Lluscuma

Jorge Marcos Baradit Morales

Fragmento

1

Mi nombre es Fernando.

Es 26 de mayo de 2013 y estoy enterrando a mi abuelo. Alguien quebró el cielo porque llora con rabia sobre las cabezas de mi familia. Hay honores militares, pero solo lo están barriendo debajo de la alfombra como a basura incómoda. Vinieron a deshacerse de un estorbo.

Mi tata decía que hay ideas que son semillas de mala hierba, que te las meten en la cabeza cuando no estás mirando, cáncer para los recuerdos porque van descomponiendo todo. La memoria se puede contaminar, decía, te la pueden deformar y hasta te la pueden robar. Cuidado con los ladrones de recuerdos, me decía. Puede llegar el momento en que ni siquiera sabrás quién eres.

Estoy enterrando a mi abuelo. Era un general de la república que me llevaba a los juegos de la plaza y coordinó el regimiento Rancagua en el golpe del 73. El que me enseñó a andar en bicicleta y recorrió Chile matando gente. Fue más padre que mi padre y mandó a rajarle el estómago a pendejos como yo. Él decía que era lo que había que hacer. Me gustaría extirparme ese recuerdo como quien extrae un tumor, pero no puedo. Ahora, frente al féretro, esa idea es una granada de mano hirviendo entre mis pulmones.

Y era cierto: esta idea que tengo es una semilla que creció, sacó sus garras y cruzó sus ramas torcidas cubriendo el cielo de mi mente, acumulando mugre, tierra y sangre seca con los años, semilla igual a este ataúd que venimos a enterrar, que antes de tocar tierra ya había producido el árbol, la rama y la genealogía de tíos y primos innumerables, mucho antes de ser plantada en el fondo de este agujero que lo digerirá lento, como un recuerdo que se disuelve.

No sé si lo estamos sembrando o enterrando como a otro hueso, de esos que abundan bajo la alfombra de nuestra memoria. Porque enterrándolo hacemos lo mismo que con nuestro país enfermo, que hoy se desgrana de norte a sur, se derrumba polvo al polvo, mi territorio tan parecido a este cajón largo y estrecho que se hunde poco a poco en la tierra al son de marchas militares y sepultureros de cuello y corbata. Todos conocidos, todos familiares. Por allá está Pérez Yoma, por acá los Huidobro. Todos desconocidos. Y yo, solo al medio frente al cajón, con el corazón en pedazos porque se me fue mi tata.

Hay una guerra allá afuera y nadie lo sabe. El suelo tiembla y veo en todas las caras la sospecha, quién es un agente y quién no, quién está por la luz y quién por ese impostor que es la oscuridad.

Encaré a mi tata a los quince años, cuando descubrí lo que había pasado en Tejas Verdes y en el Estadio Chile. Me sentí traicionado. Quise, juro que quise no volver a hablarle. Mi cabeza me duele, siempre me duele. Los curas del colegio me decían cosas contradictorias, mis amigos dejaron de hablarme. Luego de una semana en la universidad, alguien averiguó que mi apellido —Camargo— provenía de ese Camargo. Fue extraño, desde el suelo veía a la gente en el paradero de micros preguntándose por qué me pateaban y no me defendí, sentí que tenían algún tipo de derecho. Me daba náuseas querer a mi abuelo, el único que me protegió cuando mi viejo casi me mata después que la mamá decidió irse.

—Ninguna mujer abandona a un militar —me dijo esa vez.

—El tata fue un militar —murmuré—. Tú eres un contador penca con uniforme.

No vi su mano contra mi cara pero recuerdo el retumbar de mi cabeza contra la muralla, la casa girando, la escala, el tiempo suspendido, alguien que me hablaba como despertándome después de toda una noche pero era de día y había una ambulancia y mucha paz, por dios que había paz. La grieta que me dejó en el parietal me duele todos los días. Mi tata decía que tenía la forma de Chile, que yo era un patriota. Al mes siguiente nos fuimos a vivir con él. Nunca me pidió que entrara a la Escuela Militar.

Siempre me duele la cabeza. Deben estar usándola para transmitir algo. Hay una guerra allá afuera, secreta. Ni tú ni yo sabemos de qué lado estamos, pero se está peleando ferozmente ahora mismo. El río Mapocho se puso color bermellón durante un momento esta mañana, la cordillera sangró porque hay una guerra.

Estoy seguro que Chile es una serpiente enterrada como una semilla también, que si cavamos lo suficiente daremos con su piel seca, respirando. A veces sueño con ella. A veces está enterrada en mi propio cuerpo y tiene la forma de mi columna vertebral. Entonces la veo saltar desde Tierra del fuego trepando por la cordillera, abrir la boca junto al lago Chungará, cerca de Arica, y morderme el cerebro con tanto placer que mancho la cama.

Yo quería conocer ese lugar. Mi tata siempre me hablaba de él. Hay algo raro en esos paisajes. Me habría gustado enterrarlo en medio del lago. El Chungará es el ojo de la serpiente que hunde su cola en la Antártica. Soñé que arrastraba un saco con los restos de mi abuelo por todo Chile y cuando llegaba al borde del lago descubría que el saco tenía un agujero y había regado sus huesos por todo el territorio. Mis lágrimas rebotaban en el suelo, pero mi abuelo habría estado feliz usando toda su patria como cementerio, mucho más que siendo archivado en un cajón bajo este paisaje maqueteado y horario de atención restringido.

Él fue un asesino y ahora hay autoridades de gobierno persignándose frente a su cadáver. Mi país se derrumba, la tierra tiembla, la gente «sale a la calle», porque ahora salir a la calle cambió de significado; los chilenos recordamos que podíamos salir a la calle y exigir cosas. Pueblos antiguos salen desde la tierra también, como recién nacidos limpiándose la placenta y el barro, mientras enterramos a otros intentando cubrir con tierra su historia.

Hay una guerra.

Yo debería haber hecho un esfuerzo por mi tata, haberme robado un pedazo de sus restos mortales, una mano por lo menos, y envolverla en una banderita chilena, todo metido en un cooler y haberme ido al norte calladito. Él amaba el norte y las cosas que vivió por allá. Cuando terminaba sus relatos sobre la guerra contra los marxistas, comenzaban las historias de verdad. Los detalles crecen en mi memoria y se mezclan sin mi control. Recuerdo luces en el cielo, chamanes que se alimentaban solo con la luz del Sol. Recuerdo personas que se habrían desvanecido en el aire y regresado envueltas en otra memoria, viendo otros colores y moviéndose desfasados de nuestra realidad, personas que comenzaron a vivir hacia atrás, cóndores de oro y ñustas que lloraban en las noches sin luna, cuando el universo se te venía encima en el altiplano de Putre. Él me contó sobre personas que se iban y vivían años en lugares recónditos; vivían felices, se hacían ancianos y regresaban jóvenes otra vez, ausentes solo unos minutos para el resto.

Alguien me extiende la mano y despierto. Estoy en un funeral. Me duele la cabeza y hago un gesto de desagrado. Es de día, sigo en el 26 de mayo. Miro a la persona, es un Larraín, le doy la mano. Muchas manos, muchos apellidos, muchos tíos de amigos que hace mucho dejaron de hablarme. Hace frío y parece que llevamos dos días parados aquí en el pasto, en este fu

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