33 revoluciones

Canek Sánchez Guevara

Fragmento

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Presentación

Canek comenzó a esbozar los relatos que incluye esta edición en Oaxaca, hacia 1997. Algunos empezaron siendo un par de párrafos de una novela y otros fueron cuentos desde el principio; pero todos cobraron su forma definitiva muchos años después en distintos países. Y es que después de haber escrito un libro de poesía, Diario de Yo, en 1996, inició una novela-río ambientada en Oaxaca, al tiempo que perfilaba una serie de personajes cubanos producidos socialmente por la revolución.

A medida que Canek iba construyendo el mundo de cada personaje, entendió que cada uno era protagonista de un relato independiente. Con ellos pensaba editar pequeñas publicaciones minimalistas.

Canek escribía obsesivamente y podía inventar un relato íntegro en pocas horas, pero nunca dejaba de revisitar cada frase y aun rehacer las circunstancias de sus personajes. Muchas veces de esos relatos se desprendieron otros, reinventando vivencias del largo viaje que dejó registrado en sus crónicas Diario de motocicleta, escritas entre 2005 y 2012 (editorial Pepitas de Calabaza, Logroño, 2016).

En su continuo andar, Canek encontraba en cualquier lugar el momento para sacar un cuadernito y con letra menuda colmarlo de notas sobre sus relatos, con reflexiones críticas, o descripciones de ambientes. Lo hacía en la sala de algún aeropuerto, en una cabaña en las selvas de Centroamérica, en los muy urbanos cafés de Panamá, en las calles de México: no es casual que en sus relatos se hallen frases y palabras que provienen de mundos distintos. Imágenes recuperadas de viejos recuerdos o visiones de cada momento.

«La espiral de Guacarnaco» lo escribió una tarde en Oaxaca, en 1997, pero cerró el texto en 2012. Otros, como «La casa gana», que fué redactado en Panamá en 2011, nunca más los tocó. Pero «33 revoluciones» fue su texto más acabado: dedicó varios años a esculpir cada imagen, cada sensación de todos los hombres que se juegan la vida por la vida.

ALBERTO SÁNCHEZ,

padre de Canek

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33 revoluciones

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1

Todo se mueve más allá de la ventana: árboles de papel, máquinas de juguete, casas de palo, perros de paja. Una mancha de espuma recorre las calles. Deja agua, algas, cosas rotas, hasta la siguiente ola, en que todo se renueva. La marea arranca lo que el viento no acierta a derribar. El edificio resiste el embate. En su interior, los pasillos aparecen llenos de rostros temerosos y gente que reza instrucciones y obviedades («hay que mantener la calma, compañeros: nada es eterno»). Todos verbalizan a la vez (veinte discos rayados sonando al mismo tiempo): todos dicen lo mismo con distintas palabras, como en la cola o en el mitin —manía de hablar: doce millones de discos rayados parloteando sin parar—. El país entero es un disco rayado (todo se repite: cada día es una repetición del anterior, cada semana, mes, año; y de repetición en repetición el sonido se degrada hasta que sólo queda una vaga e irreconocible remembranza del audio original —la música desaparece, la sustituye un arenoso murmullo incomprensible—). Un transformador explota en la distancia y la ciudad queda a oscuras. El edificio es un agujero negro en medio de este universo que insiste en derrumbarse con estrépito. Nada funciona pero todo da igual. Siempre da igual. Como un disco rayado, que siempre se repite...

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2

El viento atraviesa las rendijas, las tuberías silban, el edificio es un órgano multifamiliar. Nada se parece a la música del ciclón; es única, inconfundible, exquisita. En el pequeño apartamento, las paredes pintadas de cualquier color, sin adornos ni imágenes, combinan con los pocos muebles, el televisor de madera, el tocadiscos ruso, la radio vieja, la cámara que cuelga de un clavo. El teléfono descolgado y los libros en el suelo. El agua se cuela por las ventanas, lagrimean las paredes y se hacen charcos en el piso. Fango. Churre y más churre. Un disco rayado y churrioso. Millones de discos rayados y churriosos. La vida toda es un disco rayado y churrioso. Repetición tras repetición del disco rayado del tiempo y el churre.

