La impostura

Zadie Smith

Fragmento

1. Un agujero enorme

1

Un agujero enorme

Había un chico mugriento plantado en el umbral. Quizá pudiera quitarse la suciedad de la cara, pero no todas aquellas pecas coloradas. Con poco más de catorce años, sacudía sin cesar las piernas, flacas y enclenques como las de una marioneta, arrojando hollín al recibidor. La mujer que le había abierto la puerta, sin embargo, de natural distraída y susceptible a la belleza, se daba cuenta de que no podía hacerle un desprecio.

—¿Vienes de parte de Tobin?

—Sí, señora. Por lo del techo. ¿Se ha caído, no?

—¡Pero hemos avisado de que hacían falta dos hombres!

—Están todos en Londres, señora. Alicatando. Hay que alicatar una barbaridad en Londres, señora...

Veía que era una mujer mayor, desde luego, pero no se movía ni hablaba como tal. Busto firme, de buen ver, pocas arrugas y pelo negro. Por encima del mentón, una línea en forma de medialuna vuelta del revés. Tanta ambigüedad era más de lo que el chico podía de­sentrañar; se centró en el papel que tenía en la mano y leyó despacio:

—Número uno, Saint James’ Villas, Saint James’ Road, Tunbridge Wells. El apellido es Touch-it, ¿no?

Del interior de la casa salió un estruendoso «¡Ja!», pero ella ni se inmutó. Le dio la impresión de que era una mujer sagaz y curtida, como la mayoría de los escoceses.

—No hay manera de pronunciar el apellido de mi difunto esposo sin que suene absurdo. Prefiero pecar de afrancesada.

Un hombre barbudo y rollizo apareció a su espalda andando por el recibidor. En batín y pantuflas, con patillas canosas y periódico en mano, caminaba con decisión hacia una luminosa galería acristalada. Dos spaniels cavalier iban tras él ladrando como locos.

—Te veo aburrida esta mañana, prima, ¡qué peligro! —dijo hablando por encima del hombro antes de desaparecer.

La mujer se dirigió a su visitante con energía renovada:

—Ésta es la casa del señor Ainsworth. Yo soy la señora Eliza Touchet, su ama de llaves. Tenemos un agujero enorme en el segundo piso: un auténtico cráter. La integridad estructural de toda la planta está comprometida. Pero es un trabajo para dos hombres, por lo menos, como explicaba en mi nota.

El chico parpadeó con estupor. ¿De verdad podía deberse al peso de tantos libros?

—No te preocupes del porqué. ¿Has estado limpiando una chimenea, criatura?

El visitante pasó por alto lo de «criatura». Tobin era una empresa respetable: él mismo había reparado rodapiés en Knights­bridge, sin ir más lejos.

—Nos han dicho que era una emergencia y que espabiláramos. Y hay entrada de servicio, normalmente.

A pesar del descaro, a la señora Touchet le hizo gracia. Pensó en el esplendor de Kensal Rise de tiempos más felices, y en la más pequeña y acogedora residencia de Brighton, y en la actual, donde ninguna ventana encajaba en el marco. Pensó en la decadencia a la que estaba encadenada. Se le borró la sonrisa.

—Cuando va a una casa respetable —comentó levantándose las faldas para esquivar la suciedad que había esparcido el muchacho en el umbral—, es prudente llegar preparado para cualquier imprevisto.

El chico se quitó la gorra. Era una calurosa mañana de septiembre y costaba pensar con claridad. ¡Qué suplicio, tener que mover un dedo con un día así! Pero estas arpías habían venido a este mundo para ponerte a prueba, y en septiembre todo era trabajar y nada más que trabajar.

—Bueno, ¿quiere que entre o no? —murmuró cabizbajo, estrujando la gorra.

2

Una Ainsworth rezagada

La mujer cruzó con brío los rombos blancos y negros del recibidor y subió las escaleras de dos en dos sin tocar el pasamanos.

—¿Nombre?

—Joseph, señora.

—Esto es estrecho, cuidado con los cuadros.

Los libros se alineaban en el rellano como una doble pared. Los cuadros eran de Venecia, un lugar que a él siempre le resultaba inverosímil, aunque luego veía esas viejas estampas polvorientas en las casas de la gente y no le quedaba más remedio que creer. Le daban pena los pobres italianos. ¿Cómo se embaldosa la entrada de una casa cuando el agua llega hasta la puerta? ¿Qué clase de fontanería puede instalarse si no hay un sótano por el que pasar los caños?

Llegaron al desastre de la biblioteca. Los perritos, tan estúpidos como aparentaban, se escabulleron corriendo hasta el borde, pero no pasaron de ahí. Joseph contempló la escena como lo haría el mismo Tobin, con las piernas abiertas y los brazos cruzados, asintiendo tristemente ante la visión de aquel agujero, igual que frente a una mujer de mala vida o una alcantarilla abierta.

—Cuántos libros. ¿Para qué los necesita?

—El señor Ainsworth es escritor.

—¿Los ha escrito todos?

—Una cantidad asombrosa.

El chico se adelantó para asomarse al cráter, como si fuera la boca de un volcán. La mujer se plantó a su lado. Estos anaqueles habían albergado un sinfín de historias llenas de reyes, reinas, vestimentas, comidas, castillos, plagas y guerras de antaño. Sin embargo, la batalla de Culloden había llevado la situación al límite. Cualquier cosa relacionada con el «bello» príncipe Carlos, el joven pretendiente, se encontraba ahora en el salón de abajo, cubierta de yeso o bien atrapada en el abrazo de la alfombra persa de la biblioteca, que se descolgaba por el agujero del suelo creando una enorme silueta pendular, suspendida cual globo aerostático del revés.

—Verá, señora, y si no le importa que se lo diga... —Recogió un libro polvoriento y le dio la vuelta en la mano con mirada acusadora—. El peso de toda esta literatura es una carga tremenda para una casa, señora Touchet. Una carga tremenda.

—Tienes toda la razón.

¿Se estaba riendo de él? Quizá «literatura» no era la palabra adecuada. O quizá la había pronunciado mal. Desalentado, dejó caer el libro, se arrodilló y sacó la vara para medir el agujero.

