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A veces me pone las manos sobre los hombros y, mirándome con tristeza, me dice con su vocabulario simple cuánto lamenta lo que ha pasado y lo que probablemente pasará.
Sólo que no tiene ni idea de lo que ha pasado.
Y menos todavía de lo que probablemente pasará.
Es un hippy auténtico de treinta y pocos años. Cuando lo veo a la derecha de mi cama, tiene largos rizos rubios pero, si pasa por delante arrastrando los pies para asomarse a la ventana y ver a los bebés de la planta de abajo y se pone a mi izquierda, siempre me sorprenden el redondel color nácar del tamaño de un platillo de café afeitado en medio de esa melena de Botticelli y el fulgurante tornillo de titanio que termina en algún lugar de la corteza craneal y sirve para que no se le abra la cabeza.
Así que el hippy tiene sus propios problemas.
Está en la cama de al lado desde hace semanas, más oriental que occidental: tumbado con toda la paciencia del mundo como una alfombra vieja con rastros de influencia india.
«Ser uno con el universo», dice.
«Ser uno contigo mismo.»
Ése es su mantra.
Si algo lo arranca de ese estado de unión consigo mismo son los bebés que duermen en la planta de abajo.
Y los ataques, claro.
A veces, al mínimo indicio de un brote se lo llevan en una camilla, y cuando lo devuelven permanece inconsciente durante horas. Le meten una vía por el tornillo —que es una especie de válvula para liberar la presión intracraneal— y uno de esos aparatos que emiten pitidos se enciende y le drena el líquido, que fluye por la vía hasta un recipiente de plástico, para que su cerebro no sufra daños.
El recipiente de plástico es de Gerda, la enfermera nocturna. Tiene asa y está decorado con cabecillas de Mickey Mouse negras sobre fondo rojo. Cuando se llena hasta el tercer Mickey, Gerda, la enfermera nocturna, entra sigilosamente en el cuarto y, cuidando que no se le derrame ni una gota, vierte el líquido en un termo grande. Ella también se ocupa del drenaje de las otras tres o cuatro fracturas de cráneo de la planta. Revisa sus recipientes de plástico y se pone contenta.
Aunque tuerce el gesto.
Más tarde, saca el termo del hospital a escondidas y, con esa secreción, abona las plantas de su casa. Debe de ser un fertilizante brutal: en el corcho del cuarto de enfermeras, Gerda tiene clavadas fotos de su invernadero, y muestran una selva de plantas ornamentales o utilitarias, con lianas y nomeolvides entre medias, como para quitarse el sombrero. Todo es verde y exuberante: puro esplendor barroco, igual que la propia enfermera Gerda, quien tiende a expandirse, a desbordarse desde el punto de vista físico y también del temperamento.
A la luz de esto último, tampoco es de extrañar que la enfermera Gerda una vez le trajera de regalo al hippy un tomate del tamaño de una pelota de tenis cultivado con su propio líquido cefalorraquídeo. El hippy se lo comió con orgullo y deleite, y hasta quiso compartir un trozo conmigo, cosa muy propia de él.
Seguro que el hippy es una bellísima persona, justo como uno se imagina a los hippys. Trata a casi todo el mundo de tú, incluyéndome a mí, y le importa poco si le responden de usted. Prescinde de cualquier trato formal propiamente dicho: nada de «señor» o «señora», a lo sumo te llama «compañero».[1] Al médico jefe lo llama «compañero jefe». Las formas no van con él. Incluso con los nombres en sí tiene una relación completamente distinta a la que podemos tener tú y yo: cree que sería mejor nombrarnos en función de los rasgos de carácter más notables, como en Papúa Nueva Guinea, donde a lo largo de la vida vas adoptando nombres distintos, tres o cuatro, incluso más, que pueden ser contradictorios entre sí. Eso dice el hippy. Vivió allí bastante tiempo, y también en Australia, como buscador de diamantes. Luego se dedicó a otras cosas: trabajó en una guardería y en el aeropuerto de Múnich-Riem, donde el año pasado saqueó el equipaje de los Rolling Stones. Todavía guarda un par de gemelos suyos.
Naturalmente, yo no sabía quiénes eran los Rolling Stones.
Ahora sí porque me ha cantado una de sus canciones favoritas. En tiempos, cuando buscaban voces para la catedral de San Pedro después de que los bolcheviques fusilaran a medio coro —sobre todo a los bajos, claro—, lo habrían admitido al instante.
Él no se puede ni imaginar que comparte la habitación con una persona que nació en el imperio de los zares. A mí mismo se me hace extrañísimo.
Cuando, hace algún tiempo, me trasladaron a esta habitación desde la Unidad de Cuidados Intensivos, el hippy me pidió que le pusiera un nombre a partir de mi primera impresión de él y me vino a la memoria una temporada en la que visité varias veces el Museo del Prado para copiar el retrato que Francisco de Goya hizo de la malograda familia real, en la que también eran rubios y raquíticos. Se lo dije.
Y pensó que con «borbones» me refería a distintos tipos de whisky.
Se llama Sebastian Mörle, pero cuando no acerté a ver nada característico en su persona me pidió que lo llamara Basti.
«Yo soy Konstantin Solm», me presenté, y al día siguiente añadí (en un tono de lo más indiferente: un anillo de humo de mi pipa de la paz) que muchos me llaman Koja.
El hippy contestó que para él no tenía nada de Koja, y que Konstantin Solm tampoco iba conmigo.
Clavos oxidados, frío, distancia: eso era yo.
Aunque también una persona maravillosa.
Hay que reconocer que te hace reír con esas frases. Diez veces al día me susurra con su voz curtida en los Alpes del Chiemgau qué persona tan maravillosa soy, y eso que le parezco remilgado y mi forma de hablar le inspira cierto rechazo. Creo que le parece demasiado báltica, demasiado poco común, más apropiada para una habitación individual, donde, por otro lado, lo natural sería que yo no abriera la boca. Quizá por eso me pusieron en una habitación compartida, para que se me suelte un poco la lengua. Podría ser.
Con todo, yo no digo mucho: casi siempre es él quien se explaya. Mi edad no lo echa para atrás a la hora de hablarme, aunque, por desgracia, suele contarme cosas bastante rudimentarias. Soy el confidente de sus escasas preocupaciones. Siempre afectuoso, se refiere a la habitación del hospital como «nuestra choza», y agradece profusamente al universo cualquier sopa de leche fría que le traigan después de alguno de sus ataques. No le da ningún reparo que yo haya ido la guerra, nunca pregunta qué hice allí. En todas las criaturas ve una premonición del advenimiento de la paz mundial, incluso en mí. Desde que sabe que una vez estuve bebiendo champán con David Ben-Gurión (incluso de su copa), comparte mi punto de vista con respecto a la cuestión de Israel en general y de Golda Meir en particular, o al menos respecto a su nombre de pila, «que es realmente especial, mágico». En eso estamos de acuerdo.
No obstante, lamenta mi postura con respecto a la marihuana (un nombre más bonito todavía, como para una primera ministra directamente narcótica).
Sin drogas, el hippy se siente incompleto.
De ahí que le explicara a la enfermera Gerda, con mucho arte y discreción, cómo conseguir plantitas de cannabis. Y se entendieron a la perfección.
Ella a veces le trae fotos de los esquejes recién plantados —fotos que, obviamente, no puede clavar en el corcho del cuarto de enfermeras— y a veces no sólo le trae fotos, sino plantas como tales —que crecen a toda velocidad—. Entonces, el hippy me ofrece una de esas matas de hoja palmeada, ricas en resina, cultivadas en macetas en el suburbio muniqués de Schwabing y abonadas con su propio líquido cefalorraquídeo que yo obviamente rechazo, y por una buena razón.
—¿Conoces el hachís?
—Sí, conozco el hachís.
—¿En serio conoces el hachís, compañero?
Yo nunca respondo a preguntas repetidas, así que, al cabo de un rato, el hippy comenta:
—Mira que conocer el hachís alguien como tú...
—¿Por qué no?
—Porque es como si yo conociera al emperador Guillermo de Prusia.
Hace unos días, el hippy y la enfermera Gerda estuvieron mascando hojas casi con solemnidad. Eran las dos de la madrugada y ella mecía su cuerpo pesado hacia delante y hacia atrás en la cama, apoyada en los hombros del borbónico hippy. Los chirridos no me dejaban conciliar el sueño.
Aun así, tengo que reconocer que podría haber sido peor, mucho peor. ¿Qué tal si me tocaba compartir cuarto con alguno de esos perturbados que prenden fuego a los grandes almacenes de Fráncfort,[2] protestan contra Vietnam y básicamente están en contra de todo? Mi greñudo compañero de habitación no está en contra de nada porque su objetivo es ser uno con el universo, y ambas cosas son incompatibles. Él cree en el bien, no en «lo mejor», como los ideólogos; cree en el bien, como Mahatma Gandhi.
Su interés por lo que pueda haber de bueno en mí es inequívoco y se nota en muchos detalles. Por ejemplo, cuando recibo alguna visita (a él no lo visita casi nadie) escucha la conversación con los ojos muy abiertos e incluso se arrima, igual que un animalito doméstico, como si, por la mera casualidad de estar en la cama vecina, formara parte de mi historia. Creo que es una buena tradición hippy abrazar como propios los destinos a cuyas orillas son arrastrados.
Aunque casi no puede creerse las cosas que escucha.
En cuanto se marcha el visitante, me pide que se lo explique todo con los ojos llenos de una emoción espontánea, de un sentimiento grande y profundo: cree que su interés compensa de algún modo el proyectil que llevo en la cabeza, bajo la tapa del cráneo, incrustado en la corteza cerebral —ese retículo protoplasmático hecho de miles de millones de neuronas—. Es una bala de mediano calibre —de 7,65 milímetros— que a veces me parece atisbar cuando cierro los ojos. Como el casco de un barco, se mece en el océano de mis pensamientos y recuerdos; no se hunde, no duele, no se puede extraer.
«Es inoperable», dice el joven médico adjunto; griego, por cierto, y con «ojos de pez», como dicen en la zona de los Alpes. «Alégrese de que estemos en 1974, señor Solm: hace tres años no habríamos podido controlar la meningitis.»
El doctor Papadopoulos es amable conmigo porque cree que estoy triste.
Y es verdad que me he convertido en una persona triste, Ev. Creo que estoy siempre triste, aunque no se note, pues esta gran tristeza no tiene nada que ver con mi estado normal, de modo que no lo enturbia: es como un fondo o, al contrario, como una superficie que lo cubre todo, de manera que siempre se me ve tranquilo y animado. Entiendo que no puedas escribirme, lo entiendo, pero yo sí que tengo que escribirte, aunque sospecho que nunca volveré a saber nada de ti y también que, mientras escribo estas palabras, tu silencio no se me nota en la cara.
Estoy bien, en cualquier caso.
Puedo hablar, aunque sea despacio. Si acaso, da la sensación de que me pienso mucho las cosas. Puedo sentarme erguido y comer más dulces que antes. Lo que más me gusta son los terroncitos de azúcar: cuando los machaco entre los dientes, crujen como una tormenta sobre el casco del barco inoperable que es mi cerebro. No te haces una idea del desbarajuste que causó el disparo en los receptores del gusto. En cuanto a la vista, aunque perdí cuatro dioptrías en el ojo izquierdo, tengo bien el derecho: leo sin problemas, aunque las gafas se me han vuelto indispensables. No es tan raro: tengo casi sesenta años. La pena es que necesito una muleta para andar y tardo tres minutos en llegar al baño. A veces hablo de ti, Ev, y cuando lo hago el hippy se olvida de los bebés que chillan en la planta de abajo, pero sólo por un momento, porque tampoco digo más de lo necesario.
En cuanto su estado lo permite, se envuelve en su albornoz andrajoso, se pone unas pantuflas viejas y baja arrastrando los pies a la unidad de neonatos para recargar el corazón con la vida sin nombre que brota día tras día. A veces insiste en que lo acompañe, pero a mí no me haría ningún bien. A él, en cambio, le encanta contemplar los terrarios iluminados donde yacen aquellas larvas humanas aureoladas de confianza, amor y esperanza resplandecientes. Por lo general se limita a quedarse sentado en el pasillo, ver jadear a las parturientas y explicarles a los padres interesados el funcionamiento de la válvula que tiene en el cerebro, pero de cuando en cuando roba unas cuantas tarjetas de esas que anuncian el feliz nacimiento de un bebé, las sube a nuestra choza y luego me muestra las caras de las mamás de las fotos, que le recuerdan sus orgías en el sur de Francia.
O se pone a cuestionar los nombres de los niños.
—¿Max? ¡Pero ¿cómo se atreven a ponerle Max a un chiquillo así?! ¿Cómo va a desarrollar su individualidad? ¿No ven que tiene un carácter fuerte? Míralo en esa postura como acechante. Debería llamarse Ojo-avizor, ¿a que sí?
Te puedes imaginar lo difícil que me resulta, en momentos así, mostrarme tranquilo y animado, y en qué medida la gran tristeza de la que te he hablado sí enturbia mi estado normal, al fin y al cabo. Lo cerca que sigo sintiendo a Anna, lo que sufro su ausencia y cómo me siento atrapado en el puño diminuto del dolor.
El hippy no tiene hijos. Eso le duele. Y yo no digo ni mu sobre lo que significa tener hijos. En su opinión, los hijos no se pueden tener, como tampoco se pueden tener cosas —unos gemelos de camisa, por ejemplo—. Son las cosas las que eligen a su dueño, y no al revés.
Ojalá le hubiésemos puesto Ojo-avizor a Anna.
• • •
El hippy respeta mi tristeza. Puede hacerse una idea de la situación por quienes me visitan, sobre todo por los detectives de la policía, aunque también de la empresa han venido unos cuantos. Con la de tiempo que ha pasado y aún preguntan toda clase de tonterías, y yo que pensaba que la gente se olvida pronto de las cosas.
Pero no es así.
No te has dejado ver por aquí ni una sola vez, Ev. Lo entiendo. Pero ni una llamada, ni una carta... ¿Quién conoce tu aliento tan bien como yo? ¿Quién recostará la cara sobre tu vientre o tu clavícula, quién se pondrá a contarte las costillas como solía hacer yo, te acuerdas? ¿Te acuerdas, Ev? He aquí la razón por la que te escribo, la condenada razón por la que me he puesto a escribirte esta larga carta.
Aquí va.
El caso es que un día, cuando mi memoria entumecida por el disparo vadeaba recuerdos, de pronto apareció Hubsi en la habitación.
Ya sé que no me crees.
Yo también pensé que era un recuerdo que de pronto se había materializado. Eso pasa algunas veces. Pero era él de verdad. Tapaba toda la puerta con su gabardina enorme y empapada. Le caían gotas del sombrero, y fue el charquito que se formó a sus pies lo que me hizo tomar conciencia de que fuera estaba lloviendo.