En la cocina, dos latas de leche condensada, una de tamal, una bolsa de galletas. Al lado un huevo, un trozo de pan, un pomo de ron. Un par de viandas pasadas, con moho. La batidora en una esquina de la meseta; la sartén sobre el fogón (la grasa en la pared) y el frigidaire de los años cincuenta, vacío y apagado, con la puerta abierta. En la habitación, la cama está en el centro. El baño es minúsculo, oscuro, sin agua. La ducha apenas se usa: el cubo y el jarro la sustituyen. El tubo de pasta de dientes, el desodorante, la cuchilla de afeitar: el espejo roto pinta una cicatriz en el reflejo.

Sale al balcón y una ráfaga de viento lo golpea. Anónimo en la inmensidad de la tormenta, abandonado a su suerte y repitiendo el disco rayado de la vida y la muerte, enciende un cigarro ante esa postal del fin del mundo. Una y otra vez, como un disco rayado, se pregunta por qué todo parece inmutable pese a los arrebatos de cada mutación. El edificio resiste, sí, pero todo lo demás se hunde entre las algas y las cosas muertas dejadas por la marea. Por último sonríe: con el pasar de los días la mar sanará de su enfermedad tropical y el repetitivo ciclo de la rutina volverá, como un disco rayado, al encuentro de la normalidad.

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3

El disco rayado laboral. La oficina, la foto del gobernante, el buró de metal, la silla de sus hemorroides, la vieja y gorda máquina de escribir, el bolígrafo a un lado, los papeles amarillentos, los cuños, el teléfono. El administrador aparece. Ondea la papada, se alisa con un gesto la blanca guayabera y aclara su garganta antes de hablar. Su voz recuerda a la flauta cuando recibe órdenes y al trombón cuando las da. Como ahora. Al salir, deja el eco de un portazo y el otro queda al fin solo en su oficina, más negro, más flaco y más nervioso que de costumbre. Un poco más subordinado también.

Suena el teléfono y el negro flaco y nervioso contesta sin demasiada firmeza. Sólo oye un ruido atrás de los cables —muy atrás, como un disco rayado— y cuelga. Va hacia la ventana y enciende un popular. La vida se detiene ante sus ojos y no le asombra. Piensa que en el fondo así ha sido siempre, un reposo disfrazado de dy nam is. Echa una ojeada a su reloj automático y soviético: diez de la mañana y ya no soporta el trabajo. Cierto que nunca lo ha amado pero ahora está harto de verdad (y enseguida, entre paréntesis, se pregunta cuándo comenzó este ahora). Tarde tras tarde llega a su apartamento solitario y mañana tras mañana lo abandona en soledad. ¿Los vecinos? Un combo de discos rayados despojado de interés. ¿El comité? Basta cumplir en silencio, embarajar con algún ¡viva! y todos en paz.

En realidad, a nadie le importa nadie.

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4

Hora del almuerzo. El comedor rebosa de técnicos y burócratas y la cola recuerda a un estreno en el cine. La comida es tan barata como escasa pero es mejor que nada y todos la agradecen. «¿Qué están dando hoy?», preguntan los que aguardan a los que salen: «Lo mismo que ayer», responden éstos con desgano. Cuando al fin llega su turno observa con pereza la bandeja militar: el círculo del potaje, el cuadrado del arroz, el rectángulo del boniato, el vaso en su redondel y en el surco los cubiertos. Come en diez minutos y sale en busca de cigarros. Las escasas sombras del mediodía no alcanzan a mitigar el calor, mucho menos la humedad de esta selva de estructuras decadentes y belleza secular. A lo lejos se adivina el mar, pero hoy su brisa es pura ausencia. Gruñe una queja al cielo y se detiene ante el expendio de la esquina: No hay cigarros ni café, reza un cartel escrito a mano.

Como un disco rayado, gruñe una vez más.

