El último hombre bueno

A.J. Kazinski

Fragmento

 

Título original: Den sidste gode mand
 Traducción: Gunilla Nilsson y Susana Vega
 1.ª edición: noviembre 2011

© by A. J. Kazinski 2010
 © Ediciones B, S. A., 2011
 Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN EPUB:  978-84-666-5065-6

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

 

 

 

 

Dos notas informativas para el lector

 

 

La tradición de «los hombres justos de Dios» mencionada en la novela se deriva del Talmud judío, una colección de escritos religiosos que fueron redactados en Israel y Babilonia y que, según la fe, constituyen una narración directa de lo que Dios le dijo a Moisés. Dios dijo, entre otras cosas, que siempre existirían 36 hombres justos en la Tierra. Los 36 nos protegen a todos. Sin ellos, la humanidad perecerá.

Los 36 no saben que son los elegidos.

 

* * *

 

El 11 de septiembre de 2008 tuvo lugar la mayor conferencia científica del mundo sobre experiencias cercanas a la muerte, en la sede de la ONU en Nueva York, bajo la dirección del doctor Sam Parnia. El tema de discusión era el número creciente de estas experiencias y cómo son recogidas cada año en todo el mundo. Se trata de informes de personas que han vuelto a la vida y han descrito los fenómenos más asombrosos, cosas que la ciencia no puede explicar.

 

 

PRIMERA PARTE

EL LIBRO DE LOS MUERTOS

 
 

 

 

¡Oh tierra, no cubras mi sangre!

y que nada detenga mi lamento.

 

LIBRO DE JOB, 16

 

 

 

La gente muere todo el tiempo, muy a menudo en los hospitales. Por eso el proyecto era ingenioso, simple, casi banal. Comprobarían todas las experiencias cercanas a la muerte cuyo relato los médicos solían escuchar. ¿Dónde? En los servicios de urgencias, por supuesto. Era habitual que las personas lo contasen. La gente declarada clínicamente muerta, las personas cuya respiración se había detenido o su corazón había dejado de latir, flotaban hacia arriba. Colgadas allí, contra el techo, se veían a sí mismas. Con frecuencia, eran capaces de describir los detalles de su muerte con una precisión que al cerebro le habría resultado imposible imaginar en el último momento: cómo un médico había volcado un vaso, lo que él o ella habían gritado a los enfermeros, cuándo y quién entraba o salía de la sala. Algunas personas incluso podían describir lo que pasaba en la habitación contigua.

Sin embargo, nadie podía certificar que estas experiencias fueran algo científico. Bien, ahora podríamos remediarlo. Las salas de urgencias, las unidades de cuidados intensivos y los centros de traumatología, donde a menudo se revive a la gente, se utilizarían como parte de una investigación a escala mundial. Se colocarían pequeños soportes a mayor altura que la de cualquier persona, sujetados desde el techo. En los soportes se pondrían imágenes, ilustraciones que se mostrarían hacia arriba, imposibles de ver desde abajo. Sólo se podrían ver si uno se colgaba del techo. Agnes Davidsen era parte del equipo danés. Los médicos habían sonreído con cierto escepticismo ante el proyecto, pero no se habían opuesto ya que los propios científicos partícipes se costearían los gastos. Agnes estaba allí el día que colocaron el soporte en una habitación del Hospital General de Copenhague. Incluso ella misma sujetó la escalera mientras el celador se encaramaba con el sobre sellado en sus manos. Y ella fue la que apagó las luces antes de que el sello se rompiera y la imagen fuera colocada en el soporte. Sólo en la sede central sabían lo que había en ese dibujo. Nadie más tenía la menor idea. La televisión estaba encendida al fondo. Estaban emitiendo los preparativos para la Cumbre sobre el Cambio climático, a celebrarse en Copenhague. El presidente francés, Nicolas Sarkozy, declaraba que Europa no aceptaría que la temperatura de la Tierra aumentara en más del dos por ciento. Agnes negó con la cabeza y ayudó a plegar la escalerilla. Para decir algo así había que estar bastante loco, pensó. «No aceptaría.» Como si nosotros los humanos pudiésemos regular arriba o abajo la temperatura de la Tierra con una especie de termostato. Dio las gracias al celador mirando el soporte bajo el techo. Ahora sólo le quedaba esperar a que el hospital la llamara para comunicarle que se había producido algún fallecimiento en esa habitación.

Entonces ella acudiría.

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