Torre del alba (Trono de Cristal 6)

Sarah J. Maas

Fragmento

Torre del alba

CAPÍTULO 1

Chaol Westfall, excapitán de la guardia real y ahora Mano del recién coronado rey de Adarlan, descubrió que odiaba un sonido en particular más que todos los demás: las ruedas. Específicamente, el traqueteo que generaban al avanzar sobre los tablones del barco donde había pasado tres semanas, navegando en aguas tormentosas. Y ahora el traqueteo y golpeteo que iban haciendo al rodar sobre el mármol verde pulido y los mosaicos intrincados del reluciente palacio del khagan en Antica, en el Continente del Sur.

Chaol no tenía otra cosa que hacer salvo permanecer en esa silla de ruedas —que, a su juicio, ya se había convertido en su prisión y al mismo tiempo en su único medio para ver el mundo—, así que prestó atención a cada detalle del enorme palacio situado sobre una de las numerosas colinas de la capital. Todos los materiales provenían y estaban elaborados para honrar alguna parte del poderoso imperio del khagan.

Los pisos verdes pulidos que recorría su silla provenían de canteras del suroeste del continente. De los desiertos arenosos del noreste provenían las columnas rojas de la enorme sala de recepción. Éstas estaban diseñadas para representar árboles majestuosos con las ramas superiores extendidas hacia los domos altos.

Los mosaicos distribuidos entre el mármol verde habían sido elaborados por los artesanos de Tigana, otra de las ciudades más preciadas del khaganato, en la montañosa punta sur del continente. Cada uno representaba una escena del pasado rico, brutal y glorioso del khaganato: los siglos que pasaron como jinetes nómadas entre los pastizales de las estepas al este del continente; el surgimiento del primer khagan, un caudillo que unificó las tribus dispersas y las transformó en una potencia conquistadora que fue adueñándose del continente, parte por parte, con una visión astuta y estratégica que permitió forjar el enorme imperio. Más adelante, las representaciones de los siguientes tres siglos: los diversos khagans que expandieron el imperio y distribuyeron la riqueza de cien territorios por todas sus tierras, que construyeron incontables puentes y caminos para conectarlos a todos y que gobernaron el vasto continente con exactitud y transparencia.

Tal vez los mosaicos representaban un vistazo de lo que Adarlan pudo haber sido, pensó Chaol al avanzar entre el murmullo de la corte ahí reunida y paseando entre las columnas talladas bajo los domos dorados. Claro, eso si Adarlan no hubiera pasado años gobernado por un hombre bajo el control de un rey demonio decidido a hacer del mundo un festín para sus hordas.

Chaol levantó la cabeza para ver a Nesryn, quien iba empujando su silla, y la notó con expresión dura. Sólo sus ojos oscuros —que recorrían con rapidez cada rostro, ventana y columna que pasaba frente a ellos— mostraban alguna señal de interés en la enorme mansión del khagan.

Habían reservado sus ropas más finas para ese día. La recién nombrada capitana de la guardia se veía esplendorosa en su uniforme carmín y dorado. Chaol no tenía idea de dónde lo había sacado Dorian, pues era el mismo uniforme que él alguna vez portó con tanto orgullo.

En un inicio, Chaol tenía la intención de vestir de negro, simplemente porque eso del color… Nunca se había sentido cómodo usando ropa de colores, salvo el rojo y dorado de su reino. Pero el negro ya se había convertido en el color de los guardias de Erawan infestados del Valg, quienes usaron esos uniformes negros cuando aterrorizaron Rifthold, y cuando apresaron, torturaron y después masacraron a sus hombres. Los habían dejado colgados de las rejas del palacio, meciéndose con el viento.

Chaol casi no podía mirar a los guardias de Antica, ni de camino al palacio, ni en las calles ni en esa misma sala, tan orgullosos y alertas, con sus espadas a la espalda y sus cuchillos a los lados. Incluso en ese momento tuvo que controlarse para no mirar hacia los sitios donde sabía que estarían apostados en el salón, exactamente donde él hubiera colocado a sus propios hombres. Donde él mismo estaría, sin duda, monitoreando todo durante la llegada de los emisarios de un reino extranjero.

Nesryn le devolvió la mirada, con sus ojos color ébano, fríos y sin parpadear, el cabello negro a los hombros, que se mecía con cada paso. No se podía ver ni un rastro de nerviosismo en su semblante hermoso y solemne. No se notaba ninguna señal de que estuvieran a punto de conocer a uno de los hombres más poderosos del mundo, un hombre que podría alterar el destino del continente si decidía participar en la guerra que, todo parecía indicar, estaba por estallar en Adarlan y Terrasen.

Chaol se quedó mirando al frente, sin decir palabra. Nesryn le había advertido que los muros, pilares y arcos tenían oídos, ojos y bocas.

Sólo por ese motivo, Chaol evitó ajustarse la ropa que tanto le costó elegir para la ocasión: pantalones color café claro, botas color castaño a la rodilla y camisa blanca de la seda más fina. Sobre ella, traía una chaqueta oscura de tono azul verdoso. Era una chaqueta sencilla: su costo se podía ver en las hebillas de latón fino de la parte delantera y en el brillo del delicado hilo dorado que corría por el cuello y los bordes. No traía la espada colgada del cinturón de cuero. La ausencia del peso tranquilizador de su arma se sentía como la de un miembro fantasma. O unas piernas fantasma.

Dos tareas. Tenía dos tareas mientras estuviera en ese lugar y aún no estaba seguro de cuál de las dos resultaría más imposible: convencer al khagan y a sus seis posibles herederos de que le prestaran sus considerables fuerzas armadas para librar la guerra contra Erawan… O encontrar una sanadora en la Torre Cesme que pudiera descubrir la manera de hacerlo volver a caminar.

Que descubriera, pensó con una oleada considerable de desagrado, una manera de componerlo. Odiaba esa palabra. Casi tanto como el traqueteo de las ruedas. Componer. Aunque eso era lo que le venía a suplicar a las sanadoras legendarias, la palabra seguía siendo irritante y le revolvía el estómago.

Intentó apartar la palabra y la idea de su mente durante el camino, mientras iban con el grupo de sirvientes casi silenciosos que los llevaron desde los muelles, por las sinuosas calles empedradas y polvosas de Antica, hasta la avenida empinada que conducía a los domos y a los treinta y seis minaretes del palacio.

De las innumerables ventanas, antorchas y umbrales de las puertas colgaban tiras de tela blanca, desde seda hasta fieltro y lino.

—El motivo, quizá, sea la muerte de algún funcionario o pariente distante de la familia real —murmuró Nesryn.

Con frecuencia, los diversos rituales funerarios eran una mezcla de los que se acostumbran en los numerosos reinos y territorios regidos por el khaganato, pero la tela blanca era una reliquia de la época en que la gente del khagan recorría las estepas y enterraba a sus muertos bajo la mirada del cielo abierto.

A pesar de esto, la ciudad no les había parecido lúgubre durante el recorrido al pala

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos