Mi vida como hombre

Philip Roth

Fragmento

Candor juvenil

Para empezar, lo primero, su educación de cachorro sobreprotegido en el piso de encima de la zapatería de su padre en Camden. Diecisiete años como adorado competidor del emprendedor e impulsivo zapatero (nada más que eso, solía decir, un humilde zapatero, pero espera y verás), un hombre que le daba a leer obras de Dale Carnegie para atemperar su arrogancia juvenil, y su propio ejemplo para fomentarla y fortalecerla. «Sigue siendo así de petulante con la gente, Natie, y terminarás como un ermitaño, alguien odiado, un enemigo del mundo.» Mientras tanto, abajo, en la zapatería, Polonio solo mostraba desprecio por cualquier empleado cuya ambición no fuera tan fogosa como la suya propia. El señor Z., como le llamaban los de la tienda (y también su hijo cuando se sentía temerario), el señor Z. esperaba, exigía, que al acabar la jornada su vendedor y su encargado de almacén tuvieran un dolor de cabeza tan intenso como el suyo. Que los vendedores, al irse, dijeran invariablemente que le odiaban a muerte le resultaba siempre una sorpresa: pretendía que cualquier joven sintiera gratitud hacia un patrón que lo aguijoneaba sin tregua para aumentar su nivel de ventas. No podía comprender que alguien pudiese desear menos cuando podría tener más, simplemente, como decía el señor Z., «empujando un poquito». Y cuando ellos no empujaban, él lo hacía por ellos. «No te preocupes, no soy orgulloso»,  se jactaba, queriendo decir con ello, al parecer, que le era fácil llegar hasta la ira al contemplar la imperfección ajena.

Y esto no incluía solo a sus empleados, sino también a los de su propia sangre. Por ejemplo, hubo una ocasión (y el hijo no lo olvidaría nunca, ya que en parte eso podría explicar qué le empujó a ser escritor), hubo una ocasión en que el padre vio por casualidad la firma de su pequeño Nathan sobre la tapa de un cuaderno escolar y poco faltó para echar la casa abajo. El chaval de nueve años se había sentido importante, y la firma lo demostraba. Y el padre lo sabía. «¿Así es como te enseñan a firmar, Natie? ¿Es esta una firma que debe leer y respetar quien la mire? ¿Quién diablos puede leer una firma que parece un descarrilamiento de trenes? ¡Muchacho, ese es tu nombre! ¡Escríbelo bien!» El orgulloso hijo del orgulloso zapatero lloró a gritos en su cuarto durante horas, mientras estrangulaba sin cesar su almohada, hasta que la mató. Aun así, cuando, a la hora de acostarse, apareció con el pijama puesto, sostenía por los bordes una hoja de papel blanco con las letras de su nombre, redondeadas y nítidas, trazadas cuidadosamente con tinta negra en el centro. Se la entregó al tirano.

—¿Está bien así?

Y al instante siguiente se vio elevado hasta el cielo de la áspera barba nocturna de su padre.

—¡Ah, esto sí que es una firma! Con esto se puede mantener la cabeza bien alta. Esta sí que la voy a clavar con chinchetas sobre el mostrador de la tienda.

Y eso fue lo que hizo, ni más ni menos, y luego conducía a los clientes, casi todos negros, por todo el pasillo hasta detrás de la caja, donde pudieran ver bien de cerca la firma del niño. «¿Qué les parece?», les preguntaba, como si el nombre apareciera en verdad desplegado sobre la Proclama de Emancipación de los esclavos.

Así eran las cosas con aquella desconcertante dinamo de protección. En una ocasión, mientras pescaban a la orilla del mar, al tío Philly le pareció oportuno pegar a su sobrino por  su descuido en el manejo del anzuelo: el humilde zapatero había amenazado con arrojar a Philly por la borda del bote y ahogarlo en la bahía por haber osado tocar al chico.