Justo cuando se incorporaba, una niña entró corriendo, resbaló en lo que quedaba del parquet y volcó un helecho de Sumatra. La perseguía una moza guapa y pechugona con delantal que consiguió atrapar a la niña justo antes de que se precipitara hacia el piso de abajo.

—¡Clara Rose! Te lo tengo dicho. Aquí, prohibido —dijo, y se disculpó con la quisquillosa escocesa—: Perdona, Eliza.

—No pasa nada, Sarah, pero quizá sea la hora de la siesta de Clara...

—¡No, mamá, NO! —gritó la pequeña Clara en cuanto la sujetaron con firmeza por la cintura, aunque parecía dirigirse a la doncella.

El chico de Tobin perdió toda esperanza de entender aquella casa tan peculiar. Vio cómo la doncella agarraba a la cría por la muñeca, demasiado fuerte, como hacían las madres de su entorno, y se fueron.

—Una Ainsworth rezagada —explicó el ama de llaves enderezando el helecho.

3

Un nuevo espíritu de la época

En el piso de abajo, el Morning Post había quedado abandonado junto al desayuno intacto. William, sentado de cara a la ventana con aire meditabundo, tenía un paquete envuelto en papel de estraza en el regazo. La señora Touchet advirtió que se sobresaltaba al oír la puerta. ¿Se suponía que debía disimular al verlo triste?

—¡Eliza! ¡Damiselas! Ahí estáis. Pensé que me habíais abandonado...

Los perros llegaron jadeantes a sus pies. Ni los miró ni los acarició.

—Bueno, me temo que tardará por lo menos una semana, William.

—¿Mmm...?

—El techo. Tobin sólo ha mandado a un chico.

—Ah. —Ella fue a recoger las cosas del desayuno, él alargó una mano para detenerla—: Deja eso. Sarah se lo llevará.

Luego se levantó y se alejó deslizándose con las pantuflas, silencioso como una sombra.

Algo no iba bien. El primer impulso de Eliza fue echar un vistazo al periódico. Leyó la primera plana y ojeó el resto. Ningún amigo que hubiera fallecido de repente o alcanzado el éxito de forma inquietante. Ninguna noticia inusual o especialmente deprimente. Más ciudadanos de clase obrera tendrían derecho al voto. Los criminales ya no serían desterrados a los penales de las colonias. Se había descubierto que «el demandante» no hablaba una palabra de francés, pese a que el verdadero Roger Tichborne se había criado en esa lengua. Volvió a ponerlo todo en la bandeja. Por lo visto ahora a Sarah le parecía indigno recoger las bande­jas del desayuno, pero no se había contratado ninguna doncella para sustituirla y le tocaba hacerlo a la señora Touchet.

Al darse la vuelta dispuesta a marcharse, tropezó con un paquete. Era un libro, desenvuelto lo justo para revelar el título: Un nuevo espíritu de la época, de R. H. Horne. Hacía mucho tiempo que no veía aquel libro, pero no tanto como para olvidarlo. Antes de abrirlo, no pudo evitar echar un vistazo furtivo a la habitación. Esperaba estar equivocada, o que se tratara de una nueva edición, pero no: era el mismo volumen de críticas literarias con la misma breve y demoledora entrada sobre su pobre primo hacia el final.

Veinte años atrás, la publicación de este libro sólo había ensombrecido una cena y apenas estropeado un poco la mañana siguiente. Por aquel entonces, William no se desmoralizaba tan fácilmente. La señora Touchet juntó las dos caras del papel de estraza rasgado. No había matasellos, pero iba dirigido con letra clara al hombre cuya obra se había resumido como «básicamente aburrida, excepto cuando es repugnante».

4

La señora de la casa

Una pega de la casa de Tunbridge era que se oía todo, tanto de una habitación a otra como de arriba abajo. Pero William sacaba a pasear a los perros cada mañana hacia las once. En cuanto se cerró la puerta principal, la señora Touchet fue a buscar a Sarah. La encontró arrodillada con la cría en el salón de la planta baja, rodeada de libros desparramados y con los lomos rotos. Los estaban ordenando en tres pilas, evidentemente por tamaño. La señora Touchet preguntó si podía ayudar en algo.

—No, nos las estamos arreglando muy bien, gracias, Eliza... Muy bien sin ti, quiero decir. Y además tú tendrás que ponerte con el almuerzo, naturalmente. —El almuerzo ahora también recaía en la señora Touchet—. ¡Huy, Clara! ¡Mira! ¡Éstos son de tu padre! Ainsworth, Ainsworth, Ainsworth, Ainsworth, Ainsworth.

Al menos eso podía leerlo la pobre mujer. Estaba radiante de orgullo. Eliza detestaba aquella parte de sí misma que se sintió obligada a hacer una corrección:

—Ésas son publicaciones periódicas, Sarah, no novelas. Tendrán que ir aquí con las Bentley y las Fraser... Ésa es la Ainsworth’s Magazine, que contaba con muchos colaboradores, aunque William la fundó y fue el director de la revista durante varios años. Es decir, el responsable de seleccionar los artículos y editarlos. Ahora, de hecho, edita la Bentley’s Magazine, aunque a saber por cuánto tiempo...

—¡Director! Eso es un encargado, Clara. ¡Por encima de un director no hay nadie! —Arrodilladas juntas, una al lado de la otra, parecían hermanas—. ¡Oh, y míralo ahí! —La pequeña Clara había cogido un ejemplar de la revista Fraser de julio de 1834, el número cincuenta, que justamente se había abierto por un elegante retrato de William joven, hecho un figurín—. ¡Y todo ese escrito debajo! ¡Mira!

Madre e hija lo contemplaron. No tenían mayores pretensiones, ni cabía esperar que las tuvieran. La señora Touchet suspiró, se acercó y les leyó en voz alta la pomposa pieza. Sarah escuchó con atención y, cuando terminó la lectura, dio una palmada de regocijo.

—¡Ja! ¡Y más ancho que largo debía de sentirse, naturalmente! —dijo con gran condescendencia, como si lo hubiera escrito ella misma—. Qué lista eres, Clara Rose, mira que encontrar el retrato de tu padre así de sopetón, ¡y lo apuesto que era en aquellos tiempos y todas las cosas bonitas que se decían de él! Menuda suerte, ¿eh?

