Introducción
Según una fotografía antigua, William Johnson es un joven apuesto que sonríe con aire inocente y la boca torcida. Viva imagen de la indiferencia, se apoya distraídamente, desgarbado, en un edificio gótico. Es alto, pero su estatura resulta irrelevante para el modo en que se presenta a los demás. La fotografía está datada en «New Haven, 1875», y al parecer se tomó después de que partiera de casa para iniciar sus estudios en la Universidad de Yale.
Una imagen posterior, en la que se lee «Cheyenne, Wyoming, 1876», muestra a Johnson bastante cambiado. Enmarca su boca un bigote tupido; su cuerpo parece más duro y ensanchado por el ejercicio; tiene la mandíbula firme y está derecho, en una postura confiada, con los hombros erguidos y los pies separados… y hundidos hasta los tobillos en el barro. En su labio superior se aprecia con claridad una peculiar cicatriz, que en años posteriores achacaría a un ataque indio.
La siguiente historia cuenta lo que sucedió entre las dos fotografías.
Por los diarios y cuadernos de William Johnson, estoy en deuda con los herederos de W. J. T. Johnson, y en especial con la sobrina nieta de Johnson, Emily Silliman, que me permitió extraer extensas citas del material inédito. (Buena parte del contenido factual de las crónicas de Johnson apareció publicada en 1890, durante las encarnizadas batallas por la primacía entre Cope y Marsh, en las que acabó interviniendo el gobierno estadounidense. Pero el texto en sí no se ha publicado, ni siquiera por fragmentos, hasta ahora.)
PRIMERA PARTE
La expedición al Oeste
El joven Johnson se suma a la expedición al Oeste
William Jason Tertullius Johnson, primogénito de Silas Johnson, empresario naviero de Filadelfia, entró en la Universidad de Yale en otoño de 1875. Según el director de su instituto, Exeter, Johnson era «brillante, atractivo, atlético y capaz», aunque también añadía que era «testarudo, indolente y mimado, con una indiferencia notable hacia cualquier causa excepto sus propios placeres. A menos que encuentre un objetivo en la vida, se arriesga a un descenso indecoroso a la indolencia y el vicio».
Esas palabras podrían haber descrito a un millar de jóvenes de los Estados Unidos de finales del siglo XIX, jóvenes con padres dinámicos e intimidantes, grandes cantidades de dinero y ninguna forma especial de pasar el rato.
William Johnson cumplió el vaticinio del director de su instituto durante el primer año en Yale. Se le sometió a un período de prueba en noviembre por participar en juegos de azar, y otra vez en febrero tras un incidente marcado por el consumo excesivo de alcohol y la rotura de un escaparate de New Haven. Silas Johnson pagó los desperfectos. A pesar de esa conducta temeraria, Johnson seguía siendo cortés e incluso tímido con las chicas de su edad, pues aún no había tenido suerte con las mujeres. Por su parte, ellas encontraban motivos para llamar su atención, aunque fueran jóvenes con una educación formal. En todos los demás aspectos, sin embargo, se mostraba incorregible. A principios de aquella primavera, una tarde soleada, Johnson destrozó el yate de su compañero de habitación al embarrancarlo en el estrecho de Long Island. La embarcación se hundió en cuestión de minutos; Johnson fue rescatado por una barca de pesca que pasaba por la zona; cuando le preguntaron qué había sucedido, reconoció ante los atónitos pescadores que no sabía navegar porque sería «tediosísimo aprender. Y, en cualquier caso, parece bastante sencillo». Cuando su compañero de habitación le exigió explicaciones, Johnson reconoció que no había pedido permiso para usar el yate porque «era un incordio buscarte».
Cuando le llegó la factura del yate perdido, el padre de Johnson se quejó a sus amigos de que «educar a un joven caballero en Yale hoy en día es una ruina». Su padre era el hijo formal de un inmigrante escocés, y le costaba disimular los excesos de sus vástagos; en sus cartas, instaba a William repetidamente a encontrar un objetivo en la vida. Pero William parecía conformarse con su frivolidad consentida, y cuando anunció su intención de pasar el verano siguiente en Europa, «la perspectiva», dijo su padre, «me llena de auténtico pavor fiscal».
En consecuencia, la familia se sorprendió cuando William Johnson de improviso decidió ir al Oeste durante el verano de 1876. Johnson nunca explicó públicamente por qué había cambiado de opinión, pero sus más allegados en Yale conocían el motivo. Había decidido ir al Oeste por una apuesta.
