Ahora llega el silencio

Álvaro Colomer

Fragmento

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1

Astrea corría para salvar su vida. Había robado una botella de agua y una lata de conservas, y era consciente de que poseía un botín demasiado valioso como para que no la mataran.

Oía las zancadas de los salvajes a sus espaldas y también las amenazas que lanzaba su líder desde la distancia. Era la voz de Rey Muerte, un desalmado de veintidós años que cada atardecer, cuando el ocaso caía sobre Barcelona, gritaba su nombre a los cuatro vientos:

—¡Yo soy Rey Muerte y acabaré con todos vosotros!

Se encaramaba a la cabina de un camión para lanzar su amenaza, y los niños, ocultos tras las ventanas de los edificios, observaban su silueta apenas iluminada por los últimos rayos del Sol: el bate de béisbol tachonado de clavos, el cráneo de perro a modo de sombrero, el tatuaje de una calavera en el pecho...

—¡Recordad mi nombre, malditos cobardes: me llamo Rey Muerte y soy el dueño de vuestros destinos!

Cuando su bramido inundaba el barrio, los supervivientes se estremecían y siempre había alguno que rompía a llorar. A veces el llanto era tan desolador que se escapaba por las rendijas de la persiana, alcanzaba el asfalto y llegaba hasta donde se encontraba el tirano, quien de inmediato mandaba a sus secuaces al bloque del que provenía el sollozo. Entraban en la portería, registraban los pisos y, cuando localizaban al niño, el lamento cesaba. Ya no se oía nada. Nada, salvo las carcajadas de los salvajes.

—No os podéis esconder de mí —proclamaba a continuación Rey Muerte—. Yo lo oigo todo, yo lo veo todo, yo lo sé todo. ¡Y vosotros desapareceréis pronto!

Astrea había robado la botella de agua y la lata de atún a ese loco. Y ahora corría. Corría en la noche de la ciudad desierta. Corría para ponerse a salvo, para llegar a casa, para conservar la vida.

Pero sus perseguidores le pisaban los talones. Tenía dieciséis años y el estómago vacío; ellos rondaban la veintena y habían cenado dos veces. Y es que, cuando el Caos se adueñó de la ciudad, los salvajes saquearon las tiendas y se apoderaron de los víveres. Desde entonces, los supervivientes tenían que alimentarse de plantas, de insectos y, si había suerte, de alguna paloma.

Habían transcurrido seis meses desde la llegada del Silencio. Así llamaban al día en que los adultos murieron. Todas las personas mayores de veintidós años, desde la primera hasta la última, cayeron fulminadas en apenas tres horas y los que no perecieron, niños, adolescentes y jóvenes, se encontraron solos de pronto.

Al principio, cuando el Caos todavía no reinaba en la ciudad, los supervivientes se organizaron por barrios. Se reunían en las plazas para tomar decisiones sobre la forma en que habrían de gobernarse a partir de aquel momento, para intercambiar los conocimientos adquiridos en la escuela y, sobre todo, para especular sobre los motivos de la llegada del Silencio. Formaban corros alrededor de las hogueras y los más mayores lanzaban teorías al respecto; la más aceptada era que debía de tratarse de algún tipo de virus que afectaba únicamente a los adultos. Se afirmaba que el planeta, al verse al borde del colapso, había lanzado una pandemia mundial capaz de erradicar de un plumazo a esos seres humanos que provocaban el efecto invernadero, que contaminaban los ríos, los mares y los océanos, que fabricaban artilugios nucleares con los que podían erradicar toda forma de vida. Pero también se decía que, en un último acto de generosidad, la naturaleza había decidido que el virus solo afectara a los adultos, es decir, a los auténticos responsables de la destrucción del ecosistema, y había permitido la supervivencia de aquellos a quienes no se les podía culpar de nada: los niños.

Por eso había llegado el Silencio: para que la humanidad empezara de nuevo.

Y al día siguiente, cuando los adultos hubieron muerto, la ciudad amaneció en la más absoluta de las quietudes. No rugían los coches, no humeaban las fábricas, no volaban los aviones. La tecnología había enmudecido y, pese al dolor que inundaba el corazón de los niños, estos vivieron aquel momento como un acontecimiento maravilloso. Astrea todavía recordaba los sonidos de aquella jornada: el canto de los pájaros, el silbido del viento, el chapaleteo de la lluvia sobre el asfalto. Fue el primer día de la Nueva Era. El año 1 después del Silencio.

Evidentemente, la belleza con la que amaneció el mundo contrastaba con el horror que provocaba contemplar los cadáveres tirados por el suelo. Los adultos habían perecido de improviso y sus cuerpos continuaban en el mismo sitio en el que habían caído, ya fuera en la calle, ya en sus lugares de trabajo. Los niños más pequeños, incapaces de comprender qué había ocurrido, se pasaron los primeros días llorando junto a los restos mortales de sus seres queridos, y los mayores, algunos de los cuales ya iban a la universidad en el momento de la llegada del Silencio, advirtieron a los demás sobre el riesgo de una epidemia. Así que se decidió retirar a los muertos y se organizaron patrullas para entrar en los edificios a la búsqueda de difuntos. Pero era una tarea desagradable —demasiados cadáveres, demasiados recuerdos, demasiadas lágrimas— y algunos se negaron a realizarla. Decían que no se veían con fuerzas para emprender semejante labor y se cruzaron de brazos mientras los demás trabajaban.

Fue entonces cuando surgieron las primeras discrepancias. Muchos supervivientes no entendieron que unos se pasaran el día amontonando difuntos mientras que otros los observaban como si aquel asunto no fuera con ellos, y una semana después todos habían desistido en su empeño de enterrar a los muertos, sin importarles que una enorme cantidad de cuerpos, algunos de los cuales pertenecían a sus propios familiares, quedara abandonada en el interior de los pisos.

Astrea no fue de las que olvidó a sus seres queridos. No quería que los restos mortales de sus padres yacieran para siempre en el despacho de arquitectos que compartían y, dos días después de la llegada del Silencio, fue a darles sepultura. Los encontró tirados sobre el parquet, fundidos en un abrazo, como si el virus les hubiera pillado dándose un beso. Era una imagen reconfortante: su último gesto en este mundo había sido una manifestación de amor. Con todo, aquella forma de perecer no hacía más llevadera la misión que la chica tenía por delante. Enterrar a sus progenitores no solo resultaba una tarea emocionalmente demoledora, sino también físicamente agotadora. Astrea se apropió de una carretilla y transportó primero a su madre, a quien enterró junto a una acacia del parque de la Ciudadela, y luego hizo lo propio con su padre, tras cavar una fosa al lado de la primera. Durante los meses siguientes, y hasta que el Caos se adueñó de la ciudad, les llevó flores a diario y les fue contando cuanto ocurría en Barcelona. Se sentaba junto al árbol, con la espalda apoyada en el tronco y los pies descalzos sobre la hierba, y les narraba el modo en que los supervivientes luchaban por construir un mundo nuevo. A veces recordaba en voz alta algunos momen­tos felices vividos junto a ellos y sonreía convencida de que sus progenitores la miraban desde allá arriba en el cielo.

Por desgracia, hubo niños que no tuvieron la entereza necesaria para enterrar a sus familiares. De hecho, los supervivientes cuyos padres murieron en sus domicilios habituales terminaron abandonando sus propias

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