Sin embargo, la señora Touchet no dudaba de que encontrarían algo parecido en muchas de aquellas revistas que tenían delante. Nadie había acusado nunca a William de ser tímido a la hora de ponerse en primer plano.

—Imagina que hay tantas palabras escritas sobre ti y por ti que el suelo se hunde bajo su peso. ¡Ja, ja, ja!

—Sarah, ¿puedo preguntarte algo?

—Naturalmente que puedes —contestó enlazando con placidez los deditos rechonchos en el regazo, como la mismísima reina—. Desembucha.

—Bueno, esta mañana había un paquete...

—Sí que lo había.

—¿No viste quién lo ha dejado, por casualidad?

—Estaba en la puerta. Lo he cogido y se lo he dado, como habría hecho cualquiera, naturalmente.

A saber por qué, a Sarah se le había metido en la cabeza la idea de que «naturalmente» era una marca de distinción al hablar.

—Pues debo pedirte, Sarah, que me avises de cualquier cosa que llegue por correo a casa, sean cartas o libros o paquetes, antes de entregárselos a William.

—¿Y ha sido él quien lo ha pedido?

Eliza se sonrojó, más de furia que de vergüenza.

Sarah, aprovechando su ventaja, siguió en sus trece:

—Porque no me imagino a un ama de llaves y a la señora de la casa andándose con secretos a espaldas del propio caballero —declaró con gran solemnidad y comiéndose alguna que otra letra—. Eso no me parece correcto, y tampoco natural. Y si mal no recuerdo, cuando nos mudamos a este domicilio, fuiste tú quien sugirió que no se volviera a colgar el cuadro grande de cuando era joven, porque ya no le gustaría verse así, dijiste, y William, la primera vez que entró aquí, gritó «¿Dónde está mi viejo Maclise?», refiriéndose a su retrato, claro, porque fue un tal Maclise quien lo pintó, y naturalmente no le hizo ninguna gracia, porque resulta que le gusta muy mucho ese retrato suyo, así que naturalmente yo creo que habría que preguntarle a él qué opina sobre su correo, señora Touchet, si no le importa.

—Naturalmente.

Al salir, Eliza pasó bajo la vivaz mirada del viejo retrato de Maclise. Mirada vivaz, patillas vivaces, rizos vivaces: nada faltaba a la verdad cuando se pintó. Lindo como una mujer, sonrosado como un bebé. Ése también había sido William.

5

Apreciar a William

Al llegar al recibidor se sentó en las escaleras para respirar hondo y serenarse. En este estado la encontró su primo. Llegaba sudado por aquel calor tan impropio de la estación y divagando sobre sus propias divagaciones.

—Me he dicho: «Me centraré en mis viejas andanzas por Mánchester; me valdré de mis recuerdos de la ciudad de antaño para hablar de la rebelión jacobita. Lo esbozaré todo en mi cabeza de aquí a la estación de tren, y luego iré directamente a mi escritorio y me pondré manos a la obra.» Pero... nada. Por alguna razón, Eliza, hoy no me veo capaz...

Ella sabía la razón. Sabía también que entre ellos no cabía mencionarla. Se levantó y lo siguió al estudio. Él se sentó en su escritorio, dio una palmada en el tapete y gimió.

—Bueno, William, tal vez la temática en sí... Ya has escrito mucho sobre épocas pasadas.

—¿No te parece bien el tema?

Al contrario: los sucesos de 1745 interesaban especialmente a la señora Touchet. Su madre era una ferviente jacobita —los cuencos para las gachas de la vajilla familiar tenían el sello de los Estuardo estampado en la base— y a su padre lo habían llevado de niño a Edimburgo para que viera al «bello» príncipe Carlos entrando en el palacio de Holyrood. Aun así, no podía fingir que consideraba la Causa Perdida un buen tema para William, a quien una breve historia le daba para explayarse largo y tendido. Si miraba hacia el futuro, en seis meses se veía sentada frente a un escritorio y avanzando a duras penas entre densas y exhaustivas descripciones de los tipos de morada existentes en las Hébridas exteriores o los diversos modelos de kilt de la Real Compañía de Arqueros...

—Te lo veo en la cara. Has puesto una mueca. No te parece bien.

—Bueno, quizá preferiría un tema más contemporáneo o personal...

Clitheroe no fue un éxito precisamente —repuso con un gesto de dolor.

—Pero ése era un libro sobre la infancia.

—«Están en boga» —suspiró él.

La estaba citando y la señora Touchet se arrepentía de corazón de haberlo dicho, del simple hecho de haberlo sugerido. Leer Mervyn Clitheroe no se parecía en nada a leer Jane Eyre, a fin de cuentas. Acabó con la extraña impresión de que William nunca había sido niño ni había conocido jamás a uno.

—Ahora estoy pensando en tu vida adulta.

—Eliza, mi vida adulta ha transcurrido exactamente así. —Agarró una pluma, pero en el acto la soltó, consternado.

Aquel joven apuesto que en los años treinta llevaba el pelo lustroso de aceite de argán se había convertido inexplicablemente en este abatido viejo bigotudo con papada de un día para otro.

—Pero ¡y todas aquellas cenas interesantes!

Hizo un mohín triste, como si dijera: «He perdido el gusto por esas cosas.»

—La verdad es, William, que la literatura está hecha de personajes fascinantes y tú has estado rodeado de personajes fascinantes toda tu vida.

—Mmm... No pensabas igual entonces.

—¡Siempre lo he pensado! Pero me fastidiaba pasarme el día sirviendo oporto.

—Mmm...

—William, si pretendes insinuar que soy una de esas ilusas que permiten que la fama de la que gozan ciertos personajes en la actualidad distorsione sus propios recuerdos, déjame decirte que a ti y a todos tus brillantes amigos os calé hace mucho tiempo, y mi criterio no ha cambiado.

