienes a alguien particular en mente?

Nadan hacia la orilla, trepan por el borde de la piscina y se sientan en la superficie de cemento. Morgana se recoge el pelo y lo anuda sobre su cabeza. Al despejarse, la arquitectura de su rostro queda al descubierto. Sus cejas rectas y tupidas se encuentran en el entrecejo, un límite que separa sus ojos ávidos y burlones de su frente redondeada de niña.

—Se llama Camilo. Trabaja en la papelería donde compro mis materiales de pintura —responde Sophie.

Ambas reclinan la espalda en el cemento que aún guarda el calor de la tarde. En lo alto, como una sábana, la luminosidad de la luna abriga el cielo.

—¿Cómo es? —pregunta Morgana, girándose hacia ella.

—Tiene un culo que te cagas —responde Sophie, emulando la forma de expresarse de su amiga.

El agua de la piscina aún se agita, como si un gigante hubiera arrojado su aliento sobre ella. Sophie no sabe qué busca al decir esto, tal vez provocarle celos. Pero no es lo que encuentra cuando mira a Morgana de soslayo. Sus ojos brillan de curiosidad y complacencia al constatar que se aventuran en el universo abstracto —por la inmensa cuota de imaginación que despierta— y a la vez divinamente carnal al cual pertenece.

—Es guapo, entonces —observa Morgana y suelta una carcajada.

—Diego me advertiría que demasiado. Que fuera cuidadosa.

Miente. Camilo no es guapo. Tiene la expresión triste, huraña, agresiva incluso, de quien ya conoce lo inclemente que puede llegar a ser el infortunio.

—Diego, Diego, ¿te das cuenta de que no paras de nombrarlo? ¿Y por qué le dices Diego y no papá? Además, ¿cuándo voy a conocerlo?

—Tendrías que venir al departamento por la noche porque él trabaja todo el día. Pero, oye, haces demasiadas preguntas.

Se largan a reír. Sophie se burla del afán de Morgana por saberlo todo para al rato olvidarlo. Tiene la impresión de que cada momento en la mente de Morgana borra al que le antecede, para así enfrentarse a los eventos con la simpleza de la ignorancia.

La brisa nocturna comienza a desplegar su frescor.

—Deberíamos vestirnos —señala Sophie.

—O podría llegar una turba de adolescentes y encontrarnos desnudas.

—¿Acaso te entusiasma la idea?

—No me disgusta.

—De verdad estás loca —afirma Sophie, y oculta sus pequeños senos con las manos, como si la ocurrencia de Morgana de pronto fuera a hacerse realidad.

Morgana tiene veintidós años, tan solo cuatro más que ella. Sophie observa cómo la luz de la noche queda atrapada en las gotas que aún permanecen adheridas a la piel desnuda de su amiga, e imagina que debe poseer una buena cuota de fortaleza y descaro para llevar ese cuerpo con tal desenvoltura.

Después de que ambas se han vestido, Morgana saca de su bolso una pequeña caja de metal en cuya tapa está dibujada la figura de un ángel. Sus alas nacen en los hombros y caen hasta sus pies. De su interior saca un papelillo y luego lo llena con hojas molidas de marihuana. El cielo respira cercano. Sophie piensa que si extiende el brazo lo suficiente, tal vez lograría tocarlo.

Esa primera tarde, cuando de improviso llegó a su departamento, Morgana preparó un porro y le contó que el ángel era un regalo del primer chico con quien había hecho el amor. Sophie había fumado antes con alguno de sus compañeros del Beaux Arts, pero el muro que la había separado siempre del mundo se había hecho tan alto y extenso que no volvió a intentarlo. Hasta que llegó Morgana.

—Lo vi el otro día entrando al edificio. Es bastante guapo —señala Morgana después de darle al porro una honda calada.

—¿Quién?

—Tu padre, Diego.

—Todas dicen lo mismo.

—¿Quiénes son «todas»?

—Las mujeres, mignonne, ¿quiénes más van a ser?

—Lo dices como si te molestara.

