1
Yo no quería escribir este libro. No sabía exactamente por qué no quería escribirlo, o sí lo sabía pero no quería reconocerlo o no me atrevía a reconocerlo; o no del todo. El caso es que a lo largo de más de siete años me resistí a escribir este libro. Durante ese tiempo escribí otros dos, aunque éste no se me olvidó; al revés: a mi modo, mientras escribía esos dos libros, también escribía éste. O quizás era este libro el que a su modo me escribía a mí.
Los primeros párrafos de un libro son siempre los últimos que escribo. Este libro está acabado. Este párrafo es lo último que escribo. Y, como es lo último, ya sé por qué no quería escribir este libro. No quería escribirlo porque tenía miedo. Eso es lo que yo sabía desde el principio pero no quería reconocer o no me atrevía a reconocer; o no del todo. Lo que sólo ahora sé es que mi miedo estaba justificado.
Conocí a Enric Marco en junio de 2009, cuatro años después de que se convirtiera en el gran impostor y el gran maldito. Muchos recordarán todavía su historia. Marco era un octogenario barcelonés que a lo largo de casi tres décadas se había hecho pasar por deportado en la Alemania de Hitler y superviviente de los campos nazis, había presidido durante tres años la gran asociación española de los supervivientes, la Amical de Mauthausen, había pronunciado centenares de conferencias y concedido decenas de entrevistas, había recibido importantes distinciones oficiales y había hablado en el Parlamento español en nombre de todos sus supuestos compañeros de desdicha, hasta que a principios de mayo de 2005 se descubrió que no era un deportado y que jamás había sido prisionero en un campo nazi. El descubrimiento lo hizo un oscuro historiador llamado Benito Bermejo, justo antes de que se celebrase, en el antiguo campo de Mauthausen, el sesenta aniversario de la liberación de los campos nazis, una ceremonia a la que por vez primera asistía un presidente del gobierno español y en la que Marco iba a tener un papel importante, al que en el último momento le obligó a renunciar la revelación de su impostura.
Cuando conocí a Marco acababa de publicar mi décimo libro, Anatomía de un instante, aunque no estaba en un buen momento. Ni yo mismo entendía por qué. Mi familia parecía feliz, el libro era un éxito; es verdad que mi padre había muerto, pero había muerto hacía casi un año, tiempo suficiente para haber digerido su muerte. El caso es que, no sé cómo, un día llegué a la conclusión de que la culpa de mi tristeza la tenía mi libro recién publicado: no porque me hubiera dejado exhausto física y mentalmente (o no sólo); también (o sobre todo) porque era un libro raro, una extraña novela sin ficción, un relato rigurosamente real, desprovisto del más mínimo alivio de invención o fantasía. Pensaba que eso era lo que me había matado. A todas horas me repetía, como una consigna: «La realidad mata, la ficción salva». Mientras tanto combatía a duras penas la angustia y los ataques de pánico, me acostaba llorando, me despertaba llorando y me pasaba el día escondiéndome de la gente, para poder llorar.
Decidí que la solución era escribir otro libro. Aunque no me faltaban ideas, el problema era que la mayoría eran ideas para relatos sin ficción. Pero también tenía ideas para ficciones; sobre todo tres: la primera era una novela sobre un catedrático de metafísica de la Universidad Pontificia de Comillas que se enamoraba como un verraco de una actriz porno y acababa viajando hasta Budapest para conocerla personalmente, declararle su amor y proponerle matrimonio; la segunda se titulaba Tanga y era la entrega fundacional de una serie de novelas policíacas protagonizadas por un detective llamado Juan Luis Manguerazo; la tercera trataba sobre mi padre y empezaba con una escena en la que yo le resucitaba y nos zampábamos unos huevos fritos con chorizo y unas ancas de rana en El Figón, un restaurante del Cáceres de su juventud donde más de una vez habíamos comido mano a mano.
Traté de escribir esas tres ficciones; con las tres fracasé. Un día mi mujer me puso un ultimátum: o yo pedía hora con un psicoanalista o ella pedía el divorcio. Me faltó tiempo para visitar al psicoanalista que ella misma me recomendó. Era un hombre calvo, distante y sinuoso, con un acento inidentificable (a veces parecía chileno o mexicano, a veces catalán, o quizá ruso), que en los primeros días no paró de reñirme por haberme presentado en su consulta in articulo mortis. Me he pasado la vida burlándome de los psicoanalistas y sus fantasmagorías pseudocientíficas, pero mentiría si dijera que aquellas sesiones no sirvieron para nada: al menos me proporcionaron un sitio donde llorar a moco tendido; también mentiría si no confesara que más de una vez estuve a punto de levantarme del diván y liarme a puñetazos con el psicoanalista. Éste, por lo demás, intentó guiarme en seguida hasta dos conclusiones. La primera era que la culpa de todas mis desdichas no la tenía mi novela sin ficción o relato real, sino mi madre, lo que explica que yo saliera a menudo de la consulta con ganas de estrangularla en cuanto volviese a verla; la segunda conclusión era que mi vida era una farsa y yo un farsante, que había elegido la literatura para llevar una existencia libre, feliz y auténtica y llevaba una existencia falsa, esclava e infeliz, que yo era un tipo que iba de novelista y daba el pego y engañaba al personal, pero en realidad no era más que un impostor.
Esta última conclusión acabó pareciéndome más verosímil (y menos socorrida) que la primera. Fue ella la que hizo que me acordara de Marco; de Marco y de una lejana conversación sobre Marco en la que me habían llamado impostor.
