El valle del dragón (Gran Temblor 1)

Scarlett Thomas

Fragmento

9788417384128-1

Contenido

Portada

Dedicatoria

Lema

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Agradecimientos

Créditos

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Este libro es para Rod, que me llevó al Valle del Dragón cuando más lo necesitaba, y para Roger, que me enseñó la manera de salir del castillo encantado.

Y también es para Molly, una primera lectora maravillosa que me recordó por qué siempre quise ser escritora.

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Nosotros mismos somos un término de la ecuación, una nota del acorde, y provocamos conflicto o armonía casi a voluntad.

ROBERT LOUIS STEVENSON

Aplica tu energía, junto con el poder de tu mente.

T. H. WHITE

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1

La señora Beathag Hide era justo el tipo de profesora que provoca pesadillas a los alumnos. Alta y delgada, y con unos dedos extraordinariamente largos, como las ramas afiladas de un árbol venenoso. Llevaba unos jerséis negros de cuello alto que hacían que su cabeza pareciera un planeta que estuviera siendo expulsado poco a poco de un universo hostil, y unos trajes gruesos de tweed de unos tonos rosados y rojos extraños, como de otro mundo, que daban a su rostro un aire tan pálido que parecía una fría luna llena de enero. Resultaba imposible saber si tenía el pelo largo o no, porque lo llevaba recogido en un moño apretado, pero era del color de tres agujeros negros juntos, o tal vez incluso cuatro. Olía a esas flores que jamás se ven en la vida real: flores de un azul muy muy oscuro que sólo crecen en las cumbres de las montañas remotas, quizá en las mismas tierras salvajes e inhóspitas en las que crece el árbol a cuyas ramas tanto se parecían sus dedos.

O por lo menos así era como la veía Maximilian Underwood aquel lunes otoñal de finales de octubre, de tonos rosáceos y cargado de hojas marchitas.

El mero sonido de su voz bastaba para hacer llorar a los niños más sensibles, incluso a veces era suficiente con que la recordaran por la noche, o durante un trayecto solitario en un destartalado autobús escolar un día de lluvia. La profesora Beathag Hide infundía tanto miedo que, por lo general, sólo se le permitía dar clases a alumnos del ciclo superior. Sus temas favoritos parecían implicar muertes prematuras y violentas, y era una apasionada del mito griego de Cronos, el dios que se comió a sus propios hijos. En la clase de Maximilian lo habían estudiado hacía dos semanas y habían confeccionado a los desgraciados niños con papel maché.

La profesora Beathag Hide en realidad estaba sustituyendo a la señorita Dora Wright, que era la auténtica profesora de la asignatura y que había desaparecido después de ganar un concurso de relatos. Algunos decían que la señorita Wright se había marchado al sur para hacer carrera como escritora. Otros aseguraban que la habían secuestrado por algo relacionado con el relato que había escrito. Aunque eso era poco probable, puesto que la historia pasaba en un castillo y en un mundo totalmente distinto del nuestro.

En cualquier caso, la cuestión era que había desaparecido y que ahora su alta y aterradora sustituta estaba pasando lista. Y Euphemia Truelove, a la que todos llamaban Effie, no estaba en clase.

—Euphemia Truelove —dijo la profesora Beathag Hide por tercera vez—. ¿Tampoco ha venido hoy?

La mayoría de los alumnos de aquella clase, que era el grupo avanzado de literatura del primer curso del Colegio Tusitala para Dotados, Problemáticos y Raros (en realidad, ése no era el verdadero nombre de aquel colegio de pináculos grises y retorcidos, tejados con goteras y una larga y noble historia, pero, por diversas razones, así era como lo llamaban ahora), ya se había dado cuenta de que lo mejor era no contestar a lo que preguntara la profesora Beathag Hide, porque cualquier cosa que dijeran probablemente estaría mal. La manera de sobrevivir a sus clases era quedándote muy quieto y callado, y rezar para que no se fijara en ti. Un poco como actuaría un ratón si se viera encerrado en una habitación con un gato.

Incluso los alumnos más «problemáticos» de primero, que habían acabado en el grupo avanzado a base de copiar, por algún talento oculto o por pura casualidad, sabían mantener el pico cerrado en la clase de aquella maestra. Luego lo compensaban zurrándose con más ganas en el recreo y ya está. Por su parte, los niños más «raros» tenían su propia manera de sobrellevarlo. Raven Wilde, una niña cuya madre era una escritora famosa, estaba en esos instantes intentando lanzar el hechizo de invisibilidad que había leído en un libro que había encontrado en su desván, aunque, por el momento, sólo le había dado resultado con un lápiz. Otra niña, Alexa Bottle, a la que llamaban Lexy y cuyo padre era profesor de yoga, sencillamente se había sumido en un estado de meditación profunda. Todos estaban muy quietos y todos estaban muy callados.

Sin embargo, Maximilian Underwood aún no le había pillado el tranquillo al asunto, como suele decirse.

—Es por su abuelo, profesora —contestó—. Sigue en el hospital.

—¿Y? —dijo la profesora Beathag Hide.

Sus ojos se clavaron en Maximilian como si fueran un par de rayos diseñados para matar a criaturas pequeñas e indefensas, criaturas muy parecidas al pobre chico, cuya vida en el colegio era un infierno constante por culpa de su nombre, sus gafas, su uniforme —nuevo y perfectamente planchado— y su profundo y obcecado interés por las teorías sobre el Gran Temblor que había sacudido el mundo entero cinco años atrás.

—En esta clase no tenemos abuelos enfermos —declaró con menosprecio la profesora Beathag Hide—. Ni parientes moribundos, ni padres violentos o perros que se comen los deberes, los uniformes escolares no encogen en la lavadora, ni se pierden los almuerzos, nadie sufre alergias, trastornos de déficit de atención, depresiones ni acoso, no se consumen drogas o alcohol y los ordenadores no se cuelgan... Me da lo mismo, de hecho, es que me da exactamente igual lo desoladas y pat

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