En sus propias palabras, extraídas del diario que llevaba siempre al día:
Es probable que todo joven tenga un archirrival en algún momento de su vida y, en mi primer año en Yale, yo tuve el mío. Harold Hannibal Marlin tenía mi edad, dieciocho años. Era apuesto, atlético, educado, asquerosamente rico y de Nueva York, ciudad que él consideraba superior a Filadelfia en todos los aspectos. Yo le encontraba insufrible. El sentimiento era mutuo.
Marlin y yo competíamos en todos los ámbitos: en el aula, en los deportes, en las trastadas universitarias nocturnas. Solo existía aquello por lo que competíamos. Discutíamos sin cesar, siempre adoptando la postura contraria a la del otro.
Una noche, durante la cena, dijo que el futuro de Estados Unidos residía en el desarrollo del Oeste. Yo repliqué que no, que el futuro de nuestra gran nación nunca podía depender de un inmenso desierto poblado por tribus aborígenes salvajes.
Él me acusó de hablar sin conocimiento de causa, porque no había estado allí. Con eso, metió el dedo en la llaga: Marlin sí que había estado en el Oeste, por lo menos en Kansas City, donde vivía su hermano, y nunca perdía ocasión de expresar su superioridad en esta cuestión de los viajes.
Yo nunca había logrado neutralizarla.
—Ir al Oeste no es nada del otro mundo —dije—. Cualquier memo puede ir.
—Pero no han ido todos los memos; tú, por lo menos, no has ido.
—Nunca he sentido el menor deseo de ir —respondí.
—Te diré lo que yo creo —replicó Hannibal Marlin, asegurándose de que los demás escuchaban—. Creo que tienes miedo.
—Eso es absurdo.
—Ya lo creo. Te pega más un agradable viaje a Europa.
—¿Europa? Europa es para vejestorios y para carcamales eruditos.
—Hazme caso, este verano recorrerás Europa, a lo mejor con un parasol.
—Y si voy, eso no significa…
—¡Ja, ja! ¿Lo veis? —Marlin se volvió para dirigirse a todos los comensales—. Miedo. Miedo. —Sonrió con una expresión condescendiente, de enterado, que me hizo odiarle y no me dejó alternativa.
—A decir verdad —repuse con serenidad—, ya tengo decidido hacer un viaje al Oeste este verano.
Eso le pilló por sorpresa; la sonrisa de suficiencia se le heló en la cara.
—Ah, ¿sí?
—Sí —añadí—. Voy con el profesor Marsh. Se lleva consigo a un grupo de estudiantes todos los veranos. —Había leído un anuncio en el periódico la semana anterior; lo recordaba vagamente.
—¿Qué? ¿Marsh el gordo? ¿El profesor de los huesos?
—Exacto.
—¿Te vas con Marsh? Las condiciones de alojamiento de su grupo son espartanas, y dicen que hace trabajar a los chicos sin piedad. No parece tu estilo en absoluto. —Entrecerró los ojos—. ¿Cuándo salís?
—Aún no nos ha dicho la fecha.
Marlin sonrió.
—Tú no has visto al profesor Marsh en tu vida y no irás con él a ninguna parte.
—Que sí.
—Que no.
—Te estoy diciendo que ya está decidido.
Marlin suspiró con su condescendencia característica.
—Tengo mil dólares que dicen que no irás.
Marlin ya estaba perdiendo la atención de la mesa, pero con eso la recuperó. Mil dólares eran un montón de dinero en 1876, incluso entre dos jóvenes ricos.
—Mil dólares a que no vas al Oeste con Marsh este verano —repitió Marlin.
—Señor, ha hecho usted una apuesta —respondí.
Y en aquel momento comprendí que, sin comerlo ni beberlo, iba a pasar el verano entero sufriendo calor en un espantoso desierto, en compañía de un lunático reconocido, desenterrando viejos huesos.
Marsh
El profesor Marsh tenía su despacho en el museo Peabody, dentro del campus de Yale. Una puerta verde maciza con grandes letras blancas anunciaba: PROF. O. C. MARSH. SOLO SE ADMITEN VISITAS CON CITA PREVIA.
Johnson llamó con los nudillos. No hubo respuesta, de modo que volvió a llamar.
—Fuera.
Johnson llamó una tercera vez.
En el centro de la puerta, se abrió un pequeño postigo por el que asomó un ojo inquisitivo.