Aquí debo retroceder unos años, justo hasta el momento en que estalló el caso Marco. Éste desató un escándalo cuyo eco alcanzó el último confín del planeta, pero en Cataluña, donde Marco había nacido y vivido casi siempre, y donde había sido una persona muy popular, el descubrimiento de su impostura provocó una impresión más fuerte que en ningún otro sitio. Así que es lógico que, aunque sólo fuera por eso, a mí también me interesara. Pero no fue sólo por eso; además, el verbo «interesar» es insuficiente: más que interesarme por el caso Marco, lo que ocurrió fue que concebí de inmediato la idea de escribir sobre él, como si sintiese que en Marco había algo que me atañía profundamente. Esto último me inquietaba; también me producía una especie de vértigo, una aprensión inconcreta. Lo cierto es que durante el tiempo que duró el escándalo en los medios devoré todo lo que se escribió sobre Marco y que, cuando supe que algunas personas cercanas a mí conocían o habían conocido a Marco o habían prestado atención al personaje, los invité a comer a mi casa para hablar de él.
La comida tuvo lugar a mediados de mayo de 2005, poco después de que estallara el caso. Por entonces daba clase en la Universidad de Gerona y vivía en un barrio de las afueras de la ciudad, en una casita pareada con jardín. Que yo recuerde, a la reunión asistieron, además de mi hijo, mi mujer y mi hermana Blanca, dos de mis compañeros en la Facultad de Letras: Anna Maria Garcia y Xavier Pla. Mi hermana Blanca era la única de nosotros que conocía bien a Marco, porque años atrás había coincidido con él en la junta directiva de FAPAC, una asociación de padres de alumnos de la que durante mucho tiempo ambos habían sido vicepresidentes: ella, de la demarcación de Gerona; Marco, de la de Barcelona. Para sorpresa de todos, durante la comida Blanca pintó a un viejecito encantador, hiperactivo, coqueto y dicharachero, que se moría por salir en las fotos, y, sin molestarse en esconder la simpatía que en su momento le había inspirado el gran impostor y el gran maldito, habló de los proyectos, las reuniones, las anécdotas y los viajes que había compartido con él. Anna Maria y Xavier no conocían personalmente a Marco (o sólo lo conocían de una forma superficial), pero ambos habían estudiado el Holocausto y la Deportación y parecían tan apasionados por el caso como yo: Xavier, un joven profesor de literatura catalana, me prestó varios textos relacionados con Marco, entre ellos los dos relatos biográficos más completos publicados sobre él; por su parte Anna Maria, una veterana historiadora que no había perdido el elevado concepto de responsabilidad cívica en que se educaron los intelectuales de su generación, tenía amigos y conocidos en la Amical de Mauthausen, la asociación de deportados que había presidido Marco, y acababa de asistir en Mauthausen, un par de días antes del estallido del caso Marco, a las celebraciones del sesenta aniversario de la liberación de los campos nazis, donde había recibido la primicia del descubrimiento de la impostura de Marco y donde, además, había cenado con Benito Bermejo, el historiador que acababa de desenmascararlo. En mi recuerdo, aquella tarde, mientras hablábamos sobre Marco en el jardín de mi casa, Xavier y yo estábamos sobre todo perplejos; Blanca, entre perpleja y divertida (aunque a ratos intentaba disimular la diversión, quizá para no escandalizarnos); Anna Maria, sólo indignada: una y otra vez repetía que Marco era un sinvergüenza, un mentiroso compulsivo y sin escrúpulos que se había burlado de todo el mundo, pero sobre todo de las víctimas del crimen más espantoso de la historia. En algún momento, como si de golpe cayera en la cuenta de una evidencia dramática, Anna Maria me dijo, taladrándome con la mirada:
—Oye, dime una cosa: ¿por qué has organizado esta comida? ¿Por qué te interesas por Marco? ¿No estarás pensando en escribir sobre él?
Los tres bruscos interrogantes me pillaron desprevenido, y no supe qué contestar; la propia Anna Maria me rescató del silencio.
—Mira, Javier —me advirtió, muy seria—. Lo que hay que hacer con Marco es olvidarlo. Es el peor castigo para ese monstruo de vanidad. —En seguida sonrió y añadió—: Así que se acabó el hablar de él: cambiemos de tema.
No recuerdo si cambiamos de tema (creo que sí, aunque sólo un rato: en seguida Marco volvió a imponerse), pero recuerdo que no me atreví a reconocer en público que la intuición de Anna Maria era correcta y que estaba pensando en escribir sobre Marco; ni siquiera me atreví a explicarle a la historiadora que, si al final escribía sobre Marco, no lo haría para hablar de él sino para intentar entenderle, para intentar entender por qué había hecho lo que había hecho. Días más tarde (o quizá fue aquel mismo día) leí en el diario El País algo que me recordó el consejo o la advertencia de Anna Maria. Era una carta al director firmada por una tal Teresa Sala, hija de un deportado en Mauthausen y miembro ella misma de la Amical de Mauthausen. No era la carta de una mujer indignada, sino más bien abrumada y avergonzada; decía: «No creo que tengamos que entender las razones de la impostura del señor Marco»; también decía: «Detenernos a buscar justificaciones a su comportamiento es no entender y menospreciar el legado de los deportados»; y también: «El señor Marco habrá de convivir a partir de ahora con su deshonor».
Eso decía Teresa Sala en su carta. Era exactamente lo contrario de lo que yo pensaba. Yo pensaba que nuestra primera obligación es entender. Entender, por supuesto, no significa disculpar o, como decía Teresa Sala, justificar; mejor dicho: significa lo contrario. El pensamiento y el arte, pensaba yo, intentan explorar lo que somos, revelando nuestra infinita, ambigua y contradictoria variedad, cartografiando así nuestra naturaleza: Shakespeare o Dostoievski, pensaba yo, iluminan los laberintos morales hasta sus últimos recovecos, demuestran que el amor es capaz de conducir al asesinato o al suicidio y logran que sintamos compasión por psicópatas y desalmados; es su deber, pensaba yo, porque el deber del arte (o del pensamiento) consiste en mostrarnos la complejidad de la existencia, a fin de volvernos más complejos, en analizar cómo funciona el mal, para poder evitarlo, e incluso el bien, quizá para poder aprenderlo. Todo eso pensaba yo, pero la carta de Teresa Sala delataba una pesadumbre que me conmovió; también me recordó que, en Si esto es un hombre, Primo Levi había escrito refiriéndose a Auschwitz o a su experiencia de Auschwitz: «Tal vez lo que ocurrió no deba ser comprendido, en la medida en que comprender es casi justificar». ¿Entender es justificar?, me había preguntado años atrás, cuando leí la frase de Levi, y me pregunté ahora, cuando leí la carta de Teresa Sala. ¿No es más bien nuestra obligación? ¿No es indispensable tratar de entender toda la confusa diversidad de lo real, desde lo más noble hasta lo más abyecto? ¿O es que ese imperativo genérico no rige para el Holocausto? ¿Me equivocaba yo y no hay que tratar de entender el mal extremo, y mucho menos a alguien que, como Marco, engaña con el mal extremo?