Como Hub no era más que una silueta húmeda en el paspartú de la puerta abierta y no decía palabra, el hippy se incorporó en su cama y preguntó con deliberada amabilidad:
—¿A quién buscas, compañero?
A Hubsi no se lo puede llamar «compañero», es imposible. Ni siquiera se lo puede llamar Hubsi.
Así que Hubsi se metió las manos en los bolsillos —o mejor dicho la mano: ya no tiene más que una, siempre se me olvida— sin mover su corpachón ni un centímetro hacia nosotros: aún domina el lenguaje corporal, un lenguaje que el mundo entero comprende. Claro que tampoco sabe expresarse de otra forma.
—Seguro que no es tu culpa que te hayan puesto en la habitación con un tipo así —farfulló, y fue la voz lo que realmente le confirió a su presencia la profundidad y el peligro correspondientes—, pero haz el favor de advertir a este mono melenudo de que le quedarán cuatro pelos en la cabeza si vuelve a tratarme de tú.
Me volví hacia mi desconcertado compañero de habitación y le expliqué algunas cosas que hacía falta saber sobre Hub, sobre la intimidad que implica el tuteo y sobre la relación entre ambas cosas.
—¿Es su hermano?
A causa del susto se salió de su papel y me trató de usted.
—Se llama Hubert Solm —dije asintiendo con la cabeza—, y bajo ningún concepto debe llamarlo Hubsi.
—No, no, ¡le diré «señor»!
Luego nos quedamos solos el señor Hub y yo, y nos arrastramos como dos insectos mutilados hasta una ventana del pasillo, situada a la altura de nuestras cabezas. Al otro lado, un velo de plateados hilillos de aguanieve que lo desdibuja todo como en esos túneles de lavado de coches modernos. No soy consciente de que le falta el brazo izquierdo, ¿cómo iba a notarlo si en ese lado lleva un sombrero y un maletín? Por culpa de mi muleta tardamos una eternidad en llegar hasta la ventana. Delante hay una mesita de formica con un jarrón de siemprevivas y un cuenco con manzanas de hospital.
Nos sentamos.
Uno con un brazo amputado y otro con una bala en la cabeza, entre los dos sumamos casi ciento treinta años, tenemos cuatro piernas, tres brazos y una mujer. (Un hospital no sólo hace tomar conciencia de la fugacidad de la existencia, sino también de la rapidez con que ésta transcurre; en una sala de baile, por ejemplo, no te darías cuenta en absoluto de lo deprisa que vas a menos.)
A Hub lo trataron bien, pero ahora ha venido porque tiene que cumplir su condena. Sigue sin hablar, y yo tampoco sé qué decir. Él había jurado que no volveríamos a vernos, pero aquí está, viéndome, y es evidente que lo que ve no le gusta.
—Siento lo que pasó —murmura.
—Dime sin más a qué has venido.
—Lo siento —repite.
—¿Y por qué no pareces arrepentido?
—Te conviene hacerte el inocente.
—¿Estoy haciéndome el inocente?
—No tergiverses mis palabras.
No ha cambiado lo más mínimo. Es grosero y prepotente, un auténtico fósil de sí mismo, petrificado de la cabeza a los pies.
—De acuerdo —añade—, no estás tergiversando mis palabras, pero sabes que lo harás: las acabarás tergiversando.
—Lo que tú digas —replico yo.
—Ya lo has ganado todo.
—¿Ganado? Mírame. Tus amigos me dispararon a la cabeza.
—No son mis amigos, sino los tuyos. Y ahora van a meterme en la cárcel.
Fuera, la lluvia tamborilea, ruge, gorgotea; en mi interior veo salas en silencio llenas de obras de arte: aquel museo de Siracusa, ¿lo recuerdas? La magnífica cima del Etna, de color violeta, presidiéndolo todo desde lo alto.
—¿Cómo está Ev? —dice al cabo de un rato como si pudiera leer el pensamiento.
—No ha aparecido por aquí.
—Ya aparecerá. También ella lo ha ganado todo.
—¿Has venido para hablar de ganancias?
—Siempre te he protegido, Koja. Estabas a mi cuidado.
—En tus manos.
—A mi cuidado. Porque de eso se trata en una familia.
Sonríe a su modo frío y desesperado.
—Sólo que ahora todo se ha ensuciado. Yo me he ensuciado, y tú, y nuestro honor, todo.
—«Nuestro honor.» Me dan ganas de reír. ¿A qué te refieres exactamente?
—A la lealtad.
—Anda, cállate.
—Nuestro honor depende de la lealtad, ¿o no?
—Seguro que no has venido a hablar conmigo de las SS.
—¿Te acuerdas de aquella vez que estuvimos en el despacho de Heydrich, al principio? ¡Lo bien que se le daba calar a las personas! Tenía olfato para la mente y el carácter de las personas.
—¿El carácter, Hubsi?
—Sí. No es lo que más falta hace en nuestra profesión, claro. Más adelante me dijo que a ti te había elegido por tu inteligencia, no por tu carácter.
—En tu caso fue al revés, es evidente.
Su cara no trasluce sus sentimientos. No parece que nada lo ofenda; ni siquiera sus labios muestran la menor reacción: a pesar de la lluvia, están secos como dos reptiles marinos arrastrados a la tierra firme. Él, por su parte, está viejo y canoso, mucho más viejo y canoso de lo que se espera a los sesenta y nueve años. Sin embargo, cuando se pone de pie veo que aún es capaz de moverse como en un ring de boxeo. Se agacha a rebuscar en su pequeño maletín empapado, lo abre con destreza —para ser manco—, saca un sobre DIN-A4 color herrumbre, lo pone con cuidado en la mesa delante de mí y vuelve a sentarse.
Resopla sin dejar de mirar el sobre.
—Ev tiene que saberlo —lo oigo decir.
Qué tiene que saber Ev, señor Insoportable; deja de hacerte el interesante, ni que tuvieras doce años y, en el regazo, una rana que vas a mostrarme cómo inflar.
Me pongo a escuchar la lluvia interminable y percibo también aquel silencio de Siracusa, que debe de datar de hace veinte años. ¡Ay, qué bonito era aquello...!
Por fin dice:
—No le mostré nada a la corte. No es asunto suyo. Pero Ev tiene que saberlo.
No tengo que mirar dentro del sobre para saber lo que contiene. Sin pensarlo, tomo una manzana roja del cuenco del hospital; una Edelborsdorfer me parece, o quizá sea reineta.
—No te atrevas —musita Hubsi casi con delicadeza.
Durante los segundos en que froto la piel roja y brillante de la manzana no puedo evitar pensar en ti, Ev. No te veo como en Siracusa, sino como te veía de pequeño: una niña infinitamente flaca de tiempos oscuros y primitivos, con grandes colmillos de tigre, dientes de sable que se hincan en cuanto les pasa por delante; desde luego, como Blancanieves, también en la manzana, el Santo Grial familiar. Una vez me los hincaste en el brazo porque te había atrapado, pues tú hacías de ladrón y yo de policía, y cuando dije —a punto de desmayarme de dolor con tus dientes clavados en la carne como los de una morena— que no valía morder tan fuerte, me soltaste y respondiste riendo: «Es que soy un bandido, y los bandidos pueden hacer lo que quieran, y además tu piel tiene un sabor muy raro; igual deberías lavarte.»
—Deja eso donde estaba —gruñe mi hermano.
Yo no dejo la manzana donde estaba, sino que la muerdo como lo haría un tigre dientes de sable, y en ese mismo instante siento como si mi historia personal entera, hecha de acontecimientos y de instantes, me cayera encima transformada en la tromba de lluvia del exterior, es decir: como la lluvia de una vida real. Furibundo, mi hermano me arrebata la fruta de la mano y la lanza lejos, en dirección a la máquina de bebidas —Dios, qué espectáculo—, y lo oigo llamarme de todo por haber comido de lo que no debía y, tras perder la noción del tiempo con los ojos clavados en sus ojos —dos rendijas negras y llenas de odio—, veo aparecer al hippy: viene a devolverme la manzana mordida.
—¿Qué te está haciendo el señor?
Yo me limito a negar con la cabeza enérgicamente, aunque es obvio que no puedo moverla enérgicamente. No veo nada a través de la cortina de mis lágrimas y, por segunda vez, muerdo la jugosa carne de la manzana.
—¡Ni se te ocurra dar un mordisco más! —me amenaza Hub.
—¿Y por qué razón no va a comerse una manzana su hermano? —pregunta el hippy extrañado, y Hub contesta que no es asunto suyo.
El hippy replica:
—Necesita vitaminas.
—¡Largo, de vuelta a la habitación!
—Éste es un lugar para personas maravillosas, así que es usted, más bien, quien debería marcharse.
Para no estar nunca en contra de nada, el hippy parece estar muy seriamente en contra de Hub.
—¿Me está diciendo que no soy una persona maravillosa? —pregunta él con sarcasmo.
—Quiero decir que debería usted marcharse ahora mismo o sucederá algo terrible.
—¿Ah, sí...? ¿Y qué es eso tan terrible que va a suceder?
—Llamaré a la enfermera Gerda.
En el silencio que hay a continuación sólo se oyen mis mandíbulas triturando la condenada manzana. Estoy a punto de acabármela, y a cada mordisco la rabia de mi hermano crece más y más.
—Escúcheme, maricón —le dice Hub al hippy—. Debería reflexionar sobre la palabra «maravilloso» y su relación con tipos como éste.
—Su hermano tiene buen karma...
—¿Karma? ¿Y eso qué es?
—... y a lo mejor es usted quien debería reflexionar sobre la palabra «maricón».
—Si con «karma» se refiere al alma, al alma inmortal imbuida del Espíritu Santo, este hombre carece de una: no tiene corazón, ¡es un monstruo!
—Tendrías que relajarte, compañero.
—Por favor, Basti, manténgase al margen —murmuro preocupado y con la boca llena, mientras los dedos de mi hermano, incluso los que le amputó la explosión, empiezan a tamborilear.
Al hippy le basta con eso y se pone a hacer el ejercicio de respiración correspondiente para cortar cualquier contacto con Hub. Lo aprendió en un ashram donde también le enseñaron a hornear pan con piedras. Cierra los ojos, endereza la espalda y abre los brazos.
Hub se dirige a mí como un perro rabioso:
—Enséñale al descerebrado este el sobre marrón. Enséñaselo, y que vea lo «maravilloso» que eres.
—Basti, por favor vuelve a la habitación. Yo voy enseguida, ¿de acuerdo?
—¡Eso! ¡Tú distrae la atención! Ahora distraes la atención porque no quieres decir que nos traicionaste a todos.
El hippy baja los brazos.
—Pero, vamos a ver, ¿a quién se supone que ha traicionado el compañero?
—Eso, Koja, di: ¿a quién traicionaste?
—Al mundo entero.
—¿Al mundo entero?
—Es otra forma de decir «a todos».
—¡Lo sabía!
—¿Qué?
—Que acabarías tergiversando mis palabras, ¡y en mi propia cara!
—No: estoy repitiendo tus palabras de mierda, repitiendo lo que quieres oír. El mundo entero sufre por mi culpa. ¿Satisfecho?
—Ya, la ironía es el único recurso que te queda, pero nosotros luchamos por la libertad y contra el mal absoluto, luchamos para que un botarate como éste pueda seguir a su Buda y envenenar a nuestros hijos con sus drogas.
—Está siendo usted muy ofensivo, señor —protesta el hippy.
—Solamente digo la verdad. Nunca he hecho otra cosa, y por eso me mandan a la cárcel. Y tú, Koja —se dirige a mí—, has mentido, traicionado y vendido, y ahora la gente te ve como el inocente. Ojalá te pudras. Incluso a Großpaping lo traicionaste.
—No es verdad.
—¡Traicionaste los ideales del año cinco!
—¡No es verdad!
—Del annus mirabilis.
—¡No!
—Te atreverás a comerte una manzana delante de mí, ¡canalla!
—¡Basta!
—Incluso a tu fulana la traicionaste.
Está tan cerca de mi cara que le acierto con la muleta en la barbilla de un modo inesperadamente rápido para un tullido. Se produce un crujido, un crujido leve, en realidad, como si alguien estrujara flores secas. No debería haber hablado de ti, Ev, no de esa manera. Se tambalea hacia atrás, tropieza con la silla, alarga el brazo hacia algún sitio pero no hacia el correcto, cae como un tronco, se golpea contra el suelo y se queda encogido junto a la cristalera, hecho un ovillo con la cortina de lluvia de fondo.
—¡Enfermera...! —grita el hippy, pero antes de que pueda añadir «¡...Gerda!», Hub vuelve a ponerse en pie, sacude un poco el brazo como un elefante sacudiría la trompa y se lanza sobre mí. Sólo veo cómo el hippy se interpone haciendo gestos para que Hub abandone la violencia y luego veo su cabeza —esa bella cabeza con la palidez del autorretrato que Durero pintó en 1498— moverse violentamente hacia atrás, y pienso que es imposible que la válvula de titanio aguante ese golpe, y de pronto hay gente alrededor, gente que igual ya estaba ahí desde antes, pero que sólo esperaba una señal para acercarse, ¿y qué mejor señal, en un lugar como éste, que un paciente con una lesión cerebral pidiendo socorro a gritos?
2
Aunque no me cuesta reconocerla en las fotos —sólo tengo que superponer mi propio perfil y el suyo, pues los dos tenemos la misma nariz romana ligeramente ladeada hacia la derecha—, soy incapaz de imaginarme a mi madre joven.
Pero era muy joven todavía, y la fuente de todo patetismo en la familia, cuando se creó la tradición de la manzana roja.
Todo aquello sucedió porque era 1905, el año en que se tambalearon los cimientos del imperio ruso en el que habíamos crecido. Mi madre siempre lo llamaba el «annus mirabilis»: el «año milagroso»;[3] eso fue «el año cinco» para ella (los alemanes del Báltico no lo llamábamos «mil novecientos cinco» como los alemanes del Reich). Para mamá, el tiempo siempre fue algo orgánico, con voluntad y objetivos propios: podía ser bueno o malo como una persona. Y en aquel undécimo año del reinado de su incompetentísima majestad el zar Nicolás II, toda forma de orden se disolvió como el humo. Rusia entera ardió, desde San Petersburgo hasta las provincias más alejadas.
Los revolucionarios también le prendieron fuego a la tierra natal de mis padres, los pintorescos Estados Bálticos. El hippy no sabe lo que son o lo que fueron, de modo que le explico:
—Imagínese uno de esos cielos, como de acuarela, de Claudio de Lorena... bueno, probablemente no conozca a ese pintor, así que no nos compliquemos: imagínese un precioso cielo azul y debajo una especie de versión en miniatura de Canadá, pero junto al mar, con interminables campos de trigo y enormes granjas de las que salen huyendo en calesas y coches de paseo los aterrados granjeros perseguidos por el Vietcong. Justo ése era el ambiente de entonces: la revolución bullía. Todas las fincas alemanas estaban en barbecho. Las tropas rusas estaban ocupadas perdiendo aquella guerra contra Japón que supuestamente era imposible que perdieran y los campesinos letones merodeaban por las provincias indefensas. Aliados con los más pobres entre los pobres, invadían los terrenos y campos de los nobles y cosechaban su heno, talaban los árboles, saqueaban las mansiones abandonadas de los alemanes y dejaban excrementos debajo y encima de las alfombras orientales.