—No, no me molesta en absoluto. Diego adora a las mujeres y ellas lo adoran a él. Por eso son inofensivas.

Junto a Morgana el muro del aislamiento no crece. Morgana baila y tararea con su voz ronca una melodía.

—Dale, vamos —le dice.

—Es que no puedo.

—¿Cómo que no, qué va a pensar Anne de ti?

Con timidez, Sophie se suma y mece las caderas.

—¿Ves? —ríe Morgana.

«Claro que puedo, a tu lado puedo todo, a tu lado percibo la excitante naturaleza de las cosas», se dice Sophie a sí misma mientras levanta los brazos y los mueve al ritmo de los sones cadenciosos de Morgana.

Espérame

Espérame

Al entrar al ascensor, Diego tropieza con el bolso de Morgana, trastabilla y luego alza la vista. Lleva el pelo corto, ocultando tal vez una incipiente calvicie, y sus movimientos son elásticos, jóvenes, aunque la plena conciencia que pareciera tener de ellos los vuelve no del todo convincentes. Su piel está enrojecida y magullada alrededor de los ojos. Tiene un hoyuelo en la barbilla y el entrecejo profundo, de aristas agudas, como si alguien lo hubiera tallado con cincel y hubiese olvidado pulirlo.

—Este ascensor está cada día más lento, llevo diez minutos esperándolo —dice.

—Cuando me aburro de esperar, bajo a pie —comenta Morgana.

—¿De veras, doce pisos?

—Los míos son catorce.

Él apoya la espalda contra el fondo del ascensor y vuelve a mirarla.

—Tienes razón, me haría muy bien.

La abarca íntegramente, como si la sopesara, al tiempo que en sus ojos parecieran transitar imágenes lejanas, produciendo la impresión de que su conciencia se mueve a varios niveles en forma simultánea.

—Tú debes ser Morgana, la amiga de Sophie —dice.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque te describió con bastante acierto. Y por tu acento español, claro.

Le gusta la idea de haber sido, por algunos instantes, parte de su intimidad.

—Sophie también me ha hablado de ti —afirma.

—Imagino que puras maravillas —sonríe Diego.

Sin responderle, Morgana se cuelga el bolso del hombro. Diego sigue el movimiento de su brazo que levanta para acomodarlo.

—Para Sophie ha sido bueno encontrarte. De verdad me alegro de que estés por aquí, Morgana.

Ha pronunciado otra vez su nombre, y mientras lo hace cree vislumbrar más ímpetu en su mirada. En el octavo piso entra la presentadora de un canal de televisión haciendo sonar sus tacones. Le da a Diego un beso en la mejilla y comienza a hablarle con palabras que en los oídos de Morgana suenan a vidrios rotos, a fuegos artificiales, a ansiedad. Mueve las manos, abre y cierra los ojos de pestañas largas y saca a relucir la lengua con lentitud.

—¿Qué te pareció el discurso del presidente? —le pregunta Diego.

La presentadora echa una mirada fugaz hacia el rincón de Morgana y sin detener su pestañeo responde:

—Parece que estuviera demasiado apurado por hacerlo todo de una vez. La nacionalización de los bancos, de las empresas, la aceleración de la reforma agraria. ¿No crees que pueda llegar a ser peligroso?

—Se está haciendo con racionalidad. Te lo aseguro. Si vieras los índices de pobreza no pensarías lo mismo. Son escandalosos. Cuando quieras puedo facilitártelos —replica Diego.

Al abrirse las puertas, Diego se despide con un gesto de la mano y arquea la ceja derecha, desplegando una sonrisa que busca ser encantadora.

Desde temprana edad, Morgana tuvo conciencia de la energía que emana de su cuerpo. Un tejido invisible que atrapa la imaginación de los hombres. En un comienzo, las miradas voraces que se deslizaban sobre su piel le producían la sensación de ser invadida por una colonia de insectos, hasta que un embate de calor comenzó a asaltarla en el extremo inferior de su columna; una ola que se movía y zigzagueaba, haciéndole cosquillas. Ocurría de pronto, cuando en el automóvil de su padre sentía el roce acompasado del asiento de cuero, o cuando cerraba los ojos y se concentraba en el nacimiento de su espina dorsal. Al principio no había palabras que unieran ese ardor con la atención que recibía. Ella volvía a perseguirlo, indagaba en solitario, hasta que aprendió a convocarlo y controlarlo, hasta que se depositó en la imagen de un hombre.