Estas preguntas me rondaban todavía una semana después, en una cena de amigos en la que, según recordaría años más tarde, cuando mi psicoanalista me llevó a la conclusión de que yo era un impostor, me llamaron impostor. La cena se celebró en casa de Mario Vargas Llosa, en Madrid. A diferencia de la comida de mi casa, aquella reunión no se había organizado para hablar de Marco, pero inevitablemente acabamos hablando de él. Digo inevitablemente no sólo porque todos los que asistimos a ella —apenas cuatro personas, además de Vargas Llosa y su mujer, Patricia— habíamos seguido con más o menos atención el caso, sino también porque nuestro anfitrión acababa de publicar un artículo en el que saludaba con ironía el genial talento de impostor de Marco y le daba la bienvenida al gremio de los fabuladores. Como la ironía no es el fuerte de los fariseos (o como el fariseo aprovecha cualquier oportunidad de escandalizarse exhibiendo su falsa virtud y atribuyéndoles falsos pecados a los demás), algunos fariseos habían contestado con irritación al artículo de Vargas Llosa, igual que si éste hubiese celebrado en su texto las mentiras del gran impostor, y es probable que la conversación de la sobremesa desembocase en Marco por la vía de esa polémica artificial. Sea como sea, durante un buen rato estuvimos hablando de Marco, de las mentiras de Marco, de su increíble talento para el embuste y la representación, de Benito Bermejo y de la Amical de Mauthausen; también recuerdo que hablamos de un artículo de Claudio Magris, publicado por el Corriere della Sera y titulado «El mentiroso que dice la verdad», en el que se citaban y discutían algunas observaciones de Vargas Llosa sobre Marco. Naturalmente, yo aproveché para contar lo que había averiguado sobre el asunto gracias a Xavier, Anna Maria y mi hermana Blanca, y en algún momento Vargas Llosa interrumpió mi exposición.
—¡Pero Javier! —exclamó, bruscamente agitado, despeinándose de golpe y señalándome con dos brazos perentorios—. ¿No te das cuenta? ¡Marco es un personaje tuyo! ¡Tienes que escribir sobre él!
El fogoso comentario de Vargas Llosa me halagó, pero, por algún motivo que entonces no entendí, también me incomodó; para ocultar mi embarazosa satisfacción seguí hablando, opiné que Marco no sólo era fascinante por sí mismo, sino por lo que revelaba de los demás.
—Es como si todos tuviésemos algo de Marco —me oí decir, embalado—. Como si todos fuésemos un poco impostores.
Me callé y, quizá porque nadie supo cómo interpretar mi afirmación, se hizo un silencio raro, demasiado largo. Fue entonces cuando ocurrió. Entre los comensales de aquella cena estaba Ignacio Martínez de Pisón, amigo mío y escritor conocido entre sus conocidos por su temible franqueza aragonesa, quien rompió el hechizo con un comentario demoledor:
—Sí: sobre todo tú.
Todos se rieron. Yo también, pero menos: era la primera vez en mi vida que me llamaban impostor; aunque no era la primera vez que me relacionaban con Marco. Pocos días después de que estallara su caso yo había leído en el diario El Punt (o en un servicio de noticias por Internet creado por el diario El Punt) un artículo donde también lo hacían. Se titulaba «Mentiras», lo firmaba Sílvia Barroso y en él decía la autora que el caso Marco la había sorprendido leyendo el final de una novela mía en el que el narrador anuncia su decisión de «mentir en todo, sólo para contar mejor la verdad». Añadía que yo solía explorar en mis libros los límites entre la verdad y la mentira y que en alguna ocasión me había oído decir que, a veces, «para llegar a la verdad, hay que mentir». ¿Me identificaba Barroso con Marco? ¿Insinuaba que yo también era un embustero, un impostor? No, por fortuna, porque a continuación añadía: «La diferencia entre Cercas y Marco es que el novelista tiene licencia para mentir». Pero, me pregunté en silencio aquella noche, en casa de Vargas Llosa, ¿y Pisón? ¿Hablaba en broma y su propósito era sólo hacernos reír y sacar la conversación de un atasco, o su broma delataba su incapacidad para esconder la verdad detrás de esa pantalla que llamamos buena educación? ¿Y Vargas Llosa? ¿Qué había querido decir él cuando había dicho que Marco era un personaje mío? ¿También Vargas Llosa pensaba que yo era un impostor? ¿Por qué había dicho que yo tenía que escribir sobre Marco? ¿Porque pensaba que nadie puede escribir mejor sobre un impostor que otro impostor?