Mi abuelo, Hubert Konstantin Solm —Huko para los que se atrevieran—, a quien la gran mayoría llamaba simplemente Großpaping,[4] no había huido, al contrario que otros pastores como él: jamás habría dejado en la estacada a la comunidad que Dios quiso poner a su cuidado. Para él, habría sido como dejar en la estacada a Dios mismo. Según cuentan, una cálida tarde de agosto estaba trabajando despreocupadamente en su huerto cuando apareció una tropa de hombres voceando y blandiendo hoces.
No era la primera vez: desde hacía meses, todos los fines de semana una multitud de manifestantes marchaba desde Riga hasta su iglesia. A menudo irrumpían en la casa de Dios con banderas rojas, tambores y hachas, y se ponían a cantar La Internacional a toda voz delante del altar. Großpaping les daba las gracias por los bellos cánticos y proseguía con su misa sin inmutarse. Los campesinos letones lo estimaban porque sabía predicar en su lengua y recorría aquella provincia en plena efervescencia en su destartalado carro de dos caballos sin que los imponderables de la vida le impidieran cumplir con su deber de oficiar entierros y acompañar a los deudos, de consolar o echar alguna reprimenda y hasta de quedarse luego a tomar una copita de aguardiente y marcharse con el «vuelva pronto» de rigor.
Una vez, quitó el ucase, la proclama, que los revolucionarios habían clavado en la puerta de su iglesia y lo colocó en el portón del establo de los cerdos «porque ése era su lugar». Sólo un par de años antes de los hechos que te estoy contando, mi padre pintó un retrato de Großpaping que acabó colgado en la pared del comedor de la casa familiar. Era un cuadro al pastel algo sombrío que mostraba a un anciano con las características patillas al estilo de Francisco José, la cabeza casi calva coronada por un solideo y la barba, sin bigote, blanca como la nieve. Sus facciones —los ojos claros y acuosos, los pómulos anchos y la boca ligeramente abierta, casi voluptuosa— recordaban al Moisés de la página cincuenta y cuatro de la Biblia familiar, ilustrada por Schnorr von Carolsfeld: serio, violento y siempre listo para hacer que se derrumbe el muro de Jericó.
Junto al retrato acabó también la pequeña espada que él mismo había forjado y que llevaba bajo la sotana cuando subía al púlpito: no quería que lo capturaran con vida —decía en el yidis de Prusia Oriental, que era el dialecto de mi tierra—, y una vez que los revolucionarios amenazaron con atacar el crucifijo con sus hachas levantó aquella arma oxidada y de fabricación casera como quien ahuyenta a los vampiros con una estaca tallada por él mismo.
No habría vacilado en cortarse el cuello coram publico[5] si alguien se acercaba demasiado a él o al crucificado: por aquel entonces, la sangre de un sacerdote en una pila bautismal aún no era buena publicidad para los revolucionarios, sobre todo porque habría hecho una bella figura como mártir, de eso estoy convencido. De él heredé mi talento dramático, aunque siempre me haya faltado el coraje, la rebeldía y esa estatura de héroe solitario envers et contre tout[6] que tan extendida ha estado en mi familia y tantas desgracias nos ha deparado hasta el día de hoy.
La decisión de Großpaping de predicar el Evangelio con una espada en el bolsillo era tan grotesca como sensata. Claro que un revólver habría sido todavía más grotesco y más sensato.
Pero la mencionada tarde calurosa de agosto, cuando Großpaping se quedó de pie bajo los frutales del huerto —por entonces inundado de tonos violeta— viendo a la turba aproximarse como una plaga de mosquitos, no disponía de otra arma que un cesto con manzanas rojas recién recogidas («svaigi āboli» se llaman en letón, ¡qué palabras tan bellas!).
Quizá si mi abuelo hubiera recurrido a esas palabras, o a cualquier otro vocablo de esa lengua rica y bella que carece de palabrotas —pues lo peor que se le puede llamar a alguien en letón es «serpiente negra»—, todo podría haber terminado de otra manera; si se hubiera mantenido tranquilo, sumiso y humilde, si hubiera cumplido con las exigencias del decreto, que sonaban casi como peticiones corteses, aparentando plegarse a ellas o al menos aceptándolas, en letón, como destino inevitable, quién sabe, quizá el desenlace de aquel episodio habría sido distinto.
Pero su carácter se lo impidió.
Empezó a recitar salmos en alemán que sonaban como imprecaciones, y cuando uno de los cabecillas, rociado de aquel modo con los pasajes más sonoros del Evangelio en versión de Lutero, perdió la paciencia y le exigió con cierta brusquedad que le entregara las llaves de la sacristía «nekavējoties, nekavējoties!»,[7] mi abuelo, desde una distancia de tres metros, le tiró una manzana de la variedad Roter Herbstkalvill. En el fondo fue un gesto increíblemente tonto, sin embargo, el tipo esquivó el proyectil, que pasó zumbando junto a él y fue a dar como una pedrada en la cara de la joven que estaba detrás, de tal suerte que le rompió la fina y respingada naricilla de quinceañera. La sangre le manchó el delantal, o tal vez sólo era papilla rosácea de la fruta reventada.
El caso es que, un agudo gemidito de quinceañera después, Großpaping ya estaba en manos de los manifestantes.
Derribaron la puerta de su casa y, ante sus ojos, sacaron del salón las imágenes de Jesús, el cristal de Bohemia, la porcelana buena y las máscaras mortuorias de sus dos difuntas esposas, y los hicieron pedazos. Luego arrastraron hasta la veranda el gran piano de cola en el que mi padre había aprendido de niño a tocar a Mozart y a Chopin y, después de destrozarlo, se repartieron las teclas de marfil. Finalmente, cuando ya sólo sonaban «aleluyas» con lengua de trapo, resultado de las nada despreciables reservas de vino de Burdeos que se encontraron en la bodega, se pusieron a pensar en la sodīšana, el castigo, para Huko, una sodīšana muy especial, mucho menos honorable que el suicidio al estilo de la antigua Roma que él mismo habría podido infligirse con su espadita.
Mis padres, por aquel entonces, vivían en Riga, en pleno barrio art déco: papá se había buscado un atelier en la flamante Albertstraße, una especie de opereta arquitectónica única en Europa donde un estudio equivalía a un aria. Muy cerca de allí, para ser exactos al oeste de la pradera de la ciudad, estaban estacionadas las escasas unidades militares, en su mayor parte de infantería apática. Digamos que, a pesar de las revueltas, la ciudad se consideraba relativamente segura, incluso aquella Albertstraße cuyos únicos custodios eran mayordomos franceses y doguillos ingleses.
Papá acogió a los parientes que llegaron en masa huyendo del campo, pero Großpaping se negó a huir y, obstinado como sus frutales, permaneció en Neugut, Curlandia,[8] donde acabó por ser el único alemán en muchos kilómetros a la redonda. Mediante postillones suicidas, le hicieron llegar cartas con ilustraciones humorísticas, telegramas seductores —y luego desesperados—, le suplicaron que fuera sensato y saliera por pies de Letonia lo antes posible. Sin embargo, como yo mismo he aprendido, ni la sensatez ni la moda entienden de súplicas.
«La moda de la cobardía», escribía como respuesta Großpaping.
Y no se contentó con ignorar los consejos de abandonar su trabajo pastoral e irse de allí, sino que se empeñó en ocuparse espiritualmente de las cinco parroquias vecinas, que habían quedado huérfanas. Los antiguos párrocos, bien guarecidos en Riga con sus familias, solían preguntarle a papá —pálidos de vergüenza— si Huko estaba bien, aunque con toda probabilidad esperaban con fervor que estuviese mal, por decirlo sutilmente.
Por uno de aquellos fariseos («¡Ay, señor mío; ay...!»), papá se enteró un día de que, muy cerca de la parroquia de mi abuelo, habían hecho descarrilar un tren, talado los postes del teléfono y atacado el puesto de la policía («Como lo oye, ¡que lo sé yo de primera mano...!»). Entonces, mandó enganchar los caballos a su coche con la firme determinación de traerse a su cerril padre de la zona de los disturbios, a tan sólo cincuenta verstas de distancia,[9] así fuera a rastras.
Sin embargo, mi madre se lo impidió, o más bien el estado de mi madre: en aquel verano estaba embarazada de nueve meses, de modo que su barriga hinchada bastó como argumento cuando se plantó en medio de la calzada para cortarle el paso. Su esposo no se atrevió a intentar atravesar tamaña barricada.
No es que mamá se hubiera sentido desprotegida sin él, ¡qué va! Más bien le preocupaba que fuera él quien se metiera en dificultades emprendiendo solo aquel viaje tan peligroso. Como una manifestación más de su talento artístico, mi padre parecía atraer casi mágicamente las debacles, fiascos, catástrofes y complicaciones más insólitas —el summum de las cuales era mi madre, por supuesto—, aunque al final del día siempre quedaba claro que había nacido con suerte, lo que no se contradice con lo anterior.
Todos los días sin falta, mamá iba caminando al mercado con su barriga hinchada y pasaba delante de los mítines de los socialistas, siniestras figuras manchadas de aceite que fulminaban con la mirada a aquella mujer y al fruto de su vientre. Porque Anna Marie Sybille Delphine von Schilling era baronesa, y de las de rancio abolengo, nada de nueva noble, y por tanto había mamado privilegios desde su mismísimo nacimiento en un castillo en las cercanías de Reval.[10] Sin duda, el temor no le era ajeno, pero no estaba acostumbrada a mostrarlo: podía alterarse muchísimo cuando alguien no sabía comportarse, eso sí, pero jamás la vi dejarse llevar por el pánico. Le parecía inaceptable.
La Revolución rusa de 1905 fue, a sus ojos, una indecencia: las opiniones políticas radicales le inspiraban el mismo respeto que la violación o el infanticidio. Y así, mi hermano, desde que era un embrión, se impregnó de una rabia materna que ningún movimiento hippy del mundo podría apaciguar contra las revueltas comunistas. Lo siento, señor Basti, querido vecino de cama pacifista.
Sé cuánto interés le despiertan los nacimientos en general, pero el de mi hermano tuvo la particularidad de producirse en medio del caos y la histeria. En realidad, fue más una emanación que un nacimiento como tal, pues tuvo lugar en el mismo instante en que nuestro abuelo desaparecía de la faz de la tierra. Los brahmanistas como usted considerarán que algo así es una reencarnación, y a lo mejor hasta es verdad que mi hermano, al tiempo que atravesaba el canal del parto, asumió el sufrimiento del iluminado Großpaping, quien, en el mismo instante y a medio día de viaje de distancia, esperaba su destino.
A saber: después de pasar dos horas encerrado en la sacristía de su propia iglesia, adonde lo llevaron para que desde allí pudiera ver cómo las llamas devoraban el edificio que había servido como casa parroquial durante cuatro generaciones, el párroco alemán —a la sazón convertido en un basilisco— recibió un castigo reservado al clero que no requería más que un estanque cercano, un saco de patatas vacío y un público ávido. Todo aquello estaba a su disposición, así que sacaron de su iglesia a Huko, que juraba en arameo, le cortaron la barba de un tajo y lo obligaron a comerse delante de todo el mundo la fruta con la que había cometido su pecado. Él, por su parte, escupió con desprecio la carne de color frambuesa —una particularidad pomológica de la variedad Roter Herbstkalvill— sobre la bandera roja que sus captores habían clavado en las que hasta entonces eran sus tierras, y que ondeaba a un paso de él.
A continuación le ataron las manos antes de echarle el saco por la cabeza y amarrarle también los tobillos. Finalmente, un corpulento herrero —al que un año más tarde mandarían a la horca por ello— levantó en volandas el fardo, que se retorcía totalmente indefenso, y lo lanzó al estanque de la finca. Los espectadores letones aplaudieron al comprobar que la ayuda divina brillaba por su ausencia. Les llamaron particularmente la atención los desgarradores gritos que brotaban del saco —que no dejaba de agitarse—. Por fortuna, duraron bastante tiempo porque hubo que interrumpir varias veces el proceso de ahogamiento para que nadie se perdiera detalle.
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El cadáver permaneció toda la noche en el agua, pero, al amanecer, Anna Ivánovna, el ama de llaves rusa con la que mi abuelo había vivido —dando mucho que hablar—, tras la muerte de su segunda esposa se arrojó al estanque en ropa interior para nadar hasta él y arrastrarlo a la orilla tirando del pie descalzo que asomaba apenas a la superficie y al que, según cuentan, se le había subido una rana. La propia Anna Ivánovna —que más tarde se convertiría en gobernanta de nuestra casa, la Mary Poppins de nuestra infancia— nos contó que los habitantes del pueblo se congregaron en silencio en torno a aquel cadáver empapado —aún metido en el saco de yute— como en torno a una ballena varada, y que lloraron amargamente. Durante medio siglo, Hubert Konstantin Solm había estado presente en bodas y bautizos, nacimientos y defunciones; había pronunciado la primera oración y la última despedida de sus vidas. Su ejecución resultaba inconcebible incluso para aquellos que la habían jaleado la tarde anterior.
Para mi hermano y para mí, la muerte de Großpaping marcó un punto de inflexión y determinó, como el principio de Arquímedes, nuestra concepción del mundo: nada de cuanto habría de suceder en los años posteriores puede juzgarse, ni siquiera contemplarse, sin vincularlo a aquella manzana lanzada en un arrebato de cólera, a la casa en llamas, el escupitajo sobre la bandera roja y el cadáver chorreando a la orilla del pantano.
Para mis padres, el mundo entero se tornó en un Armagedón de dolor y culpa. Incluso a punto de morir —tolerando apenas la vida que transcurría a su alrededor sin poder tomar parte en ella—, mi padre se hacía reproches: «¡¿Por qué no me iría al pueblo aquel día, por qué...?! A ella no le habría pasado nada. ¡Soy un calzonazos y un cobarde!», parecía musitar entre dientes desde su parálisis.
Como no podía ser de otra manera, a mi hermano le pusieron el mejor de los nombres; a saber, el de mi abuelo, magníficamente reencarnado en él: Hubert.
A mí me toco el segundo mejor: Konstantin.
Y eso determinó nuestra relación durante mucho tiempo.