—¿Qué pasa?
—Quiero ver al profesor Marsh.
—Pero ¿quiere verte él a ti? —le preguntó el ojo—. Lo dudo.
—Vengo por el anuncio. —Johnson alzó el anuncio del periódico de la semana anterior.
—Lo siento. Demasiado tarde. No quedan plazas. —El postigo de la puerta se cerró de golpe.
Johnson no estaba acostumbrado a que le negaran nada, y mucho menos un estúpido viaje que, por si fuera poco, no quería hacer. Furioso, pegó una patada a la puerta. Contempló el tráfico de carruajes de la avenida Whitney. Pero, dado que estaba en juego su orgullo, y mil dólares, se controló y llamó con educación una vez más.
—Lo siento, profesor Marsh, pero de verdad que debo ir al Oeste con usted.
—Joven, el único lugar al que debe irse es a otra parte. Fuera.
—Por favor, profesor Marsh. Por favor, deje que me una a su expedición. —La perspectiva de humillarse ante Marlin era espantosa para Johnson. Se le quebró la voz y le lloraron los ojos—. Por favor, escúcheme, señor. Haré lo que me diga, hasta llevaré mi propio equipo.
El postigo volvió a abrirse con un movimiento brusco.
—Joven, todo el mundo lleva su propio equipo, y todo el mundo hace lo que digo, salvo usted. Está ofreciendo un espectáculo impropio de un hombre. —El ojo asomó de nuevo—. Ahora, fuera.
—Por favor, señor, tiene que aceptarme.
—Si hubiese querido venir, tendría que haber respondido al anuncio la semana pasada. Como hicieron todos los demás. La semana pasada tuvimos treinta candidatos para elegir. Ahora hemos seleccionado a todo el mundo salvo… ¿No será, por casualidad, fotógrafo?
Johnson vio su oportunidad y se abalanzó sobre ella.
—¿Fotógrafo? ¡Sí, señor, lo soy! En efecto, sí.
—¡Bueno! Debería haberlo dicho inmediatamente. Adelante.
La puerta se abrió de par en par, y Johnson vio entera, por primera vez, la figura pesada, poderosa y solemne de Othniel C. Marsh, el primer profesor de paleontología de Yale. De mediana estatura, parecía disfrutar de una salud carnosa y robusta.
Marsh le acompañó de vuelta al interior del museo. En el aire flotaba un polvillo blanco que los rayos de sol atravesaban como en una catedral. En un espacio vasto y cavernoso, Johnson vio a unos hombres con bata blanca inclinados sobre unos grandes bloques de roca, desincrustando huesos con pequeños cinceles. Vio que trabajaban con cuidado y usaban unos cepillos pequeños para limpiar los restos. En la esquina más alejada, estaban montando un esqueleto gigantesco, cuyo armazón de huesos se elevaba hacia el techo.
—Giganthopus marshiensis, mi mayor logro —explicó Marsh, señalando con la barbilla la imponente bestia de huesos—. Hasta la fecha, se entiende. La descubrí en el 74, en el territorio de Wyoming. Siempre la veo como una «ella». ¿Cómo se llama usted?
—William Johnson, señor.
—¿A qué se dedica su padre?
—Mi padre se dedica a la industria naviera, señor. —El polvillo blanquecino flotaba en el aire; Johnson tosió.
Marsh le observó con suspicacia.
—¿Se encuentra mal, Johnson?
—No, señor, estoy perfectamente.
—No soporto que haya enfermos a mi alrededor.
—Tengo una salud excelente, señor.
Marsh no parecía convencido.
—¿Cuántos años tiene, Johnson?
—Dieciocho, señor.
—¿Y cuánto hace que es fotógrafo?
—¿Fotógrafo? Ah… uh… desde mi juventud, señor. Mi… eh… mi padre sacaba fotografías, y aprendí de él, señor.
—¿Tiene su propio equipo?
—Sí… Eh, no, señor… pero puedo conseguirlo. De mi padre, señor.
—Está nervioso, Johnson. ¿Por qué?
—Son solo las ganas de marcharme con usted, señor.
—No me diga. —Marsh le miró fijamente, como si Johnson fuese un espécimen anatómico curioso.
Incómodo bajo aquella mirada, Johnson probó con un halago.
—He oído tantísimas cosas emocionantes sobre usted, señor.
—¿De verdad? ¿Qué ha oído?