Al terminar aquella cena pasé horas y horas dando vueltas en la cama de mi hotel en Madrid. Pensaba en Pisón y en Sílvia Barroso. Pensaba en Anna Maria Garcia y en Teresa Sala y en Primo Levi y me preguntaba si, dado que entender es casi justificar, alguien tenía derecho a intentar entender a Enric Marco y justificar así su mentira y alimentar su vanidad. Me dije que Marco había contado ya suficientes mentiras y que por lo tanto ya no podía llegarse a su verdad a través de la ficción sino sólo a través de la verdad, a través de una novela sin ficción o un relato real, exento de invención y de fantasía, y que intentar construir un relato así con la historia de Marco era una tarea abocada al fracaso: primero porque, como recordé que había escrito Vargas Llosa, «la verdadera historia de Marco probablemente no se conocerá nunca» («nunca sabremos la íntima verdad de Enric Marco, su necesidad de inventarse una vida», había escrito asimismo Claudio Magris); y segundo por lo que decía Fernando Arrabal en una paradoja que también recordé: «Historia del mentiroso. El mentiroso no tiene historia. Nadie se atrevería a contar la crónica de la mentira ni a proponerla como una historia verdadera. ¿Cómo contarla sin mentir?». Así que era imposible contar la historia de Marco; o, por lo menos, era imposible contarla sin mentir. Entonces, ¿para qué contarla? ¿Para qué intentar escribir un libro que no se podía escribir? ¿Por qué proponerse una empresa imposible?
Aquella noche decidí no escribir este libro. Y al decidirlo noté que me quitaba un peso de encima.
2
Su madre estaba loca. Se llamaba Enriqueta Batlle Molins y, aunque Marco siempre creyó que había nacido en Breda, un silencioso pueblito de la sierra del Montseny, en realidad era de Sabadell, una ciudad industrial cercana a Barcelona. Ingresó en el manicomio de mujeres de Sant Boi de Llobregat el 29 de enero de 1921. Según el expediente que se conserva allí, tres meses atrás se había separado de su marido, que la maltrataba; según el expediente, durante ese intervalo se ganó la vida realizando labores domésticas de casa en casa.
Tenía treinta y dos años y estaba embarazada de siete meses. Cuando los médicos la examinaron, se sentía confusa, se contradecía, la acosaban ideas persecutorias; su primer diagnóstico rezaba: «Delirio de persecución con área degenerada»; en 1930 lo cambiaron por «demencia precoz»: lo que ahora conocemos como esquizofrenia. En la primera página del expediente hay una foto de ella, quizá tomada el día de su ingreso. Muestra a una mujer de pelo negro y liso, de facciones muy marcadas, boca generosa y pómulos salientes; sus ojos oscuros no miran a la cámara, pero toda ella irradia una belleza melancólica y sombría de heroína trágica; viste un jersey negro, de punto, y se cubre la espalda, los hombros y el regazo con un chal que sostiene con sus manos a la altura del vientre, como si quisiera ocultar su inocultable embarazo o como si estuviera protegiendo a su hijo inminente. Esta mujer no sabe que no volverá a ver la calle y que el mundo acaba de abandonarla a su suerte, encerrándola para que se extravíe del todo en su locura.

No hay forma menos dramática de decirlo. Durante los treinta y cinco años que la madre de Marco pasó en el manicomio, los médicos la examinaron apenas veinticinco veces (lo normal era una visita al año, pero justo después de ingresarla transcurrieron ocho años sin visitas), y el único tratamiento que le prescribieron consistió en obligarla a trabajar en la lavandería, «con buenos resultados», precisa uno de los médicos que la atendió. Hay muchas anotaciones como ésa; aunque no todas son tan cínicas, todas son breves, distraídas y desoladoras. Al principio constatan el buen estado físico de la enferma, pero también su egocentrismo, sus alucinaciones (sobre todo sus alucinaciones auditivas), sus ocasionales exabruptos violentos; luego, poco a poco, el deterioro se vuelve también físico, y hacia finales de los años cuarenta las anotaciones ya sólo describen a una mujer postrada, que ha perdido por completo el sentido de la orientación, la memoria y cualquier signo de su propia identidad, reducida a un estado catatónico. Murió el 23 de febrero de 1956, según el expediente a consecuencia de un «angor pectoris». Hasta el diagnóstico estaba equivocado: nadie se muere de una angina de pecho; lo más probable es que muriera de un infarto agudo de miocardio.
Su madre dio a luz a Marco en el manicomio, según él el 14 de abril; ésa es también la fecha que figura en su carnet de identidad y su pasaporte. Pero es una fecha falsa: ahí empieza la ficción de Marco, el mismo día de su llegada a este mundo. En realidad, de acuerdo con el expediente de su madre y con su propia partida de nacimiento, Marco nació el 12 de abril, dos días antes de lo que sostuvo a partir de determinado momento de su vida. ¿Por qué mintió entonces, por qué cambió las fechas? La respuesta es sencilla: porque eso le permitió, a partir de determinado momento de su vida, empezar sus charlas, discursos y clases de historia vivida diciendo «Me llamo Enric Marco y nací el 14 de abril de 1921, justo diez años antes de la proclamación de la Segunda República española»; lo cual le permitía a su vez presentarse, de manera implícita o explícita, como el hombre providencial que había conocido de primera mano los grandes acontecimientos del siglo y se había cruzado con sus principales protagonistas, como el compendio o el símbolo o la personificación misma de la historia de su país: al fin y al cabo, su biografía individual era un reflejo exacto de la biografía colectiva de España. Marco sostiene que el propósito de su mentira era meramente didáctico; es muy difícil no considerarlo, sin embargo, como una suerte de guiño al mundo, como una forma transparente de insinuar que, colocando su nacimiento en un día decisivo para la historia de su país, los cielos o el azar anunciaban que aquel hombre estaba destinado a ser decisivo en la historia de su país.
