Mágico, sombrío, impenetrable

Joyce Carol Oates

Fragmento

libro-1

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Nota de agradecimiento

Parte I

Sexo con una camella

Mastín

Distancia

Un libro de mártires

«Se ha muerto Stephanos»

Parte II

El cazador

Desapariciones

Cosas que quedan atrás, de camino hacia el olvido

Parte III

Santuario al borde de la carretera de Forked River, Jersey del Sur

Los payasos

Traición

Mágico, sombrío, impenetrable

Parte IV

Parricidio

Notas

Sobre la autora

Créditos

libro-2

Para Mariana Cook y Hans Kraus

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Nota de agradecimiento

Los relatos incluidos en este volumen han aparecido, a menudo en versiones algo diferentes, en las siguientes publicaciones:

«Sexo con una camella» en The American Reader

«Mastín» en The New Yorker

«Distancia» en Ploughshares

«Un libro de mártires» en Virginia Quarterly Review

«“Se ha muerto Stephanos”» en Yale Review

«El cazador» en Boulevard

«Desapariciones» en American Short Fiction

«Cosas que quedan atrás, de camino hacia el olvido» en Salmagundi

«Santuario al borde de la carretera de Forked River, Jersey del Sur» en Vice

«Los payasos» en Virginia Quarterly Review

«Traición» en Conjunctions

«Mágico, sombrío, impenetrable» en Harper’s

«Parricidio» en EccoSolo (libro electrónico)

«Mastín» se ha reimpreso en The Best American Short Stories 2014

La autora desea dar las gracias de todo corazón a estos editores y publicaciones.

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I

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Sexo con una camella

—Muchas cosas se valoran más de la cuenta. El suicidio, por ejemplo.

El chico rio al comprobar lo listo que era. La abuela, que conducía atenta al tráfico matutino, no pareció darse cuenta.

Recalcando las palabras, su nieto dijo:

—Por ejemplo, solo en el condado Boondock, de los Estados Unidos, se hacen la competencia dos teléfonos de la esperanza para adolescentes.

—¿Condado Boondock? ¿Dónde está eso?

—¿Bromeas, abuela? Aquí.

—Ah, aquí. Entiendo.

La abuela sonrió pero no llegó a reír. Aunque el chico no había hecho una observación muy ingeniosa, tampoco era frecuente que dejara de reír los comentarios de su nieto por muy poca gracia que tuvieran.

—En el instituto nos bombardean con anuncios por correo electrónico. «Si estás solo y preocupado y no tienes a nadie con quien hablar, los consejeros para crisis están esperando tu llamada, que será siempre estrictamente confidencial.» Ahora hay uno nuevo: «¿Te sientes a salvo en casa?» —el chico se echó a reír.

—Bueno, ¿te sientes tú?

—¿Bromeas, abuela? Según las estadísticas, el noventa por ciento de los accidentes mortales suceden en el hogar.

Rieron juntos. Aquello sí tenía gracia.

Al chico le gustaba divertir a… bueno, a cualquiera que se le pusiera por delante. Había sido listo y despierto casi desde que aprendió a hablar. Si bien, como chico guapo, quizás había llegado a su tope hacia los once años.

En su próximo cumpleaños sumaría diecisiete.

La abuela, vestida con elegancia como siempre que salía de casa —atractivo turbante de seda blanca, conjunto de jersey y chaqueta blancos de cachemira, pantalones de lino de color azul claro de raya impecable, zapatos de buena calidad—, iba camino del hospital nuevo. Su nieto quiso conducir, claro está, pero la abuela le recordó que ella se acercaba ya a una edad (no había llegado aún, pero pensaba que no andaba lejos) en la que saberes tan básicos como conducir un coche podían empezar a atrofiarse si no se practicaban a diario.

Obsoleta. La abuela no quería ser eso, había dicho. A su nieto la palabra le había impresionado y se había apresurado a apropiársela.

Desde muy joven coleccionaba palabras. Cigoto, paralaje, exanimación eran algunos ejemplos. Ahora, obsoleta.

Aquella salida matutina tenía un algo de aventura: para llegar al hospital nuevo —según el mapa de Google que el chico había impreso— era necesario recorrer, desde su casa, 10,7 kilómetros más que para ir al viejo.

El hospital viejo lo habían agotado ya. Era el momento de pasarse al hospital nuevo que acababa de abrir hacía una semana, al otro extremo de una autopista estatal de seis carriles.

—El suicidio es algo así como una especie de pasatiempo estúpido. El noventa por ciento de los suicidios son equivocaciones: la víctima en realidad no tiene intención de matarse.

—¿Y por qué estamos hablando de eso? —preguntó la abuela (que había tenido un cargo administrativo en un pequeño college de humanidades en otra época de su vida) con aire de desconcertada incredulidad. Luego miró de reojo al muchacho con una expresión que le habría fulminado si hubiera querido darse por enterado.

El chico se encogió de hombros. Solo pretendía pasar el rato, nada de lo que había dicho tenía la menor importancia ni peso específico.

—¿Quién ha sacado el tema? —preguntó—. Yo no.

—Bueno; tampoco yo.

De hecho, mientras la abuela conducía, su nieto había estado leyendo a toda velocidad correos electrónicos y mensajes de texto en su móvil. Había sido uno del montón de correos electrónicos, en su mayor parte no deseados, procedentes de su instituto, el que ofrecía el enlace con un teléfono de la esperanza, mensaje que él se había apresurado a borrar sin pensárselo dos veces.

—Cuéntame algo divertido. Pero divertido de verdad.

—El caso de un chico que acompaña a su abuela porque tiene hora para el médico en un maravilloso día de otoño cuando podría estar de excursión por el cañón del río Peace con sus amigos o solo, con sus zapatillas Nike D200.

—Muy gracioso.

—A un disléxico le pregunta un amigo: «¿Qué tal el concurso de tiro con arco?». «Fui certero.» «¿Ganaste?» «No. Quedé certero.»

La abuela se echó a reír.

—Eso sí es divertido.

—Eres tan fea que el gato trató de enterrarte en el cajón de arena.

—No. Eso no tiene gracia.

—Vamos, abuela, hay como un millón de chistes con «Eres tan feo». Ese es el menos asqueroso.

—No me gustan los chistes sobre personas que son feas o estúpidas o… —la voz de la abuela cambió justo lo bastante para que su nieto se diera cuenta de que se proponía decir algo divertido— polacas.

El chico quiso hacerle ver que los chistes se basan casi siempre en insultos. ¿Dónde había estado ella toda su vida? Los chistes que oía a sus amigos o que él les contaba eran bastante groseros, y procedían de Internet o de la televisión por cable.