No pretendo decir que mi hermano fuera el primero y yo el segundo, sino que él era el primero y yo el último; él la bendición y yo la maldición; él el suertudo y yo el desafortunado; él el destinatario del amor de mamá, yo el del suelo de mármol sobre el que me dejó caer a los tres días de nacido —causándome una lesión en la cadera que, en la situación en que me encuentro, no me está facilitando que vuelva a aprender a andar—. En fin, esto no es más que lloriqueo y autocompasión, pero lo cierto es que Hubert y Konstantin —Hubsi y Koja en lo sucesivo— serían siempre sistemas solares con distinta numeración: yo no nací el día de la muerte de mi abuelo, ni en su cumpleaños, ni en domingo o día de fiesta,[11] ni en ningún día que pudiera tener algún significado en mi familia. Ni siquiera soy un Solm nacido en agosto o diciembre, lo habitual en más de dos tercios de mis parientes, que solían venir al mundo en cualquiera de esos dos meses como si el año no tuviera más.
Cuando éramos pequeños, mi hermano siempre me hacía rabiar con la insignificante fecha de mi llegada a este mundo. Una vez hasta nos pegamos por eso, y salí perdiendo yo, claro, que era cuatro años más débil.
La verdad es que tampoco me parece un gran motivo de alegría haber nacido en el annus mirabilis, aquel año salido de las cocinas de Satanás, ¿y acaso es tan deseable celebrar el cumpleaños un día en que, nada más abrir los regalos, se emprendía el camino al cementerio y se vertían amargas lágrimas por el abuelo? Además, luego, en el día del martirio de san Pedro, cada dos años en Riga se rendía homenaje a los pastores luteranos caídos a manos de los bolcheviques, y a Hub le tocaba pasarse horas delante del altar sosteniendo un grueso cirio blanco que simbolizaba la vida de Großpaping.
Una vez también a mí me concedieron el honor de prestar tal servicio, pero apagué sin querer la llama con un suspiro y, para colmo, me entró un ataque de risa porque el obispo tenía un chupetón en el cuello —al menos eso fue lo que me dijo el barón Hase, a quien apodábamos el Granos por razones que huelga explicar, y que hipaba a mi lado con su correspondiente cirio—. No, la verdad es que nacer en un día tan señalado no me parece un gran motivo de alegría.
Por el contrario, debo reconocer que me alegraba que la fecha del ineludible cumpleaños fuera un día sólo mío y de nadie más: el 9 de noviembre, cuando, por culpa de una terrible tormenta, mi madre rompió aguas dos semanas antes de tiempo y vine al mundo yo, su segundo hijo. Ese día pasaba desapercibido en el calendario, y un día subestimado y gris que no le decía nada a nadie era perfecto para mí.
No le decía nada a nadie hasta 1918.[12] Al final de aquel año tan relevante para el destino de Europa, Riga estaba ya (o tal vez deberíamos decir: todavía) ocupada por el ejército alemán y, de hecho, ya no pertenecía a Rusia. Por la tarde, mientras hacíamos carreras de sacos —en el cumpleaños de Hubsi las carreras de sacos estaban terminantemente prohibidas porque los sacos de patatas traían consigo terribles asociaciones, así como tampoco era apropiado ir a bañarnos— y brincábamos como canguros por el cuarto de estar, nos enteramos por el primo de papá, que trabajaba en el periódico Rigaer Rundschau y se presentó corriendo a contárnoslo, que el emperador de Alemania, Guillermo II, había abdicado y se había proclamado la República en Berlín. Hubsi aprovechó la ocasión para espetarme cuando ambos estábamos ya en la cama:
—En mi cumpleaños murió un gran hombre; en el tuyo, en cambio, se ha ido a la mierda un país entero.
Yo lloré mucho porque para entonces habíamos vuelto a ser reconocidos como alemanes. A Rusia habíamos dejado de amarla hacía tiempo, aunque es verdad que, después de que la Revolución fuera aplastada en 1906, las cosas habían vuelto más o menos a su cauce y mamá y papá habían retomado una vida bastante desahogada. Mis primeros recuerdos tienen lugar en estancias de decoración recargada con sofás llenos de almohadones, y tampoco he podido olvidar un samovar ruso de plata con el que una vez, sin querer, escaldé a nuestra cocker spaniel Püppi: uno más de mis muchos desatinos. Teníamos tres criadas de nombre Anna que nos atendían con todo el mimo del mundo: Anna Niñera, Anna Cocinera —oronda y talentosa— y, sobre todo, nuestra adorada Anna Ivánovna, que se pasaba el día recordando lo maravilloso que había sido nuestro Großpaping, trágicamente convertido en santo y con quien, al parecer, había tenido «cierto apaño», por más que mamá se pusiera hecha una furia cuando papá aludía a ello guiñando un ojo y, por supuesto, sin encontrarlo tan terrible.
Mamá lo encontraba terrible porque, respecto del abuelo, sólo le parecían aceptables los panegíricos y la elevación solemne. Así, la manzana roja se convirtió en el sacramento de la familia, el misterio de mi infancia más temprana. Le encargó a Anna Ivánovna que tratásemos las Roter Herbstkalvill, y en general las distintas variedades de manzanas, como los católicos la hostia consagrada —aunque hay que decir que mi padre, que no aprobaba esa deriva papista de mamá, y lo digo con todo respeto para la religión de su Baviera natal, apreciado hippy de la cama de al lado, se negaba rotundamente a comer el cuerpo de Großpaping.
Para mi hermano y para mí, comer una manzana suponía observar un riguroso ritual: primero, mientras nos la partían en dos, teníamos que guardar un devoto silencio y pensar intensamente en el abuelo —motivo por el cual siendo yo muy pequeño se me llenaban los ojos de lágrimas cuando la casa olía a manzanas asadas—; luego nos daban una mitad a cada quien con gesto solemne y teníamos que santiguarnos (si bien mamá prohibía llamarlo «santiguarse», puesto que los protestantes no se santiguan, sino que «hacen la señal de la cruz»; era una luterana convencida, aunque del mismo modo en que Lutero creía que podía ahuyentar al demonio soltando un buen pedo,[13] también ella tenía su lado supersticioso: nos mandaba musitar, sin que papá se enterase, «hosanna en las alturas» antes de dar el primer mordisco, fórmula que, con el paso de los años, se quedó en un farfullado «...ana» que Anna Ivánovna escuchaba con éxtasis), finalmente teníamos que comernos la fruta del rabillo a las pepitas —que saben a mazapán—, sin olvidarnos del corazón, pues de ese modo rendíamos homenaje a nuestro abuelo.
Ese santo sacramento suponía, además, la máxima integridad moral, puesto que, si te habías portado mal, hecho alguna travesura, sisado a mamá o soltado alguna mentirijilla, perdías el derecho a comer manzana, y en eso mamá era implacable.
Y el ritual de la manzana roja no se reservaba tan sólo a las Roter Herbstkalvill y demás variedades de manzana conocidas por la humanidad, sino que se transfería a cualquiera de sus presentaciones. Así, también estábamos obligados a venerar con devoción religiosa la tarta de manzana, la compota de manzana, el zumo de manzana, el vino de manzana y hasta los jabones con olor a manzana que tanto le gustaba comprar a mamá. Incluso ante nuestro primer Calvados tuvimos que hacer la consabida señal de la cruz. De hecho, como mamá se movía en un círculo cultural francés, llegó a pensar en hacer extensivo el ceremonial a las patatas, que por algo se llaman «pommes de terre»: «manzanas de tierra» —igual que en el alemán del Báltico, donde se las conoce como «Erdäpfel»—. Esa consagración hubiera implicado darle el mismo trato litúrgico al puré de patatas, las patatas asadas, las patatas fritas (que por entonces aún no se habían inventado), las croquetas de patata y, por supuesto, las tortitas de patata rallada y frita (que, rizando el rizo, se sirven con puré de manzana), y probablemente también se habrían añadido al santo repertorio de objetos de devoción los numerosos productos del almidón de patata, como el etanol o el papel, con lo que hasta el último periódico habría recordado de algún modo la otoñal Roter Herbstkalvill de Großpaping.
A papá todo aquello le parecía una exageración tremenda: para él toda aquella farsa catolicoide —y así se lo echaba en cara a mamá— no tenía otro propósito que paliar sus remordimientos de conciencia por haber hecho aquel numerito que le impidió en su día ir al pueblo y salvar a Großpaping.
Su relación estaba llena de portazos.
Y la casa, llena de puertas.
Para Hubsi y para mí, en cambio, cuando finalmente nos volvimos inseparables —mi hermano, el héroe fuerte e intrépido de mi infancia, y yo su Sancho Panza, un poco regordete—, la manzana se convirtió en un símbolo de unión inquebrantable. Si salíamos vencedores de alguna pelea en el patio de la escuela o, más tarde, si salíamos indemnes de alguna gamberrada en el bachillerato, acostumbrábamos a celebrarlo «matando una manzana»: la manzana de la lealtad y el honor, del tiempo y la eternidad.
Anna Ivánovna alentaba todo aquello que mantuviera a Großpaping en la memoria colectiva. Lo buscaba en nuestras facciones y, por la forma en que nos miraba, era obvio que lo había querido mucho. Ella nos formó con su teatralidad, sus grandes pechos y su risa. Se reía tan fuerte como un campesino ruso y, por algún motivo inexplicable, trataba de usted a los cocheros, cosa que en Riga no hacía nadie. Treinta años más tarde, en su lecho de muerte, nos obligó a llamarla «mademoiselle», pues hablaba un francés excelente.
Y, sobre todo, nos enseñó la lengua rusa, porque se suponía que debíamos formarnos para hacer carrera en la corte del zar y seguir los pasos de los antepasados de mamá, que habían llegado a ser almirantes, generales e ilustres diplomáticos en San Petersburgo.
Al padre de mamá no lo recordábamos de la misma manera que a Großpaping, es decir: no le rendíamos culto con manzanas ni mucho menos con devoción; de hecho, ni siquiera nos acordábamos de él porque había tenido el mal tino de morirse, junto con su esposa Clementine (de soltera Von Üxküll), de una intoxicación por comer pescado en su primer y último viaje a Oriente, a los pocos meses de nacer mi madre. Al parecer, a mi abuela el pescado ni siquiera le gustaba, pero en un gesto de amor y fidelidad conyugal mal entendidos probó de la misma perca del Nilo en mal estado. Habían dejado a la pequeña Anna Marie, su hija de seis meses (y mi mamushka), en Reval, a cargo de un ama de cría letona. La educó su abuelo, un viudo al que todos llamábamos Opapabaron, «barón-abuelo», si bien lo correcto hubiera sido decirle Uropapabaron, «barón-bisabuelo».
Opapabaron —a saber, el barón Friedrich von Schilling— había nacido en tiempos de las guerras napoleónicas y, en su condición de almirante, le había dado varias vueltas al mundo. Gracias a sus vívidas cartas, mamá adquirió la capacidad de evocar ante nuestros ojos y oídos infantiles la dulce sensación de deslizarse sobre el agua con las velas hinchadas por los cálidos vientos alisios, los destellos del mar, las bandadas de peces voladores, el ataque de un cachalote, las tempestades y la amenaza de unas olas tan altas como montañas de un modo tan creíble que durante mucho tiempo Hubsi y yo estuvimos convencidos de que también ella había sido almirante (a decir verdad, se comportaba como tal).
Capitán de barco y descubridor, Opapabaron nos había regalado un montón de souvenirs de sus viajes; por ejemplo, la cabellera de un jefe tribal de los tlingit de Alaska que guardábamos en el más hermoso de nuestros cajones y que, según recuerdo, por el lado sin pelo tenía el tacto de la cámara de una rueda, o un pedazo de piel de un brontosaurio que había encontrado al pie de un volcán en la gélida Kamchatka y estaba colgado en casa al lado de la espada de Großpaping.
Dos animales marcaron el destino de Opapabaron: por una parte, los mamuts, a los que sólo podía agradecer que sus cadáveres se conservaran durante milenios bajo la nieve de Siberia porque eso permitió que el zar le encomendara la misión de extraer el marfil de sus colmillos a base de picar el permafrost; por otra, las nutrias marinas, que lo llevaron a Alaska en calidad de gobernador —junto con su esposa Anna, de soltera Von Montferrant y diez años más joven— para defender de los nativos los millones de pieles de nutria marina destinados a la corona rusa. Finalmente, ascendió al rango de almirante y miembro del estrecho círculo de consejeros del zar, donde su misión consistía, sobre todo, en jugar al bridge con su majestad.
Y, por supuesto, también mamá conoció personalmente a los Romanov.
Un día, paseando con Opapabaron por el parque de la Villa de los Zares a la edad de diez años, se cruzaron con la pareja imperial. El abuelo —para entonces anciano y marchito— les presentó a su nieta y ella, con el corazón a punto de salírsele del pecho, los saludó con una graciosa reverencia. Como resultado, los soberanos invitaron a aquella niña tan vivaz a visitar a las princesas. De aquella época, mamá conservaba un manguito de zorro blanco, un trozo de piel bastante inútil, pues sólo servía para que las jóvenes refinadas metieran las manos por los lados en invierno, de modo que luego pudieran quedarse mucho rato de pie sin hacer nada. El de mamá, por mor de la elegancia, conservaba la cabeza y las extremidades del animalito, que en consecuencia parecía observarte con sus ojos fijos y cierto gesto de reproche. Mi hermano y yo siempre cogíamos aquel manguito para hacer de lobo malo en el guiñol, y eso que había sido un regalo de la gran princesa Xenia, hija de los zares, que tenía la misma edad de mi madre y con quien había pasado dos días jugando en el palacio de Gátchina en el invierno de 1885.
Es realmente asombroso que mamá consiguiera arrancarle a Opapabaron, siempre orgulloso de su rancio abolengo, el permiso para casarse con un burgués medio vagabundo y sin mayores aspiraciones que ser artista, para decepción de mis dos —digámoslo así— abuelos, uno de los cuales —Großpaping— pensaba que pintar no era una profesión seria, mientras que el otro —Opapabaron— consideraba que lo poco serio era tener una, ya que la gente normal (para él) no tenía profesiones, sino propiedades de imponente extensión y patentes de capitán. Así pues, Opapabaron estaba horrorizado y Großpaping incluso pensó en desheredar a ese hijo díscolo originalmente destinado a hacerse cargo de la grey de su padre y de la iglesia de color azafrán que la corona había otorgado a nuestra familia en enfiteusis en tiempos de Catalina la Grande; los Solm habían predicado allí a lo largo de cuatro generaciones y, por tanto, eran algo así como los Windsor entre los pastores de los Estados Bálticos.
Pero mi padre, Theo Johannes Ottokar Solm, no quiso plegarse a la voluntad de su padre ni vivir esa vida definida de antemano en una provincia del confín de la tierra sólo para dar fe de lo que su padre entendía como la voluntad de Dios. Tenía sus propios deseos: el deseo de expresión artística, por ejemplo; el deseo de mantener relaciones sexuales con distintas personas (que satisfaría de sobra en los viajes que hizo por el Mediterráneo para pintar); el deseo de vivir acontecimientos psicobiográficos, de dejarse llevar por el azar y la belleza... y sobre todo, dadas sus escasas cualidades de tirano, el deseo de no ser pastor luterano.