Por el expediente del manicomio de Sant Boi sabemos todavía otra cosa: que, al día siguiente de dar a luz, la madre de Marco vio cómo le arrebataban a su hijo y se lo entregaban a su esposo, el hombre de quien había huido porque la maltrataba o porque ella decía que la maltrataba. ¿Volvió Marco a ver a su madre? Dice que sí. Dice que una hermana de su padre, la tía Caterina —que fue quien le dio el pecho, porque había perdido un hijo pocas semanas antes de que él naciera—, le llevaba a verla cuando era niño, una o dos veces al año. Dice que se acuerda muy bien de esas visitas. Dice que él y la tía Caterina esperaban, en una gran sala de paredes desnudas y blancas, junto a los familiares de otras enfermas, a que saliera su madre. Dice que al cabo de un rato su madre salía de los lavaderos y que vestía una bata de listas azules y blancas y que tenía la mirada perdida. Dice que él le daba un beso, pero que ella nunca se lo devolvía, y que por lo general no le dirigía la palabra, ni a él ni a su tía Caterina ni a nadie. Dice que con frecuencia hablaba sola y que casi siempre hablaba de él como si no le tuviese delante, como si le hubiese perdido. Dice que recuerda a su tía Caterina, cuando él ya tenía diez u once años, diciéndole a su madre mientras le señalaba: «Mira qué hijo tan guapo tienes, Enriqueta: se llama Enrique, como tú». Y dice que recuerda a su madre estrujándose con fuerza las manos y contestando: «Sí, sí, este niño es muy guapo, pero no es mi hijo»; y dice que añadía, señalando a un niño de dos o tres años que correteaba por la sala: «Mi hijo debe de ser como aquél». Y dice también que entonces no lo entendía, pero que con los años entendió que su madre decía aquello porque sólo se acordaba de él cuando no tenía más de dos o tres años y ella conservaba todavía un rastro de lucidez. Dice que él a veces le llevaba comida en una tartera y que en alguna ocasión consiguió intercambiar alguna frase con ella. Dice que un día, después de comerse lo que le había llevado en la tartera, su madre le dijo que trabajaba mucho en la lavandería y que era un trabajo desagradable pero que no le importaba, porque le habían dicho que, si trabajaba mucho, le devolverían a su hijo. Dice que no recuerda cuándo dejó de ir a ver a su madre. Dice que probablemente cuando dejaron de llevarle sus tíos, quizás al llegar a la adolescencia, ya durante la guerra, quizás incluso antes. Dice que, sea como sea, no volvió a estar con ella, no volvió a sentir el menor deseo de verla, no le preocupó en absoluto, la olvidó por completo. (Esto no es del todo cierto: muchos años después, la primera mujer de Marco le contó a su hija Ana María que ella convenció a Marco para que fuesen a ver a su madre al sanatorio cuando ya estaban casados; también le contó que la vieron un par de veces, y que de esas visitas sólo recordaba que la mujer despedía un penetrante olor a lejía, y que no reconoció a su hijo.) Dice que sabe que murió a mediados de los años cincuenta, pero que ni siquiera se acuerda de haber asistido a su entierro. Dice que ahora no entiende cómo pudo abandonarla en un manicomio durante más de treinta años y cómo pudo dejarla morir sola, aunque añade que, de aquella época, hay muchas cosas que no entiende. Dice que ahora piensa mucho en su madre, que a veces sueña con ella.
3
No volví a plantearme escribir sobre Enric Marco hasta cuatro años después de que estallara su caso, cuando acababa de publicar Anatomía de un instante, un relato real o una novela sin ficción que nada tenía que ver con Marco y, con la ayuda de mi psicoanalista, había llegado a la conclusión de que yo era un impostor y había recordado a mi amigo Pisón, en la casa madrileña de Vargas Llosa, llamándome impostor. Por entonces me hallaba en un estado deplorable y sentía que lo que necesitaba para salir de él era una novela con ficción, un relato ficticio y no un relato real —la ficción salva, la realidad mata, me repetía—, y que mi relato de la historia de Marco sólo podía ser un relato real, porque Marco ya había contado suficientes ficciones sobre su vida y añadir ficción a esas ficciones era redundante, literariamente irrelevante; recordaba asimismo los argumentos que, cuatro años atrás, durante una noche de insomnio en un hotel de Madrid, me habían decidido a abandonar el libro sobre Marco antes de empezar a escribirlo. Pero también recordaba el entusiasmo halagador de Vargas Llosa en su casa de Madrid, y me dije que quizás era cierto que Marco era un personaje mío, me dije que quizá sólo un impostor podía contar la historia de otro impostor y que, si yo era de verdad un impostor, quizá nadie podía contar mejor que yo la historia de Marco. Además, durante los cuatro años que había empleado en escribir el libro que acababa de publicar nunca había olvidado del todo a Marco, nunca había dejado de saber que estaba allí, en la recámara, inquietante, seductor y peligroso, como una granada que tarde o temprano tendría que lanzar para que no me estallase en las manos, como una historia que tarde o temprano tendría que contar para librarme de ella. Resolví que había llegado el momento de intentarlo; o que por lo menos era mejor intentarlo que seguir chapoteando en el lodazal del abatimiento.
La resolución duró apenas una semana, el tiempo que tardé en volver a sumergirme en la historia y en descubrir gracias a Internet, con sorpresa, que nadie había escrito un libro sobre Marco, pero también, con decepción (y con íntimo alivio), que acababa de estrenarse una película sobre él. Se titulaba Ich bin Enric Marco, era obra de dos jóvenes directores argentinos, Santiago Fillol y Lucas Vermal, y había sido estrenada en un festival de cine. La decepción era fruto de una certeza súbita: si alguien había contado con imágenes la historia de Marco, no tenía sentido que yo la contase con palabras (de ahí el alivio). De todos modos, sentía curiosidad por ver la película, y me enteré de que uno de sus directores, Santiago Fillol, vivía como yo en Barcelona. Conseguí su teléfono, le llamé, quedamos.
La cita fue en un restaurante de la plaza de la Virreina, en el barrio de Gracia. Fillol resultó ser un treintañero bajito, moreno y escuálido, con una barba y un bigote despoblados y gafas de intelectual; también, uno de esos argentinos que parecen haber leído todos los libros y visto todas las películas y que, antes que resignarse a usar un cliché, prefieren que les corten una mano. Me traía una copia en deuvedé de su película. Mientras comíamos, hablamos de ella, del rodaje, de la convivencia durante varias semanas con Marco, sobre todo hablamos de Marco. No fue hasta la hora del postre cuando Santi me preguntó si pensaba escribir sobre él. Le dije que no.
—Vosotros ya habéis contado la historia —razoné, saboreando un flan y señalando su película—. ¿Para qué voy a volver a contarla yo?