—Esto es un tío que está atravesando el desierto montado en una camella. Lleva varios días solo, así que siente la necesidad de hacer el amor. No hay ninguna mujer a la vista, así que se fija en la camella, pero el animal desconfía de él, porque, al parecer, ya ha tenido antes alguna experiencia similar. De manera que el fulano intenta colocarse en posición para tener relaciones sexuales con la camella, pero el animal sale corriendo. El tipo corre para alcanzarla y la camella le deja que se le suba encima, pero solo como montura. Al poco, el tío tiene otra vez ganas de sexo, así que vuelve a intentarlo, pero la camella sale corriendo. Por fin, después de cruzar todo el desierto llegan a una carretera y se encuentran con un coche que no funciona y dos rubias despampanantes. El tipo les pregunta si necesitan ayuda y ellas le dicen que si les arregla el coche harán cualquier cosa que les pida. El fulano se pone a trabajar y consigue ponerlo en marcha; las mujeres le dan las gracias y le preguntan: «Ahora, ¿qué podemos hacer por ti?», y el tipo contesta: «¿Os importa sujetarme a la camella?».

La abuela pareció reflexionar durante algún tiempo pero acabó por echarse a reír.

—De acuerdo, tiene gracia. Pero no mucha.

—Hay chistes más subidos de tono que son más divertidos, abuela. Pero supongo que no querrás oírlos.

El tono de voz del muchacho había cambiado un poco.

La abuela siguió conduciendo, absorta ahora en el torbellino del tráfico en una rotonda. El chico supo guardar silencio mientras la abuela superaba la dificultad: no tenía que tomar la primera salida, ni la segunda, sino la tercera.

A veces, el nieto se sentía muy mayor. Pero ese era su secreto.

Después de superar con éxito la rotonda y cuando conducía de nuevo a velocidad normal, la abuela dijo:

—Por lo menos cinco personas me han preguntado, por teléfono, quién me acompañaba al hospital y quién volvería a casa conmigo. Lo que buscan es evitar a toda costa que alguien salga de su consulta después de despertar de una anestesia, se desmaye y se caiga. Todavía peor si lo que hace es caerse por una escalera.

—Lo que no quieren —dijo el chico— es un pleito.

La abuela se mordió el labio, meditativa.

—Supongo que debes de tener razón. Nunca lo había enfocado así. Creía que yo les traía sin cuidado.

—Puede que no les importes lo más mínimo, abuela, y sin embargo, no quieran que los demandes.

—Haz el favor de leerme las instrucciones para llegar a la consulta.

—Ya lo he hecho. Y ya he estado. ¡Dios del cielo!

La abuela conducía despacio por una carretera recién asfaltada en dirección a un edificio de muchas plantas y color verde pálido, que parecía hecho de cristal resplandeciente, y con diferentes alas a partir de un núcleo central. Más allá de aquel edificio había otros más pequeños y más bajos. Todos rodeados de aparcamientos. El chico estaba tratando de hacer coincidir el mapa de Google con el mundo real y le estaba costando.

El «hospital nuevo» estaba formado por un conjunto de edificios de líneas elegantes construidos en las afueras de la ciudad en un paisaje lunar de aparcamientos y suelo en su mayor parte aplanado con excavadoras. En algunas zonas, sin embargo, se había plantado un frágil césped nuevo, regado con agua de aspersores, un agua que subía y bajaba iluminada por el sol.

Aunque todo era nuevo, las zonas de aparcamiento más cercanas al hospital estaban casi llenas. Y resultaban enormes y desalentadoras. Incluso el chico se sintió desanimado.

Había un sitio para que se bajasen los pacientes y visitantes cerca de la entrada principal del resplandeciente edificio verde de muchos pisos, y el chico y su abuela trataron de averiguar cómo evitarle a ella una caminata de más de un kilómetro desde el aparcamiento. Al cabo de un rato el nieto dijo:

—Apéate, abuela. Ya aparco yo el condenado coche. Seguro que en una propiedad privada no va a haber policías de tráfico de Nueva Jersey para pedirme el carné de conducir.

Una prueba de la creciente desesperación de la abuela fue que aceptó la propuesta de su nieto. El muchacho se deslizó hasta el asiento del conductor tan pronto como la anciana salió del coche y lo condujo hasta la zona B del aparcamiento.

La abuela entró en el vestíbulo del reluciente edificio nuevo, refrigerado con ferocidad, y apenas había empezado a mirar a su alrededor en busca de alguien que la asesorase, cuando su nieto, con el Acura estacionado ya, se presentó corriendo para reunirse con ella.

El chico era un corredor condenadamente bueno. Sobre todo en ocasiones como aquella.

En los deportes que se practicaban en el instituto era demasiado perezoso, o se dedicaba a soñar, o se distraía. No lograba tomarse en serio lo que a otros les parecía importante. Todas aquellas tonterías eran como vivir con la cara pegada a un espejo: no te la veías y, menos aún, todo lo que la rodeaba. Las cosas para críos ya no le atraían ahora que no era un crío.

Todo relucía en el nuevo hospital. Al alzar la vista esperabas ver globos de bienvenida rebotando contra el techo varios pisos más arriba.

—¡Buenos días! ¿Les puedo ayudar en algo?

Una joven sonriente, vestida con colores que entonaban muy bien con los rosas, verdes y azules suaves del vestíbulo, apareció a su lado. La abuela dijo «sí, gracias». Como si no hubiera memorizado el texto, leyó, con el ceño fruncido, un impreso que llevaba en la mano, pronunciando con mucho cuidado las palabras:

—Buscamos el Departamento de Cirugía Ambulatoria.

La cita era para las 9.30. En aquel momento eran las 9.22.

La joven sonriente les informó de que estaban en el edificio equivocado, es decir, en el hospital. El Departamento de Cirugía Ambulatoria estaba en el Pabellón de Especialidades Médicas, en la otra punta del complejo hospitalario.

—Deberían haber dejado el coche en la zona este del aparcamiento y haber utilizado la entrada correspondiente.

—¿Cómo íbamos a saberlo? «Zona este», nada menos —el chico tenía ganas de guerra.

—Si tienen una cita, deben de haberles dado instrucciones y un mapa para llegar al Pabellón de Especialidades Médicas.

—¿Pabellón? ¿Qué es eso? ¿Estamos hablando de un carnaval o algo parecido? ¿Un pabellón no es un sitio donde toca una banda?

La joven sonriente pareció perpleja.

—Pabellón es como se llama. Donde están las Especialidades Médicas.

La abuela se apresuró a intervenir.

—El Pabellón de Especialidades Médicas ¿se encuentra en esa dirección? ¿Atravesando por ahí?

La joven sonriente dijo sí. Señalaba hacia el interior del hospital: se veía una hilera de ascensores, un corredor reluciente, largo y ancho, un patio con árboles enmacetados y un café al aire libre. Algunos obreros instalaban, haciendo mucho ruido, algo que requería cables eléctricos más allá de un cartel que decía, elegantemente, ¡DISCULPEN LAS MOLESTIAS!

El chico, con el pulso acelerado a raíz de su carrera desde la zona B, le dijo a la joven sonriente:

—¿Cómo lo va a saber nadie? Nos dijeron que viniéramos al hospital.