Aunque lo anterior podría hacer pensar que mi padre era un hombre con una gran fuerza de voluntad, no lo era en absoluto: desear se le daba muy bien, pero no tenía la fuerza necesaria para cumplir sus deseos. Con todo, vio la muerte por meningitis de su madre (la primera esposa de Huko) como una oportunidad de escapar a Berlín, y pese a la indignación de Großpaping utilizó su modesta herencia para estudiar pintura en la Academia de Bellas Artes. Una vez allí, como alumno ejemplar, logró darles clases de dibujo de natural a dos Hohenzollern, a los pies de los cuales olfateó el favor imperial; más tarde, sin embargo, prefirió olfatear otros pies e incluso respirar un poco de aire bohemio y, al final, después de sendos viajes de formación a Roma y Florencia, regresó al Báltico y, en la hacienda Stackelberg, se convirtió en el muy mundano maestro de dibujo de mi madre.
Mamá no tardó en enamorarse de su ligereza y su flema. Adoraba su orgullosa forma de andar siempre muy erguido (aunque se debía a una lesión en la columna resultado de un accidente ecuestre), la encandilaban los doce años que él le llevaba de ventaja y quizá también su indecisión, que le resultaba irresistible y a menudo incluso divertida, su talento artístico, que era enorme incluso medido por el rasero europeo, y hasta sus ocasionales depresiones, delicadas como el terciopelo negro.
Seguro que mi padre hubiera podido llegar mucho más lejos como artista; sin embargo, el espíritu de Fausto le era ajeno y el riesgo de caer en la pobreza que conlleva la búsqueda de la expresión personal no lo atraía. Lo que anhelaba, bajo la constante presión de justificarse ante mis dos —digamos— abuelos era, más que ninguna otra cosa, el reconocimiento social. Y así sucedió que, finalmente, se dedicó al arte del retrato, el género que menos se presta a desarrollar el talento del artista, pero el más lucrativo y cómodo desde el punto de vista social, un género que yo mismo acabaría apreciando. Y, gracias a los contactos de mamá, la mitad de la alta nobleza de las provincias orientales terminó posando frente a su caballete.
Todo eso tocó a su fin en 1918, que no fue un annus mirabilis, sino un annus horribilis.
Todavía recuerdo cómo, un día de octubre, un conde bajito entró en el taller de papá y cortó con un cuchillo el lienzo con su retrato aún a medio acabar —donde se lo veía completamente calvo y vulnerable, pues papá siempre pintaba el pelo al final—, lo enrolló y salió por la puerta a toda prisa tras espetarle al artista, que se había quedado lívido como un muerto: «Lo siento, querido amigo, pero tenemos que huir de aquí» y pagándole nada más que una parte del presupuesto acordado. La alta aristocracia ya no necesitaba distracciones, sino pasajes de barco. Habían fusilado al zar: la sangre azul se convirtió en una enfermedad mortal y Alemania, que se había anexionado los Estados Bálticos, estaba en peligro de perder la guerra.
Lenin había tomado el poder en Moscú y sus tropas cayeron sobre nuestro diminuto país. Pero no quiero aburrirlo con cuestiones de cultura general. Simplemente digamos que nuestro trauma de 1905 pareció repetirse... elevado a la enésima potencia.
Porque, cuando las últimas tropas alemanas se retiraron, el día de Año Nuevo de 1919, y los bolcheviques entraron en Riga —precedidos por espeluznantes rumores y toda una marea de refugiados— papá se quedó un largo rato frente al retrato al pastel de Großpaping dándose golpes en la frente hasta que decidió que valía más la pena darse un tiro en la frente después de hacer lo propio con sus repeinados vástagos.
Mamá no estaba en casa, sino entre la masa de desesperados que huían en los contados vapores ingleses que se hallaban en el puerto calentando máquinas. Ignorando sus protestas y lloriqueos, papá había empleado todos sus ahorros en comprarle un billete de diplomático a un precio escandaloso y un visado británico más caro todavía porque no quería que cayera en manos de los rojos siendo hija de un barón. Reinaba una atmósfera parecida a la de la última semana de Saigón. ¿Recuerda que estuvimos viendo las noticias en el cuarto de televisión de la planta de abajo, joven amigo? Toda esa gente de ojos rasgados hacía las maletas con manos temblorosas porque el Vietcong estaba a las puertas de la ciudad y, con independencia de lo que dijeran los periódicos, todos sabían que no tardaría en caer. Así se sentían mis padres el día de Año Nuevo de 1919, cuando tuvieron que separarse, porque puede que Dios dividiera el mar Rojo para Moisés, pero estaba claro que no iba a dividir el Báltico para Theo Solm.
Tras escribirle una carta de despedida a mi madre (carta que, ante la absoluta falta de datos postales estaba destinada a quedar, literalmente, en letra muerta), afeitarse por última vez, comprobar su arma y llamarnos a su taller, le hizo un gesto con la mano a mi hermano mayor para que se acercara primero. Pero el sol de diciembre brillaba sobre los tejados, y se filtró iluminando a mi hermano como si se tratara de una dorada estrella fugaz a punto de desaparecer del universo. Desalentado, mi padre se dejó caer en una silla.
—¿Qué haces con esa pistola, papá? —preguntó Hubsi.
—No quiero que nos capturen con vida, hijo.
Lo dijo en el mismo yidis de Prusia Oriental en que hablaba Großpaping.
—Cher papà, Koja es muy pequeño todavía.
Mi padre me miró y tuvo que aceptar que era verdad que yo era aún muy pequeño: acababa de cumplir nueve años, cojeaba un poco, me gustaba jugar con los guiñoles y llevaba en la mano el manguito de mamá, el lobo malo, que dejé caer.
—Ven, Koja, acércate a papá y cógele la mano —me pidió Hub.
Mi hermano poseía entonces una gran influencia sobre mí, y en aquel preciso instante tenía el esplendor de un adulto, serio y sereno a la vez, mientras que mi padre parecía una libélula. Yo me apresuré a acercarme y tomarlo de la mano: no se me fuera a escapar volando con las temblorosas alitas de sus párpados.
—Pero ¿qué haces? —me preguntó gruñendo ante aquel comportamiento tan poco viril.
—Creo que Koja ejerce una influencia ática en la gente —fue la críptica respuesta de mi hermano.
Probablemente se refería al siglo de Pericles. Vi cómo papá se hundía cada vez más en su sillón, se sujetaba las alas de libélula con el pulgar y el índice y modificaba su plan para no llevar a cabo más que la última parte, es decir: el punto tres (calculando en disparos).
Nunca había sido muy viril, ni siquiera tan viril como mamá, y unos años más tarde empezaría a usar ropa de señora en su taller «para no descuidar su lado femenino», según le explicó a Hubsi, que había abierto la puerta pese a que lo teníamos prohibido y lo había sorprendido con un vestido de muselina. Claro que papá tenía para entonces un ánimo muy distinto y ningunas ganas de matarse.
—Tendrás que cuidar de tu hermano, Hubsi —dijo. Me apartó suavemente la mano con el cañón de la pistola, quitó el seguro y se colocó en posición de dispararse.
—Pero ¿no nos vas a cuidar tú, papá? —preguntó mi hermano en voz baja.
Desde la calle nos llegaba el vocerío de la gente: los bolcheviques estaban sólo a cincuenta kilómetros de la ciudad, en el puerto sonaban las bocinas de los buques ingleses y, como tantas veces, papá fue incapaz de decidirse. Puso la pistola cargada y ya sin seguro en manos de Hubsi y se metió en su taller a pintar un jacinto.
Al final, lo que reencauzó la situación fue el regreso de mi madre.
Ya a punto de zarpar, le entró un ataque de pena (como consecuencia del cual le propinó un puñetazo en la cara al atónito marinero encargado de llevarla bajo cubierta), consiguió abandonar el barco salvador en el último segundo, corrió en dirección contraria al hervidero de gente que chillaba, lloraba y apestaba de miedo tras recorrer un largo camino, y regresó al lugar de su desgracia, al lado de sus hijos, a los que no podía abandonar sin más, y sobre todo al lado de aquel marido de desbordante imaginación, quod erat demonstrandum.
Unos días más tarde, Hubsi y yo habíamos salido en trineo a buscar coles —de las que supuestamente había una gran provisión en un sótano— cuando nos cruzamos con una horda de jinetes de la caballería roja. Venían de la dirección del hipódromo cabalgando sus greñudos caballitos, y sólo las armas permitían identificarlos como soldados. Un caballo blanco llevaba sobre la silla algo parecido a una alfombra enrollada que, de cerca, se nos reveló como un cadáver envuelto en una lona verde de la que asomaban unas botas bamboleantes. Una estaba rajada y goteaba sangre que se congelaba enseguida trazando una fina línea roja en la nieve.
Uno de los jinetes nos saludó con la mano sonriendo socarronamente y yo levanté la mano también, un acto reflejo que me costó que mi hermano dejara de hablarme durante una semana.
El molino de la muerte empezó a moler ese mismo día. Mamá, papá, Hubsi y yo, Anna Ivánovna y casi todos nuestros amigos y conocidos nos convertimos en un abrir y cerrar de ojos en una plaga de insectos que había que borrar de la faz de la tierra.
El barón Hase, aquel gracioso al que apodábamos el Granos, fue uno de los primeros en comprobarlo un día que, en la escuela, hizo un chiste en voz demasiado alta, esa vez no sobre el chupetón en el cuello del obispo, sino sobre la mala cara del camarada director del liceo, tras lo cual decidieron ahorrarle al joven de catorce años y medio tan poco edificante visión mediante la ejecución preventiva. Los tribunales revolucionarios no daban abasto, y tampoco los pelotones de fusilamiento; circulaban listas de proscritos y parecía que era cuestión de tiempo que llamasen también a nuestra puerta.
Papá pilló un resfriado del susto cuando mamá le insistió en que escondiéramos en nuestro piso a parte de sus ilustres parientes, en concreto a los que estaban en busca y captura y tenían que esperar a que les creciera la barba para poder escapar a través del frente sin ser reconocidos. «La barba tarda en crecer, y como los encuentren en casa... —decía papá sonándose la nariz— finita la commedia.»
La checa había instalado su cuartel general en la cercana Schützenstraße, y en sus sótanos los mongoles cazadores de aristócratas les arrancaban a los detenidos la piel de las manos desde las muñecas hasta las puntas de los meñiques para dejar una huella inconfundible de sus interrogatorios.
A esos horrores se les sumó el hambre que se extendió al verse interrumpido el abastecimiento de la ciudad. A diario se veían cadáveres de los muertos de hambre tirados en los portales o en plena calle, cubiertos de nieve y aferrados al último sueño. Un crudísimo invierno asolaba el país. Para sobrevivir, papá se hizo pasar por enfermero, aunque no soportaba ver sangre. Le permitieron trabajar con un médico amigo suyo en un lazareto de campaña del Ejército Rojo, donde se desmayaba una y otra vez, pero también conseguía algunos rublos que llevar a casa. Por lo demás, vivíamos de patatas y mondas de patata que robábamos, y mamá se alegró de no haber incluido las pommes de terre en nuestras solemnes ceremonias en honor a Großpaping.
Cuando detuvieron a unos vecinos a los que colgarían unos días después, Hubsi se coló por un balcón y encontró en su cocina un barril de setas en salazón. Fueron la base de nuestra dieta, muy escasa en proteínas, y no me cabe duda de que nosotros y aquellos parientes que esperaban a que les creciera la barba les debemos la vida.
Por entonces, la carestía llegaba a cotas insoportables.
Fue en ese tiempo —curioso y confuso a ojos de los pequeños, y hasta desagradable a causa del hambre y la acumulación de cadáveres, pero nunca realmente amenazante porque los niños no podíamos morir—, Anna Ivánovna reapareció acompañada por un ruso barbudo y visiblemente nervioso que se llamaba Vladimir y llevaba a una niña pequeña de la mano. Con los ojos inundados de lágrimas, se puso a implorarle a mamá mientras papá, desmadejado en el sillón, se recuperaba de la experiencia de haber amputado por error una pierna completamente sana. Eso sí: una pierna bolchevique, detalle que, según le aseguraban los de la barba en crecimiento escondidos en la cocina, convertía ese aparente error en una obra de caridad, teniendo en cuenta los grandes males que aquella pierna podría haberle causado a la humanidad civilizada.
Por la noche, mamá entró en nuestro cuarto sin hacer ruido y nos comunicó que había una nueva huésped en la casa. Era la niña que yo había visto por la mañana: menuda y con unos ojos despiertos y negros como el carbón que parecían no parpadear nunca y observar todo cuanto la rodeaba con tremenda concentración y una extraña ligereza.
Como todas las demás camas, sofás y catres estaban ocupados por ilustres invitados, Hubsi tuvo que dejarle su sitio en la cama que compartíamos: a mamá le pareció que no había nada de malo en que la petite y yo durmiéramos juntos teniendo en cuenta mi corta edad, mis rasgos de niña, mis frecuentes muestras de ser bueno y, en especial, mi escasa capacidad para imponerme: todo eso me impediría caer en tentaciones en las que, según creía ella, Hubsi caería gustoso —no confiaba en él desde que a Anna Ivánovna se le había escapado que su lengua se parecía a la de Großpaping—. Mi hermano tuvo que instalarse en el pasillo, donde los ronquidos del colectivo apenas lo dejaban dormir.
Cuando la petite se metió en la cama me sorprendió comprobar que su cuerpo no era más voluminoso que el de Püppi, nuestra pequeña cocker spaniel, que a esas alturas sólo se alimentaba de ratas. Después, mamá le dio un beso de buenas noches y ella se quedó acostada a mi lado sin el menor indicio de nervios. Yo sentía el calor de su piel bajo la manta. El pelo le olía a camomila.
—Me gusta mucho tu cama.
—Gracias.
—De nada.
—¿Cómo te llamas?
—Eva, pero me puedes llamar Ev.
—Yo soy Koja.
—¿Te importa si uso tu orinal, Koja?
Comenzó a agitar un pie que rozó el mío.
—También puedes ir a nuestro baño —le sugerí—, aún es temprano.
—Pero tendría que pasar por delante de toda esa gente que no conozco.
—Ya, claro.
—Tú pareces simpático.
—Gracias.
—Entonces, ¿me dejas usar tu orinal?
—Sí, sí.
Se levantó de la cama y, delante de mí, se sentó en aquel orinal que yo jamás había imaginado que sirviera para sentarse. Contuve la respiración y clavé la vista en los motivos del papel pintado preguntándome hacia dónde estaría mirando ella. Cuando acabó, arrastró el orinal hasta el lado de la cama.
—Lo tienes que meter debajo —le expliqué.
—Sí, ya —dijo—, pero ahora te toca a ti.
—Es que yo no tengo pis.
—Yo tampoco tenía, sólo quería comprobar si se puede uno fiar de ti.
No fui capaz de decir una palabra. Ev olía a farmacia no sólo por la camomila con la que claramente le habían lavado el pelo, sino también por el penetrante tufo a orina que ascendía desde el orinal.