—No, no —se apresuró a contradecirme Santi, que se había saltado el postre y había pedido un café—. Nosotros sólo filmamos un documental, pero no contamos la historia entera de Enric. Eso todavía hay que hacerlo.
A punto estuve de contestarle que quizá la historia entera de Marco no podía contarse, y de citar a Vargas Llosa, a Magris y a Arrabal. Contesté:
—Sí, la verdad es que pensé que a estas alturas por lo menos una docena de escritores españoles habrían escrito ya sobre Marco. Pero no hay ninguno, me parece.
—No que yo sepa —confirmó Santi—. Bueno, creo que alguno lo intentó, pero se asustó en seguida. ¿Te extraña? A mí no. En la historia de Enric todo el mundo queda como el culo, empezando por el propio Enric, siguiendo por los periodistas y los historiadores y acabando por los políticos; en fin: el país al completo. Para contar la historia de Enric hay que meter el dedo en el ojo, y a nadie le gusta eso. A nadie le gusta ser un aguafiestas, ¿no es cierto? Y menos a los escritores españoles.
Santi debió de temer que yo tuviese una reacción gremialista o patriótica, porque en seguida se disculpó, vagamente. Le dije que no tenía por qué disculparse.
—No, ya lo sé, es sólo que… En fin. —Una sonrisa traviesa alargó sus labios por debajo de su bigote ralo, que se había manchado de café—. ¿Sabes? Me gusta mucho la literatura, leo bastante, también la española; pero, para serte sincero, los escritores españoles de ahora me parecen un poquito insustanciales, por no decir cobardones: no escriben lo que les sale de las tripas sino lo que les parece que toca escribir o que va a gustar a los críticos, y el resultado es que no pasan de la ornamentación o el esnobismo.
No le dije que yo no era mejor que mis colegas, porque justo a tiempo comprendí que, si lo hacía, él podría sentirse obligado a mentir, a decir que sí lo era. Santi me urgió a que viese su película, para que comprobase que mi libro no tenía por qué ser incompatible con ella, y me ofreció la documentación que habían acumulado para su rodaje y la ayuda que necesitase.
—No sé —le dije, después de agradecer su generosidad; luego le hablé del libro que acababa de publicar, de mi relato real, y me excusé—: La verdad es que estoy harto de realidad. He llegado a la conclusión de que la realidad mata y la ficción salva. Ahora necesito un poco de ficción.
Santi soltó una carcajada.
—¡Pues con Enric te vas a hartar de ella! —explicó—. Enric es pura ficción. ¿No te das cuenta? Todo él es una ficción enorme, una ficción, además, incrustada en la realidad, encarnada en ella. Enric es igual que don Quijote: no se conformó con vivir una vida mediocre y quiso vivir una vida a lo grande; y, como no la tenía a su alcance, se la inventó.
—Hablas de Marco como si fuera un héroe —le hice notar.
—Es que lo es: un héroe y un villano, todo a la vez; o un héroe y un villano y además un pícaro. Así de complicada es la cosa; y así de interesante. No sé si tus otras ficciones pueden esperar, pero ésta no: Enric tiene ochenta y ocho años. Cualquier día se morirá, y su historia se quedará sin contarse. En fin —concluyó—, haz lo que quieras. Espero que te guste la película.
La película no sólo me gustó: me gustó mucho. Además, comprobé que Santi tenía razón y que él y Lucas Vermal no habían querido contar la historia completa de Marco; quizás ésa era, de entrada, la principal virtud de la cinta. Ésta se limitaba a contrastar la historia inventada de Marco —según la cual había escapado clandestinamente a Francia al final de la guerra civil, había sido detenido en Marsella por la policía de Pétain y luego entregado a la Gestapo, había sido deportado a Alemania y confinado en el campo de Flossenbürg, cerca de Munich— con la historia verdadera —según la cual había ido a Alemania, sí, aunque como trabajador voluntario en el marco de un convenio entre Hitler y Franco, y había pasado varios meses encarcelado, sí, aunque en un penal común y corriente de Kiel, al norte del país—. Pero quedaban multitud de historias que contar y multitud de interrogantes en el aire: ¿de dónde había salido Enric Marco? ¿Cómo había sido su vida antes y después del escándalo que el descubrimiento de su impostura había provocado? ¿Por qué había hecho lo que había hecho? ¿Había mentido sólo una vez, en relación con su estancia en el campo de Flossenbürg, o se había pasado la vida mintiendo? En definitiva: ¿quién era de verdad Enric Marco? A pesar de su excelencia, o precisamente por ella, la película de Santi y Lucas Vermal no contestaba esas preguntas, no agotaba ni pretendía agotar el personaje de Marco, de modo que, después de verla, llamé por teléfono a Santi, le felicité por su trabajo y le pedí que intercediera para que Marco aceptase entrevistarse conmigo.
—Entonces, ¿vas a escribir el libro? —me preguntó Santi.
—Puede ser —contesté—. Por lo menos voy a intentarlo.
—¡El gallego no se arruga, che! —le oí exclamar, como si hablara con otra persona; continuó—: Pierde cuidado. Hoy mismo organizo el encuentro con Enric. Te acompañaré a verle.
La entrevista tuvo lugar unos días después en Sant Cugat, una pequeña ciudad cercana a Barcelona. Santi y yo hicimos el viaje en tren, y al bajar en la estación caminamos hasta la casa de Marco, un sobreático de la rambla del Celler, en la parte nueva de la ciudad, donde, según me contó Santi, nuestro hombre había vivido hasta unos años atrás con su mujer y sus dos hijas, y donde ahora vivía sólo con su mujer. No sé si fue ella o Marco quien nos abrió la puerta de su casa, pero sí que la primera impresión que me produjo Marco fue desagradable, un poco monstruosa: me pareció una especie de gnomo. Un gnomo medio calvo, moreno, macizo, fortachón y bigotudo, que se sentaba y en seguida se levantaba, que llevaba y traía papeles y libros y documentos y que, mientras iba y venía sin sosiego del comedor a una galería de grandes ventanales que daban a una terraza abierta al cielo soleado de aquel mediodía veraniego, no paraba ni un momento de hablar de sí mismo, de mi hermana Blanca, de la película que había hecho con Santi y de mis libros y artículos, tratando de halagarme o de congraciarse conmigo.