Siendo estrictos, era probable que aquello no fuese cierto. Cuando la abuela había mencionado su cita en «el hospital nuevo» hablaba en general y por tanto de forma imprecisa, aunque su nieto lo hubiera tomado al pie de la letra y ahora se resistiese a rendirse, a la manera en que un perro leal no cede a otra persona el objeto que su dueño le ha arrojado para que lo coja.

—Si han venido para un procedimiento médico, tienen que haber recibido información, un papel con un mapa —dijo la joven sin alterarse. Seguía sonriendo, aunque su sonrisa se había vuelto tensa—. Pero no hay ningún problema. Aquí me tienen a mí para guiarlos.

El chico estaba que trinaba. Difícil decir por qué. Quizá por ver a su abuela —a través de los ojos expertos de la joven recepcionista— como una mujer de casi setenta años, vestida con demasiada elegancia para la ocasión, decidida a representar el papel de persona dueña de sí misma, tranquila.

—Basta con que nos diga la dirección, ya encontraremos el camino —dijo el chico, pero la abuela intervino:

—¡Gracias! Muy amable por su parte.

Juntos avanzaron por el interior del edificio de muchos pisos, con la joven sonriente a la cabeza.

El chico echaba chispas y le rechinaban los dientes.

Le dio un codazo a la abuela, que sujetaba su bolso —demasiado grande y demasiado caro— de una manera que a él le resultaba molesta.

—El numerito de abuela desvalida se queda viejo muy pronto.

—Pues el de nieto maleducado, todavía más deprisa.

El chico rio con aspereza. A continuación observó, con voz llena de sarcasmo, que tenían que haberse equivocado de salida al dejar la autopista.

—Parece que estamos en el hotel Marriott —dijo.

El corredor llevaba hasta otro edificio, el «Pabellón», que sin duda se parecía a un hotel de cinco estrellas. En el centro del vestíbulo había una fuente borboteante; hacía pocos días de la inauguración del edificio y ya algunos visitantes habían arrojado monedas de cobre para que se les concediesen deseos. Por encima se agitaban móviles que representaban pájaros con las alas extendidas, versiones a lo Disney de austeras esculturas de Calder.

Tanto las monedas relucientes como los pájaros que flotaban molestaron al chico. Una clínica no es un parque de atracciones.

La joven sonriente se preparaba ya para dejarlos.

—Tomen el primer ascensor a la derecha. En la segunda planta, tuerzan a la derecha. Es imposible perderse; enseguida encontrarán Cirugía Ambulatoria.

A continuación, algo extraño. Lo inesperado. Con demasiada frecuencia, en la vida reciente del chico, se producía aquello, algo especial.

Porque la joven les sonreía, pero de una manera distinta. Como si hasta aquel momento no hubiera reparado en ellos dos, en la abuela y el nieto. El chico tuvo un escalofrío de miedo.

—¿Saben? Creo que me acuerdo de ustedes. ¿Del hospital viejo? ¿Ustedes dos? ¿Y alguien más? —la joven miró alrededor como si pudiera aparecer alguien que faltaba. Como si cualquiera de las personas que pasaban por el pasillo pudiera volverse, sonreír y saludar.

Hola. Apuesto a que os preguntabais dónde me había metido.

Cuando menos te lo esperas, los sitios desconocidos pueden ser más peligrosos que los conocidos. El chico había llegado a descubrir que era más fácil que un sitio desconocido estuviera «embrujado» por la sencilla razón de que había menos cosas en las que distraer la memoria.

—Me parece que no. Tal vez nos confunde usted con otras personas —con una fría sonrisa, la abuela se dio la vuelta sin la menor vacilación, mientras el chico, en silencio, fulminaba el suelo con la mirada.

En la segunda planta torcieron a la derecha y se encontraron no con un departamento médico, sino con una suite. Muy bien amueblada y decorada, con paneles transparentes de cristal del suelo al techo.

La abuela murmuró de modo ambiguo:

—Hay sitios peores que el Marriott.

El chico se detuvo delante de las puertas de Cirugía Ambulatoria. Era como si sus piernas, a semejanza de las de un robot de comedia, se negaran a funcionar.

Empezaba a experimentar ese sentimiento, un sentimiento que carecía de nombre y que no hubiera sabido describir. Y una vez que desaparecía tampoco era posible recordarlo de verdad.

—Puedes esperar aquí fuera, Billy Bob —dijo la abuela—. O explorar las instalaciones. O ir a sentarte a la cafetería. ¿Qué hacen los adolescentes?

Billy Bob era un nombre en broma. Un chiste.

Nada muy terrible le podía suceder nunca a Billy Bob, parecía ser la promesa implícita.

Su nieto le indicó con un gesto el nuevo móvil, que le cabía en la palma de la mano:

—Abuela, no preguntes nunca qué hacen los adolescentes.

El chico no acompañó a su abuela a la suite con el nombre de Cirugía Ambulatoria, sino que se quedó fuera, mirando. A través de las paredes de cristal que llegaban desde el suelo hasta el techo se veía a la gente en la sala de espera; personas que podían haber estado en cualquier otro sitio, en un aeropuerto quizás, con la excepción de las que iban en silla de ruedas y las calvas (calvas a una edad equivocada y de un sexo también equivocado), y el chico sabía por experiencia que si entraba en aquella sala, cierta alteración en el aire le pondría nervioso: ya había empezado a tener una sensación extrañamente triste y acongojante, que era además como de arena deslizándosele debajo de los pies y que daría cualquier cosa por evitar.

La abuela le estaba diciendo a la recepcionista cómo se llamaba. Enseguida le preguntarían ¿Tiene usted un testamento vital?

El chico sudaba a pesar del aire acondicionado.

La abuela se volvió para señalar a su nieto y que la recepcionista lo viera: allí estaba su chófer asignado, la persona que la devolvería a casa.

El chico saludó con la mano a la recepcionista para indicar Es cierto. Voy a estar aquí. ¡No se preocupe!

Era un adolescente alto: medía un metro ochenta. Su estatura le daba confianza en ocasiones como aquella.

Durante diez minutos, más o menos, se quedó al otro lado de la pared de cristal y estuvo haciéndole muecas a su abuela que, sin prestar mucha atención, hojeaba una revista (la había traído consigo: sabía que no era aconsejable fiarse del material de lectura de las salas de espera) y miraba a su nieto sonriendo, o sonriendo solo a medias, porque estaba distraída, el chico se dio cuenta, aunque fingiese no ver ni enterarse de lo que veía.

Cuando se es un nieto adolescente, resulta muy fácil retrotraerse. Todas las edades por las que has pasado se recuerdan gracias a los abuelos, en el interior de una especie de bruma amorosa resplandeciente, como esos rostros borrosos de la televisión que se utilizan para evitar que se identifique a las personas.

El chico se comportaba de manera un tanto extraña en el corredor, por donde iban y venían otras personas. Pacientes externos y sus acompañantes. No quería marcharse, pero tampoco le apetecía seguir allí.