—Creo que eres de fiar: has apartado la vista todo el rato. Eres un caballero.
—Pues no pienso hacer pis ahí.
—Pero si yo he hecho...
—Bueno, pero tú te puedes sentar y con el camisón no se ve nada; en cambio, yo tengo que mantener el orinal en alto y me verías todo.
—No miraré.
—Pero lo oirás.
—También me puedo tapar los oídos.
—¿Y para qué quieres que lo haga, entonces?
—Porque entonces seremos hermanos.
Así fue como Eva, a quien llamábamos Ev, entró en la familia: como traída por el viento de aquel tiempo enloquecido. Sus padres, un médico alemán y su esposa enferma, refugiados de Dünaburg,[14] habían sido detenidos sin motivo por la checa y ejecutados al día siguiente, pero antes de que echasen abajo su puerta el padre había escondido a la pequeña Eva, con dos salchichas, detrás de una puerta tapizada y cerrada con llave.
Pasado un tiempo la encontró el criado ruso, que era primo de Anna Ivánovna. Tenía llave de la vivienda, aparte de buen corazón. De entrada, ocultó a la pequeña en su propia casa hasta que se enteró de la muerte de sus señores, entonces tuvo que buscar otra solución: una niña de habla alemana en una familia de antiguos sirvientes rusos parecía un claro indicio de actividades contrarrevolucionarias y ponía en riesgo sus vidas. Además, Vladimir apenas tenía medios para alimentar a la petite con la hambruna que imperaba. ¿Y qué solución más inmediata que recurrir a su prima Anna Ivánovna, que era lista y buena persona? Así pues, ella —suponiendo erróneamente que en casa de una baronesa como mi madre aún quedaría algo de las riquezas de antaño— decidió pedirnos ayuda.
—La pequeña es un engelka, un angelito —le juró a mi madre en su conmovedor dialecto—. Cuidaba a su mamushka, su pobrecita mamushka, con el mismo mimo con que se cuida a un pony enfermo. Porque su mamushka estaba enferma de los nervios por la desesperación... —«Más probable es que tuviera cáncer», dijo mi padre— y la aseaba todos los días, y le limpiaba las secreciones y la secaba... —«O sea, que le limpiaba la mierda», dijo mi padre—, y seguía las instrucciones de su pobre papashka, que era un médico con la consulta siempre llena... —«Pues yo no lo conozco», dijo mi padre—. Pero la checa fue a buscarlos a él y a su esposa enferma, la pobrecita de Lastashka, y se los llevó. A ella tuvieron que sacarla en silla de ruedas: seguro que la bala que le quitó la vida fue una liberación... pero, ¡por el amor de Dios! ¡La pequeña Eva está oyéndonos! ¿No es como para comérsela de bonita? Y también baila como los ángeles.
La relación de Ev con las funciones «menos nobles» del cuerpo (como papá las llamaba eufemísticamente) se caracterizaba por una empatía inusual, tal vez porque llevaba en la sangre la forma en que las contempla un médico, cosa de la que ni Hubsi ni yo podíamos presumir: no nos costaba nada imaginar que a papá le diera asco atender a su propia madre.
Ev se ganaba a las personas desde el primer momento, conquistándolas de un modo franco e intrépido con sus ojos como cuervos en vuelo. Luchaba por el amor como un animal rapaz por su presa: ésa era su única posibilidad de sobrevivir. Nos entendimos desde el primer instante y ya la segunda noche me rodeó los hombros con el brazo y me dijo que gracias a mí se sentía mucho menos sola. Desde entonces, rezábamos juntos y también orinábamos siempre juntos, donde fuera. Ev decidió dejar de ser una huérfana para convertirse en una Solm.
Incluso introdujo un lenguaje secreto en mi vida, tan falta de color hasta entonces. Un día que ya nos habíamos comido las tres setas con sabor a gelatina rancia (la ración diaria habitual) y yo me quejé de la peste a col que impregnaba la casa, se sacó de la chaqueta un trozo de pan mohoso que les había mendigado a los soldados del Ejército Rojo, lo compartió conmigo y, sonriendo, me susurró bajito, para que nadie nos oyera:
—A bisl un a bisl... wert a fule schisl!
«De bocado en bocado, ¡juntamos todo un plato!»
Yo me sobresalté porque los niños de la nobleza de los Estados Bálticos teníamos terminantemente prohibido el yidis: era la lengua de los vendedores ambulantes y el populacho de las calles de Riga y mamá la despreciaba todavía más que el letón, así como despreciaba a los judíos todavía más que a los letones, pues estos últimos al menos tenían la decencia de mantenerse al margen de la bella familia de las lenguas germánicas.
—Bistu a jid? —repliqué en mi tosco yidis de la calle.
«¿Eres judía?»
—Bistu a goj? —respondió ella con una risa como el tintineo de una campanita.
«¿Eres gentil?»
Así sonaba su risa: como la campana más pequeña de San Pedro. Todavía hoy me parece estar oyéndola. Y subió un poco el tono al pronunciar la palabra «goj», envolviendo así aquella pregunta, que revelaba mi imbecilidad, en el encanto que la caracterizaba. Después, en el alemán que se puede esperar de la hija de un afamado cirujano de Dünaburg, añadió:
—Yo hablaba en yidis con todas mis amigas cuando estábamos entre nosotras; ¿quieres que te lo enseñe, Koja?
Y como quise, mi hermana me enseñó la lengua de sus amigas y, en lugar de sentirme espantado, disfruté de adentrarme así no sólo en el reino de lo prohibido, sino también de lo femenino, y cuando nos daba la gana cometíamos la osadía de rezar en aquella lengua de la chusma, pues «In onhejb hot got baschafn dem himl un di erd. Un di erd is gewen wist und lejdik, un finsternisch is gewen ojfn gesicht fun tehom, un der gajst fun got hot geschwebt ojfn gesicht fun di wasern»: «Dios, en el principio, creó los cielos y la tierra. La tierra estaba desordenada y vacía, las tinieblas cubrían la faz del abismo y el espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las aguas.»[15]
• • •
De habernos oído alguien en aquellos días, de haberse enterado de los progresos que yo iba haciendo en aquella lengua alegre como un carnaval, de haber dado crédito a sus oídos alguno de nuestros barbudos invitados (que más de una vez nos miraban con recelo mientras cuchicheábamos), a Ev no le habría quedado más remedio que empaquetar las tres o cuatro cosas que tenía (unos pocos vestidos y un crucifijo de plata colgado de una cadenita, nada más), pues tanto mamá y papá como Hubsi —deseoso de volver a su cama y dejar de dormir en el suelo del pasillo aguantando los ronquidos de un barbudo a su lado— desarrollaron profundas reticencias contra nuestra pequeña huésped: inventaban excusas y ponían todo tipo de peros, los más convincentes de los cuales tenían que ver, naturalmente, con lo material. Pero yo les calenté las orejas a mis padres con que quería quedarme con Ev como hacen otros niños cuando suplican para quedarse un perrito. Era un hecho que Ev no debía de tener parientes carnales, y a Dünaburg, su ciudad natal, no había forma de llegar porque se había formado un Freikorps que pretendía limpiarla de soviets.[16]
Tras la sangrienta reconquista de Riga por el ejército territorial de los Estados Bálticos, en mayo de 1919, ya no pudimos averiguar más acerca de los orígenes de Ev. En medio de la confusión de aquella agitada primavera tampoco era raro que hubiera muchas personas desarraigadas, desperdigadas por el país y lejos de toda posible certeza.
Después de cinco años de enfrentamientos bélicos, Letonia era la viva imagen de la destrucción. Había franjas de territorio despobladas por completo: la pérdida de vidas humanas había sido de dimensiones cartaginesas, sobre todo en relación con el tamaño del país o, mejor dicho, con la falta de tamaño del país. Casi nadie en Europa conocía aquel Lilliput devastado donde los alemanes nos sentíamos como un puñadito de Gullivers; incluso me he dado cuenta, mi querido amigo cataléptico, de que también usted sigue sin saber nada de Letonia. No obstante, después de la guerra surgieron allí ciertas fuerzas que aún tienen repercusión en nuestros días, pues detrás de muchas cosas que vemos ahora en la televisión: la cobarde reacción de Gerald Ford, el afán de Breznev por llegar a la cima, la contrarrevolución de Mao, la incertidumbre del futuro tras la muerte de Ho Chi Minh y demás, está alguno de esos Gullivers del Báltico, sea porque lo fomenta o porque lo combate, porque lo lidera o porque lo socava, pero, sobre todo, porque lo investiga para ver qué se puede sacar de ello.
Nosotros odiábamos el nuevo Estado, la República de Letonia, y la República nos odiaba a nosotros. Los letones nos trataron del mismo modo que los liliputienses trataron a Gulliver, al que primero condenaron a muerte (por haber orinado en público) y luego prefirieron dejar ciego y que se muriera de hambre poco a poco. Ellos también esperaban que nos fuéramos muriendo de hambre y de sed.
Cuando, en 1920, el Estado letón fue reconocido oficialmente, se le expropiaron todos sus bienes a la familia de mamá. Las tierras, una extensión del tamaño de Andorra, se repartió entre dos mil campesinos letones henchidos de entusiasmo, y el castillo de Opapabaron, a orillas del mar, se transformó en un internado para niños del campo. Muchos barones y miembros de la alta nobleza emigraron.
Papá se quedó sin clientela solvente. Fue como si a mis padres les hubiese caído un rayo: la familia Solm, es imposible decirlo de otro modo, se había quedado con una mano delante y otra detrás.
—«Pobres como ratones de iglesia» —solía decir mi padre con un peculiar tono de satisfacción en la voz, como si un ratón de iglesia aún tuviera algo de simpático, por piadoso, y despertara la solidaridad. No nos podíamos permitir tener servicio. Mamá, que en su vida había fregado un plato y menos aún planchado la ropa, tuvo que tragarse la amargura de tener que aprender las cosas más básicas a esas alturas de su vida, e incluso hizo sus pinitos como cocinera, en la medida en que teníamos algo que cocinar. Claro que hasta las ortigas se pueden guisar más ricas o menos, y las de mi madre siempre supieron como recién cortadas de la mata.
Es justo decir que la guerra, la revolución, el bolchevismo, la fundación del Estado letón y el hundimiento de mi clase social me trajeron pocos beneficios personalmente, pero apoyé sin reservas las nuevas —y laxas— normas de adopción: casi se podía uno llevar a casa a cualquier niño que encontrase por la calle desorientado y con pinta de abandono. El país necesitaba toda la mano de obra que fuera posible, así que, sin mayores complicaciones burocráticas —dado que en la devastada Dünaburg era imposible localizar a ningún pariente de Ev—, se nos permitió convertir a nuestra encantadora huésped de guerra, casi como con una varita mágica, en la señorita Solm: mi hermana, con sus tres vestidos, su crucifijo de plata y su tendencia a hablar de cosas prohibidas en una lengua mal vista.
Pero no fue sólo su trágico destino de huérfana lo que movió a mis padres a aceptar una boca más que alimentar pese a las dificultades: Ev tenía un talento natural para hacerse imprescindible; era sumamente pragmática, no se quejaba nunca y poseía habilidades impensables para una niña pequeña de buena familia. Incluso sabía coser a máquina, y nos hizo a Hubsi y a mí unos trajes horrendos con las cortinas buenas del cuarto de estar. Le enseñó a mamá a distinguir entre una costura plana y una cadeneta y, la Navidad de 1920, me confeccionó, con el manguito de zorro de mamá, unas divertidas botas blancas de invierno con forma de bolas de nieve gigantes que me granjearon las burlas de mis compañeros de colegio. Pero era mejor que andar descalzo por la nieve y todavía las conservo: las he salvado de guerras y deportaciones, de la persecución, el genocidio y la dictadura, y le tengo un cariño especial a la izquierda, que lleva de adorno en la caña una garrita de zorro polar.
Ev era consciente de que no sólo tenía que impresionar a mamá, sino que también tenía que ganarse a mi padre. A todas luces, él estaba mucho menos entusiasmado que mi madre con la adopción: creía que se trataba de una nueva manifestación de los remordimientos de su mujer. Llegó a afirmar que la pequeña Ev, aquella niña escuchimizada que se nos comía las últimas provisiones, era una especie de petición de indulgencia que mamá le enviaba a Großpaping al más allá.
Mamá volvió a dar portazos... con las pocas puertas que todavía no se habían convertido en leña.
Ev, por su parte, se comportaba con suma docilidad, aunque no era propensa a mostrar afecto, excepto conmigo: era mi hermana mayor, mientras que Husi era, simplemente, su hermano mayor.
No había en ella ni un ápice de falsedad: no intentaba ser complaciente ni caía en la adulación; más bien mostraba una coqueta displicencia, en ocasiones descarada. Tenía un sexto sentido para captar justo aquello que el otro anhelaba con más desesperación y, en su gran caja de herramientas, solía encontrar siempre algo que uno percibía como un sentimiento —aunque quizá no lo fuera— y agradecía. Alentaba las esperanzas de las personas de ser vistas con el corazón; ¿cuántos tienen un don como ése?
En cualquier caso, también con papá consiguió dar en el clavo: se empeñó en servirle de modelo, a lo que él se negó tan decidida como vanamente. Por aquel entonces había recibido el primer encargo de cierta envergadura después de la guerra: unos frescos con motivos del Kama Sutra para decorar un nuevo burdel a punto de abrirse en la Elisabethstraße y propiedad de un especulador que se había enriquecido con la guerra. Mamá no podía enterarse y no se enteró jamás. Él sentía que aquel encargo estaba muy por debajo de su nivel y se entregó al vodka: digamos que él bebía y, gracias a su sacrificio, nosotros comíamos.
Indignado, no les había pintado caras a los cuerpos de aquellas bacantes en pelota picada, sino círculos blancos, pues, según él, las prostitutas que le habían servido de modelo hasta entonces no tenían rostro, sino únicamente platos vacíos. Ev, sin embargo, quien a pesar de sus diez años recién cumplidos poseía un perfil inteligente, misterioso y un tanto pícaro que nada tenía que envidarle a la joven Mata Hari en términos de carisma y labio superior un poco fruncido, tenía tantos rostros que siempre había uno que podía encajar con determinado cuerpo. Así pues, papá se concentró en aquella pluralidad de facetas, en la riqueza de su mímica, en su mirada y en todas las variaciones del éxtasis que la pequeña Ev era capaz de representar como una actriz profesional. A menudo le tocaba aguantar media hora seguida en una pose, con los músculos de la cara en tensión, mientras mi padre se concentraba en aplicar finas pinceladas para que encajase en «las tijeras», «la balanza» o «el nirvana».
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—¿Tú sabes lo que es una postura? —me preguntó Ev una noche.
A mí «postura» me sonaba a política, y más me sonaba como «posición»: posición social o las posiciones militares en una batalla, o cómo inclina la cabeza el caballo, luego sabía algo de posiciones en la ruleta, y, claro, la posición de las estrellas unas respecto a las otras, aunque a eso se lo llama «constelaciones».