*

La directora de la biblioteca donde trabaja por las mañanas le ha pedido que hoy llegue más temprano de lo acostumbrado. Mientras aguarda el ascensor oye sus zumbidos y explosiones, las cuerdas que se desenvuelven y se pliegan, llevando consigo ese rectángulo de luz blanca en donde el último día han permanecido vivas sus fantasías. En tanto, piensa con satisfacción en el ensayo sobre Anne Sexton y Sylvia Plath que trae bajo el brazo. Ha gozado escribiéndolo, pero le es difícil llevar su pasión por la poesía a las aulas de la universidad. «La luna no es la puerta. Es un rostro por derecho propio», se dice, y por eso se niega a hacer una disección de Sylvia Plath como a un animal de laboratorio. A veces, al escuchar a sus maestros, tiene la impresión de encontrarse en una carnicería. Todo aquello que hace a la palabra viva, su atmósfera, su misterio, el eco que deja en el oído, es trozado, clasificado y asépticamente guardado en un refrigerador. Si no ceja en sus esfuerzos, es tan solo porque no va a permitir que la academia la doblegue. Está decidida a recibirse con las mejores calificaciones.

Una vez adentro, el cubículo de metal desciende sin detenerse en el piso 12. Siente desilusión. Añoraba encontrarse con Diego. Había imaginado que tendería sobre él ese delicado velo de miradas y movimientos —tan distante de la burda seducción de la presentadora— que, sabe, hubiera enardecido su deseo. Había calculado cada detalle de su atuendo. La mixtura perfecta entre voluptuosidad e inocencia. Pero en la soledad del ascensor de pronto su aspecto le parece ridículo. Se aferra a su bolso y cubre con él el jersey de hilo que al adherirse a su piel dibuja el contorno de sus pechos. También quisiera ocultar la falda de colores pálidos y aire infantil que deja al descubierto sus piernas.

Pronto alcanza el primer piso. Se sorprende al divisar a Diego en las puertas del edificio, de espaldas al ascensor, detenido en uno de los escalones que llevan a la calle. Tras él, de telón de fondo, la decorosa e impecable avenida que divisa bajo su ventana del decimocuarto piso, degenera ahora en una indigna vía de autobuses humeantes y automóviles que rechinan en la mañana soleada de marzo. Diego se aproxima a ella sonriendo. Su figura larga y la chaqueta algo estropeada, de un lino color crema, le hacen pensar en esos aventureros que parten a conquistar tierras remotas. Su cuerpo se mueve con la secreta autoridad, relajada y firme a la vez, de una fiera que en cualquier instante puede pasar de la inacción a la acechanza.

—Qué bueno verte, quería hablarte —le dice.

Se acerca y la saluda con un beso en la mejilla. Pero no es el contacto formal de sus rostros el que la perturba, sino el roce fugaz de sus manos. Morgana tiene una percepción lenta de él que provoca un efecto intenso en sus sentidos.

—Es que noto a Sophie decaída. Hace dos días que no sale. Tengo una reunión y volveré bastante tarde. No quisiera que hoy se quedara sola. ¿Crees que podrías pasar por casa más tarde?

—Claro, no hay problema —responde Morgana.

—Me encantaría que una de estas noches cenaras con nosotros.

Morgana coge su cabellera y hace con ella un nudo bajo su nuca. Distingue la mirada de Diego deteniéndose a la altura de sus pechos. Una expresión que ella conoce bien y que no alberga muchas lecturas.

Desaparecer

Desaparecer

Sophie la ha invitado a cenar. Mientras en su ventana arrecia una temprana lluvia de otoñ

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