A la larga uno quiere que suceda algo. Quiere que se decida algo y que se sepan los resultados.

Pero en realidad no querías que sucediera nada. No querías resultados.

El nieto sabía de resultados. Sabía que algunos resultados son irrevocables.

Debían de haber llamado a su abuela, porque se levantó de repente, con aire atemorizado, algo que el chico querría no haber visto, pero que había visto de manera que intentaría olvidarlo, lo que no es tan difícil como uno creería. Una enfermera sonriente, todavía joven, con bata y pantalones de color pastel, se presentó para acompañar a la abuela al interior de las instalaciones y caminó con ella como si la estuviera sosteniendo, hasta que desaparecieron de su vista. Al chico, mirándolas, se le secó la boca. Luego retrocedió y se dio la vuelta.

La abuela estaría más o menos noventa minutos en el Departamento de Cirugía Ambulatoria. Tantísimo tiempo desplegándose delante del chico como un complicado juego de manos con una baraja.

Estaba encantado con su móvil, que podía ocuparle durante muchos minutos. Disponía de incontables herramientas informáticas, una pequeña galaxia de aplicaciones. Pero además del móvil en una mano sudorosa, tenía, en un bolsillo de los pantalones multibolsillos de color caqui, un manual de geometría que le pesaba mucho. En los últimos tiempos se había convertido en uno de esos jovencitos sabelotodo que cuentan a los adultos que les gusta la geometría por su orden y su cordura.

Empezó a deambular por el segundo piso del Pabellón. Al encontrar una escalera, subió por ella. Demasiado impaciente para estarse quieto, jugando con su móvil.

Pensó Debería haberme quedado con las llaves del coche. Por si sucede algo y la abuela tiene que pasar la noche en el hospital.

Todo empezaba así, de ordinario. Análisis, noche en la clínica.

A través de los paneles de cristal que en el tercer piso también llegaban desde el suelo hasta el techo, el chico encontró una sala de espera amueblada igual que la de Cirugía Ambulatoria. Las mismas hileras de asientos y unas cuantas sillas de ruedas. Excepto que allí todas las pacientes eran chicas jóvenes.

Jovencitas esbeltas de largas cabelleras lisas que les caían por la espalda. Chicas de «talla cero». Hermosas muchachas angelicales, con rostros que le fascinaron. Muy atractivas aunque, al mirarlas mejor, las encontró demasiado flacas, tan flacas que asustaban. A pesar de que llevaban ropa muy holgada, el chico notó que eran de una delgadez aterradora, porque las había así en su instituto, no muchas pero sí algunas, y, entre ellas, varias de las más guapas, a las que aprendías a no mirar con descaro, aunque acababas mirándolas. Se dio la vuelta enseguida, pero una cara al otro lado de la pared de cristal le había enganchado, un rostro le había paralizado. Contó hasta nueve chicas en la sala de espera. Y con ellas —casi no se había dado cuenta— mujeres de más edad que tenían que ser sus madres. Una sala de espera solo femenina.

Almacenó la información para transmitírsela a su abuela en el trayecto de vuelta a casa:

—¿Sabes qué era? El Departamento de Trastornos Alimenticios.

—¡Trastornos Alimenticios! —diría la abuela—. Algo así podría darme envidia.

—De hecho, se mueren. Muchas —objetaría el nieto, con tono reprobatorio.

Estaba bien informado. Había leído estadísticas sobre el tema. Y una chica de su curso había muerto (¿de un ataque al corazón?) y pesaba solo treinta y cuatro kilos a los quince años.

El chico distraería a su abuela, pero quizá no con los trastornos alimenticios.

Salió del Pabellón y le sorprendieron las ráfagas de aire caliente que atravesaban, veloces, los enormes aparcamientos.

Anduvo alrededor del hospital en busca de la zona B del aparcamiento, casi a un kilómetro. Solo para ver si sabía dónde había dejado el coche. (Sí que lo sabía.) El paisaje era en parte primigenio, tierra arrancada del suelo, montones de tierra roja. Veloces vientos cálidos que lo dejaron sin aliento. Hola. Apuesto a que os preguntabais dónde me había metido.

De nuevo dentro del Pabellón de Especialidades Médicas, al chico le gustaba sentirse invisible en medio de un continuo discurrir de desconocidos. A los dieciséis años se es invisible. Se repantigó en un sofá de piel sintética junto a la fuente borboteante. Le fue imposible dejar de contar las relucientes monedas de cobre que veía dentro de la fuente: treinta y dos.

Si las volviera a contar, era posible que le saliese otra cantidad. Asombrado, se preguntó: ¿Por qué? ¿Por qué demonios la gente hace una cosa tan inútil y estúpida? Era envidia lo que sentía, no desprecio.

Por decimoquinta vez consultó el móvil. Lo que hacía, sobre todo, era borrar mensajes. Sus pulgares se habían convertido en asesinos experimentados. Su vida había llegado a ser una serie de rápidas eliminaciones: los eliminabas antes de que ellos te eliminaran a ti.

¡Qué aburrimiento! De pronto, impacientado, se puso en pie de un salto y tomó un ascensor para subir a la cuarta planta —Afecciones Pulmonares, Asma—; a continuación bajó a la tercera por la escalera y una vez allí se asomó al hueco central para ver la fuente borboteante. Desde aquella altura no se distinguían las monedas y no intentabas adivinar cuáles serían los inútiles deseos de unos cuantos cretinos.

Una de las chicas de Trastornos Alimenticios caminaba despacio hacia donde estaba él. Si no fuera por sus ojos abiertos como platos, podría parecer que caminaba dormida.

Debía de tener diecinueve años, aunque aparentaba quince. La cabellera rizada de color castaño rojizo le caía hasta la mitad de la espalda. A diferencia de la mayoría de las pacientes de su departamento, llevaba ropa muy ajustada: pantalones capri de color negro, un suéter tan mínimo que sus diminutos pechos quedaban realzados como vasitos de papel. Sus muñecas eran tan finas que el chico se quedó mirándolas, al imaginar que podría rodearlas dos veces con sus vulgares dedos de varón. Miraba a la chica con tanta intensidad que ella se dio cuenta y se rio de él.

—¿Soy alguien a quien crees que conoces? ¿O eres alguien a quien se supone que conozco yo?

La chica era, ni más ni menos, una preciosidad. Él quiso pensar que la boca no se le había abierto tan desmesuradamente como a un perro.

El aliento de las anoréxicas era ácido. Eso era parte de lo mucho que ignoraban sobre sí mismas. El chico también estaba al tanto de que, cuando se miraban en un espejo, veían algo por completo distinto de lo que veían las personas normales, aunque él era incapaz de imaginar qué era.

—Lo siento. ¿Te he asustado?

La pregunta, viniendo de ella, no debería tener sentido, pero sí que lo tenía. La chica se rio. Su risa sonó como pequeños dardos de fuego.