—No, me refiero a las posturas sexuales.
—¡De esas cosas no se habla!
—¿Por qué no? Papá me lo ha explicado.
Entretanto, había empezado a llamar «papá» a Theo, aunque al principio tendía a llamarlo «padre» y, antes aún, incluso «tío».
—¡¿Cómo es posible?! —pregunté yo atónito.
—Mira, es que las paredes del local están tapadas con sábanas, pero hace poco, mientras estaba pintándome, una de las sábanas se cayó, y después de lo que vi no podía quedarse callado.
—¿Qué viste?
—En la pared estaba pintada una india que sólo llevaba puestas unas perlas y, detrás de ella, un indio también desnudo y a cuatro patas como un perro. Así. —Me lo mostró—. El caso es que a papá le dio mucho apuro, de modo que no puedo hablar con nadie sobre el asunto: es un secreto. Me explicó lo que es un falo.
—¡¿Un qué?!
—Un falo. Cuando el pene crece, se llama «falo». Tú también tendrás uno más adelante. El caso es que por ahora tengo que guardar el secreto.
—Y entonces, ¿por qué me lo cuentas?
—Es que prefiero que sea un secreto entre nosotros.
—Habrá sido espantoso de ver.
—Sí, ¿te gustaría verlo tú también?
—No.
—Sé cómo se entra sin llave, como el local está en obras...
—Papá me pegaría una soberana paliza.
—Pues yo lo miré todo: hay otra escena donde una india tiene un falo en la boca.
—No me lo creo.
—Te lo juro.
—Pero si te pones así echas pis en la boca.
—No, el pis lo haces con el pene, y en la boca metes el falo, no el pene.
—¡Qué asco!
—No creas: es una postura de lo más normal.
—¡Papá no pinta esas cosas!
—¿Por qué lloras, Koja? Perdóname. Anda, mejor abracémonos y dawenen zu dem gutn got.
«Recémosle al buen Dios.»
Años más tarde, estando ya en la facultad, visité con algunos de mis compañeros aquel discreto establecimiento, cuyo exótico nombre cambiaba con la misma frecuencia que las señoritas que trabajaban allí, y comprobé que las distintas estancias estaban decoradas con fantasiosos frescos de bailarinas indias con múltiples brazos, todas ellas con el rostro infantil de Ev y pintadas por el pincel inconfundible de mi padre. Elegí un cuarto donde se representaba un cunnilingus y a una eslovaca más bien entrada en carnes.
Cuando se lo conté a Ev pensé que se reiría, pero se quedó consternada y esa vez me tocó a mí consolarla. La abracé y la animé a rezar conmigo, como cuando éramos pequeños, «dawenen zu dem gutn got» porque ya no había inocencia entre nosotros, sólo culpa y culpables. Para entonces, a Ev, a Hub y a mí nos tendrían que haber pintado como centauros: criaturas fabulosas surgidas de una nube oscura, hermanos incapaces de contener su lascivia, cohabitando los tres.
Y así desencadenamos la cólera del mundo entero.
3
El hippy no reacciona: está tumbado boca arriba con ojos clavados en el techo, sin moverse, sin respirar, como un pez mudo que prestara oídos sólo a mi inocencia, no a mis preocupaciones. A lo mejor espera que siga hablando, pero no me quedan cosas que quiera contarle y al cabo vuelve sus pupilas hacia mí.
—¿Por qué te detienes?
—A partir de ahora se vuelve todo muy complicado, es difícil de explicar.
—¿Y sólo porque es difícil de explicar te detienes? Cuando algo es difícil de explicar no se para uno, hombre: ¡es cuando empieza de verdad! Yo es que ni escucho cuando alguien pretende explicarme algo fácil, me aburro al instante. Con las cosas complicadas, en cambio...
—Podría hablarle de mi hermano.
—Sí, el del nombre raro de la manzana que acaba en «mandril».
—Es Kalvill, Roter Herbstkalvill, no mandril.
—No recuerdo qué es un mandril.
—Un mono.
—Ahí lo tienes —reflexiona—: por eso no quería que te comieras la manzana esa.
—No debería haberlo golpeado, habríamos quedado en paz.
—¿Los mandriles son los del culillo rojo?
—Sí, son unos monos.
—¿Esos monitos del culillo rojo?
—Exacto.
Veo, como si la tuviera ante los ojos, la poblada jungla que cobra vida en la mente del hippy. Él se echa a reír bajito porque reírse fuerte le duele —igual que a mí, por cierto: en nuestro cuarto es raro oír risas; si nos entra mucha risa damos golpes con las manos sobre la colcha, lo que limita el movimiento, pero también los ruidos—. Le ha dado un ataque de risa, habrá que esperar a que se le pase.
—Tenga cuidado, no le vaya a dar un ataque de verdad —le digo.
—Ya, ya tengo cuidado.
—Tanta gracia tampoco tiene...
Hub ha ido a golpearlo justo en el lóbulo frontal. Como consecuencia, sufre mareos, vómitos y hasta alucinaciones visuales: auténticas fotopsias. La enfermera Gerda y el médico griego están preocupadísimos (seguramente por motivos bien distintos), pero el hippy les hace un gesto con la mano indicando que no pasa nada: las alteraciones de la percepción le recuerdan experiencias positivas con las drogas, según dice.
Está claro que mi influencia ática sobre las personas ha perdido fuerza: mi hermano ni se dignó mirarme cuando se lo llevó la policía. Alteración del orden público, acoso y agresión con lesiones graves. Lo habrán metido en la cárcel, en una celda de tres por tres metros (ése es el estándar). Quizá lo dejen salir dentro de diez años. Estaremos en 1984. Quién sabe cómo serán las cosas en esos días aún lejanos. ¿Seguirá habiendo dos Alemanias? ¿Los americanos tendrán una colonia en la luna? ¿Se habrá hecho realidad lo que vaticina Orwell? De niños solíamos jugar al futuro, otra forma de decir que jugábamos a tener grandes esperanzas. Claro que, para cuando salga, Hub tendrá setenta y nueve años y ya no le quedarán muchas más esperanzas que llegar a los ochenta.
Y con una bala en la cabeza, no tiene uno ni esa esperanza.
Un agente de policía ha venido a apostarse ante nuestra puerta. Pasa el día hojeando tranquilamente una revista —se humedece el dedo con saliva antes de pasar página— mientras espera a que llegue su relevo. Ya se les podría haber ocurrido antes que no es difícil colarse en un hospital, ni para Hub ni para nadie. En fin, se supone que la vigilancia policial debería beneficiar a mi bienestar psicológico, pero lo cierto es que la presencia del agente pone nervioso a todo el mundo e impide que la enfermera Gerda le traiga sus plantitas de cannabis al hippy.
Como mi maltrecho compañero de cuarto apenas puede levantarse de la cama, soy yo el que baja cojeando como puede a la unidad neonatal. Allí contemplo a los recién nacidos e incluso les hago fotos, bien de cerca, con una Polaroid, y tengo la sensación de que también esos bebés necesitarían que los resguardara un agente, pues nada me impediría entrar en la sala, agarrar a cualquiera de ellos —a la revoltosa Rabieta-para-dos, a Nubes-y-claros, a Té-de-las-cinco, a Let-it-be o qué sé yo los nombres que les pone el hippy— y llevármelo en una bolsa de deporte.
Esas larvas humanas me están poniendo de los nervios. Arriba, en mi armario, tengo escondido el sobre color herrumbre que me entregó mi hermano. Contiene fotos en las que también se ve a un bebé. Quienquiera que las tomase era un hijo de puta, eso está claro: cuando aprieto el botón de la cámara en la planta de abajo, inclinado sobre las cunitas de cristal de los recién nacidos, me estremezco como si se me fuera a desprender la retina. Lo soporto a duras penas, y tampoco me gusta que el hippy se pase mucho rato con las instantáneas.
Por las noches no consigo dormir.
Oigo el viento haciendo gemir las ramas de los árboles al otro lado de la ventana, pero no hay tales ramas: el árbol más cercano, una caricatura de un haya, está muy lejos y, aunque gritara, aquí no se oiría. A mí también me asaltan las alucinaciones auditivas y los sueños oscuros que se mezclan al cien por cien con la cruda realidad de los pitidos, zumbidos, gañidos, traqueteos, gorgoteos, murmullos y tictacs de todos los aparatos que nos rodean, monitorizan y protegen. Sí, Hub, protección: yo estaba bajo tu protección.
• • •
—¡Koja!
—¿Mmm?
—Koja, tienes una pesadilla.
—¡Pero qué dice!
—Has gritado: «Pam, pam, pam.»
El hippy me mira con los ojos muy abiertos mientras me despierto como si estuviera en un ataúd. Me envuelve el silencio del hospital, luego oigo los pitidos, zumbidos, gañidos, traqueteos, tictacs, etcétera y finalmente su voz, que parece salir directa de sus ojos:
—Me estás preocupando, Koja.
—No, no, es usted al que le han pegado, no a mí. Es usted quien debería preocuparnos, no yo.
—¿Sabes lo que te digo? Eres una persona maravillosa, de verdad.
Yo me ladeo como un fardo y vomito en el suelo de linóleo azul. Echo líquido y más líquido, como una fuente. El hippy quiere llamar a la enfermera Gerda, pero yo no lo dejo: al final, hasta nuestro agente-niñera querrá entrar, y él es la última persona a la que quiero tener cerca. El hippy se ofrece a ayudarme a limpiar el vómito. Hay que decir que estos hippys se pasan de amorosos.
Sin duda, Basti es un caso extremo, pero ha habido otras personas en mi vida —hombres y mujeres— atraídas por mi honestidad. No fueron muchas, pero las hubo. Lo que nunca me he preguntado es si esa honestidad realmente existía. Tampoco es que me hiciera falsas ilusiones con respecto a mí mismo: siempre era muy consciente de aquello en lo que me había convertido, pero la clave era que se trataba de algo que me había pasado, que me había sucedido: venía de fuera y yo tan sólo había reaccionado. El mundo era cada vez más decadente y yo reaccionaba, no al revés. Fui profundamente sincero y profundamente hipócrita también, pero la hipocresía era parte de mi trabajo: la parte honesta era yo mismo, una capa de piel imposible de arrancar; ciertamente muy fina, pero de una honestidad inquebrantable. Y debajo la carne, los huesos, el corazón. No dejé que la mentira se me metiera por dentro: eso es lo que siempre me digo, eso me decía, eso suelen decirse a sí mismos los que han vivido una vida como la mía y son como yo. La mentira es nuestra moneda de cambio. No es fácil pagar con ella y hacerlo no significa ser intrínsecamente un mentiroso.
Me acerco a la ventana, abro las dos hojas y oigo el murmullo de las ramas de los árboles que en realidad no están ahí, sino sólo en mi cabeza. Me subo al alféizar y alguien tira de mí hacia dentro: es el hippy, que ha corrido solícito a pesar de lo difícil que le resulta y tira fuertemente para apartarme de la ventana, pues no se cree que mi única intención era respirar aire fresco de la cabeza a los pies, del cráneo roto a los pies descalzos.
Dos días más tarde estamos los dos sentados en la azotea del hospital.
Es el único sitio donde, por las noches, no te pillan fumando la droga que el hippy cultiva a través de la enfermera. Sólo una escalera de incendios llega hasta esta parte del edificio y subir nos ha costado casi media hora. El hippy quería celebrar que ya puede moverse. Es medianoche y hace calor, el calor propio de finales del verano, en el que se nota el rastro de algo perdido. La ciudad está a nuestros pies, y sus luces lo bastante lejos como para que podamos distinguir las estrellas sobre nosotros: miles de diminutas esquirlas de magnesio.
La enfermera Gerda, convertida en toda una maestra del trapicheo y más que curada de espanto, incluso nos ha hecho llegar, bajo las propias narices del cancerbero, una pipa de bambú cuyas ventajas no se cansa de explicarme quien me invita a compartirla con él, me apetezca o no, mientras desmenuza las hojitas secas entre los dedos, que son un coñazo, al igual que él.
Su voz rasposa me llena el corazón de amargura y me enfado cuando —como lo hizo hace unos días— pretende liberar a los médicos de tabúes e inhibiciones con grandes gestos como el de arrojar por el retrete no solamente sus medicamentos, sino también los míos. En resumen: no lo soporto, sus cantinelas esotéricas me matan de aburrimiento y sus mismos signos vitales me sacan de quicio.
Pero es como la encarnación del más allá, y Dios sabe que también le he tomado mucho cariño. Su escandalosa autocomplacencia es tan inocente como la de un caniche, y me reiría de su visión del mundo si me sintiera con ánimos de reír. Siempre se muestra respetuoso y se interesa por cómo me encuentro con una naturalidad conmovedora. Me da sus bocadillos cuando son de embutido («¡Animales muertos!»), y a cambio me agradece que yo le dé mi postre cuando a mí no me resulta lo bastante dulce. Le encanta leerme unos textos budistas que me ponen los pelos de punta, aunque también le gustan los tratados hinduistas y los manuales ayurvédicos que proponen curar los proyectiles alojados en el cráneo con aceites y esencias. Ha mezclado todas las doctrinas indias de salvación y cree en las vacas sagradas, en el poder divino de Brahma y en el Buda, a quien cuesta hacer encajar en el grupo. Incluso algunas técnicas tántricas, de las que yo no había oído hablar en mi vida, han arraigado en su centro de energía: ese cráneo lleno de líquido que la enfermera Gerda tiene que drenar tan frecuentemente. Rezuma un infinito amor al prójimo: ahora mismo me está ofreciendo su pipa de hachís y no le entra en la mollera —como dice él con su acentillo bávaro— que yo no quiera ni probarlo.
—Pero ¿por qué no? Te soltarías...
Empezaré con la verdad más simple de todas: el hachís.
Hace veinte años estuvimos involucrados en el Proyecto Alcachofa. Bajo ese ridículo nombre en clave, la CIA llevó a cabo una serie de experimentos para testar drogas como la heroína, las anfetaminas, los opiáceos y el recién descubierto LSD. Como el programa tenía como sede Alemania —Kronberg, sobre todo, en la zona más bella de la cordillera del Taunus—, informaron a nuestra sección y nos hicimos cargo de una parte del proyecto que era tan secreta que todo el mundo se iba de la lengua de la emoción: se trataba de desarrollar una técnica de interrogatorio que llamábamos «el martillo de las brujas».
