El poder de los elegidos (Gran Temblor 2)

Scarlett Thomas

Fragmento

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Contenido

Portada

Dedicatoria

Lema

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Agradecimientos

Créditos

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A mamá y Couze, con amor

Y en recuerdo de David Miller

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El «niño» es todo aquello que queda abandonado y expuesto, y al mismo tiempo es divinamente poderoso; el principio insignificante y dudoso, y el fin triunfal.

C. G. JUNG

Allí vi actuar a malabaristas, magos, lanzadores y pitonisas, hechiceras, viejas brujas, adivinas.

GEOFFREY CHAUCER

Todo ser mortal hace una cosa y sólo una: manifestar aquello que habita en su interior; así se afirma; «yo mismo», dice con todas las letras, y exclama: «Soy lo que hago, a eso he venido.»

GERARD MANLEY HOPKINS

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Orwell Bookend no era un hombre muy feliz. En ese momento, acompañado por un murciélago pequeño que lo observaba con su peculiar mirada cabeza abajo, ni siquiera estaba seguro de haber sido feliz en alguna ocasión. Quizá lo había sido hacía mucho tiempo, cuando Aurelia, su primera esposa, aún estaba con ellos. Cuando aún no había perdido el control de su hija Effie. Cuando aún no se le había ocurrido subir al polvoriento desván sin quitarse antes el traje que solía ponerse para ir al trabajo.

¿Dónde se había metido esa condenada niña? Seguro que estaba viviendo una aventura en algún lugar «mágico» con los ilusos de sus amigos: el gordito de las gafas y aquella niña que, por lo visto, llevaba vestidos de noche a todas horas. Bueno, Effie iba a encontrarse en un buen lío en cuanto llegara a casa, desde luego. «Habrá pasado por el desván —concluyó—, y seguro que se ha llevado el libro.» No había ni rastro de Los elegidos, de Laurel Wilde. Y eso era lo que en ese momento lo hacía sentirse extremadamente triste.

La tristeza de Orwell Bookend, como tantas otras, había empezado al desaparecer cruelmente de su vista la posibilidad de ser feliz justo cuando acababa de vislumbrarla. Hacía más o menos unos cuarenta y cinco minutos de eso. Iba escuchando la radio en el coche, de vuelta a casa desde la universidad, cuando anunciaron un concurso.

A Orwell Bookend le encantaban los concursos. No solía reconocerlo ante la mayoría de la gente, pero incluso lo hacían feliz. Bueno, hasta que perdía. Todos los viernes rellenaba con esmero el críptico crucigrama con premio de la Gaceta de Ciudad Antigua y lo mandaba a un apartado de correos de las Fronteras. Con el paso de los años, el coste de los sellos había superado con creces el monto del premio, que era un vale por un libro de quince libras, pero Orwell no estaba dispuesto a cejar en su empeño hasta hacerse con ese vale, que pensaba enmarcar y colgar en su oficina.

La segunda causa de felicidad para Orwell Bookend era ganar dinero, aunque no se le daba demasiado bien (como quedaba demostrado por sus intenciones con respecto al vale). Y si conseguía encontrar ese libro —la primera edición de Los elegidos, en tapa dura, que Aurelia le había comprado a Effie tantos años atrás—, tendría la oportunidad de participar en un concurso y ganar dinero. Eso habían dicho en la radio. Si algún afortunado poseía un ejemplar original de Los elegidos, debía llevarlo el viernes al ayuntamiento, donde obtendría cincuenta libras en metálico y la posibilidad de ganar un suministro gratuito y vitalicio de electricidad. Y si alguien tenía la edición de bolsillo, podía cambiarla por un billete de diez.

En los cinco años transcurridos desde el Gran Temblor, cincuenta libras habían pasado a ser bastante dinero. Después del temblor, la economía, como tantos otros sistemas complejos, había entrado en una fase de cansancio y malhumor y había empezado a portarse mal. Desde luego, había dejado de interesarle cumplir toda una serie de estúpidas leyes matemáticas. Aquel día, sin duda, merecía la pena conseguir cincuenta libras. Al día siguiente ya se vería.

Ahora bien, ¡¿electricidad gratuita sin límites y para toda la vida?! Bueno, ese premio sí que merecía la pena. Al fin y al cabo, por muy rico que uno fuera, nadie tenía acceso a un suministro ilimitado de electricidad, al menos desde el Gran Temblor. En fin, nadie salvo Albion Freake, que daba la casualidad de que era el dueño de toda la electricidad del mundo. Por alguna razón, su empresa, Albion Freake Inc., ofrecía ese premio gigantesco y encima ponía también el dinero en metálico. Lo único que tenía que hacer Orwell Bookend era encontrar el libro. Claro que en realidad el libro no era suyo. Era de Effie. Aunque a Orwell Bookend eso no le preocupaba lo más mínimo.

La cabeza del doctor Green parecía una patata cocida. No una patata cocida agradable y normal, lavada y pelada previamente, sino una patata vieja y seca, con la piel correosa, abandonada demasiado tiempo en el campo y llena, aun después de hervir, de extraños brotes peludos. A juicio de Maximilian Underwood, esos brotes eran como raíces que se hubieran aventurado con gran coraje a buscar la luz para morir de inmediato.

El doctor Green estaba en medio de un cuento didáctico —el peor tipo de cuento, en opinión de Maximilian—, en el que una misteriosa bruja jorobada le entrega un par de viejos y maltrechos zapatos a una niña en la cola de la beneficencia.

—La vieja le susurra a la niña que los zapatos son mágicos —dijo el doctor Green con una voz que sonaba blanda, húmeda y grasienta, como si fuera de margarina.

Maximilian sabía exactamente lo que iba a ocurrir en la historia. Seguro que todos lo sabían. Al día siguiente, la niña se pone los zapatos y gana una carrera, batiendo todos los récords. Luego la descubre un famoso entrenador que le suplica que se ponga un calzado mejor. Por supuesto, ella se niega a calzar cualquier cosa que no sean sus «mágicos» y desgastados zapatos. Al final, ocurre lo inevitable. La rival de la niña le roba los zapatos y se los esconde. La niña se ve obligada a competir con unas zapatillas normales. Por supuesto, vuelve a ganar. Moraleja: los zapatos no tenían nada que ver. Fin.

—Bue

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