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5

El deber y el querer. Teclea con rabia su dilema hasta perforar el papel con puntos y comas. Desea quedar solo en la oficina, en la ciudad, en el país, y no ser molestado jamás. La monotonía se expresa de mil maneras y adquiere diversos signos. El trabajo, la radio, el noticiero, la comida, el ocio: Vivo en un disco rayado, piensa, y cada día se raya un poco más. La repetición adormece y esa somnolencia se repite también; a veces la aguja salta, suena un chasquido, altera el compás y se traba otra vez. Siempre se traba otra vez.

Oye pasos firmes tras la puerta y sabe a quién pertenecen. ¿El informe? En un ratico lo entrego, responde. El administrador lo mira atravesado, venas en la nariz, gesto hosco, vástago de meretriz. El administrador lo regaña sin alterar su peinado (mucha gomina, mucha colonia, mucho talco en el cuello, piensa). Siente deseos de cagar, de cagarse en su madre, de cagarle la vida entera mas sólo atina a mover la cabeza de un lado a otro sin ritmo ni sentido, incapaz de comprender por qué se le reprocha qué:

—¡Atiéndeme! —reclama el rugido del amo—: ¿Tú me estás atendiendo?

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6

Fin de la jornada. Ocho horas de revisar papeles, firmar circulares, poner cuños, redactar informes, hacer copias, soportar al jefe y poco más. Ocho horas tan interminables como el verano o la soledad. Ocho horas de entrega a la nada. Pero hoy pagan, y eso parece dotar de sentido el nihilismo cotidiano, la farsa del aporte, el delirio del servicio.

Olfatea el sobre de cartulina amarilla con su nombre escrito a mano y cuenta esos billetes de colores cuyo valor, bien lo sabe, es tan relativo como nuestra realidad. No desea volver a casa y piensa más bien en un helado; camina sin prisa, viendo a los discos rayados pasar con su sonrisa de fin de mes, henchidos de orgullo salarial. No hay silencio en la ciudad: todos hablan a la vez, más que de costumbre, replicando el zumbido del zángano —y ellas, el de la abeja reina—. Y todas se creen reinas aquí. Llega por fin a la heladería y la cola le anula el antojo. Sigue de largo (¿entrar al cine?: desmaya eso). Coge para San Lázaro, se hunde en una calle y naufraga en un bar de esquina, oscuro y aromatizado con orines masculinos: barra larga, mesas sucias, ron barato: nada más. Nadie sonríe, nadie saluda. Cada quien en lo suyo.

En un rincón cuatro tipos juegan dominó, como todos los días del año y todos los años del tiempo. Nunca varía el desfile de fichas blancas, puntos negros, dobles nueves, gritos y blasfemias. Junto a cada jugador, el sempiterno vaso de ron; en el centro, el cenicero lleno de cabos. Es ése, piensa, el disco rayado de la cultura nacional. En otra esquina, una mujer taciturna, vestida con ropas sintéticas y polícromas, habla sola mientras hojea el periódico de ayer. Cuatro páginas, todas iguales, con el mismo tono, la misma labia, misma trova, verbo y rabia.

La mujer refunfuña.

Él se sienta ante la barra, pide un ron, enciende un cigarro y divaga para sí: El universo es un disco rayado sin relatividad ni cuántica alguna, lleno de surcos donde transcurre esta vida de polvo cósmico, grasa industrial y chapapote cotidiano, piensa. Bebe un largo trago, hace un ruido con la garganta e inclina la cabeza, asqueado y agradecido:

El ron es la esperanza del pueblo, piensa.

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7

La luna se llena cuando él sale del bar. Su luz se filtra entre los edificios con escasez. Camina evitando callejuelas y rincones. En la avenida hay concierto; se funde entre la gente (el pueblo, la marea) al ritmo de tumbadoras y cornetica china. Baila en la soledad de un tumulto que lo aísla al rodearlo y se pregunta en qué consisten la pertenencia y la unidad: ¿Es la comunión de los entes ajenos una mera ajenidad de lo común? En todo caso, piensa, es el disco rayado de los encuentros y desencuentros fortuitos, anónimos y desinteresados (sin alevosía ni ventaja: pura nocturnidad) en esta avenida en la que confluyen la sensualidad, la igualdad y el ímpetu solidario. Lo único que funciona aquí, piensa, es la fiesta, la orgía, el falocentrismo y la épica del bollo (materialismo erótico). Lo demás: discurso para obnubilar a las masas. El sexo es el principio y el fin: la templeta histórica, piensa.