—Busco los ascensores —dijo él, incómodo.

—Pero no te esfuerzas mucho, ¿verdad? Están hacia allá.

El chico le diría, fanfarroneando, a uno de sus condiscípulos, He conocido a una chica guapa de verdad. Un poquito mayor que yo. Lista…

—¿Estás en Trastornos Alimenticios? Casi no hay hombres, nunca me tropiezo con ninguno.

El chico se echó a reír. No supo si sentirse halagado o insultado.

—¿Tengo pinta de estar en Trastornos Alimenticios?

—No estés tan seguro de ti mismo, Fred —dijo ella—; podría tocarte la china cualquier día.

—Creo que no. Comer me gusta demasiado.

—A todos nos gusta demasiado comer. De eso tratan los Trastornos Alimenticios, estúpido.

Era la chica de carne y hueso más preciosa que había visto en toda su vida, pero que lo llamaran Fred o estúpido no era una cosa que le gustase demasiado.

Se dio la vuelta. Tenía un sitio al que ir. La chica captó su expresión de sorpresa y malestar y se compadeció.

—Perdóname. ¡Oye!

El chico se dio la vuelta, pero poco convencido. El lenguaje corporal sugería que no se fiaba de ella, aunque tal vez no había sido más que la sorpresa.

—Me atiborran a pastillas, ¿sabes? Por eso digo cosas tan tontas, joder, pero sin mala intención, Fred.

El chico dijo que muy bien. Que estupendo.

—Sí, pero no lo piensas en serio. Tienes pinta de estar buscando una manera de escaparte. Lo que quiero que entiendas es que no iba con intención. No va con mala intención.

El chico dijo que estupendo. Pero que tenía que irse.

—¡No es estupendo, cretino! Estoy hablando contigo —dijo ella, alzando la voz.

—¡Miranda!

Una mujer se acercaba a la chica, muy nerviosa. Una mujer, con aspecto de madre, que provocó en su interlocutora un estremecimiento y una mirada tal de aversión juvenil que el muchacho se escandalizó.

—¿Qué coño quieres? ¿De dónde coño sales?

La mujer trató de aplacar a la chica, pero su error fue tocarle el brazo, que se agitaba.

—Que te den, joder. Ya me has oído, anda y que te follen.

El chico escapó en dirección a los ascensores. Oyó sollozos rabiosos, susurros de enojo y un ruido de forcejeo, pero no se volvió para mirar.

La chica que conocí ayer venía de verdad a por mí. Tenía por lo menos, lo más seguro, veinte años. Tan lanzada…

—Que te den, Fred. Con eso no vas a ningún sitio.

La voz del chico era ronca, hostil. Se sentía tan perdido como un electrón girando en el espacio: sin gravedad, sin «órbita».

Por la mañana no había desayunado; ahora tenía un hambre de lobo.

Comió en la cafetería de la primera planta. Se puso morado. De acompañamiento se bebió una Coca-Cola gigantesca. Cualquiera podría pensar que no es posible comprar tantas toxinas en la cafetería de un hospital, pero se equivocaría.

Se aflojó el cinturón de los vaqueros. Era un chico flacucho, y los chicos flacuchos se hinchan en un abrir y cerrar de ojos.

¿Por qué había tantos prejuicios contra el suicidio? A la gente se le tenía que dejar hacer lo que quisiera, ¡qué coño!

Por término medio revisaba el móvil cada tres minutos. No era un adicto, era solo algo que hacía. Otras cosas eran aburridas o viejas. Ya las había hecho. Ya las había oído. Llevaba a cuestas el texto de geometría con la intención de ponerse al día en sus deberes para casa, pero el ambiente le distraía demasiado para poder concentrarse. La abuela había dicho que no era una buena idea que faltara a clase por su culpa, pero luego había transigido con la condición de que pidiera a sus profesores los deberes y tratase de estudiar algo mientras la esperaba, y él había dicho, muy molesto, que era ni más ni menos eso lo que se proponía hacer, por el amor de Dios.

En todas las mesas de la cafetería había personas atrapadas: si estabas ahí, era por obligación, imposible que nadie se sentara allí por elección propia, ni siquiera en aquel reluciente hospital nuevo de globos bamboleantes de bienvenida. No importaba que la cafetería fuese más bien atractiva, un sitio que no estaba mal, igual que el menú, para un lugar como aquel. Las personas que pasaban tiempo en la cafetería iban al hospital o al centro médico y todas tenían una historia triste, incluso espantosa, que contar. (El centro médico, era bien sabido, contaba con un prestigioso Departamento de Oncología.) El chico que acababa de atiborrarse no quería oír ni una sola de todas aquellas historias. Ya le enfermaba lo suficiente su triste historia personal.

Estaba escuchando, sin embargo, a dos mujeres que hablaban en una mesa vecina: una llevaba ropa de calle; la otra, un camisón azul de hospital, con una bata por encima, y calcetines también de hospital. En el dorso de la mano tenía clavada una aguja por la que entraban, gota a gota, fluidos intravenosos desde un recipiente de plástico colgado de un portasueros, sin dejar por ello de sonreír con desenfado. Las dos mujeres parecían hermanas —no eran jóvenes, pero sí bastante atractivas— y se reían más de lo que se consideraría normal dadas las circunstancias.

En el hospital viejo, los enfermos se escabullían para fumar al aire libre con su portasueros. Era algo que iba en contra de todas las normas, además de contra el sentido común, pero él había ayudado a uno de aquellos pacientes más de una vez.

En cierta ocasión, ella le había dicho:

—Buenas y no tan buenas noticias.

—¿Voy a saber reconocer cuál es cuál?

La enferma se había echado a reír. La risa se transformó en un ataque de tos. La bolsa de plástico con fluidos intravenosos se estremeció.

—Tienes razón. No hay mucha diferencia.

Después dijo:

—La buena noticia es que dejan de darme la quimio. La mala es que dejan de darme la quimio.

Aquello había sucedido en el hospital viejo. El chico pensó: Al carajo con el maldito hospital viejo.

Tomó el ascensor para ir a la segunda planta y torció a la derecha. Se estaba sintiendo ya un poco asustado.

Noventa minutos exactos desde que había dejado a su abuela. Había logrado resistir el deseo de volver antes, porque una realidad de la vida era que las intervenciones médicas nunca terminaban pronto.

Esta vez abrió la puerta y entró en la sala de espera. Se acercó a la recepcionista y le dio el nombre de su abuela y el suyo propio. La recepcionista llamó a los responsables. Al chico se le dijo que tomara asiento porque la abuela estaba aún en reanimación, pero él fingió no oír porque no quería verse atrapado en un asiento, porque quería conservar el libre uso de sus piernas. Era, sin embargo, demasiado alto y demasiado mayor para deambular por la sala de espera molestando a los pacientes que estaban sentados, algunos en sillas de ruedas, yendo de aquí para allá, cogiendo revistas como Smithsonian, Scientific American o Your Health para hojearlas y luego volver a dejarlas en los revisteros.

