La estación de las mujeres

Carla Guelfenbein

Fragmento

Margarita

Margarita

La última vez que Jorge intentó tener sexo conmigo, le pedí que usara un condón. Uno que llevara una frase de Jenny Holzer. Eso fue hace tres semanas, antes de que finalizaran las vacaciones y sus estudiantes volvieran de sus escondrijos de verano: de los yates las rubias y de las profundidades de sus sopas de noodles las de ojos rasgados. Me miró desconcertado y luego se largó a reír. No me preguntó quién era Jenny Holzer. «No es broma», dije, «si quieres hacer el amor, tendrás que ponerte un condón. Y que sea de Jenny Holzer, por favor». Estábamos echados sobre la cama, él desnudo y yo con mi camisa de dormir hasta las canillas. Afuera se oían gritos de niños. Tal vez jugaban soccer en las calles abandonadas por los estudiantes. Jorge se levantó y desde su desnudez me miró. Su expresión era de absoluta confianza, imaginando, supongo, que su virilidad revertiría mi insurrección. Noté que las carnes de su estómago habían desaparecido. De alguna porción de su vida extrae el tiempo para ir al gimnasio. De la que me corresponde, sin lugar a dudas, porque cada vez lo veo menos. Me di la vuelta y me cubrí con la sábana hasta la punta de la cabeza. Mi cuerpo, a diferencia del suyo, crece y se desarma otro poco cada día, se pliega, se seca, se enrolla sobre sí mismo en cansadas texturas. Hay veces en que apenas lo reconozco como mío.

Someone else’s body is a place for your mind to go *

Hoy es mi cumpleaños número cincuenta y seis. Son las nueve de la mañana y estoy sentada en una banqueta en cuya superficie están tallados textos de Jenny Holzer. Sus frases han aparecido en camisetas, pelotas de golf, gorros, tazas y hasta en condones. La banqueta está en el jardín frente a las puertas de Barnard College, por donde decenas de impúdicas mariposillas entran y salen con sus faldas hasta el pubis y sus mochilas al hombro. Yo las observo. Las observo y aguardo a que Jorge aparezca con una de ellas cogida del brazo. Se escuchan chirridos de frenos. Una sirena taladra el aire. El día pasa en movimientos concéntricos y yo lo observo.

Murder has it sexual side *

Esperaba que Jorge me dijera feliz cumpleaños esta mañana, que me regalara una caja de chocolates, una flor, unas palabras de aliento ante los estragos que deja el tiempo y, ¿por qué no?, también albergué la esperanza de un polvo inesperado. Pero nada de eso llegó. Se despertó, entró al baño, seguro se masturbó mirando porno en su celular, se vistió, tomó su maletín de cuero, el mismo que llevan todos los académicos del mundo, me dio un beso en la frente y partió como si nada. Por eso estoy aquí. Sentada en la banqueta de Jenny esperando que algo ocurra, que algo explote y destruya este andar hacia un futuro que hace rato perdió su calidad de imprevisible. Sí, sí, lo que quiero, lo que verdaderamente aguardo, es que mi marido aparezca campante por esa puerta con una chica cogida del brazo y que todo se vaya a la mierda.

—Jorge, Jorge —remecí una noche a mi marido que roncaba a mi lado con la almohada sobre la cabeza.

—¿Eh?

—Tengo el presentimiento de que algo muy malo va a ocurrir.

—Uhhhhhh.

—Muy muy malo, en serio.

—¿Quieres que vaya a ver? —me preguntó desde las profundidades de su almohada con ese sonsonete cabreado que se instaló en su garganta hace demasiados años.

—¿Adónde quieres ir a ver? —le pregunté. ¿Había acaso un sitio donde se podía atisbar lo que ocurriría en el futuro?

—No sé, adonde tú me digas.

Me quedé pensando. Que existiera algo así como un escaparate con todos los posibles acontecimientos del futuro era una idea interesante. Porque al final, si lo pensamos bien, un hecho no es más que un evento que alguien ha escogido entre los miles que quedaron aguardando su turno en una vitrina.

—A Macy’s. Sí, a Macy’s —repetí convencida.

En la oscuridad, mi marido abrió los ojos. Dos canicas negras me miraron con una expresión incrédula. Se quedó así un par de segundos, inmóvil, atento en su aturdimiento, y luego volvió a dormirse.

Pero sus ojos siguieron abiertos.

Con el propósito de comprobar cuánto de su conciencia permanecía incólume, dije:

—Ayer Analía me contó que te había visto follando en el baño de profesores con la italiana.

Analía es la mexicana que limpia las oficinas de los catedráticos. La italiana es una connotada académica que llegó hace algunos meses a formar parte del exclusivo club de varones del Departamento de Física de la Universidad de Columbia. Como Jorge no me respondió, ni tampoco su mirada de ojos abiertos cambió de expresión, asumí que estaba de verdad dormido. Era una oportunidad única para hablarle a los ojos y decirle lo que se me antojara. Empecé por expresarle cuánto lo quería.

—Oye, ¿sabes que te quiero a morir y que a veces me vuelves loca? Imagino cosas. Cosas como que me lames ahí abajo y luego me das un beso y siento mi olor en tu boca. O que te subes a horcajadas sobre mí, me inmovilizas con tus manos y me la metes por la boca. ¿Por qué nunca has hecho esas cosas conmigo? ¿No es acaso lo que haces con tus maripositas?

De pronto mis fantasías se evaporaron y en su lugar se instaló un sentimiento de belicosa libertad.

Use what is dominant in a culture to change

it quickly *

Seguía con los ojos abiertos. Lo remecí un poco para cerciorarme de que aún dormía.

—¿Quieres que te diga algo, Jorge, Jorgito?

—¿Sabes que con frecuencia eres conmovedoramente ridículo? Como cuando hablas de Nicanor Parra como si hubiera sido tu mejor amigo, ¡si solo estuviste con él una vez, una sola, e intercambiaron a lo más un par de palabras!, o cuando te acercas a una chica que podría ser tu hija y le hablas en su dialecto enrevesado como si pertenecieras a su tribu, o cuando escuchas sin escuchar y esperas impaciente el momento de interrumpir a tu interlocutor para explayarte en lo único que te importa: tú mismo, o cuando llegas a un sitio convencido de que todos se voltearán a honrar al prestigioso profesor DíazLefert (te preocupaste desde los inicios de que ambos apellidos fueran pronunciados juntos para que ese Díaz tan corriente, tan masivo en nuestro estratificado país, quedara unido para siempre al chiripazo de apellido extranjero que recibiste de un pariente demasiado lejano como para haber heredado alguno de sus rasgos europeos) y nadie se percata de tu presencia, o cuando movido por un afán renacentista o más bien de renacimiento personal, te compras pantalones amarillo canario dos tallas más pequeñas que la tuya, que dejan al descubierto tus nalgas ya inexistentes, porque es así, Jorgito, aunque no lo creas, a los hombres también se les desinfla el culo y, bajo los pantalones, lo que queda son un par de huesos que hacen desistir de cualquier intento de pellizco. ¿Sabías?

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