Las aventuras de Finn en Bocanegra (Las aventuras de Finn en Bocanegra 1)

Shane Hegarty

Fragmento

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1

La aldea de Bocanegra apenas sale en los mapas porque muy pocas personas la buscan. Y, cuando aparece en alguno, siempre está mal ubicada. La sitúan un poco más al norte de donde se encuentra, o un poco más al sur. Un poco más a la izquierda o un poco más a la derecha. Un poco más lejos.

Siempre.

Eso supone que quienes llegan a Bocanegra lo hacen porque se han equivocado de camino, convencidos de que los espera un callejón sin salida.

Siguen una carretera flanqueada por árboles frondosos cuyas ramas se alargan desde ambos lados para unirse en el centro, formando una especie de dosel que se va haciendo cada vez más espeso hasta anegar por completo los rayos de sol que se cuelan entre el follaje, de modo que la carretera es sombría incluso en los días más despejados.

Justo cuando las ramas parecen estar a punto de rayar la pintura del coche y la propia carretera parece abocada a la asfixia, los visitantes cruzan un corto túnel y salen a una rotonda sembrada de flores con un letrero que reza:

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Debajo hay un dato que ha sido actualizado a mano un par de veces:

En el muro que bordea la carretera hay una gran pintada que no deja a nadie indiferente. Sólo dice:

negra. Y lo primero que piensan es: «Larguémonos de aquí.»

Así que dan la vuelta a la rotonda y se van por donde han venido. Es una lástima, porque si se quedaran se darían cuenta de que en realidad Bocanegra es un pueblecito encantador. Hay una pintoresca heladería en el muelle, bancos a lo largo del paseo marítimo, mesas de pícnic y estructuras recreativas para que los niños trepen.

Además, hace ya algún tiempo que nadie ha sido devorado por un monstruo.

A decir verdad, ni siquiera son monstruos. Puede que lo parezcan y que los lugareños se refieran a ellos como «monstruos», pero, hablando con propiedad, son leyendas. Mitos. Fábulas. En el pasado compartieron la Tierra con los humanos, pero les pudo la envidia, y luego la violencia, que desembocó en una guerra que asoló durante siglos las llamadas «aldeas malditas» de todo el mundo.

Bocanegra es la última de esas aldeas malditas.
Y las leyendas sólo hacen acto de presencia en contadas ocasiones.

Da la casualidad de que esta mañana es una de ellas.

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2

Más tarde, al pensar sobre lo ocurrido, Finn identificaría esa mañana como el momento en que las cosas empezaron a torcerse sin remedio.

Cuando pensara un poco más detenidamente sobre lo ocurrido, caería en la cuenta de que, en realidad, podía identificar casi cualquier mañana de sus doce años de vida como el momento en que las cosas empezaron a torcerse sin remedio. Pero eso sería más tarde. En ese instante, no podía decirse que pensara demasiado. Lo que hacía era correr. Como alma que lleva el diablo. Con una armadura que traqueteaba a cada paso y un pesado casco. Bajo la lluvia. Huyendo de un minotauro.

Cinco minutos antes, todo parecía estar saliendo un poco más según lo previsto, aunque él no supiera a ciencia cierta qué era lo previsto.

Entonces era Finn quien perseguía a su presa empuñando un desecador, un grueso rifle plateado con un cilindro que colgaba por delante del gatillo. Él era el cazador y se movía con torpeza por los laberínticos callejones de Bocanegra con su casco negro y su traje de combate: pequeñas planchas de metal deslucido, soldadas entre sí sin mucha maña, de modo que, a cada paso que daba, parecía que una bolsa llena de cubiertos rodase escaleras abajo.

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El traje le quedaba grande porque sus padres le habían dicho que debía ser holgado para que le sirviera durante varios años, y traqueteaba a cada paso porque lo había hecho él con sus propias manos.

Desde algún lugar no demasiado lejano, tal vez dos calles más allá, había oído un ruido como de cristal estrellándose contra una piedra, o quizá como de una piedra al golpear el cristal. En cualquier caso, lo siguió la estridente alarma de un coche y el alarido, todavía más estridente, de una persona.

Bocanegra estaba sembrada de callejones sin salida que desembocaban en altos muros coronados por esquirlas de cristal, piedras afiladas y cuchillas. Su trazado se había concebido para desorientar a las leyendas, impedir que huyeran, guiarlas hacia los callejones sin salida. Pero Finn sabía adónde dirigirse.

Siguió el rastro polvoriento de la leyenda, que lo llevó hasta la avenida Rota, la calle principal de Bocanegra, donde los vehículos habían frenado en seco formando ángulos insólitos y los lugareños que no habían huido en desbandada se encogían de miedo en las entradas de los comercios todavía cerrados.

Al final de la calle, mirando hacia atrás por encima del hombro, estaba el minotauro. Mitad hombre, mitad toro, a cual más aterrador. El corazón de Finn dio un vuelco y empezó a latir acelerado. El chico tomó aire con un escalofrío. Había pasado toda su niñez contemplando dibujos de criaturas como aquélla, siempre representadas como leyendas poderosas y casi nobles. Ahora que por fin veía una de carne y hueso, Finn comprendió que los ilustradores conseguían transmitir la fuerza de tales criaturas, pero no habían sabido captar ni de lejos su ferocidad.

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Más allá de la imponente cornamenta en espiral que despuntaba sobre la gran cabeza de toro, el minotauro tenía la espalda recubierta de pelo áspero y raído como el de un perro sarnoso. Cuando se volvió hacia atrás, se roció a sí mismo con la lluvia de babas que soltaron sus temibles colmillos y que resbaló siguiendo el contorno de los poderosos músculos de la espalda, más allá de la cintura, hasta los trozos de piel agrietada como el barro seco que asomaban entre el pelo. El minotauro se sostenía sobre dos patas que se iban estrechando para dar paso a las amenazadoras zarpas que lucía en lugar de pezuñas.

Era más aterrador de lo que Finn hubiese podido imaginar. Y eso que en su imaginación ya era como para salir corriendo.

El minotauro lo miraba fijamente.

Finn se escabulló metiéndose en un portal donde había una mujer escondida, con la espalda contra la puerta y un perro pegado a sus piernas. Su rostro era la viva imagen del miedo.

—No se preocupe, señora Bright —le dijo Finn, con la voz amortiguada por el casco—. Yappy y usted pronto estarán a salvo, ¿verdad que sí, chico?

Con la mano libre acarició al perro, un basset, que le estornudó encima.

La mujer asintió con gratitud, aunque no parecía tenerlas todas consigo, y tras una pausa preguntó:

—¿Dónde está tu padre, jovencito? ¿No debería...?

Se oyó un estruen

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