Sin embargo, mientras hablaba, Eliza seguía pensando, con deslealtad, en Un nuevo espíritu de la época, que ardía en ese momento sobre una pila de tablas astilladas en el jardín. Allí estaban todos, aquellos espíritus de otra época, a quienes una vez sirvió bebidas y guisos de pollo. Cuantificados, descritos, halagados, criticados, sometidos a examen. La entrada de William era con diferencia la más breve. El editor, en el capítulo dedicado a su primo, dejaba claro que se trataba de un gesto compasivo hacia un hombre «a quien normalmente se disculpaba en público por la alta estima y consideración que se le tenía en privado». Eliza recordaba a Richard Horne: era uno de aquellos brillantes jóvenes a los que había dado de comer y beber con asiduidad en los tiempos de Kensal Rise, y que, igual que los demás comensales, apreciaba mucho a William. Pero entre apreciar a William y leerlo mediaba un abismo. Y eso le hizo pensar que era cierto lo que le había dicho... dentro de unos límites muy estrictos: había calado a William y a sus amigos hacía mucho tiempo, y siempre había sabido quién tenía talento y quién no, y mientras su primo no hiciera más preguntas, Dios, siempre discreto e irónico aunque omnipresente, haría la vista gorda.

6

El misterio del dolor

Todo el otoño la señora Touchet estuvo pendiente del correo, pero William nunca mencionó el paquete y no volvió a llegar nada parecido. A finales de noviembre ya casi lo había olvidado por completo, ocupada con asuntos de más peso. Tunbridge había sido un error: el jardín era pequeño y sombrío y William oía el tren desde el escritorio. Se mudarían de nuevo en primavera. Sin embargo, eso que para William sólo implicaba pronunciar una frase en voz alta, suponía muchos meses de preparativos y organización para su prima. Por la noche la asediaban ristras de baúles y maletas en sueños. Eran los mismos baúles del año anterior, pero ahora estaban llenos, y la pesadilla consistía en explicárselo una y otra vez a carreteros de rostro impasible. Todo le irritaba. Perdía los estribos con Sarah, con la niña, con los perros, e incluso con «A quien corresponda» de la Oficina de Nacimientos, Matrimonios y Defunciones del condado:

Ha malinterpretado mi carta anterior. En este caso se desea expresamente que la boda, aunque se celebre en una iglesia, se efectúe con licencia privada, sin leer las amonestaciones.

La licencia llegó en febrero. El novio estaba demasiado ocupado para el papeleo. Después de abandonar el tema de la rebelión de Mánchester —«por el momento»—, se había embarcado en una novela «en parte ambientada en Jamaica», una isla que no había pisado nunca. («Ya, Eliza, pero tampoco he vivido la Restauración, ni he sido salteador de caminos, ni he conocido a Guy Fawkes.») La novia, por su lado, no era capaz de más impronta que una X sobre el papel, así que recayó en la señora Touchet la tarea de informar de los detalles. Al escribir los datos básicos sintió que se mareaba:

Sarah Wells, 26 años, natural de Stepney; doncella.

William Harrison Ainsworth, 63 años, natural de Mánchester; viudo.

¡Doncella! Sólo en un sentido, claro. Más adelante, por cruel conveniencia, mató a los padres de Sarah de un plumazo sólo para no poner que «limpiabotas» y «prostituta» eran sus respectivas profesiones. Como no se preguntaba si había hijos, tampoco los mencionó. En contraste con esas penosas omisiones, sintió una punzada de gratitud y melancolía al escribir el nombre del digno y entrañable Thomas Ainsworth, abogado de Mánchester, fallecido tiempo atrás, y el de su esposa Ann, también difunta, una mujer dulce aunque con pocas luces. Eliza había estado casada con su sobrino durante casi tres años. Aquella buena gente hizo generosas apariciones en su boda, en el bautizo de su hijo y en el funeral conjunto de su pequeña familia, pues tanto su esposo como su retoño sucumbieron a la escarlatina con cinco días de diferencia. Recordaba a Ann, con su bondadosa cara de erizo enmarcada por una cascada de crespón negro, intentando consolarla en el velatorio:

—El dolor es un misterio. ¡Quién sabe por qué nos toca! No nos queda más remedio que soportar el sufrimiento.

—Yo sí sé por qué.

—¡Ay, pobre Eliza! ¿No imaginarás que se puede extraer sentido alguno de esta tragedia, verdad? Es un misterio, nada más.

—No. Es un castigo.

Eliza pensaba que la vaguedad y la confusión con que Ann concebía el trance final eran la consecuencia inevitable de haberse criado en la fe equivocada, al ser hija única de un pastor unitario.

7

La lorza de tocino

Una aciaga tarde de marzo, Eliza ocupaba un banco junto a las tres hijas mayores de William mientras la cuarta y más pequeña se retorcía en sus brazos. Justo delante estaba Gilbert, el desventurado hermano de William, que no paraba de hacer ruidos extraños y menear la cabeza. Si los ruidos o los zarandeos se volvieran excesivos, Eliza había recibido instrucciones de ponerle una mano en el hombro y sacarlo fuera. El novio, la novia y el párroco completaban «el elenco nupcial».

La iglesia de Cristo. Sólo tenía doce años de antigüedad, pero parecía un monasterio italiano medieval y por detrás una rectoría del Libro de Winchester. Sin embargo, el único y verdadero sol católico romano se filtraba por las adustas y estrechas ventanas protestantes, lo que concedía un aire sagrado al espacio, a pesar de todo. Eliza intentaba ahora perderse en esta luz. Hasta una ceremonia más feliz, un húmedo día de julio de hacía más de una década. En la aldea de Dunmow. En el preciso instante en que escampó la lluvia —que había amenazado con echarlo todo a perder— y de pronto el sol bañó en una luz cremosa a dos parejas vestidas para una boda campestre. Una pareja era joven, guapa, de la aldea; la otra, dos apuestos alemanes de mediana edad, eran dos viejos amigos de William. Los cuatro iban alzados en sillas de mimbre y seguidos por grupos de aldeanos por los senderos de la campiña —mujeres con flores en el pelo, hombres con sus mejores trajes— hasta el ayuntamiento de Dunmow, engalanado también de amapolas y salicarias. Al llegar allí, William se sentó en un trono sobre una tarima elevada y pronunció un discurso interminable, digno de un párroco, aunque se truncaba misericordiosa y radicalmente en el recuerdo de Eliza:

—Nos hemos reunido hoy aquí para revivir una antigua tradición de este lugar, a saber: el concurso por «la lorza de Dunmow». —Vítores de la multitud, ramilletes de flores agitándose en el aire—. Una costumbre que, si bien es tan antigua que la encontramos en Chaucer, no se ha celebrado aquí en estos últimos cien años, pues, al igual que muchas tradiciones de nuestra empobrecida isla, se perdió ante la implacable máquina del «progreso». —Abucheos poco convincentes—. Sin embargo, a mí me complace enormemente recordarla y protegerla, como se pone de manifiesto en mi novela La lorza de tocino, o La costumbre de Dunmow, por cuya popularidad me atrevo a suponer que me han invitado a estar hoy aquí presente.