Al cabo de unos veinte minutos la abuela apareció en una silla de ruedas empujada por una enfermera.

El chico se la quedó mirando: algo se le empezó a debilitar en la cabeza y se sintió de verdad raro, pero se recuperó deprisa; casi se había repuesto del todo cuando a su abuela la llevaron junto a él con una mano alzada… en su dirección.

—Billy Bob: tienes pinta de estar más bien mareado.

La abuela hablaba con tono festivo. Se acababa de pintar los labios exangües para sugerir que disfrutaba de excelente humor, que estaba como una rosa y que tenía muy buen aspecto después del procedimiento médico «ultrainvasivo».

Era solo…, era solo que ver a su abuela en silla de ruedas resultaba… una especie de…, de sorpresa…

—Sí, mi joven amigo. Se puede decir que tienes muy mala cara.

La enfermera que la llevaba en la silla de ruedas rio al comprobar el buen humor de la paciente. Mientras la ayudaba a levantarse y a empezar a andar, le dio las gracias, diciendo con notable firmeza que se sentía «cien por cien recuperada» y que no necesitaba más ayuda.

Era parte del protocolo médico sacar a los pacientes en silla de ruedas cuando terminaban la reanimación, tanto si se sentían débiles como si no. No quería decir nada, como su nieto sabía muy bien.

Estaba un poco tembloroso, pero trató de pensar una respuesta chistosa. La abuela se reía de él.

—Te he dado un buen susto, ¿no es eso? He visto la cara que ponías.

—El problema es que yo he visto la tuya.

(Aquello tenía muy poca gracia. El chico se devanaba los sesos buscando respuestas ingeniosas breves. Pero solo conseguía pensar en chistes a partir de eres tan feo… Como hundir la mano en un bolsillo buscando, desesperado, un pañuelo de papel… sin encontrar nada. Y tener que sonarte en la mano.)

La abuela se sentía bien, dijo. O quizá un poquito mareada pero bien. Nada de dolor, ¡nada en absoluto! O, si lo había, era como si estuviera en otra habitación, nada inmediato. Cogió al chico de la mano y él sintió sus dedos helados, y por segunda vez temió desmayarse, pero no pasó nada.

¡Cielo santo, los dedos de la abuela eran tan finos!

El chico acompañó a la abuela desde Cirugía Ambulatoria hasta el vestíbulo. La dejaría en la entrada y correría, correría mucho —hasta la zona B del aparcamiento— y regresaría con el coche para recogerla.

—Lo curioso de la anestesia es que has estado ausente, pero no recuerdas nada. Cuando te despiertas no estás del todo segura de no haber muerto, pero supones que tampoco estás viva del todo.

El chico rio entre dientes, como para indicar que aquella era una observación por demás ingeniosa de la abuela, que se estaba arrellanando en el asiento del acompañante. A continuación reconoció que quizá se sentía un poquito… cansada. Quizás cerrase los ojos durante el camino a casa. Y al llegar, tal vez se echara una siesta.

El chico estaba encantado con el Acura último modelo, de color blanco perla, que se agarraba de maravilla a la carretera. Un motor silencioso, como un corazón que no se desmanda.

Había ayudado a la abuela a elegir el vehículo, entregando, como parte del pago, un automóvil más viejo y menos bueno.

El chico se sentía bien conduciendo. Se sentía pero que muy bien.

—¿Qué ha dicho el médico? ¿Te han hecho una radiografía? ¿Análisis de sangre?

No tenía planeado preguntar nada, pero se oyó hacer aquellas preguntas.

La abuela guardó silencio unos momentos. Su nieto decidió no darse por enterado.

Luego, con habilidad, ella cambió su débil voz de soprano para imitar el sonsonete de una voz masculina, china, casi seguro.

—Los resultados no están disponibles todavía, señora Cosby. La llamaremos mañana por la mañana.

El chico se echó a reír y sintió un gran alivio riendo.

libro-6

Mastín

Lo habían visto antes, en la senda. El perro enorme.

Tiraba con tanta fuerza de la correa que al joven que lo sujetaba se le marcaban mucho los músculos de las pantorrillas, mientras decía entre dientes lo que sonaba como «¡Maldito Rob Roy! Condenado perro», con tono de exasperado afecto.

A lo largo de la senda había carteles prohibiendo que los perros fuesen sueltos. Al menos aquel animal enorme iba atado.

La mujer miró al animal que, a menos de cuatro metros, resollaba y jadeaba. Tenía una cabeza más grande que la suya, prominente hocico negro, vidriosos ojos saltones. Las mandíbulas eran poderosas y llevaba la boca abierta; le brillaba el morro y babeaba, mientras que la lengua, larga, ancha y rosada, parecía un órgano sexual. Piel pálida y moteada, tórax poderoso, patas y lomo muy musculosos, rabo corto y tenso. Podría haber pesado casi cien kilos. Su jadear era húmedamente audible, inquietante. El joven de barba descuidada que sujetaba la correa de cuero con las dos manos y vestía una sudadera beis con capucha, pantalones cortos multibolsillos de color caqui y botas de acampada, miró a la mujer y al hombre que la seguía con ojos entornados y una expresión que podía ser contrita o defensiva; o quizás, pensó la mujer, se estaba riendo de ellos, excursionistas ordinarios sin un enorme perro monstruoso que les descoyuntara los brazos de tanto tirar.

La mujer pensó Eso no es un perro. Es un ser humano a cuatro patas. ¡Qué expresión en la cara!

Ideas así de surrealistas bombardeaban el cerebro de la mujer tanto despierta como dormida. Mientras nadie más estuviera al tanto, no le daba mayor importancia.

Por fortuna, el enorme perro y su amo se disponían a tomar una senda distinta por Wild Cat Canyon. El mastín siguió avanzando, lleno de entusiasmo, olfateando el suelo, y detrás el joven, que maldecía en voz baja. La mujer sintió alivio, ¡aquel perro horrible no la había atacado! Continuó junto con su compañero por la senda principal, que ascendía más o menos cuatro kilómetros hasta llegar a la cima, Wild Cat Canyon Peak.

Al advertir la inquietud que el perro había provocado en su acompañante, el hombre hizo un chiste que la mujer no oyó del todo y del que no se dio por enterada. Caminaban en fila india, ella delante. A la mujer le hubiera gustado que el hombre le tocara el hombro para confortarla, como podría haber hecho cualquier otra persona, pero sabía que no lo iba a hacer y no lo hizo. Procedió, en cambio, a explicarle con tono de ligero reproche que el perro era un mastín inglés: «Hermoso perro».

La mujer interpretó aquella observación casi como una reprimenda. Gran parte de lo que el hombre le decía lo entendía como reproches por su estrechez de miras, por su actitud medrosa. A veces la mujer divertía al hombre por esas razones. Otras lo exasperaba y ella veía en su rostro caballeroso una expresión de sorprendida desaprobación, de desprecio disimulado. En esos casos pensaba Me tiene calada. Ve mis subterfugios, mi ignorancia. Mi desesperación.

Enseguida dijo, por encima del hombro, con una risita absurda:

—¡Sí! Muy bonito.

La excursión de aquel día hasta la cima de Wild Cat Canyon iba a ser cuesta arriba, camino del sol. Manchas de luz y sombra en la senda, breves momentos de quedar cegados por tanta claridad. A la mujer le encantaba estar al aire libre e ir de excursión con su acompañante. Con aquel hombre que le habían presentado como alguien muy prometedor siete semanas y cuatro días antes, en una cena en casa de un amigo común en las colinas al norte de Berkeley.

La excursión había sido idea de él. O, más bien, de manera indirecta, con lo que (pensaba la mujer) podía haber sido una estrategia de timidez, como las que también usaba ella, se había limitado a decirle que iba a salir de excursión aquel fin de semana y, ¿le gustaría acompañarlo?

De esa manera no se arriesgaba a ser rechazado. A la mujer se le había hecho saber que, si salían juntos, ella lo acompañaba a él.

Para entonces ya habían dado paseos juntos, pero una excursión tan ambiciosa, a la cima de Wild Cat Canyon, le pareció a la mujer algo muy diferente.

Había dicho, con su risita absurda:

—¡Sí! Me encantaría.

A última hora de la tarde llevaban varias horas de excursión y, siempre en fila india, descendían ya de la cima del cañón con ciertas precauciones. La mujer iba delante, dado que el hombre, excursionista más avezado, no quería perderla de vista, porque temía que tuviera un accidente. Le había desconcertado un tanto al insistir en utilizar zapatillas ligeras de deporte y no, como en su caso, botas de escalada.

Tampoco se le había ocurrido proveerse de agua. El hombre llevaba una botella de plástico de medio litro para los dos.

A él la mujer le había parecido divertida. También era posible que le hubiera enojado un poco.

Sí, la mujer le atraía. Esperaba que llegase a gustarle más en el futuro; esperaba llegar a adorarla. Había estado muy solo durante mucho tiempo y lamentaba con amargura la soledad de su vida.

Al inicio de la excursión, en un día de finales de marzo, el tiempo había resultado ser inesperadamente templado. A mediodía la temperatura alcanzaba los veinte grados. Ahora, al hundirse el sol por el cielo de poniente como un ensangrentado huevo roto, la oscuridad y el frío empezaban a brotar de la tierra. El hombre había sugerido a la mujer que metiera una chaqueta ligera de dril en la mochila, porque sabía lo deprisa que descendía la temperatura a última hora de la tarde en una senda de montaña, pero la mujer solo llevaba un suéter, unos vaqueros y un gorro con visera más apropiado para verano. (Los ojos de la mujer eran muy sensibles a la luz incluso con gafas de sol. Le fastidiaba mucho la facilidad con que se le llenaban de lágrimas que luego le caían por las mejillas como un reconocimiento de la debilidad femenina.) Había desconcertado al hombre al presentarse sin mochila con la excusa de que detestaba «ir cargada».

Ahora, con el frío creciente, había empezado a tiritar. Si hubiese dejado de apretar con fuerza las mandíbulas, los dientes le habrían castañeteado.

Primero habían subido, ascendiendo en curva entre pinares, hasta alcanzar una vista espectacular desde la cima de Wild Cat Canyon, donde se alzaba un monumento al terrateniente ecologista de principios del siglo XX que había donado miles de hectáreas al estado de California para crear el parque. Después la senda descendía, con curvas muy pronunciadas, hasta su inicio a una hora de marcha y al aparcamiento que se «cerraría», como advertían los carteles, a las seis de la tarde. Eran ya las cinco menos veinte.

En la cima el hombre había hecho fotos con su cámara nueva mientras la mujer contemplaba con detenimiento el espectacular panorama. En el horizonte se divisaba una franja de azul luminoso: el océano Pacífico, a muchos kilómetros de distancia. Más cerca se veían pequeños lagos y cursos de agua. Las colinas estaban extrañamente esculpidas, como los montes pelados en los cuadros de Thomas Hart Benton.

El hombre había dado a la mujer agua para que bebiera. Aunque ella había dicho que no tenía sed, él había insistido. Existe peligro de deshidratación cuando se hacen esfuerzos, dijo. Hablaba con severidad, como un padre al que no es razonable oponerse.

El hombre se expresaba con la confianza de alguien a quien raras veces se lleva la contraria. A ella, en ocasiones, le gustaba aquel aire de autoridad, pero en otras le molestaba. Él parecía mirarla siempre con aire desconcertado, como un científico que se enfrenta con un ejemplar extraño. No quería pensar (aunque era lo que hacía, de manera obsesiva) que debía de estar comparándola con otras mujeres que había conocido y la encontraba deficiente.

Una vez en la cima, absorto en sus fotografías, había parecido olvidarse de ella. ¡Qué infantil, qué autosuficiente y exasperante! La mujer no había estado nunca tan en reposo consigo misma.

Casi por espacio de una hora se entretuvo él en la cima, haciendo fotografías. Durante aquel tiempo otros excursionistas llegaron y se marcharon. Para la mujer no supuso ningún esfuerzo hablar unos instantes con ellos mientras el hombre parecía no advertir su presencia. No era su costumbre, le explicó a la mujer, entablar conversación con personas «al azar». «¿Por qué no?», le había preguntado ella, y él había dicho, con una mirada que sugería que semejante pregunta le resultaba casi incomprensible: «¿Por qué no? Porque nunca voy a volver a verlos».

Con su risita impertinente, la mujer dijo: «Pero esa es la mejor razón para hablar con desconocidos: saber que nunca volverás a verlos».

Al menos el joven de la barba descuidada con el perro enorme, el mastín inglés, no había escalado hasta lo más alto de Wild Cat Canyon.

Pero sí llegaron hasta allí otros excursionistas con perros. De hecho, una verdadera procesión de perros, de todas las razas y tamaños, la mayoría, por suerte, bien educados y poco inclinados a ladrar; algunos detrás de sus amos, perros de más edad, con aspecto de sentirse castigados y de haberse quedado sin resuello. Los ojos húmedos, apagados, de aquellos perros más viejos parecían buscar los de la mujer.

—¡Qué perro tan simpático! ¿Cómo se llama?

O preguntaba, los ojos muy abiertos:

—¿De qué raza es?

La mujer entendió que su acompañante había tomado nota de que el mastín, al principio de la excursión, le había dado miedo. De que había tenido un momento de crispación al ver al feo animal jadeante que debía de ser el perro más grande de su especie que había visto nunca, casi tan grande como un san bernardo. De que se había quedado mirando sus mandíbulas babeantes y sus ojos vidriosos, ciegos en apariencia, como si reconociese algo innombrable.

