Y tuvimos la nieve (Flash cuentos)

María Paz Rodríguez

Fragmento

cap

Ladridos de perro, avisos en el aire de que algo va a pasar. Advertencias, susurros con forma de ánima flotando en la oscuridad que reina al descampado. La sombra de las bestias que viven debajo del cielo y sus infinitas constelaciones. Constelaciones desde donde hace miles de millones de años llegaron meteoritos cargados de partículas minerales que se mezclaron con lo que había aquí, en la Tierra. Alquimia. Química profunda del tiempo que produjo la vida. Química profunda que produjo civilizaciones y civilizaciones en apogeo y decadencia. Civilizaciones y residuos que se transformaron en otros minerales. La química es lo que nos condena al cambio, a la movilidad.

Miro la hora en el reloj, una y otra vez, antes de que amanezca, los perros ladran de nuevo y los escucho desde el espacio que queda entre mi sueño y lo que se niega a despertar; conciencia llena de sombras que anota mentalmente lo que hará ese día en que pasarán cosas. Lo presiento.

El sol de la mañana que reanima lo que estaba cubierto por la noche irradia una vibración entre esta casa y yo. El ahogo, en escasos segundos, se transforma en puro sentido y percepción. Las paredes de mi infancia, ahora, no existen más que como un recuento de nostalgias caídas; nostalgias que catalizan otras emociones más oscuras y más adultas. La máquina que mantiene vivo a mi abuelo suena cada un minuto exacto. No es un ruido molesto. Se deja de oír una vez que se vive con él. Sé que aún respira porque escucho la máquina y no al hombre. Los que habitamos aquí, me digo, somos dos fantasmas. Uno al borde y el otro ya cayendo sin control en el abismo.

El dolor de espalda es lo que me despierta. Los discos que separan mis vértebras están pegados. Me tomo las rodillas, las aprieto y cuento: un, dos, tres, hasta completar los sesenta segundos de un minuto para ir alargando lo que tiende a contraerse con los años. Luego hago la vela con las piernas en el aire y pienso que soy tan larga, tengo que cuidarme de no tocar el techo con los pies, la pera aplastada contra mi cuello, las rodillas ahora entre las orejas, soy un pequeño buda esperando la iluminación. O una mujer de treinta y tantos que se encoje. Estoy envejeciendo, me digo. Me estoy desvaneciendo, suspiro.

* * *

Antes de venirme con usted, Tata, Julia se fue de nuestra casa. Me imagino que usted ya lo sabía. Si no era tan difícil darse cuenta, sobre todo por mi cara ojerosa, llena de surcos grises alrededor de los ojos y de la nariz. Cuando me dejó no fui capaz de decirle algo antes de que cerrara la puerta: Quédate. Te quiero. Fuiste el amor de mi vida. Desde el balcón la vi alejarse con su abrigo gris, tanto más grande que ella, ese que siempre usa cuando quiere verse pequeña; más frágil y dramática de lo que en verdad es. Lo que más recuerdo de esa imagen es su pelo rosado. Unos días antes yo se lo había teñido imitando las instrucciones de un tutorial de Internet: decolorar hasta el blanco, aclarar con agua, aplicar el color, dejar unos veinte minutos, aclarar con agua, secar. Y apenas me dejó yo pensé: Dios, qué bien me quedó ese pelo, el volumen exacto, el rosado pálido y sobre todo el brillo al borde de lo natural, mientras ella me hablaba de su proceso, de su insatisfacción emocional y de mis errores.

No volvió después de esa tarde en que me dijo que ya no me deseaba. Y yo me juré no buscarla de nuevo, pero también me juré sobrevivir a su abandono. Por eso me vine para acá, para acompañarlo a usted. Es cierto eso que dicen que a los viejos y a los enfermos nadie los recuerda. Nadie los va a ver. Pero a los recién separados tampoco, somos leprosos. Nadie quiere imaginarse en nuestra situación.

Y cómo se cargan los lugares cuando alguien se va. Julia era una presencia que llenaba nuestro espacio. Siempre dejaba sus cuadernos, su computador, sus libros sobre la mesa del comedor. No servía de nada que yo le pidiera que ordenara; lo volvía a hacer. Creo, incluso, que era su manera de llamar mi atención. Su desorden, sus libros sobre los míos, sus cuadernos sobre mi escritorio, diciéndome a cada rato: esta casa también es mía, Ana, aunque sea tuya. Como cuando los niños dejan sus juguetes en el living o en el comedor, demarcando nuevos sitios de juego. Espacios de niños, espacios de adultos. Mi madre nunca me dejó jugar con mis muñecas en los lugares comunes de nuestra casa. Imagino que para evitar el mismo desorden que yo evitaba con Julia. Y de chica yo me tenía que encerrar con llave a jugar en el baño de visitas para alejarme de mis hermanos. Ahí en el suelo, con las Barbies desparramadas, mi vieja se dio cuenta de que me gustaban las mujeres. Me preguntó una vez: Anita, ¿por qué las Barbie se dan besos en la boca? Yo le contesté que porque estaban enamoradas. Esa vez no dijo nada. No trató de hablarme del tema o de explicarme lo que ella ya sabía. Nunca lo conversamos con mi madre y eso igual era raro. Creo que no quería ponerme incómoda, y yo sé que no se atrevía a meterse en mi intimidad. Hasta puede que haya sido de cartucha, pero la cosa es que mi madre nunca manifestó ni aprobación ni descontento con que me gustaran las minas. De hecho, creo que al único que le costó fue a usted. Recuerdo que así me dijo, clarito, que usted no aceptaba ni mariconadas ni a mariconas. Que lo mío era antinatura y que ya no era su nieta. No se haga ahora el calladito mirando el jardín. Si ya no me da pena, oiga. Ni rabia siquiera. Qué culpa tiene usted de la época que le tocó. Que lo hayan criado como a todos los viejos de su generación, a la patada y al combo; en la polaridad del bien y el mal. Lo permitido y lo prohibido. Lo normal y lo raro. No es su culpa, Tata. Yo sé. No sienta vergüenza. ¿No ve que su nieta maricona es la única que lo cuida ahora? La única que le limpia las mierdas y le da la comida que le gusta.

Igual yo sé que a la Julia la quería. Ella también lo quería a usted, Tata. Si no fuera por los recuerdos que los dos tenemos aquí, le diría que mejor se vaya a un asilo donde lo cuiden bien. Donde se preocupen de vestirlo y de darle de comer. ¿Cuál es la manía de los viejos de quedarse en sus casas a pesar de que no puedan ni moverse? Con suerte habla y se rehúsa a dejar la casa. Igual yo hago lo que puedo, pero ya no viene nadie a ayudarnos. Y si le da un ataque de tos, o una fiebre alta, yo no serviría de mucho.

Cuando nos miro juntos creo que parecemos dos cadáveres, Ta

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