Las homicidas

Alia Trabucco Zerán

Fragmento

Prólogo. Fuera de la ley

Prólogo

Fuera de la ley

Asesinas, respondo yo, una y otra vez, cuando me preguntan por el tema de este libro. Estoy investigando casos de mujeres asesinas. Y frente a mí, como un porfiado libreto, se desata la misma escena en cada ocasión. Hombres y mujeres fruncen el ceño, me miran afligidos, mueven sus cabezas de arriba abajo y aprueban mi decisión de encarar un problema tan urgente, tan terrible, tan común en América Latina. Es mi turno. El momento en que yo, letra por letra, debo corregir su equivocación y comprobar cómo la empatía se transforma en desaprobación y recelo. En lugar de escuchar la palabra asesinas, un extraño lapsus provocaba que muchos entendieran lo contrario: asesinadas.

Superado mi desconcierto, este malentendido me permitió entender muy pronto un asunto fundamental: era más fácil imaginar a una mujer muerta que a una mujer que mata. Y no importaba si yo decía mujeres violentas u homicidas, el mismo desliz, más cultural que auditivo, conseguía borrar la imagen perturbadora de una mujer armada y reemplazarla por una desarmada y bajo tierra. Mujeres y asesinas eran verdaderos antónimos, palabras que juntas resultaban inaudibles, inimaginables, al punto de provocar desde curiosas sorderas hasta las más aterradoras fantasías: la aparición de brujas, medeas, vampiras, femmes fatales.

Este lapsus, por cierto, no ocurre con la palabra asesinos y la buena audición tampoco parece ser la responsable. Las invisibles leyes del género operan de manera soterrada, encauzando el guion de la violencia siempre en la misma dirección. Un hombre que mata, sin importar sus móviles o sus víctimas, sus armas o circunstancias, no pone en duda su masculinidad. Su acto de violencia es considerado siempre una posibilidad e incluso sirve para corroborar su estatus de verdadero hombre. Una mujer que mata, por el contrario, está dos veces fuera de la ley: fuera de las codificadas leyes penales y fuera de las leyes culturales que regulan la feminidad. Y esa doble transgresión, esa rebeldía duplicada, era la causa del decidor cortocircuito. Si yo quería escribir este libro, si mi propósito era recuperar casos emblemáticos de mujeres homicidas, sería necesario reentrenar el oído para escuchar el eco de sus disparos.

¿Pero por qué quería yo escribir este libro? ¿Qué me llevaba a merodear entre polvorientos expedientes y enfrentar miradas de sospecha y temor? En un momento en que el feminismo se ha tomado las calles para denunciar las dimensiones epidémicas de la violencia de género, el por qué escribir ahora sobre mujeres asesinas no es una pregunta trivial. No faltarán quienes estimen que esta publicación es un error. Un innecesario desvío hacia un tema minoritario cuando recién despierta una frágil conciencia sobre quiénes son las víctimas mayoritarias del machismo. Y también estarán quienes escarben en estas páginas en busca de una tramposa equivalencia entre la violencia sistemática que sufren las mujeres y otra que es, en los hechos, excepcional. No pretendo servir al objetivo de esos lectores. Mi intención no es quitar importancia a la alarmante recurrencia de los femicidios ni promover el asesinato como un arma en la lucha feminista. Las mujeres que matan son excepcionales y es preferible que sea así. ¿Por qué abocarme entonces a las perpetradoras? ¿Qué me atrajo de las homicidas?

El impulso que detona un libro es siempre difícil de desentrañar. Curiosidad, testarudez, morbo, deseo y rebeldía se entretejen, en la distancia, cuando pienso en los inicios de Las homicidas. A este intrincado origen se suma una intuición y una anécdota. Y empezaré por la primera. Se trata de una sospecha que me guio desde los comienzos pero que solo ahora, al final de un sinuoso recorrido, logré confirmar: recordar a las mujeres malas es también una tarea del feminismo. Y no me refiero al rescate de figuras injustamente perseguidas como las brujas que Silvia Federici salva de la hoguera de la ignorancia. Ni tampoco a la aguafiestas que Sara Ahmed revindica como la integrante más molesta y necesaria de la mesa familiar. Hablo, aquí, de verdaderas malhechoras, de asesinas confesas, de seres en el borde de lo irrecuperable, pero que son cruciales para un feminismo que busque abrir el abanico afectivo de mujeres y hombres. Hombres que ya no funden su masculinidad en la violencia y mujeres que puedan decir rabia sin perder su humanidad.

La presión para que las mujeres seamos madres perfectas, hijas y esposas ejemplares y trabajadoras exitosas, ha alcanzado niveles insostenibles. El ángel de la casa de Virginia Woolf nos sobrevuela de cerca y arroja sus feroces demandas dentro y fuera del hogar. Resistir sus exigencias e interrogar sus intenciones es, hoy, un gesto de sobrevivencia. Preguntarle al ángel por qué debemos ser sacrificiales y pasivas, silenciosas y serviciales, y qué hay de malo en expresar nuestro enojo o frustración. Woolf propone, alevosamente, asesinarlo. Yo sugiero un mano a mano entre ese ángel y las homicidas. Frente a su mirada vigilante, propongo recobrar a quienes no fueron heroínas, a las delincuentes, a las presidiarias, incluso a aquellas que empuñaron un arma y dispararon a quemarropa. Ante sus molestas demandas, sugiero rescatar a un puñado de asesinas, mujeres extrañas, en las antípodas de Simone de Beauvoir o Amanda Labarca, cuyas vidas en nada se parecen a las de Flora Tristán o Mary Wollstonecraft, pero que permiten comprobar lo que sucede cuando defraudamos las expectativas que penden como una invisible guillotina sobre nuestras cabezas. Sus crímenes, aunque perturbadores, son una ventana privilegiada desde donde observar cómo ha cambiado el significado histórico de ser mujer. Sus contradicciones y fracasos sirven como un espejo opaco donde ver reflejados sentimientos rara vez permitidos a las mujeres. Y por eso recordarlas, revivir sus actos y sus juicios, reconstruir las escenas de sus crímenes, es fundamental para el feminismo. Vernos en ellas, verlas en nosotras y pronunciar sus nombres sin temor: Corina Rojas, Rosa Faúndez, Carolina Geel y Teresa Alfaro.

Las razones para enfocarme en estas cuatro mujeres son muchas: las armas que empuñaron en cada ocasión, apuntando contra niños y adultos, el impacto público de sus crímenes, sus sorprendentes condenas y el haber inspirado novelas, canciones, poemas, obras de teatro y películas. Podría haber incluido a otras, es cierto. A asesinas como la norteamericana Aileen Wuornos, inmortalizada en la película Monster, o como la condesa sangrienta Erzsébet Bathory, inolvidable gracias a la escritura de Valentine Penrose y Alejandra Pizarnik. O incluso a María del Pilar Pérez, cuyos múltiples crímenes le valieron en Chile el apodo de «la nueva Quintrala» hace menos de una década. Y, por qué no, podría haberme centrado en la vieja Quintrala, Catalina de los Ríos y Lisperguer, bautizada por la crítica Alicia Muñoz como «la madre perversa de la nación chilena», y acusada durante la Colonia de envenenar a su padre, ordenar la muerte de su amante y torturar y asesinar a numerosos esclavos. Preferí, sin embargo, seguir una ruta menos transitada. Quise ver y escuchar a mujer

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