Barullo entre los aldeanos, entusiastas gestos de aprobación del alcalde...

Se concedería una lorza de tocino a la pareja que pudiera demostrar, ante un «jurado popular», que había estado felizmente casada durante al menos un año, es decir, sin cruzarse una sola mala palabra en los doce meses anteriores. La señora Touchet, el alcalde y William constituían el jurado. Fue muy divertido, y al final Wil­liam —incapaz por naturaleza de decepcionar a nadie— concedió sendas lorzas a las dos felices parejas. Varios periodistas londinenses asistieron al acto, así que nadie se alegró más que William. Luego todos salieron alborotadamente al sol para hacer un desfile. Alguien había puesto música a la letra de la canción que aparecía en la novela:

Juraréis por el rito de la confesión,

que de los votos nupciales no hubo transgresión,

y desde que sois marido y mujer

no hay riñas domésticas o ningún malquerer,

ni tampoco en la cama o en la mesa

de palabra o de obra una mutua ofensa,

y que desde que el cura de la parroquia dijo Amén

no deseasteis descasaros otra vez,

o que en doce meses y un día

ninguno de los dos se arrepentía.

Esas canciones eran lo que mejor se le daba a William. El desfile acabó en un campo salpicado de margaritas, donde las parejas se arrodillaron sobre unas losas de piedra, siguiendo la costumbre, y aceptaron sus respectivas lorzas de tocino. Se armó un gran jolgorio. Demasiado: en el tren de vuelta a Londres, Eliza fingió dormir para ocultar los efectos del exceso de sidra. Y esta absurda costumbre se había respetado cada año desde entonces, o eso había oído, porque jamás volvieron por allí. La única fuerza comparable a los arranques de entusiasmo de Ainsworth era la velocidad con la que pasaban. ¡Mas qué feliz parecía aquel día comparado con éste!

William y Sarah caminaron por el silencioso pasillo.

—¡El vestido de mamá! —susurró Fanny, la mayor y más severa de las hijas, a la práctica Emily y a la siempre afligida Anne-Blanche, que rompió a llorar quedamente.

Después de la muerte de su madre, una de las primeras tareas de la señora Touchet, tras instalarse en casa de los Ainsworth, fue empaquetar todos sus vestidos en papel de seda con sumo cuidado, a fin de que sus hijas los pudieran llevar algún día. Cuando una mujer muere tan joven, con sólo treinta y tres años, sus trajes se conservan bien de todos modos, y no precisan muchos arreglos para seguir a la moda treinta años después. Sin embargo, nadie los lució nunca como Frances. La primera señora Ainsworth era esbelta, rubia. Elegante. Con este vestido. Con cualquier vestido. Y sólo pensando en aquella mujer tan querida, muerta hacía ya tanto tiempo —una mujer a la que jamás se habría podido premiar con una lorza de tocino—, Eliza al fin pudo derramar las lágrimas que la ocasión merecía.

8

Las hermanas Ainsworth

Al regresar a casa, la novia fue a acostar a Clara para que durmiera la siesta. Reinaba de nuevo una atmósfera de velatorio, tal era el lúgubre silencio del salón, roto sólo por los lamentos y los zarandeos de Gilbert. Eliza se debatía con creciente exasperación. Prácticamente había criado a estas niñas, les tenía mucho cariño, pero ¿por qué no había manera de que se casaran? Era lo único que se les había pedido. Sólo la más joven, Anne-Blanche, lo había logrado, pero hacía poco y a la venerable edad de treinta y siete años, y para colmo con un hombre de medios modestos, mientras que Fanny y Emily vivían y cuidaban de Gilbert en Reigate. Sin embargo, todas habían sido hermosas, en otros tiempos, y muy admiradas. Algo debió de torcerse en algún momento.

Anne-Blanche lloraba. Emily preparó té. Fanny consiguió formular una serie de preguntas afiladas que no pretendían ocultar el interés económico. ¿Qué se había decidido hacer al final con la casa de Mánchester de sus abuelos? Venderla... con pérdidas. William también se había visto obligado a desprenderse de Beech Hill, su casa de campo, seis meses atrás. Y acababa de venderle la Bentley’s Miscellany de nuevo a Bentley. A decir verdad, de hecho, ya no podían permitirse vivir en Londres.

—Pero veo que hay un nuevo folletín, En los Mares del Sur, ¿no es cierto? —intentó Emily, armándose de valor.

La novela en cuestión, la vigesimosexta que escribía William, se titulaba La burbuja de los Mares del Sur: Un relato del año 1720. Se publicaba por entregas en un semanario llamado Bow Bells, pero en 1868 nadie la compraba ni la leía, ni siquiera Eliza, que tenía el manuscrito a su disposición.

—Afaaaduuu —gimió Gilbert meneando la cabeza—. AFADA-ADUUU.

—Chist... Tranquilo. —William puso una mano con ternura en la mejilla del anciano—. Nadie se ha enfadado, querido hermano. Sólo estamos discutiendo sobre lo que es mejor para todos.

A la señora Touchet no le convenía que invitasen a Fanny y a Emily a mudarse con ellos a West Sussex, pero de pronto comprendió que era una fatalidad inminente. Como si tratara de impe­dirlo, Sarah entró corriendo con un viejo vestido de andar por casa, un poco de carbonilla en la nariz y su poderoso pecho liberado de las ataduras de la bata de su predecesora.

