El último héroe del Olimpo (Percy Jackson y los dioses del Olimpo 5)

Rick Riordan

Fragmento

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1

Me voy de crucero con un montón de explosivos

El fin del mundo dio comienzo cuando un pegaso aterrizó en el capó de mi coche.

Hasta ese momento estaba pasando una tarde perfecta. Oficialmente se suponía que no podía conducir, porque no cumpliría los dieciséis hasta la semana siguiente, pero mi madre y mi padrastro, Paul, nos llevaron a mi amiga Rachel y a mí a una playa privada de la costa sur, y Paul nos dejó dar una vuelta con su Toyota Prius.

Vale, ya sé lo que estás pensando: «Hala, menuda irresponsabilidad de su parte, bla, bla, bla», pero la verdad es que a estas alturas Paul me conoce bastante bien. Me ha visto cortar en rodajas a varios demonios y escapar de un colegio en llamas, así que debió de suponer que conducir un coche unos centenares de metros no era lo más peligroso que había hecho en mi vida.

Bueno, el caso es que Rachel y yo íbamos en el coche. Era un caluroso día de agosto. Rachel se había recogido su cabello pelirrojo en una coleta y llevaba una blusa blanca sobre el traje de baño. Siempre la había visto con camisetas raídas y vaqueros pintarrajeados, así que tenía un aspecto tan deslumbrante como un millón de dracmas de oro.

—¡Para ahí! —me dijo de pronto.

Lo hice junto a un acantilado que se asomaba al Atlántico. El mar es siempre uno de mis lugares predilectos, pero aquel día estaba especialmente bonito: verde reluciente y liso como un cristal, como si mi padre lo mantuviera en calma para nosotros.

Mi padre, por cierto, es Poseidón. Puede hacer cosas así.

—Bueno. —Rachel me sonrió—. ¿Qué me dices de la invitación?

—Ah... sí. —Procuré sonar entusiasmado.

La cuestión era que me había invitado a pasar tres días en la casa de verano que su familia tiene en la isla de Saint Thomas. No es que yo reciba muchas invitaciones parecidas. La idea que tenemos en mi casa de unas vacaciones de lujo se reduce a un fin de semana en una cabaña desvencijada de Long Island con unas cuantas películas alquiladas y un par de pizzas congeladas, mientras que los padres de Rachel me estaban proponiendo que fuera con ellos al Caribe, nada menos.

Además, yo necesitaba con urgencia unas vacaciones. Aquel verano había sido el más duro de mi vida, así que la idea de tomarme un respiro, aunque sólo fuera de unos días, resultaba muy tentadora.

Sin embargo, se suponía que iba a pasar algo gordo en cualquier momento. Y yo estaba «de guardia» por si había que emprender una misión. Peor aún: sólo faltaba una semana para mi cumpleaños. Y había una profecía que afirmaba que ocurrirían cosas terribles cuando cumpliera los dieciséis.

—Percy —dijo Rachel—, ya sé que es mal momento. Pero siempre lo es para ti... ¿no?

En eso acertaba.

—Tengo muchas ganas de ir —le aseguré—. Es sólo que...

—¿La guerra?

Asentí. No me gustaba hablar de ello, pero Rachel estaba al corriente. A diferencia de la mayoría de los mortales, ella podía ver a través de la Niebla: el velo mágico que distorsiona la visión humana. Había visto monstruos y conocido a algunos de los demás semidioses que combatíamos contra los titanes y sus aliados. Incluso había estado presente el verano anterior cuando el señor Cronos, despedazado durante siglos, se había alzado de su ataúd con una nueva forma terrible. Y se había ganado para siempre mi respeto cuando le lanzó al malvado titán un cepillo para el pelo y le dio en todo el ojo.

Rachel me puso la mano en el brazo.

—Tú piénsalo, ¿vale? Nos vamos dentro de un par de días. Mi padre... —Le tembló la voz.

—¿Te está apretando las tuercas?

Rachel meneó la cabeza, indignada.

—Intenta ser amable, lo cual casi es peor. Quiere que vaya en otoño a la Academia de Señoritas Clarion.

—Es el colegio al que fue tu madre, ¿no?

—Es un estúpido colegio para señoritas de la alta sociedad. Y está en el quinto pino: en New Hampshire. ¿Tú me ves a mí en una escuela de señoritas?

Reconocí que era bastante absurdo. Rachel estaba metida en proyectos de arte urbano y le gustaba colaborar en los comedores para vagabundos y asistir a manifestaciones del tipo «Salvemos al chupasabias pechiamarillo» (un pájaro en vías de extinción). Cosas así. Nunca la había visto con un vestido. Costaba imaginársela aprendiendo modales refinados para moverse en las altas esferas.

Dio un suspiro.

—Piensa que, si me trata bien y me colma de atenciones, me sentiré culpable y acabaré cediendo —explicó.

—¿Por eso ha accedido a que vaya con vosotros de vacaciones?

—Sí... Pero escucha, Percy, me harías un gran favor. Sería mucho más divertido si vinieras con nosotros. Además, tengo que hablar contigo de una cosa... —Se calló en seco.

—¿Tienes que hablar conmigo de una cosa? —repetí—. Quiero decir... ¿es tan seria que hemos de ir a Saint Thomas para hablar de ella?

Rachel frunció los labios.

—Mira, olvídalo ahora. Simulemos que somos una pareja, quiero decir, un par de personas normales que han salido a dar una vuelta. Tenemos el océano delante y es agradable estar juntos.

Algo le preocupaba, pero ella sonreía y le ponía al mal tiempo buena cara. El brillo del sol convertía su pelo en una llamarada.

Habíamos pasado mucho tiempo juntos aquel verano. No es que yo lo hubiera planeado así, pero, cuanto más graves se habían puesto las cosas en el campamento, más ganas tenía de llamarla para tomar distancia y respirar un poco de aire puro. Necesitaba recordarme a mí mismo que seguía existiendo un mundo normal ahí fuera, lejos de aquella pandilla de monstruos que querían usarme como saco de boxeo.

—De acuerdo —asentí—. Una tarde normal y corriente, y un par de personas normales.

Ella asintió.

—Y suponiendo... —dijo— sólo suponiendo que esas dos personas se gustaran, ¿qué haría falta para que el tonto del chico besara a la chica, eh?

—Pues... —Me sentí de golpe como una de las vacas sagradas de Apolo: lento, bobo y sonrojado—. Hum...

No digo que no hubiera pensado en Rachel. Era mucho más tratable que... bueno, que otras chicas que conozco. Con ella no tenía que esforzarme, ni cuidar mis palabras ni devanarme los sesos tratando de adivinar qué estaría pensando. Rachel no ocultaba nada. Te mostraba lo que sentía.

No sé lo que hubiera hecho a continuación, pero estaba ta

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