Y ahí, en medio de la música, los cuerpos sudorosos y las pergas de cerveza, recuerda a su ex esposa, siempre enferma de frigidez. No duró mucho el matrimonio: un disco rayado de discusiones y reclamos cuyo progresivo deterioro desembocó en el rigor mortis. Su asexualidad lo arrastraba a la impotencia, le ennegrecía el humor y emponzoñaba su ya escaso optimismo. Al principio pensó que era pudor, timidez, y que el tiempo y la confianza acabarían con esas taras. Se trataba sin embargo de algo más profundo. Lejos de mejorar, la situación empeoró. Pasaban semanas sin más intimidad que la existente en una comida a solas, hasta que el sexo desapareció por entero de sus vidas (y las caricias, las sonrisas y las palabras). Decidió dejarla tras un sueño inquietante: harto de ella, y aprovechando que dormía, la mataba a machetazos en la cama, salpicando las paredes de la habitación. Despertó asustado, confirmó su eyaculación y a la mañana siguiente, muy temprano, salió de casa para nunca más volver —meses, quizá años más tarde tramitaron el divorcio, cuando los rencores se hubieron extinguido y los reclamos suavizado—.

Bailando llega al malecón, adquiere un pomo de ron adulterado, se sienta ante el oleaje y compara su vaivén con el del muro, lleno de parejas apretando, grupos armando bulla y solitarios como yo, piensa: Ver pasar el tiempo es el pasatiempo favorito del pueblo. No perderlo, que implicaría ya una posesión. Los años se quedan, piensa: el tiempo siempre pasa...

Otea de nuevo el mar y bebe a pico de botella. A sus espaldas, la ciudad sucia y bella y rota; al frente, el abismo que insinúa la derrota. No es siquiera un dilema, menos una contradicción, sino la certeza de que ese abismo, ese aislamiento, nos define y condiciona. Vencemos al aislarnos y aislándonos nos vencen, piensa. El muro es el mar, la cortina que nos protege y encierra. No hay fronteras; esas aguas son bastión y alambrada, trinchera y foso, barricada y retén. Resistimos en el aislamiento. Sobrevivimos en la repetición.

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8

Poco a poco el malecón se vacía. La madrugada se agrava y él piensa en el retorno. Avanza por una avenida sin máquinas ni gente, ligera de árboles y edificios que parecen nacer de la cuneta. Oye a sus espaldas el retumbar de la guagua y corre hasta la siguiente parada. Faltan doscientos metros cuando el llanto de la perseguidora lo detiene. Descienden los policías, lo observan de arriba abajo, se fijan en la botella y solicitan sus documentos:

—¡Carné de identidá!

—Compañeros —replica—: voy a perder la guagua.

—Eso será después —responden ellos—: primero el carné.

Entrega el de identidad y el otro también. Los guardias sonríen. Verifican los datos. Se disculpan por su proceder:

—Disculpe, compañero. Usted sabe: un negro corriendo en la oscuridad es siempre sospechoso...

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9

El alcohol se evapora, las luces de la guagua pestañean en la distancia y su negritud palidece de cólera. Recuerda el día en que le dieron el carné (no el de identidad, el otro): la sonrisa bobalicona con destellos de orgullo, la sensación única de ser parte de un futuro nuevo y vigoroso y redentor. Pero el mañana se construye sobre los cimientos del ayer y con la mano de obra del hoy. Comprendió entonces que la imagen del futuro no es, ni puede ser, el futuro en sí.

Un concierto de improperios lo mantiene en movimiento hasta llegar al edificio. Suspira ante el ascensor encallado en la planta baja (el disco rayado de lo que nunca funciona) y sube los siete pisos con desgano. En su apartamento, la soledad lo recibe con toda su desnudez y lo invita a yacer a su lado. Arrogante, se tira solo en el sofá, pone un viejo disco que se raya a la mitad, tartamudeando la percusión errante. Apaga el aparato y sale al balcón a fumar ante la oscuridad que es el mar.

La madrugada se esfuma, la policía le arrebató el sueño y algo que no llamaría orgullo, mucho menos dignidad, pero que es sin duda importante. Le disgusta que le hagan saber (¿que me lo recuerden?, se pregunta sonriente) que es un negro de mierda. En el balcón, en calzoncillos, desnudo de torso, piensa que no hay ni pizca de grandeza en todo esto, y hace un gesto que pretende abarcar la ciudad, quizá al país entero. Pero siempre ha estado sumido en la leyenda, en todas las organizaciones, discursos, marchas, delegaciones y compromisos. Siempre con la guardia en alto.

Fue en los últimos años de la universidad cuando comenzó a cambiar, aunque no puede distinguir el instante preciso ni la condición exacta, difuminada ya en el tiempo, en que tal cosa ocurrió, ni en qué consistió en concreto dicho cambio.

La aguja saltó, piensa.

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10

Padre fue lo que en términos sociológicos podría ser definido como un guajiro bruto; madre, en cambio, era una encantadora señorita citadina que había sido educada para bien matrimoniarse y poco más —inglés elemental, piano básico, cocina internacional: lo necesario para desenvolverse en sociedad—. No es difícil comprender que en la vorágine revolucionaria este tipo de uniones ocurrieran: el país se transformaba con celeridad y ciertas barreras caían con estrépito, propiciando relaciones otrora imposibles o impensables. Padre se unió a los barbudos meses antes de su entrada triunfal, y madre vendía bonos del veintiséis en su auto niú-de-páquet. Se conocieron —en rigor tropezaron— en uno de esos mítines masivos donde la furia y el fervor se fundían, y ulteriores encuentros en diversos círculos y asambleas acabaron por dar cuerpo a esa conciencia de ser iguales, de soñar con lo mismo, de formar parte de un proyecto que los incluye y les exige por igual. Después, padre trabajaría en la reforma agraria y madre en la industria básica.

En casa apenas había libros —los doctrinales, más por corrección que para ser leídos— y para música bastó siempre la radio. Él fue un alumno aplicado aunque no sobresaliente. Carecía de interés por las letras y salvo en matemáticas, tampoco fue muy bueno para las ciencias. Era, en cambio, el que mejor se comportaba, y no escatimaba su presencia en las actividades patrióticas, por aburridas que éstas fueran. Inició una carrera técnica —alguna ingeniería— casi desprovisto de intereses culturales, deportivos, o laborales: La patria es lo primero, repetía convencido. Participó con ahínco y siempre puntuó alto en el escalafón. Fue jefe de aula, de escuela, de diversas secciones y federaciones, y hay quien lo recuerda chivateando a compañeros poco dotados para el compromiso político-ideológico. Era, pues, tremendo consciente: no brillante pero sí comprometido. Hasta que un día comenzó a leer; primero con timidez, casi con miedo —como si se tratara de algo prohibido—, y luego como un adicto: despatarrado en el sofá, con las galleticas en una mano y el libro en la otra:

—¡Haz algo! —gritaba padre hundido en la incomprensión.

Pero madre, siempre madre, le decía al marido que no se pusiera así, que quizá el muchacho se volvería intelectual.

»¡¿Intelectual?! —bramaba padre convencido de que los artistas (y todo eso) son la desgracia del país.

Y tenía razón, décadas atrás había seguido con interés las discusiones con esos supuestos intelectuales que más bien parecían agentes del enemigo —¡diversionistas!—. Esos que padecen del pecado original: falta de revolucionarismo:

—¡Y tú no vas a ser como ellos! ¡Qué va! —(atrás, madre le hacía gestos de: No hagas caso, mijo, tú no hagas caso alguno).

Leyó mucho —sin darse cuenta, sin orden ni propósito— y siguió con la carrera porque había descubierto un universo privado mucho más extenso que el circundante. A la postre, ese universo acentuaría la estrechez del cotidiano y lo haría soñar con amplitudes faltantes, también ignotas: entonces comenzó con aquello de los discos rayados.

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