—Caray, nunca adivinaréis lo que acaba de contarme el chico del carbón. ¡La madre de ese tipo, el tal Tichborne, la ha palmado! Está en todos los periódicos. Bueno, que alguien me diga: ¿quién va a creer ahora a ese gordo desgraciado, eh?

9

«Soy escritor»

La primera vez que a la señora Touchet le tocó rescatar a las hermanas Ainsworth, las crías eran demasiado pequeñas para darse cuenta. Fanny tenía tres años, Emily, sólo uno, y Anne-Blanche era un bebé de pecho. La joven madre, que no era robusta —abrumada por haber dado a luz a tres niñas en tan poco tiempo—, escribió a Eliza pidiéndole ayuda. Su joven marido se había ido a Italia. ¿Por qué se había ido a Italia?

No soy capaz de decirte exactamente por qué; no soy mujer de letras y no entiendo sus explicaciones, que suelen ser eruditas. Se esperaba que siguiera los pasos de su padre en la abogacía: es licenciado en Derecho. Mi padre intentó a su vez ayudarlo para que se estableciera como librero y editor, pero como tú bien sabes William no tiene cabeza para los negocios. El mes pasado, tras sufrir pérdidas por todos lados, se rindió. Supuse que iba a volver a la abogacía, pero se ha ido a Italia, para mayor sorpresa de todos. Dice que tiene casi veinticinco años y debe rodearse de belleza y escribir.

Te adjunto su última carta desde Venecia, plagada de descripciones del paisaje. Siendo alguien que ha conocido tan íntima dificultad en su vida, confío no errar en la esperanza de que puedas acompañarme y aconsejarme en la mía.

Tuya, con gran afecto,

Anne Frances

Elm Lodge, Kilburn

12 de mayo de 1830

En el abarrotado carruaje que la traía de Chesterfield, Eliza había intentado desentrañar la situación. Respecto a William, lo que la sorprendía era que alguien pudiera sorprenderse. No presumía de conocerlo bien, pero lo primero que le dijo al presentarse fue: «Soy escritor y no tengo intención de ser nada más.» Esa frase se le quedó grabada: era un muchacho de quince años en ese momento. Ella tenía veintiuno y acababa de casarse con el primo de William, James Touchet, de Derbyshire. Cuando la invitaron a cenar con los Ainsworth de Mánchester, se alegró de que en la familia hubiera gente risueña, sin complicaciones, sin dramas, sin los arrebatos fogosos y melancólicos que había empezado a detectar en su marido. Pero drama sí hubo, a fin de cuentas: después del postre, los recién casados recibieron un programa de teatro casero (Ghiotto: La venganza fatal. Un nuevo espectáculo melodramático de William Harrison Ainsworth), y los condujeron al sótano para ver una obra de un solo acto interpretada por los hermanos Ainsworth. Le conmovía recordar que Gilbert había sido el más galante y el mejor actor de los dos. Aunque ¿quién podía lucirse con esos diálogos? «¡Desataos, elementos! ¡Retumbad, truenos! ¡Préndete, fuego extraño, visitante etéreo!» Ya de niño, William llevaba al paroxismo la importancia literaria del clima. La obra era espantosa... y larga. Al terminar, se puso en pie de un salto y le prestó especial atención, como si de alguna manera hubiera adivinado su tristeza conyugal. El muchacho tenía las pestañas largas y una cara adorable, como de cierva. Coqueteaba como un hombre adulto. A la señora Touchet le dio la impresión de que era un joven excepcionalmente atrevido y resuelto, con unas ambiciones muy por encima de su capacidad.

¡Y mira por dónde! Unas semanas más tarde llegó a Chesterfield un ejemplar de la Arliss’s Pocket Magazine, con el Ghiotto en sus páginas. Hasta iba firmado con seudónimo: T. Hall. Hubo más números, acompañados de ingenuas y presuntuosas notas:

Querida señora Touchet:

Este mes tengo el gran placer de enviarles un pastiche literario de nuestro «señor Hall», en el cual se asegura que ha descubierto la obra, hasta ahora olvidada, del dramaturgo del siglo XVII «William Aynesworthe» —a quien cita profusamente, ja, ja—, un fraude audaz que espero deleite y engañe al público lector, y le proporcione, a usted en especial, tanto placer como el que a su humilde autor le dio escribirla.

Atentamente,

W. Harrison Ainsworth

Poco después, publicó su primer libro, con un nuevo seudónimo: Poemas de Cheviot Ticheburne. Estaba dedicado a Charles Lamb, con quien aquel ambicioso joven ya había entablado amistad. A la señora Touchet no le gustaron los poemas: estaban impregnados de un romántico pesar por «nuestra juventud perdida en los campos» y «aquellos preciosos días de recreo que se desvanecieron tan, tan deprisa», aunque el poeta, como ella sabía muy bien, había acabado los estudios hacía apenas un mes y ahora estaba de aprendiz en el bufete de abogados de su padre. El Derecho contuvo brevemente su torrente de palabras. La única carta que recibió de William aquel otoño traía la triste noticia de que su hermano se había caído de cabeza de un caballo, un accidente del que entonces aún imaginaban que Gilbert «pronto se recuperaría».

10

«La flor de mi juventud

no es más que una escarcha de aflicción»

Con dieciocho años, William le mandó su primer libro de relatos. Era imposible que él lo supiera, pero Cuentos de diciembre llegó en un día de absoluta desolación para Eliza; tan desdichado que pensaba que sería el último. A modo de epígrafe, William había escogido un famoso poema de sir Chidiock Tichborne, aquel asesino frustrado de la Reina Virgen, aquel pobre mártir que se alejó de la fe verdadera... Como cualquier buena chica de colegio de monjas, Eliza había leído esos versos muchas veces a lo largo de los años, pero nunca antes había dudado de si lograría sobrevivir a su lectura:

La flor de mi juventud no es más que una escarcha de aflicción,

el festín de mi alegría no es más que un plato de dolor;

mi cosecha de maíz no es más que un campo de cizaña,

y todo mi bien no es más que vana esperanza de ganancia:

el día ha huido, y aun así no he visto el sol,

y ahora vivo, ¡y mi vida se acabó!