Johnson vaciló. A decir verdad, tan solo había oído que Marsh era un hombre obsesivo y resuelto, que debía su puesto en la universidad a un interés monomaníaco en los huesos fósiles y a su tío, el famoso filántropo George Peabody, que había financiado el museo Peabody, la cátedra de Marsh y las expediciones anuales de su sobrino al Oeste.
—Solo que los estudiantes consideran un privilegio y una aventura acompañarlo, señor.
Marsh guardó silencio un instante.
—Me desagradan los halagos vanos —dijo al final—. No me gusta que me llamen «señor». Puede dirigirse a mí como «profesor». En cuanto al privilegio y la aventura, lo que ofrezco es trabajo duro, y mucho. Pero le diré algo: todos mis estudiantes han vuelto sanos y salvos. Y ahora, veamos, ¿por qué tiene tantas ganas de venir?
—Motivos personales, se… profesor.
—Todos los motivos son personales, Johnson. Le pregunto por el suyo.
—Bueno, profesor, me interesa el estudio de los fósiles.
—¿Le interesa? ¿Dice que le interesa? Joven, estos fósiles… —Abarcó la sala con la mano—. Estos fósiles no suscitan interés. Suscitan un compromiso apasionado, suscitan fervor religioso y especulación científica, debate y discusión acalorada, pero no se desarrollan por mero interés. No, no. Lo siento. No, no, de verdad.
Johnson temía haber perdido su oportunidad con aquella observación dicha de pasada, pero, en otro viraje veloz, Marsh sonrió.
—No importa, necesito un fotógrafo y estaré encantado de que nos acompañe. —Le tendió la mano, y Johnson se la estrechó—. ¿De dónde es, Johnson?
—De Filadelfia.
El nombre ejerció un efecto extraordinario en Marsh. Soltó la mano de Johnson y retrocedió un paso.
—¡Filadelfia! Usted… usted… ¿es de Filadelfia?
—Sí, señor, ¿pasa algo malo con Filadelfia?
—¡No me llame «señor»! ¿Y dice que su padre se dedica a la industria naviera?
—Sí, así es.
Marsh se puso morado; el cuerpo le temblaba de ira.
—Y supongo que también será cuáquero, ¿no? ¿Eeeh? ¿Un cuáquero de Filadelfia?
—No; es metodista, en realidad.
—¿Eso no es muy parecido a cuáquero?
—No lo creo.
—Pero usted vive en la misma ciudad que él.
—¿Que quién?
Marsh se quedó callado, con el entrecejo fruncido y la cabeza gacha, y después dio otro de sus abruptos virajes y trasladó el peso de su corpachón al otro pie. Para ser un hombre corpulento, demostraba una agilidad y una forma física sorprendentes.
—Da lo mismo. —Sonrió una vez más—. No tengo nada en contra de ningún residente de la Ciudad del Amor Fraternal, digan lo que digan. Aun así, imagino que estará preguntándose adónde va mi expedición este verano, para buscar fósiles.
A Johnson ni se le había pasado por la cabeza la pregunta, pero, para demostrar el debido interés, respondió:
—Tengo algo de curiosidad, sí.
—Ya me lo imagino. Sí. Ya me lo imagino. Bueno, es un secreto —dijo Marsh, acercándose a la cara de Johnson para susurrarle aquellas palabras—. ¿Me entiende? Un secreto. Y seguirá siendo un secreto, conocido solo por mí, hasta que nos encontremos en el tren rumbo al Oeste. ¿Lo ha entendido bien?
Johnson retrocedió ante su vehemencia.
—Sí, profesor.
—Bien. Si su familia desea conocer su destino, dígales que Colorado. No es verdad, porque este año no vamos a Colorado, pero no importa, porque estará ilocalizable de todos modos, y Colorado es un lugar precioso que no visitar. ¿Comprendido?
—Sí, profesor.
—Bien. Pues partimos el 14 de junio, de la estación Grand Central de Nueva York. Volveremos a lo sumo el 1 de septiembre a la misma estación. Vaya a ver mañana al secretario del museo y él le proporcionará una lista de las provisiones que debe aportar; además, en su caso, del equipo fotográfico. Llevará material suficiente para cien fotografías. ¿Alguna pregunta?
—No, señor. No, profesor.
—Entonces nos vemos en el andén el 14 de junio, señor Johnson.
Se dieron un rápido apretón de manos. La de Marsh estaba húmeda y fría.
