Sebastian Darke 1. Príncipe de los Bufones

Fragmento

Indice

Índice

Cubierta

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Parte 1

Capítulo I. Un muchacho y su animal

Capítulo II. Pareja de cómicos

Capítulo III. La cena está servida

Capítulo IV. Pequeño gran hombre

Capítulo V. Misterios

Capítulo VI. Escaramuza

Capítulo VII. Una chica estúpida

Capítulo VIII. Dama en espera

Capítulo IX. Lágrimas antes de dormir

Capítulo X. Los visitantes

Capítulo XI. A un tiro de piedra

Parte 2

Capítulo XII. Ser rey

Capítulo XIII. En Keladon

Capítulo XIV. Alzarse con la victoria

Capítulo XV. Palacio de ensueño

Capítulo XVI. La conspiración se complica

Capítulo XVII. Las caballerizas reales

Capítulo XVIII. Un arranque de valor

Capítulo XIX. Comienza el espectáculo

Capítulo XX. Un buen lío

Capítulo XXI. La espantosa realidad

Capítulo XXII. Un rayo de esperanza

Capítulo XXIII. La huida

Parte 3

Capítulo XXIV. En cautividad

Capítulo XXV. En Malandria

Capítulo XXVI. Una mano amiga

Capítulo XXVII. La gran subasta

Capítulo XXVIII. Al rescate

Capítulo XXIX. Disfrutar del momento

Capítulo XXX. El pueblo al poder

Capítulo XXXI. Abajo el rey

Capítulo XXXII. La batalla final

Capítulo XXXIII. El deber de una reina

Epílogo

Créditos

Grupo Santillana

dedicatoria

A las gallinas del gallinero...

Y a Charlie, sin el cual...

cap1
cap2

Capítulo I

Un muchacho y su animal

El viejo carromato de madera emergió de la arboleda lentamente, rechinando, y se detuvo unos instantes en la extensa llanura.

Si alguien hubiera estado contemplando la escena, se habría fijado en el rótulo pintado en vivos colores a ambos costados del carromato: «Sebastian Darke, Príncipe de los Bufones». Los más perspicaces también se habrían percatado de que la palabra Sebastian parecía, en cierta forma, diferente a las demás. Había sido añadida con mano torpe e inexperta, con la evidente intención de ocultar un nombre anterior.

El sol se encontraba bajo en el horizonte y Sebastian se protegió los ojos con una mano mientras dirigía la vista hacia la trémula distancia, que parecía ondear a causa de la calina. El paisaje que tenía frente a sí estaba formado de tierra roja y llana, árida, sin relieve, achicharrada por el sol; de vez en cuando, se vislumbraba algún que otro matojo de hierba estropajosa que brotaba con perseverancia a través de la tierra. Sebastian no sabía con exactitud a qué distancia se hallaba la ciudad de Keladon, pero un mercader con quien se había topado el día anterior le había alertado de que tendría que viajar, cuando menos, tres días y tres noches.

—Es un trayecto largo —había asegurado el mercader—, y en las llanuras, los malandrines suelen campar a sus anchas. Más te valdrá dormir con un ojo abierto, hombre elfo.

Sebastian estaba acostumbrado a semejante expresión, si bien no resultaba de su agrado. Era mestizo, hijo de padre humano y madre elfa. Su elevada estatura y rasgos atractivos procedían con claridad de su familia paterna, aunque la herencia materna quedaba reflejada en sus ojos, negros como el azabache, y sus orejas, largas y ligeramente puntiagudas. Su constitución larguirucha se veía acentuada por el traje a rayas blancas y negras que vestía, el cual se completaba con un alto gorro de tres picos, rematados por cascabeles. El atuendo había pertenecido a su padre y le quedaba grande, pero Sebastian se había negado en rotundo a que su madre se lo arreglara alegando que, con el paso del tiempo, crecería hasta que le sentara como un guante. Acaso tardaría un poco más en acomodarse al oficio de bufón.

Sebastian chasqueó la lengua y golpeó las riendas contra la peluda grupa de Max, el bufalope que tiraba del carromato. Max resopló, agitó su gran cabeza con cornamenta e inició la marcha de nuevo a su sosegado paso habitual. Llevaba con la familia Darke desde que Sebastian podía acordarse; de hecho, uno de sus primeros recuerdos infantiles era aquel en que su padre le cogía en brazos, le colocaba sobre el corpulento lomo del bufalope y luego le guiaba a paso lento alrededor del prado. Max tenía ahora una edad avanzada y numerosos pelos grises encanecían el castaño rojizo de su pelaje desgreñado. Con el transcurso de los días, parecía volverse más irritable, y nunca dudaba a la hora de mostrar su descontento.

—No me gusta este sitio —masculló, al tiempo que empezaba a atravesar la llanura—. Vamos a necesitar un montón de agua.

—Tenemos agua de sobra —repuso Sebastian—; para dos días, por lo menos. Además, encontraremos arroyos. Eso dijo el mercader.

Max olfateó el aire con desdén.

—No me entra en la cabeza cómo le haces caso a un vendedor de aceite, nativo de Berundia —observó—, un hombre capaz de vender a su propia abuela por un puñado de croats.

—Desconfías de todo el mundo —protestó Sebastian—. Según tú, toda persona que nos cruzamos es alguna especie de villano.

—Por lo general, tengo razón. Me di cuenta de que el de Berundia se salió con la suya y te vendió aceite para lámparas.

—¿Y qué? ¡Lo necesitábamos!

—Pero no a tres croats la botella

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