Borges o la casa de los juguetes
De la equivocación ultraísta
de su juventud
pasó a poeta criollista,
porteño, cursi, patriotero
y sentimental.
Documentando infamias ajenas
para una revista de señoras,
se volvió un clásico
(genial e inmortal).
Llenó su casa,
su vida,
de juguetes:
inventó al viking y al
noroic,
adobó a Schopenhauer
y Stevenson
con las aporías de Zenón
y Las mil noches y
una noche
con las dilaciones, repeticiones,
paradojas y carambolas
del tiempo ido, venido y
congelado.
Su cuarto de juguetes
fue siempre un
bric-à-brac:
tigres, espejos, alfanjes,
laberintos,
compadritos, cuchilleros,
gauchos, sueños, dobles,
caballeros y
asexuados fantasmas.
Demasiado inteligente
para escribir novelas
se multiplicó en cuentos
insólitos,
perfectos, cerebrales
y fríos como círculos.
Las infinitas lecturas,
la imaginación y los sofismas
jugaban allí a las escondidas
y la lenta tortuga
ganaba siempre la carrera
al Aquiles de los pies ligeros.
Hizo del tumultuoso
español
lleno de ruido y furia
una lengua concisa, precisa,
puritana,
lúcida y bien educada.
Inventó una prosa
en la que había tantas palabras
como ideas.
Vivió leyendo y leyó viviendo
—no es la misma cosa—
porque todo en la vida
verdadera
lo asustaba,
principalmente
el sexo y
el peronismo.
Era un aristócrata
algo anarquista
y sin dinero,
un conservador,
un agnóstico
obsesionado con la religión,
un intelectual erudito,
sofista,
juguetón.
Hechas las sumas
y las restas:
el escritor más sutil y elegante
de su tiempo.
Y,
probablemente,
esa rareza:
una buena persona.
Firenze, 4 de junio de 2014
Medio siglo con Borges
Esta colección de artículos, conferencias, reseñas y notas da testimonio de más de medio siglo de lecturas de un autor que ha sido para mí, desde que leí sus primeros cuentos y ensayos en la Lima de los años cincuenta, una fuente inagotable de placer intelectual. Muchas veces lo he releído y, a diferencia de lo que me ocurre con otros escritores que marcaron mi adolescencia, nunca me decepcionó; al contrario, cada nueva lectura renueva mi entusiasmo y felicidad, revelándome nuevos secretos y sutilezas de ese mundo borgiano tan inusitado en sus temas y tan diáfano y elegante en su expresión.
Mi estrecha relación de lector con los libros de Borges contradice la idea según la cual uno admira ante todo a los autores afines, a quienes dan voz y forma a los fantasmas y anhelos que a uno mismo lo habitan. Pocos escritores están más alejados que Borges de lo que mis demonios personales me han empujado a ser como escritor: un novelista intoxicado de realidad y fascinado por la historia que va haciéndose a nuestro alrededor y por la pasada, que gravita todavía con fuerza sobre la actualidad. Jamás me ha tentado la literatura fantástica y pocos autores de esta corriente figuran entre mis favoritos. Los temas puramente intelectuales y abstractos, teñidos de inactualidad, como el tiempo, la identidad o la metafísica, nunca me han inquietado demasiado y, en cambio, asuntos tan terrenales como la política y el erotismo —que Borges despreciaba o ignoraba— tienen un papel protagónico en lo que escribo. Pero no creo que estas abismales diferencias de vocación y personalidad hayan sido un obstáculo para apreciar el genio de Borges. Por el contrario, la belleza e inteligencia del mundo que creó me ayudaron a descubrir las limitaciones del mío, y la perfección de su prosa me hizo tomar conciencia de las imperfecciones de la mía. Será por eso que siempre leí —y releo— a Borges no sólo con la exaltación que despierta un gran escritor; también con una indefinible nostalgia y la sensación de que algo de aquel deslumbrante universo salido de su imaginación y de su prosa me estará siempre negado, por más que tanto lo admire y goce con él.
Lima, febrero de 2004