La muerte se desnuda en la Habana

Hernán Rivera Letelier

Fragmento

1

—¡No he visto mujeres más rápidas para desvestirse que las cubanas!

Aeropuerto de Tocumen, Ciudad de Panamá, lunes 18 de agosto de 2014. Arrimados al mesón de un Starbucks, el Tira Gutiérrez y la hermana Tegualda esperan su trasbordo hacia Cuba. Han volado toda la noche. Ella bebe su café con crema; él, su taza de té negro con tostadas. Un hombre junto a ellos —camisa tropical, sombrero Panamá— les oye hablar y pregunta si son chilenos, de qué ciudad del norte son, pues tienen cara de nortinos, y hacia dónde se dirigen. Y sin esperar respuesta, se presenta como Fernando Troncoso, oriundo de Concepción, y a mucha honra, compatriotas. Acto seguido, sin solución de continuidad, zampándose un muffin remojado con tragos de Coca-Cola, se pone a contar a toda boca, tratando de imitar el acento caribeño, lo que hizo, no hizo y hubiese querido hacer en sus veinticinco días de vacaciones en La Habana, sin dejar de repetir lo que de un tiempo a esta parte se viene repitiendo en todos lados y en todos los acentos: que hacen muy bien en visitarla justo ahora, coño, pues a Cuba hay que ir antes de que muera Fidel y vuelvan los gringos, y todo se llene de letreros de Coca-Cola y de McDonald's, y comiencen a echar abajo los palacetes antiguos y cambien por autos de último modelo a esos simpáticos almendrones de los años cuarenta, que son la pinga, chico, te lo digo yo, pues les dan color a las calles y hacen pensar que en un abrir y cerrar de la puerta del avión se ha atravesado una grieta del tiempo y se ha aterrizado en la fabulosa década de los sesenta.

—Ya tú lo vas a ver, papi —dice el hombre de nariz encorvada, grandes mostachos cerdosos y cuerpo de boxeador de peso pesado.

Cuando la hermana Tegualda, harta de la verborrea del compatriota, toma su cartera y va en busca de un baño, el tipo —sonrisita de gato de cómic y palmoteo incluido— le lanza al Tira ese otro lugar común, ya manoseado hasta el asco, de que ir con la señora a Cuba, chico, es como llevar ron.

—Es mi hermana —dice el Tira.

—Ah, bueno, cuñado, entonces ambos la van a pasar bien. ¿O van en plan de trabajo?

—Vacaciones —dice el Tira.

El hombre, con un vozarrón y un desparpajo inaudito, tratando de mostrarse como una especie de macho cabrío, o semental de cine porno, baja un poco la voz y pasa a narrarle con lujo de detalles algunas de sus peripecias amatorias en la isla (la aventura del condón que no era condón, hace reír de buena gana al Tira) para rematar con la frasecita, dicha en voz baja, pues ya se acercaba la hermana, sobre la belleza de la mujer cubana y su pasmosa rapidez para desvestirse.

Cuando el hombre oye que están llamando a embarcarse a los pasajeros de su vuelo a Santiago de Chile, el compatriota le da su tarjeta de presentación y comienza a despedirse. Antes de que se vaya, el Tira Gutiérrez le pide que le dé algunos datos de los lugares donde se pasa bien en La Habana.

—Usted sabe: música, ron, mulatas.

El tipo, ampliando a su máxima expresión la sonrisa de gato de dibujo animado, dice que el orden de los factores debiera de ser a la inversa, o sea: mulatas, ron y música. ¿Tú me entiendes, coño? Y enseguida comienza a recitar nombres:

—Por supuesto, El Tropicana, lo mejor que he visto en mi vida. Luego está el Salón Rojo, el Tocororo, Las...

—Aguante un poco, amigazo —dice el Tira Gutiérrez y ordena a la hermana Tegualda que anote. Ella, con el ceño fruncido, abre la cartera, saca su libretita y una lapicera Bic.

—Ahora sí, dele —dice el Tira.

—Las Dos Gardenias, El Gato Tuerto, La Casa de la Música, Don Cangrejo, El Johnny, El Bolabana, La Maison... Bueno, esos son los que recuerdo. Pero hay más, muchos más.

—No se preocupe —dice el Tira—, para empezar está bien.

El hombre dice que, como le cayeron bien los hermanitos, les va a hacer una paleteada. Y le pide la tarjeta que acaba de pasarle y en el reverso escribe un nombre y un teléfono.

—Este es el nombre y el teléfono de un taxista que conocí en La Habana. Él sabe cuadrar todas la jugadas, como se dice en Cuba. Yo le puse el Rey Midas de La Habana: todo lo que toca lo convierte en placer y diversión. Conoce al revés y al derecho la noche y los bajos fondos habaneros. Nos hicimos muy amigos.

—Parece que todo el mundo se hace amigo de los taxistas cubanos —dijo el Tira recordando lo que había dicho la abogada del hombre que los contrató.

Antes de despedirse definitivamente, el tipo quiere sacarse una selfie con ellos, se da cuenta de que su teléfono se ha descargado y le pide a la hermana que, por favor, la saque con el suyo y luego se la envíe. Que en la tarjeta están sus datos, ya tú sabes, mami.

Cuando el sujeto por fin los deja para dirigirse a su puerta de embarque —no sin antes volver la cabeza y gritar que si no van por un mojito a La Bodeguita del Medio no han estado en La Habana—, la hermana Tegualda suspira, guarda su libreta, se cambia de hombro la moña y dice, categórica:

—Los chilenos y su majadería.

—Hay que asumirlo, hermana —dice el Tira—. Es nuestra carta de presentación en el extranjero.

—Oiga, caballero, espero que esos antros de perdición que anoté, los haya pedido por asuntos profesionales y no con otras intenciones.

—Por supuesto, hermanita, vamos tras la pista de un hombre joven, buenmozo, bueno para el carrete. ¿Por donde cree usted que debemos empezar la investigación? ¿Por parroquias y casas de reposo? Está poco escurrida, hermana.

Ella se cambia la moña de hombro.

—Y vaya encomendándose a su Señor —remata el Tira—, pues tendrá que acompañarme a todos esos «antros de perdición», que imagino, comparados con los de Antofagasta, deben de ser el doble de concupiscentes.

Se bebe el último sorbo de té, le pregunta la hora a la hermana (son las nueve y media), toma su mochila y dice que para ellos también ha llegado la hora de embarcar.

—Ya tú sabes, mami, el avión sale a las diez —sonríe el Tira Gutiérrez tratando de copiar la mala imitación caribeña del compatriota.

Ella toma su cartera, lo mira de reojo y mueve la cabeza.

—Eso parece más acento chilote, oiga.

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