—¡El único que lo toca soy yo, Philly!
—Sí, me gustaría verlo... —murmuró Philly.
—¡Vuelve a tocarlo, Philly —le dijo el padre, furioso—, y te verás hablando con los atunes, te lo prometo! Te verás hablando con las anguilas.

Pero una vez de regreso en la pensión donde los Zuckerman pasaban sus quince días de vacaciones, Nathan, por primera y única vez en su vida, fue azotado con un cinturón por haber estado a punto de sacarle un ojo a su tío mientras hacía payasadas con el maldito anzuelo. Lo dejó atónito que el rostro de su padre estuviese tan bañado en lágrimas como el suyo propio cuando hubo terminado la paliza de tres correazos, y le pareció más sorprendente aún que inmediatamente después se encontrase estrechado entre los brazos del padre. «El ojo, Nathan, el ojo de alguien... ¿Sabes lo que podría ser la vida de un hombre adulto sin un ojo

No, no lo sabía, como tampoco sabía lo que podría ser la de un niño sin padre, y no quería saberlo, aunque tuviese el trasero ardiendo.

Dos veces había ido su padre a la quiebra en la época de entreguerras: cuando la camisería del señor Z., en los últimos años de la década de los veinte, y cuando la tienda de prendas infantiles del señor Z., a principios de los años treinta. A pesar de ello, un hijo del señor Z., nunca había pasado sin sus tres nutritivas comidas diarias; ni sin rápida atención médica, ropas decentes, cama limpia, o una suma regular de unos cuantos centavos en el bolsillo. Los negocios se derrumbaban, pero la casa nunca, como tampoco lo hacía el cabeza de familia. Durante aquellos melancólicos años de escasez y dificultades, el pequeño Nathan jamás tuvo la menor idea de que su familia vacilaba al borde de nada que no fuera la dicha más perfecta, tan convincente era la confianza desplegada por ese padre volcánico.



Y la fe de la madre. Sin duda, ella no actuaba como si estuviera casada con un hombre de negocios dos veces arruinado y en quiebra. La verdad es que bastaba que el marido cantase unos cuantos compases de «The Donkey Serenade» mientras se afeitaba en el cuarto de baño para que su mujer dijese a los niños sentados a la mesa del desayuno: «¡Y yo que creía que era la radio! Por un instante he pensado que era Allan Jones». Si silbaba al lavar el coche, ella lo elogiaba mucho más que a los dotados jilgueros que los domingos por la mañana, en la emisora WEAF, silbaban canciones populares (populares tal vez entre los demás jilgueros, afirmaba el señor Z.). Cuando la hacía bailar sobre el suelo de linóleo de la cocina (el espíritu del vals se apoderaba de él después de la cena), era «otro Fred Astaire». Cuando contaba chistes durante el almuerzo era, al menos en la opinión de ella, más cómico que nadie del programa Can You Top This, y decididamente más gracioso que el senador Ford. Y cuando aparcaba el Studebaker (nunca fallaba), solía medir a ojo la distancia entre las ruedas y el bordillo de la acera y anunciar, sin olvidarse nunca de hacerlo, «¡Perfecto!», como si su marido acabara de hacer aterrizar en un maizal un avión transatlántico asmático por falta de combustible. No es preciso señalar que la omisión de la crítica cuando el elogio era posible era su principio rector. Más aún: con el señor Z. por marido, no podría haber actuado de ninguna otra manera, aunque lo hubiese intentado.

Luego llegaba el justo merecido. Aproximadamente cuando Sherman, el hijo mayor, estaba a punto de licenciarse de la marina y Nathan comenzaba el instituto, los negocios empezaron de pronto a prosperar en la tienda de Camden, y en 1949, el año en que Zuckerman ingresó en la universidad, estaba ya en marcha la flamante zapatería de «El señor Z.» en el centro comercial del millonario Country Hills Club. Y entonces, por fin, llegó la casa unifamiliar, amplia y de una sola planta, tipo rancho, con chimenea de piedra, en el centro de un terreno de mil metros cuadrados: el sueño de la familia he cho reali

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