—Gracias, profesor. —Johnson se volvió y se dirigió a la puerta.
—Ah, ah, ah. ¿Adónde cree que va?
—Me marcho.
—¿Solo?
—Sabré encontrar la salida…
—Nadie, Johnson, puede moverse sin escolta por esta oficina. No soy idiota, sé que hay espías ansiosos por echar un vistazo a los últimos borradores de mis estudios o al último hueso que salga de la roca. Mi ayudante, el señor Gall, le acompañará fuera.
A la mención de su nombre, un hombre delgado y con cara de angustia, vestido con bata de laboratorio, dejó su cincel y acompañó a Johnson a la puerta.
—¿Siempre es así? —susurró Johnson.
—Hace un tiempo magnífico. —Gall sonrió—. Que tenga un buen día, señor.
Y William Johnson volvía a estar en la calle.
Aprendiendo fotografía
Nada hubiese alegrado más a Johnson que evitar las condiciones de su apuesta y aquella inminente expedición. Saltaba a la vista que Marsh era un lunático de primera, y posiblemente peligroso. Decidió organizar otra comida con Marlin y zafarse de la apuesta de alguna manera.
Sin embargo, aquella noche, para su horror, descubrió que la apuesta había ganado fama. Ya la conocían a lo largo y ancho de la universidad, y durante toda la cena se fue acercando gente a su mesa para hablarle de ella y hacer algún comentario o broma. Echarse atrás a esas alturas resultaba inconcebible.
Entonces comprendió que estaba condenado.
Al día siguiente fue al estudio del señor Carlton Lewis, un fotógrafo local que ofrecía veinte lecciones por la exorbitante suma de cincuenta dólares. Al señor Lewis le hizo gracia su nuevo alumno; la fotografía no era una ocupación para ricos, más bien un negocio turbio para personas que carecían del capital para ganarse la vida de un modo más prestigioso. Ni siquiera Mathew Brady, el fotógrafo más famoso de su época, el cronista de la Guerra Civil, el hombre que retrataba a estadistas y presidentes, había recibido nunca un trato distinto al de un criado por parte de las eminencias que posaban para él.
Pero Johnson se mantuvo firme y, a lo largo de varias semanas, aprendió las técnicas de aquel método de impresión que había traído de Francia cuarenta años antes el telegrafista Samuel Morse.
El proceso que estaba de moda a la sazón era la técnica fotográfica del «colodión húmedo»; en una habitación o tienda de campaña a oscuras, se mezclaban productos químicos frescos y se cubrían unas láminas de cristal con una emulsión pegajosa fotosensible. Esas placas recién cubiertas de colodión se llevaban corriendo hasta la cámara y, todavía húmedas, se exponían a la escena. Hacía falta una destreza considerable para cubrir una placa de forma homogénea y exponerla antes de que se secara; el revelado posterior resultaba fácil en comparación.
A Johnson le costaba aprender. No lograba ejecutar los pasos con la suficiente rapidez, con el ritmo relajado de su maestro; sus primeras emulsiones eran demasiado espesas o demasiado finas, demasiado húmedas o demasiado secas; sus placas presentaban burbujas y goterones que hacían que sus fotografías pareciesen de aficionado. Odiaba la estrecha tienda de campaña, la oscuridad y las apestosas sustancias que le irritaban los ojos, le manchaban los dedos y le quemaban la ropa. Por encima de todo, odiaba no dominar el oficio con facilidad. Y odiaba al señor Lewis, que era propenso a filosofar.
—Esperas que todo sea fácil porque eres rico —decía Lewis con una risilla, mientras le observaba manejarse a tientas y renegar—. Pero a la placa le da igual lo rico que seas. A los productos químicos les da igual lo rico que seas. Al objetivo le da igual lo rico que seas. Lo primero que debes aprender es a tener paciencia, si es que quieres aprender algo.
—Váyase a paseo —le espetaba Johnson, irritado. Aquel hombre no era más que un tendero inculto y con ínfulas.
—Yo no soy el problema —replicaba Lewis, sin ofenderse—. El problema es usted. Y ahora, venga, pruebe otra vez.
Johnson hacía rechinar los dientes y maldecía para sus adentros.
Sin embargo, a medida que pasaban las semanas, sin duda mejoró. Para finales de abril, sus placas presentaban una densidad uniforme, y trabajaba lo bastante rápido para obtener buenas exposiciones. Sus