Sobrevivió. Con manos temblorosas recogió el cordón, que había escogido por longitud y resistencia, y volvió a ensartarlo en las presillas del batín de su marido. Si al viejo Tichborne lo ahorcaron, lo arrastraron, lo descuartizaron y barrieron con sus tripas las calles del Londres isabelino y aun así conservó su alma eterna, la señora Touchet también podría conservar la suya a pesar de todo el sufrimiento.

Pasó mucho tiempo antes de que pudiera leer el libro, pero, como prefería los relatos a los poemas, cuando se puso con él lo leyó hasta el final. No había grandes cambios. Los rayos seguían «cayendo del cielo en vívidas cortinas», se cometían asesinatos absurdos sin razón alguna, se abrían las tumbas, los fantasmas deambulaban, nadie decía ni hacía nada sensato, todas las mujeres parecían estar completamente fuera de sus cabales, la ropa y los muebles se describían al detalle y la sangre «se helaba» o brotaba «a borbotones» sin cesar. ¡Pero! Rota como estaba, desesperada por perderse en cualquier mundo más allá del suyo, se sumergió en sus páginas. Y se encontró sonriendo por primera vez en muchos meses ante la descripción de una tal Eliza, una misteriosa mujer de pelo negro con la que el bígamo narrador de «Mary Stukely» se siente obligado a casarse, aunque ya está casado con la «bella Mary»:

Era de una estatura superior a la media, con aspecto imponente y el semblante más expresivo que creo haber contemplado jamás. Tal vez no era lo que muchos llamarían hermosa, pero nunca conocí a nadie con tanto poder de atracción a primera vista. También se atisbaba en ella un rastro de las pasiones más oscuras...

Eliza tenía entonces veinticuatro años. Había estado tres casada: el primer año se dio cuenta de que no estaba hecha para el matrimonio; el segundo, de que podía ser madre, de que lo era; el tercero comprendió que, al margen de las ideas que se hubiera hecho en su cabeza, una madre no poseía más derechos sobre su criatura que un esclavo sobre su vida. Dondequiera que se hubiese fugado James Touchet con su querido Toby, ella no tenía medios para descubrirlo; tampoco recursos legales y, por lo tanto, ninguna esperanza de que el niño volviera. Y aunque la ley la amparase, sabía que no tenía ningún derecho moral. Quizá su marido era un borracho, pero ¿no lo había empujado ella a la bebida? Si la había abandonado y huido con el niño en mitad de la noche, ¿no era porque sabía quién era ella en realidad? No podía entender cómo lo había descubierto, pero hay certezas que van más allá de las palabras.

11

Cien libras al año

Su marido y su hijo se habían ido. ¿A quién podía recurrir? ¿Quién intercedería por ella? Su padre había muerto; no tenía hermanos. Se acordó del primo de su marido, ese joven literato que justo entonces estaba estudiando Derecho. Le escribió una carta humillante. Él se presentó en su puerta al día siguiente, casi a vuelta de correo, más joven aún de lo que lo recordaba y acicalado como el conde D’Orsay. Rizos ridículos sobre la cara, un impecable frac azul con botones de latón, botas tan relucientes que podías usarlas de espejo, un corbatón amarillo intrincadamente anudado... Pero era su única esperanza, y se mostró discreto y amable. No le pidió detalles, sólo le preguntó el nombre de los conocidos que James pudiera tener en Londres. En una semana dio con una pista, y después con una dirección en Regent’s Park. Escribió a Eliza pidiéndole permiso para «arreglar esta tonta disputa entre amantes». Le prometió que haría entrar en razón a su primo. La señora Touchet no espera­ba ni deseaba una reconciliación: sólo quería a su hijo. Nunca había conocido a un hombre que cuidara de un bebé. No creía que fuera posible. Todas sus oraciones iban dirigidas a la niñera, Jenny, que había desa­parecido con ellos. Sin embargo, incluso esa oración resultó estar envenenada. Fue Jenny quien les contagió la fiebre.

La noticia de sus muertes se la dio William, no por carta sino en persona, y de ahí que estuviera presente cuando Eliza se desplomó sobre las losas del zaguán. La recogió en brazos. La acostó. Llamó al médico. Dio instrucciones a la doncella. Se ocupó de todos los detalles con un tacto que a ella le pareció extraordinario en alguien tan joven. Y cuando llegó el testamento y fue el momen­to de que pensara en su futuro, le imploró que dejara «todo en manos de los capaces abogados del bufete de mi padre». Sin embargo, resultó que, en opinión de dichos profesionales, el testamento del señor James Touchet estaba escrito a toda prisa, en un tono «vergonzoso y mal formulado», y no se podía leer en voz alta delante de una mujer respetable. Se había redactado «en plena fiebre, que como es sabido afecta al cerebro» y era «indigno de cualquier cristiano decente». No dejaba a Eliza provisión alguna. Aparte de este prominente detalle, William no reveló más pormenores, y ella tampoco se lo pidió, ni en ese momento ni después. Le bastaba con saber que su joven primo, aunque sin duda había leído las feas acusaciones que ella imaginaba que contenía el testamento, no parecía tener intención de denigrarla. Al contrario, se declaró «entregado» a su protección y decidido a asegurarle una renta vitalicia.

—Ten por seguro que le sacaremos a esa parte de la familia un pellizco de su fortuna jamaicana. Todo el mundo sabe que Samuel Touchet murió en la bancarrota, pero los Touchet, incluido tu Thomas, nunca fueron tan pobres como pretendían hacernos creer... ¡Se guardaron muchas cosas antes de que nuestro célebre antepasado se colgara del poste de la cama!

Lo que le consiguió, finalmente, fueron cien libras al año. Con tal de que viviera modestamente, bastaría.