Me pareció increíble que aquella turbina ambulante tuviera ochenta y ocho años. A pesar de su cuerpo minúsculo y de las manchas de vejez que moteaban su piel, saltaba a la vista su energía feroz y la vitalidad juvenil que irradiaban sus ojos y sus gestos; no conservaba demasiado pelo en la cabeza, pero lucía un mostacho denso y completamente negro; a la altura de los pectorales llevaba prendida en el jersey una minúscula banderita de la Segunda República. Su mujer, que se llamaba Dani, nos estrechó la mano a Santi y a mí y conversó un momento con nosotros, aunque no recuerdo de qué habló porque, oyéndola y mirándola, no pude evitar preguntarme qué habría sentido aquella señora mínima, dulce, sonriente y mucho más joven que Marco cuando estalló el escándalo y su marido se convirtió en el gran impostor y el gran maldito, qué habría pensado cuando supo que durante varias décadas él la había engañado igual que había engañado a todo el mundo. La mujer de Marco se marchó en seguida. Para entonces Santi llevaba ya un rato caminando arriba y abajo detrás de Marco y tratando de parar su imparable chorro verbal con el fin de explicarle el motivo de nuestra visita. Mientras lo observaba, sentí por él una mezcla de gratitud, admiración y piedad: gratitud por su empeño en ayudarme; admiración porque parecía un domador intentando en vano reducir a una fiera; piedad porque, para hacer su película, había tenido que soportar a Marco día y noche durante semanas de rodaje. En cuanto a mí, la primera impresión de fuerte desagrado físico que experimenté ante Marco se prolongó en una fuerte impresión de desagrado moral: plantado de pie en el comedor de su casa, viéndole ir y venir perseguido por Santi, me pregunté qué demonios estaba haciendo yo allí, y me odié con toda mi alma por haber ido a ver a aquel perfecto farsante, mentiroso redomado y sinvergüenza integral, y por estar dispuesto a pasarme semanas escuchando su historia para escribir mi maldito libro, en vez de emplear ese tiempo haciendo compañía a mi madre, una mujer que, dijera lo que dijera mi psicoanalista, no había matado una mosca en su vida, que a pesar de eso se confesaba y comulgaba todas las semanas y que, si algo necesitaba ahora que se había quedado viuda, era que su hijo la escuchase. Pensé que Santi y Lucas Vermal no eran dos valientes: eran dos héroes. Pensé que yo no estaba en condiciones de imitar su hazaña. Pensé que en realidad yo era tan sinvergüenza como Marco, y en ese preciso instante, con renovado alivio, decidí que por nada del mundo escribiría un libro sobre él.
Del resto de aquella reunión en Sant Cugat sólo recuerdo dos cosas, aunque las recuerdo muy bien. La primera es que, para justificar el viaje, Santi, Marco y yo comimos en La Tagliatella, un restaurante italiano situado frente a la casa de Marco, y que, para compensarlos por el tiempo que les había hecho perder, pagué la cuenta. La segunda es que durante la comida, mientras yo engullía pasta picante y vaciaba grandes vasos de vino tinto, Marco descargó sobre Santi y sobre mí una tormenta de autobombo sin pudor y de justificaciones imposibles (en la que, según advertí con asombro, de vez en cuando Marco pasaba de la primera a la tercera persona, igual que si no hablase de sí mismo): él era un gran hombre, una persona generosa y solidaria y muy humana, un luchador incansable por las buenas causas, y por eso tanta gente decía maravillas de él. «Tenga cuidado —me advirtió para empezar—. Si habla mal de Enric Marco se va a encontrar con mucha gente que le diga: “Usted no conoce a Enric Marco: verdaderamente, es una persona extraordinaria, sensacional, de grandes virtudes”.» «Verdaderamente —me advirtió después—, si un día se diese la noticia de que Enric Marco ha muerto, la plaza de Cataluña se quedaría pequeña para acoger a la gente que iría a llorarlo.» Era así: todo el mundo lo quería y lo admiraba, su familia sentía adoración por él, tenía decenas, cientos de amigos que a pesar de todo no le habían vuelto la espalda, gentes dispuestas a hacer cualquier cosa por él. Había dado muestras de coraje y dignidad sin cuento, había sido un líder en todas partes, en el barrio de su infancia, en el ejército de su juventud y en sus años de Alemania; y luego en su madurez: en los años de lucha clandestina contra el franquismo, en la universidad, en la CNT —el sindicato anarquista del que había sido secretario general en los años setenta— y en FAPAC —la asociación de padres de alumnos de la que había sido vicepresidente en los años ochenta y noventa—, también en la Amical de Mauthausen. Y no era que él hubiese buscado ser protagonista de nada; todo lo contrario: él no necesitaba ningún protagonismo, no era una persona egocéntrica ni pagada de sí misma, eso había que dejarlo claro desde el principio. Eran los otros quienes le habían empujado al liderazgo y al protagonismo, eran los otros quienes le pedían a todas horas: «Hazlo tú, que nosotros no nos atrevemos»; «Habla tú, que eres un pico de oro y tienes energía y eres tan inteligente y sabes seducir y conmover y convencer a todo el mundo». Y él se sacrificaba y lo hacía. La notoriedad y la fama y la admiración de los demás le habían perseguido toda su vida, pero él no había hecho otra cosa que huir de ellas, es verdad que con escaso éxito. Cuando se era como él no era fácil ser humilde, pero él lo había conseguido. La gente por ejemplo se empeñaba en considerarlo un héroe, siempre había sido así, era una verdadera manía; él sin embargo lo odiaba, intentaba evitarlo por todos los medios, no le gustaba que lo enalteciesen, que magnificasen su figura, siempre fue un hombre modesto, sin pretensiones. Pero los alumnos y los profesores de las escuelas en las que daba charlas cuando era presidente de la Amical de Mauthausen le decían un día sí y