El objetivo era que el «martillo de las brujas» se convirtiera en un suero de la verdad infalible y las personas a quienes se administrara fueran incapaces de mentir. En el marco de aquella serie de experimentos, en el otoño de 1952, se hizo que siete reclusos de la penitenciaría de Núremberg se mantuvieran hasta arriba de hachís y LSD durante setenta y siete días —el siete era número de la suerte del director del experimento, un farmacólogo de Filadelfia—. Ya te haces una idea lo que fue aquello, pero lo cierto es que unas celdas pintadas de vivos colores y unos reclusos condenados a cadena perpetua siempre de buen humor tampoco eran para maravillarse, así que buscaron a otros siete voluntarios, esta vez de la organización. Sólo nos apuntamos tres: yo mismo y otros dos agentes de la sección de operaciones, y como tres y siete no son lo mismo, más tarde el director del experimento le echaría la culpa al puto número tres del fracaso del experimento. Nos pusieron la marihuana en vena y, en mi caso, sólo puedo hablar de relajación total. Mi compañero Frank Burmeister, en cambio, a la semana de comenzar el experimento saltó por la ventana de la tercera planta de la torre de pisos donde vivía porque quería volar con sus propias alas hasta el cine Stachus, donde una Lauren Bacall desnuda y del tamaño de un Tyrannosaurus rex estaba saludándolo con la mano. No eran más que ocho metros de caída libre, pero sobre un suelo de puro asfalto. Tardó tres días en morir.
Más tarde eliminamos casi todos los expedientes relacionados con el proyecto porque, de haberse hecho pública la participación alemana, el ministerio nos habría machacado.
De eso conozco el hachís, amigo, y por eso no me hace ninguna gracia, menos todavía en lo alto de un tejado y con estas vistas. Con lo fácil que sería abrir las alas y echar a volar.
—Señor Solm —dice el hippy tratándome otra vez de usted después de mucho tiempo—, ¿le estoy entendiendo bien? ¿Me está diciendo que trabaja para el gobierno?
Sostiene la pipa como Ev, en tiempos, sostenía las colillas: con elegancia y gesto de preocupación.
—Olvídese de seguir por ahí.
—Pero me está diciendo que tuvo que ver con la CIA.
—No puedo hablar de ello.
—No me diga que es usted un agente...
—Lo que le digo es que no puedo hablar de ello.
—Y no tiene que hablar: tiene que confesarse.
—Basti, hombre, no me toque las narices, que usted no es cura.
—Soy swami.
—¿Que es qué?
—Doy cursos de meditación dinámica. He estado tres veces en Bombay y allí era el swami Deva Basti. En cualquier caso, veo la semilla que hay en usted, su potencialidad, y no dejo de preguntarme cómo pudo alejarse tanto de su verdadero camino espiritual.
Por muy infantil que sea el hippy, por poco que entienda la pureza cristalina del mal (y menos todavía la estupidez del mal), ya me gustaría a mí descubrir que puede ser normal que la gente se sincere conmigo. En mi interior hay placas tectónicas emocionales que se mueven, y sobre ellas arden velitas de la infancia. Porque sí, querida memoria: hubo tiempos en los que también tuve cierto potencial espiritual. Después de todo, provengo de una familia de pastores luteranos. Incluso mi padre, antes de hacerse pintor, había tenido que estudiar Teología: lo obligó el estricto Großpaping, que tanto deseaba que se hiciera cargo de su iglesia. Llegó a dar el sermón que hace las veces de examen final para ser pastor protestante, y lo superó con buena nota antes de huir de mi despótico abuelo para dedicarse al arte. Así que, genéticamente, desciendo de cuatro pastores y medio, y tal vez no sería casualidad que el círculo se cerrara en este hospital y me encontrara a mí mismo en presencia de este gurú de Kindergarten. No, no sería casualidad. El hippy está convencido de que las casualidades no existen, de que todo obedece a determinadas reglas y todo está conectado. «Tan sólo tenemos que darnos cuenta: una vez que uno encuentra la conexión, se vuelve natural lo que no lo era. Quien quiera encontrarse a sí mismo tiene que encontrar su historia: cuéntame el principio, luego el medio y luego el final de tu historia y entonces verás la conexión.»
Este tipo de cosas dice.
—¡Ya le he dicho que es muy complicado contar ese principio! —le suelto con voz ronca.
—Ése es el sentido de nuestro encuentro, que puedas relatar el principio. Casi nunca encuentra uno a alguien a quien pueda contarle el principio, es muy difícil: la gente no quiere oír más que los finales.
El hippy niega con la cabeza, triste, y el pelo largo del lado izquierdo se le enrolla en la pipa.
Así pues, continúo con el principio.
4
En los años veinte, mi familia pareció remontar.
Papá consintió en trabajar como profesor de pintura en colegios privados alemanes y, en paralelo, produjo una serie de cuadros con títulos del tipo Los abrazos de Afrodita o Safo en la cama. Para mantenerlos en secreto ante mamá, en los meses de verano solía viajar durante varios meses a Jutlandia, donde, según su versión, iba a retratar a la nobleza danesa, aunque en realidad se dedicaba a satisfacer sus encargos de escenas pastoriles galantes y más que galantes. Mamá estalló una o dos veces porque regresaba bronceado por el sol, y una memorable mañana de domingo incluso le prendió fuego a un óleo titulado In flagranti, de tal suerte que se incendió el taller. Ella misma sofocó el incendio, como si fuera lo más natural del mundo, arrojando por la ventana todos los cuadros en llamas.
Por lo demás, sin embargo, mamá ponía bonne mine à mauveais jeu,[17] haciendo como que no se enteraba de nada, a lo que la ayudaba la compostura propia de sus orígenes aristocráticos. Nos sacó adelante con diligencia en los años de penurias sin dejar de ser nunca una cocinera pésima, amante (eso sí) de las tareas del jardín —limitado a los doce metros cuadrados de patio interior— y de cada uno de sus rosales. Jamás hubo en ella nada de filosófico ni de elevado, mientras que papá siempre daba la sensación de estar sumido en hondos pensamientos, aunque lo vieras mudo frente al caballete coloreando pezones.
En medio del derrumbe, mi madre se aferró firmemente a sus orígenes nobles. Encarnaba, por así decirlo, el rancio abolengo báltico, y ni en la mayor de las miserias perdió su actitud de baronesa ni su orgullo de clase. Y no resultaba ridícula en absoluto, sino simplemente una mujer con los pies en la tierra, mientras que mi padre parecía estar en otro mundo, y de un modo bastante morboso. Al menos a los niños nos tomaba en serio: de él procede la bella frase de que los niños siempre saben más de lo que son capaces de decir y los adultos siempre dicen más de lo que son capaces de saber. Tal vez fuera ése uno de los motivos para aceptar que Ev posara para él siendo todavía tan pequeña. Es posible que ya entonces se diera cuenta de que a ella no la afectaría negativamente, sino todo lo contrario: la inspiraría. También conmigo hablaba a veces de una forma que no es la habitual en las personas respetables cuando se dirigen a un niño de once años. Una vez fuimos a pescar al Düna,[18] y tras media hora de estoico silencio frente a sus aguas de color rojo escaramujo dijo en un tono de gran solemnidad:
—No hay modo de saber si los peces orinan: fuera del agua no lo hacen y bajo el agua no podemos verlo.
Su sutileza se plasmaba en diversos objetos. Me encantaban sus lienzos, que él mismo imprimaba y blanqueaba. La base de yemas de huevo sólo se preparaba en presencia de nuestra cocinera Anna, pues las yemas se tenían que batir como para una tortilla perfecta, y su famosa «imprimación Solm» por lo visto procedía de Jan Vermeer, y entre otros ingredientes llevaba polvo de mármol y cristales de cuarzo. Así conseguía que sus cuadros captasen el reflejo de la luz y la hicieran danzar. Es muy probable que fuera ese blanco resplandeciente lo que me hizo querer ser artista yo también, porque el blanco simboliza la inocencia, y los artistas son las criaturas más inocentes del mundo.
Papá me enseñó que nuestra época extrae sus certezas de la investigación de este mundo, y que el interés en el más allá que había marcado a nuestros antepasados pastores —y a él mismo, que era medio pastor— había sido sustituido por el interés en lo tangible, lo material, lo inmediato, y que es la experiencia de eso tangible, material e inmediato lo que nos conduce a nosotros mismos.
—La individualidad, hijo mío —me decía a menudo—, significa creer en lo que ves.
Por eso es imposible aprender a pintar: sólo se puede aprender a mirar. Yo le debo a mi padre mi capacidad de mirar, poca o mucha. A Picasso no le vino mal que su padre fuera un pintor de cierto renombre y profesor de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, y así como Pablo aprendió con siete años a mirar de la mano de su padre a su perro Clipper, papá me enseñó a observar desde todas las perspectivas imaginables a mi querida Püppi, que al descubrir su retrato se puso a ladrar contentísima de encontrarse tan parecida. Papá estaba muy orgulloso de mí porque aprendía deprisa y, aunque no llegué a tener un período azul o rosa (a lo sumo uno negro), técnicamente no tengo nada que envidiar a ese español claramente sobrevalorado, como demuestra el hecho de que, unas décadas más tarde, obtuve pingües beneficios falsificando sus cuadros.
Hub ingresó en la Universidad de Letonia, en Riga, al terminar el bachillerato, como haría yo mismo poco después. Siguiendo el modelo de Großpaping, se matriculó en Teología, aunque, al igual que mi padre y yo, tampoco quería saber nada del más allá. Más tarde ambos nos haríamos miembros de la Curonia, una asociación estudiantil que cultivaba la esgrima, muy popular por entonces. Mi hermano resultó ser un as del florete y se batía en duelo con cuantos se le pusieran por delante. La primera herida que le hicieron la celebró como quien gana la lotería: se arrancó la careta y el resto de los pertrechos, exclamó «¡Hurra!» y dejó al médico plantado en el gimnasio. Goteando sangre, corrió a un hotel cercano donde lo esperaba Ev, quien le cosió la herida después de limpiársela con la lengua, que fue su manera de quitarle hierro al asunto. Por entonces, ella también estudiaba en la universidad el primer semestre de Medicina y quería demostrar lo que sabía, sobre todo a Hub, para quien las universitarias eran unos marimachos sabelotodo, una idea que, hay que reconocerlo, compartíamos casi todos los demás. Entre risas, Hub le cantaba a Ev, acompañándose con la guitarra, una de nuestras coplillas estudiantiles:
No nos importan un cuerno
vuestros afanes de sabiduría.
Las mujeres no han de hacer poemas,
sino ser ellas mismas poesía.
Tanto en la universidad como en la Curonia, a Hub lo apodaban Piquito: ése era su mote oficial porque no se mordía la lengua y no perdonaba una. La idea de que, como futuro pastor de la Iglesia, hay que desarrollar un talante conciliador ni siquiera se planteaba en aquellos tiempos; desde luego, en los Estados Bálticos nos era del todo ajena: el mismo Großpaping había perdido media oreja en un duelo y se había mostrado orgulloso de ello toda la vida.
A mí la sala de esgrima, ese lugar con olor a cerveza, sudor y cuero viejo por donde aparecías resacoso cada mañana para practicar estocadas, marchas y rupturas, no me gustaba nada. Yo nunca participé en ningún duelo, con lo cual, por desgracia, no tengo ninguna cicatriz que pudiera recordarme a Ev. Eso sí: más tarde sentiría muchas veces el aguijón de los celos al ver a Hub sentado en alguna parte, ensimismado, acariciándose con los dedos la fina línea blanca que le quedó en la mejilla. Debo confesar que, además, nunca fui tan aplicado como Hub y mucho menos tuve su legendario éxito con las mujeres. Me faltaba su imponente e inquebrantable autoestima. Hub poseía una autoridad natural tan sólo por su forma de hablar, y brillaba en todos los ámbitos. Poseía una energía irresistible que conquistaba a todo el mundo. Mientras que yo, por lo general, giraba en torno a mí mismo, la pintura, los libros y las afinidades espirituales, él tenía una fuerte vena social y le encantaba estar en grupos que, desde su perspectiva, parecían existir tan sólo para que él sobresaliera o se encaramara a ellos. Sus palabras preferidas eran «tremendo» y «fabuloso», palabras que también describen a la perfección sus logros universitarios.
Desde siempre, cuando íbamos a nuestra pequeña dacha junto al lago Kisezers, en Jugla, Hub fomentaba todo tipo de juegos de mesa: cartas, charadas, parchís... Casi siempre ganaba y, si no, se comportaba como si hubiera ganado. Además, encontraba el momento de ocuparse de los problemas de aquellos que no ganábamos prácticamente nunca, ni en los juegos ni en la vida. Cuando por poco suspendo el examen final del bachillerato porque tenía atravesado el latín, se dedicó a machacar conmigo De bello gallico de César. «¡Tienes que hacer un esfuerzo tremendo, Koja!», me repetía hasta el punto de que la frase «Hacer un esfuerzo tremendo» se convirtió en nuestro lema.
Porque, mientras que él, sin poner demasiado empeño, pasó por todos los exámenes de Teología con la misma facilidad con la que Jesús caminó sobre las aguas del lago de Genesaret, yo era un desastre académico y amenazaba con hundirme.
Mi descabellada ilusión de ser artista como mi padre no tardó en enredarse en las espinas de la realidad. Cierto es que papá me apoyaba y aseguraba que yo tenía talento; de hecho, todos lo creían así, sobre todo Ev, que estaba convencida de que el siglo venidero llevaría mi nombre. Sin embargo, como alemán del Báltico no tenía ninguna posibilidad de que me admitieran en la Academia de Bellas Artes de Letonia, aunque superé el examen de ingreso con la mejor nota de mi promoción. Hecho una furia, papá fue a hablar con Celnin, el presidente de la institución, para reclamarle. Dado que pertenecía al gremio, aunque no fuera catedrático propiamente dicho, lo trataron con el debido respeto, llamándolo «profesor», aunque aquello no fue óbice para que le reiteraran el criterio inamovible de que alemanes y judíos no eran quiénes para dejar sin plazas a los talentos letones.
Así pues, obligado por la situación, trasladé mis ambiciones artísticas a la arquitectura, aunque lo cierto es que los edificios me resultaban tan interesantes como las montañas de escombros. Me veía diseñando carboneras y muros cortafuegos hasta el fin de mis días.
—Lo de los cortafuegos suena interesante, ¿qué es un cortafuegos? —preguntaba Ev.
—Es el muro que se pone entre dos edificios para impedir que se extiendan los incendios, un muro de protección.
—Seguro que hay muros de protección de lo más bonito.
—Los cortafuegos no se ven, Ev.
—Tienes que hacer un esfuerzo tremendo —decía ella entonces riendo—. Que no se te olvide: un esfuerzo tremendo.
Sólo que a mí me resultaba muy difícil.
En cuanto tenía un minuto libre, iba a por el lienzo y los pinceles. Igual que mi padre, lo que más me gustaba era retratar a la gente o, para ser exactos: a personas bellas, es decir, a mujeres.
• • •
Después de morirse Püppi (que en cierto modo también era mujer), era Ev quien me hacía de modelo voluntaria. Para mí no era raro verla desnuda, y al pintarla estudiaba cada pliegue de su cuerpo, cada centímetro de su piel y hasta las constelaciones que formaban sus lunares, cosa que me tenía terminantemente prohibido pintar.
Desde que, de pequeña