Y por eso en lo más alto de Wild Cat Canyon la mujer se había esforzado por conversar con los dueños de perros, a su manera expansiva, cordial, ligera. Les había preguntado por sus perros, incluso había dado palmaditas a los más pacíficos.

De niña, a los nueve o diez años, la había atacado un pastor alemán que ladraba con ferocidad. No había hecho nada para provocar la agresión y solo recordaba que gritó y trató de correr mientras el perro ladraba y lanzaba dentelladas a sus piernas descubiertas. Estaba convencida de que solo la había salvado la intervención de unos adultos.

Al hombre no le había contado muchas cosas sobre su vida. Todavía no. Y tal vez nunca. Su lema era «No confieses nunca tus debilidades».

En especial a desconocidos, eso era esencial. No confieses nunca tus debilidades.

Técnicamente hablando, la mujer y el hombre eran «amantes», pero no íntimos. Se podría decir (sobre todo podría decirlo la mujer) que, en esencia, eran desconocidos.

A ella le gustaba decirles a sus amigas, para que se rieran, que no quería casarse sino estar casada. Quería una relación que, ya de entrada, pareciese madura, sin necesidad de ser antigua y asentada. La novedad y la inexperiencia no la atraían.

—Perdóname, ¿cuándo crees que podremos marcharnos? —la mujer le preguntó, vacilante, poco deseosa de hacerle perder su concentración.

Durante su relación mutua la mujer no había manifestado ninguna impaciencia, no había alzado nunca la voz.

Por fin el hombre guardó su cámara, que era un instrumento pesado y complicado, en la mochila. Y la botella de agua, que solo contenía ya cuatro o cinco centímetros de líquido. «Quizá la necesitemos, más adelante.» Todos sus movimientos eran medidos y pausados, como si estuviera solo, y la mujer, de repente, sintió una oleada de desagrado por el hecho de que se preocupara tanto de cuestiones triviales y, sin embargo, no la quisiera.

No había aseos en la condenada senda, por supuesto. Se trataba de recorridos serios, para excursionistas serios. Con añoranza, la mujer se acordó de los servicios disponibles al inicio de la ascensión, a una distancia considerable de donde se hallaban. ¿Cuánto tiempo les llevaría regresar hasta allí? ¿Otra hora? Para los excursionistas varones, pararse a orinar en el bosque no era un problema; para las mujeres, en cambio, suponía un esfuerzo y un bochorno. Verse forzada a hacer sus necesidades en un bosque era algo que no le había vuelto a suceder desde que, todavía muy joven, se encontró atrapada en una odiosa excursión interminable durante un campamento de verano en los montes Adirondacks. El recuerdo era confuso y borroso por la vergüenza y por la humillación ligada a la insignificancia misma de la molestia. Si se lo hubiera contado a su acompañante, se habría reído de ella.

Al dirigirse en coche hacia el parque, los dos se habían sentido muy felices juntos. A veces les sucedía, de manera impredecible, que disfrutaban de un repentino estallido de felicidad, incluso de alegría, por el hecho de estar juntos. El hombre se había mostrado inusualmente hablador. La mujer se reía de sus observaciones, sorprendida de que pudiera ser tan divertido. Se había sentido muy halagada, pocos días antes, cuando había ido a visitarla en su galería de arte y había adquirido una pequeña escultura de esteatita.

La mujer se había movido en el asiento del acompañante para acercarse más a él, como podría haberlo hecho, de manera impulsiva, una chica joven. ¡Qué natural le había resultado aquel ensayo de intimidad!

Habían pasado tiempo juntos en casa de ella, en la cama de su dormitorio en el piso de arriba, pero nunca toda una noche. El hombre se sentía incómodo y ella, obligada a comportarse como si él fuera un invitado a quien había que tratar con deferencia pero sin intimidad. No había sido capaz aún de dormir a su lado porque su presencia física le resultaba demasiado abrumadora, demasiado grande el espacio que ocupaba en su cama. Desnudo y en posición horizontal parecía mucho más grande que vestido y en vertical. Respiraba haciendo un ruido húmedo, con la boca abierta y, aunque se despertaba sin poner mala cara cuando ella le daba suaves codazos, no había querido despertarlo demasiadas veces. Se había resignado a seguir despierta, oyéndolo respirar Su malestar físico, sin embargo, era agudo: No puedo dormir, no voy a dormir nunca si tengo a este hombre en mi cama.

Nunca se había sentido cómoda con un hombre en estrecho contacto físico, a no ser que hubiera bebido. Pero él apenas bebía. Y la mujer no se abandonaba ya a la bebida, aquel tipo de vida era algo del pasado.

En la radio del coche habían oído una pieza para piano de Janáček, el compositor checo, con el título traducido como «Entre la bruma». Ella reconoció la composición al cabo de muy pocas notas. De muy joven había tocado aquel ciclo para piano. Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordarlo.

Durante las notas del piano —sombrías, inconfundibles, en un tono menor «brumoso»—, el hombre siguió hablando como si no oyera la música. La mujer escuchó con avidez el piano y no las palabras del hombre, si bien su voz quedaba bañada por la belleza melancólica de la música y sintió lo mucho que lo amaba o que podría llegar a amarlo.

Será el definitivo. Ya es hora.

La mujer tenía cuarenta y un años. Creía que el hombre era varios años mayor. Los había presentado un amigo común, unido por lazos más fuertes al hombre que a la mujer; a él le había dicho Te gustará Mariella. Te gustará su cara; y a la mujer, Simon es una persona extraordinaria pero eso puede no ser evidente en un primer momento. Dale tiempo.

El hombre había sido director de un prestigioso laboratorio de investigación de Berkeley, en California, durante muchos años. El trabajo era la ocupación más importante de su vida. Consideraba sacrosanta, incuestionable, la verdad científica, además de impersonal y trascendente. Su trabajo sería su legado. Idealista, apóstol de la educación científica y de la conservación del medio, era en extremo generoso con científicos más jóvenes y mentor legendario de sus estudiantes graduados y posdoctorales. No se había casado. No estaba seguro de haberse enamorado nunca. No tenía hijos aunque siempre los había deseado. No estaba satisfecho con su vida fuera del laboratorio. Se sentía engañado, pero le parecía absurdo que otros pudieran compadecerlo. Sobre todo colegas más jóvenes a los que había ayudado en su carrera.

Aquel mismo año se había sentido inquieto al visitar a uno de sus protegidos del instituto Salk, que estaba casado, tenía varios hijos y una mujer que también era investigadora: la joven familia vivía en una casa de madera de cedro de dos plantas en hectárea y media de terreno boscoso. En aquel hogar había sentido con intensidad lo vacía que estaba su vida en la casa alquilada, a medio amueblar, cerca de la universidad, en la que llevaba más de veinte años viviendo, extrañamente orgulloso de que desde allí podía ir al laboratorio en bicicleta o andando sin ninguna dificultad.

Se había despedido de la joven familia impresionado y destrozado. Y no mucho después le habían presentado a la mujer de quien le habían dicho Te gustará el rostro de Mariella.

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