otro también: «A pesar de que usted diga que no es un héroe, usted es un héroe; es un héroe precisamente porque dice que no es un héroe». Y él se enfadaba y les replicaba: «Enric Marco no es un héroe, de ninguna manera. Es una persona distinta, eso sí, lo admito, pero no excepcional. Verdaderamente, lo único que ha hecho a lo largo de toda su vida es luchar, sin descanso y con todas sus fuerzas y con total desprecio del peligro y de sus intereses personales, por la paz, por la solidaridad, por la libertad, por la justicia social, por los derechos humanos, por la difusión de la cultura y la memoria. Eso es todo». Así les replicaba. Y era verdad. Siempre había estado donde más falta hacía, nunca había dejado de ayudar a nadie, ni de hacer el bien y propagarlo, siempre había sido un luchador ejemplar, un trabajador ejemplar, un compañero, un marido y un padre ejemplar, un hombre que lo había dado todo por los demás. ¿Y cómo se lo habían pagado? Con aquel desprecio, con aquel silencio y aquel ostracismo ignominioso en el que le habían confinado desde que estalló el escándalo. ¿Que había cometido un error? ¿Que había dicho que había estado preso en un campo nazi cuando en realidad no lo había estado? ¿Y quién no comete un error? ¿Quién puede tirar la primera piedra? Muchos, al parecer, porque a él no le habían tirado una piedra sino miles, lo habían lapidado, lo habían masacrado y humillado sin piedad, había sido víctima de un linchamiento atroz. Y era cierto, lo reconocía, había cometido una equivocación, pero la había cometido por una buena causa. No había engañado, no era un farsante ni un impostor, como decían de él; simplemente había alterado un poco los hechos: todo lo que contó sobre el horror de los nazis estaba documentado y no era falso, aunque él fuera un embustero; todo lo que contó sobre sí mismo era verdad, aunque hubiese cambiado el escenario. Había cometido un fallo estúpido, porque él no necesitaba inventarse un currículum de resistente y víctima de los nazis, él era de verdad un resistente y una víctima de los nazis, él había sido detenido de verdad por la Gestapo y de verdad había sido prisionero en la Alemania nazi, no en un campo de concentración sino en una cárcel, es cierto, pero ¿qué diferencia había entre las dos cosas? Todo eso también estaba documentado, ¿acaso no había visto yo la película de Santi? Y entonces, ¿cómo se habían atrevido a decirle las víctimas que él no era de los suyos, sólo porque no estuvo en un campo nazi sino en una cárcel nazi? Había dicho cosas que no eran, sí, había adornado o maquillado o modificado un poco la verdad, sí, pero no lo había hecho por egoísmo sino por generosidad, no por vanidad sino por altruismo, para educar a las nuevas generaciones en el recuerdo del horror, para recuperar la memoria histórica de aquel país amnésico, él había sido un gran impulsor, si no el principal impulsor, de la recuperación de la memoria histórica en España, de la memoria de las víctimas de la guerra y la posguerra, del franquismo y el fascismo y el nazismo, cuando llegó a la Amical de Mauthausen los antiguos deportados y supervivientes de los campos nazis habían muerto o estaban viejos y acabados, ¿cómo iban ya a transmitir su mensaje? ¿Y quién podía hacerlo mejor que él, que aún estaba joven y tenía fuerzas, y que además era historiador? ¿Sabía yo que él había estudiado la carrera de historia en la universidad? ¿Quién mejor que él podía dar voz a los que ya no tenían voz? ¿Hubiera debido permitir que los últimos testigos españoles de la barbarie nazi se quedaran mudos y que todo lo que padecieron cayese en el olvido y su lección se perdiese para siempre? Era verdad que él también hubiera podido ser un gran historiador, en la universidad los profesores se lo habían dicho a menudo, pero no quiso serlo. ¿Y sabía yo por qué? Porque la historia es una materia árida, fría y sin vida, una abstracción desprovista de interés para los jóvenes; él les despertó el amor por ella, él se la acercó: en la infinidad de charlas que ofrecía, él les presentaba la historia a los chicos en primera persona, palpitante y concreta, sin ahorrarles sangre, sudor y vísceras, él les hizo llegar la historia con todo su colorido, su sentimiento, su emoción, su aventura y su heroísmo, él la encarnaba y la revivía ante ellos, y gracias a aquella estratagema los chicos habían adquirido conocimiento y conciencia del pasado. ¿Era eso malo? ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué le habían condenado sin juicio y sin apelación? Había sido determinante para la Amical de Mauthausen, había impulsado la recuperación de la memoria histórica, había difundido el conocimiento de la historia entre los adolescentes, había peleado por los derechos de los trabajadores, por la mejora de la educación pública, por la libertad de su país, jugándose el pellejo y soportando torturas durante los años terribles del franquismo, había combatido primero por la victoria de la Segunda República y luego contra Franco durante la guerra y la posguerra, ¿y por eso le habían castigado? ¿Acaso no había hecho nada bueno? ¿Merecía aquella pena? ¿Era justo que lo hubieran convertido en un criminal? ¿No había verdaderos criminales a quienes condenar? ¿Y Kissinger? ¿Y Bush? ¿Y Blair? ¿Y Aznar? De todos modos, él no pensaba pedir perdón, no había hecho nada malo, no había cometido ningún delito, no buscaba rehabilitarse. Eso también tenía que quedar claro. Nada de rehabilitaciones públicas, no las necesitaba, a él le bastaba con el cariño de su mujer, de sus hijas y de sus amigos. No pretendía que le devolvieran el reconocimiento general que le habían hurtado tras habérselo ganado a pulso, el respeto y el afecto y la admiración que todos le tenían, su fama de hombre excepcional que había contribuido excepcionalmente a di