Ciudad satélite

Paola Molina

Fragmento

Cuando me ve caminando en sentido contrario, la Catita apenas me esboza un saludo tímido con su mano. Va con un coche. Mi tía Maritza me dice que la hija se llama Johanna y que la tuvo con un cabro de la Plaza de las Diademas.

—Con uno de los volaos que te gustaba a ti en cuarto —dice—, ese que usaba los pantalones como guardapeos —agrega—. Oye, pos, te estoy hablando...

Una amiga me manda por WhatsApp stickers de Michelle Bachelet y no puedo atender otro asunto:

—La Catita te escuchó, tía —le respondo y vuelvo a perderme en la pantalla.

Seguimos avanzando desde el paradero hacia la casa de la tía Maritza. Ella me ayuda con la mochila y las bolsas del supermercado. Pasé a comprar para no andar «a la cochiguagua», como dice ella. La dueña del departamento que arriendo pintará las paredes que quedaron descascaradas tras una filtración de agua y, durante unos días, alojaré en la pieza donde dormí junto a mi hermana por veinticinco años. El espacio ahora está convertido en el cuarto Diógenes de mi tía. Aquí ella acumula cajoneras que quiere reparar «cuando tenga tiempo», ropa que nadie usa y que no se sabe dónde la consiguió, juguetes de sus nietos, dos tablas de planchar y una cama de plaza y media para las visitas.

«Cómo me gustaría tener plata para hacer un segundo piso y que vuelvan las tres a vivir acá», dice cuando saca la llave para abrir la reja. Pero su hija Isidora ya está casada, tiene dos hijos y vive al lado de una autopista que la deja en quince minutos en su oficina; mi hermana y yo, en tanto, seríamos incapaces de volver al nido. Supongo que eso es crecer, después de todo: arrendar un departamento la mitad del porte de tu casa de infancia para tirar, decorarlo a tu manera y alimentarte mal sin que nadie pueda retarte.

La verdad, se siente raro volver en calidad de adulta. Mi hermana ya casi no visita a mi tía porque los sábados hace un diplomado con el que espera pedir un aumento de sueldo. Ella igual siente culpa. Algunos domingos mi tía le manda una foto de una olla con lentejas y le escribe «¡mira lo que te está esperando!»; pero ella le responde que tiene que estudiar y mi tía le devuelve un emoji de una carita llorando. Yo también he andado ingrata. Es que los sábados me dan ganas de pasear por las tiendas de ropa usada del centro y los domingos me quedo acostada sin bañarme viendo videos de Felipe Avello en Youtube. Ahora que lo pienso, no había vuelto desde que me fui de Ciudad Satélite.

Pero a pesar de vivir sola y pagar cuentas, no soy la persona resuelta y madura que creí que sería a los treinta. De hecho, minutos antes de salir del depa estaba metida en losarcanos.com preguntando si antes de fin de año volveré a enamorarme. El otro día me pillé peleando en internet por un meme que inventé y que una página subió borrando mi sello de agua y adjudicándose la autoría. El meme era un patito gordo acostado de espaldas, mirando el cielo, con la frase: «Akí iop esperando que te pongas el condón». Mira en las hueás que pierdo tiempo, recapacito, pero vuelvo a perder la dignidad desde el celular una y otra vez.

En fin, desde el epicentro, desde Ciudad Satélite, comenzaré a contarles la historia de adultos que tampoco sabían serlo y de niños a veces más despiertos que ellos. Niños padres, adultos fetales. Eso sí: debo dejar en claro que las historias acá expresadas están basadas en hechos reales, pero los nombres, fechas, lugares, sucesos y recuerdos han sido alterados para proteger la verdadera identidad de los involucrados.

OJITOS DE PISCINA

OJITOS DE PISCINA

(2000)

El tío Jaime nos dejó entrar a su casa solo una vez y nunca se nos olvidó. Sobre todo al Marco, que miraba extasiado la decoración. El Guacho —así le decían porque no tenía pareja ni hijos— vivía al fondo de El Crespón, en la única casa del barrio sin ampliaciones que se mantiene tal cual la entregaron en 1990. La fachada ahora está descascarada, el antejardín mantiene un pasto precario y solo parece intervenido por unos pastelones dispersos que llegan a la puerta. Tiene una reja baja y un duende de yeso que él mismo pintó y dejó con los ojos mirando en direcciones opuestas. Recuerdo, eso sí, que por dentro era un paraíso kitsch. Ese contraste interior y exterior era como el mismo Guacho: una persona en capas.

El living estaba lleno de luces navideñas. Un viejo mueble de madera exhibía un montón de cabezas de juguetes, usadas como maceteros. Había animales de plástico colgados desde el techo con hilo de pescar y loza china de colores dispersa por todo el espacio. La repisa del comedor eran tablas de esquí clavadas a la pared y tenía un short de mezclilla enmarcado (en los bolsillos sobresalían pañuelos y flores). Uno de los muros del comedor era de color fucsia y el otro era turquesa. ¿Por qué alguien con una casa así de enchulada y divertida, siempre fue tan receloso y reacio a las visitas?

Allí no entraba nadie, los vecinos éramos sapos y nunca vimos al Guacho llegar con gente. Yo soy de la escuela del ego: si una persona hace algo bonito es para mostrarlo, es para el resto, un regalo para el mundo. El tío Jaime, sin embargo, siempre rellenó sus paredes y el cielo con figuras flotantes para su propio goce invisible.

Mientras tocábamos todo a nuestro paso, el tío Jaime estaba pendiente de que no le robáramos los juguetes. Caminaba con ambas cejas levantadas y alejó a la María José a empujones infantiles cuando pensó que estaba tratando de chorearse un Tommy de los Rugrats. Esa vez nos dejó entrar porque estábamos vendiendo una rifa falsa. El Marco dijo que la habíamos organizado porque un compañero de curso tenía cáncer y que los premios eran una lavadora y un auto. La verdad era que a nadie le daban mesada y, como queríamos ir al cine en patota, sabíamos que un niño con cáncer era una figura emotiva ineludible. El tío Jaime nos hizo entrar y, mientras lo escuchábamos

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