Eliza tenía entonces treinta y un años. El dolor no había desa­parecido, pero se había asentado: eran los cimientos de la casa de sí misma. De todos modos, si era diferente de los demás pasajeros que viajaban a Londres apretujados en aquel carruaje, no creía que se notara a simple vista. Estaba segura de que se parecía a cualquier otra mujer de su clase. Independiente y sensata, viajaba aferrada a una retícula, una cartera y una bolsa de tapiz, pues, a diferencia de lo que ocurría con los pobres y la alta burguesía, cualquier situación podía dar un vuelco drástico de forma inesperada y convenía estar preparada. Y éste era el segundo enigma de la carta de Anne Frances: ¿ahora cuál era el papel de Eliza Touchet en la vida? Se daba cuenta de que ella era la afligida. De que había sufrido. Pero ¿acaso no sufría todo el mundo? Tal vez a ella el sufrimiento le había llegado relativamente pronto, otorgándole una hondura especial. Era la pobre y joven viuda que había conocido aquella «dificultad íntima». Era la madre de un niño que había muerto de escarlatina, lejos de casa, en una ciudad extraña, en los brazos de una niñera irlandesa. Era alguien a quien le había ocurrido lo peor. ¿Y qué significaba eso para la gente? ¿Que podía ayudar a los demás? ¿Por qué se daba por hecha tal cosa?

12

Visita a Elm Lodge, primavera de 1830

Sin duda era un rasgo que delataba mal carácter, pero a Eliza no le gustaba el campo. Vivía allí, pero no le gustaba. Era de Edimburgo, urbanita hasta la médula. Sus compañeros de viaje no hacían más que quejarse de la carbonilla y los olores, del increíble caos de los coches de punto y los carruajes, pero Eliza se divertía con la fugaz visión de una boda en Mayfair, de una mujer golpeando a otra con una escoba en Charing Cross Road y de una banda de juglares etíopes a las afueras de Westminster. Enseguida el fascinante tumulto de Oxford Street tocó a su fin. Al rodear el árbol de Tyburn, rezó discretamente por las almas de los mártires antes de sumergirse en la monotonía rural de Edgware Road, donde los campos se extendían hasta el horizonte.

En el Red Lion, cambiaron los caballos. Eliza decidió caminar el último trecho a través del precioso municipio de Kilburn a modo de penitencia. «Mira ese cordero que salta entre las campanillas», se dijo, aunque siendo honesta los corderos la aburrían. En lugar de eso, se fijó en el orden de las tabernas —Cock Tavern, Old Bell, Black Lion— y en la distancia hasta Kilburn Wells, donde una joven madre podría tomar las aguas en las pozas y la señora Touchet conseguir una buena cazuela de gambas. «Me quedaré tres semanas, un mes a lo sumo. Lo dejaré muy claro desde el principio. Tengo mi propio rumbo en la vida y, gracias a Dios, mi propia renta, y no necesito nada de nadie. Eso lo dejaré muy claro.» Por el camino, sólo se cruzó con un granjero desdentado que conducía con una vara una piara de cerdos, pero la señora Touchet sintió que incluso él se había dado cuenta de que aquella mujer alta y decidida, que llevaba tres bolsas sin ayuda, no necesitaba nada de nadie.

No había contado con el placer de sentirse necesitada.

—¡Eliza! ¡Eres mucho más alta de lo que imaginaba!

Anne Frances Ainsworth estaba de pie en la puerta de Elm Lodge, una casa sencilla y recia cubierta de rosales trepadores y rodeada de olmos. Llevaba el pelo rubio suelto sobre los hombros. A Eliza le pareció aún más bella que en su retrato. Su rostro irradiaba pura candidez, como si nunca se le hubiera ocurrido decir otra cosa que no fuera exactamente lo que pensaba, y estaba rodeada de criaturas que se agarraban a sus piernas y colgaban de sus brazos. Eliza dejó las maletas allí mismo, bajo un manzano, y se acercó para coger al bebé. El peso de Toby. El olor de Toby.

—Llámame Annie. William me llama así, todo el mundo me llama así.

Pero Eliza enseguida se dio cuenta de que prefería que Anne Frances la considerara aparte y distinta de «todo el mundo». Ella la llamaría Frances.

—Qué bien que hayas venido. Qué bien. Ayer me enteré de que vamos a perder a nuestra Ethel: ¡se casa con un chico de Willesden, de la granja Mapesbury! Es un mal partido, pero qué se le va a hacer. Así que sólo se quedará Eleanor, y ella está muy ajetreada con la cocina. Ay, ¡qué buena eres! ¡Gracias por venir!

Es curioso cómo las buenas personas ven esa cualidad en todas partes y en cualquiera cuando en realidad es excepcional.

13

Las aguas de Kilburn Wells

Eliza llegó a Elm Lodge el 23 de abril de 1830. Ese día quedó grabado para siempre en su corazón. Sin palabras. Sin un ritual consciente. Si le hubiesen preguntado qué representaba esa fecha para ella, no habría mentido al contestar que era el Día de San Jorge, negándose a concederle un significado personal. Pero en un lugar más profundo, más allá del lenguaje, había quedado grabado. Era un cúmulo de sensaciones. El rosal trepador. Frances en la puerta. Aquella primera e inconfundible impresión de su bondad. La sensación de caminar por el prado de Willesden Lane de buena mañana, cogiendo flores silvestres de los setos y tratando de apreciarlas. La felicidad de saber que pronto daría media vuelta y volvería a una casa de paños humeantes y conejos colgando, sábanas tendidas y tobillos regordetes de bebé, manitas llenas de comida, olor a tocino, budines de fruta envueltos en tela, al aroma pantanoso de la sopa de guisantes y los acordes más simples de Bach, tocados torpemente pero con alegría. Toda esa calidez del trajín humano cuya existencia casi había olvidado.

En el registro consciente de aquel período sabía que tres semanas pasarían en un suspiro. Todas estaban contentas de su llegada. Demostraba ser de lo más competente, tanto con los niños como con la casa. Era «un regalo caído del cielo». Y dado que a la repentina ausencia de la doncella se le sumaba que las dos niñas mayores, Fanny y Emily, se despertaban una a la otra constantemente —a la vez que Eleanor, la cocinera, cansada de dormir en el suelo de la cocina, codiciaba la antigua habitación de la doncella—, a todas les pareció de lo más lógico que Eliza cediera su habitación, para separar a Fanny y Emily, y compartier

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