El ladrón de cadáveres (Flash Relatos)

Robert Louis Stevenson

Fragmento

EL LADRON DE CADAVERES

Todas las noches del año, los cuatro nos sentábamos en el saloncito de la taberna George de Debenham: el empresario de pompas fúnebres, el dueño, Fettes y yo. A veces había alguno más, pero soplara viento o no, lloviera, nevara o cayera una helada, nosotros cuatro nos arrellanábamos en nuestros sillones respectivos. Fettes era un viejo escocés aficionado a la bebida, un hombre culto y, sin duda, de posibles, pues vivía sin necesidad de trabajar. Había llegado a Debenham hacía muchos años, cuando todavía era joven, y por el mero hecho de seguir viviendo allí había llegado a convertirse en ciudadano de adopción. Su manto azul de camelote era una antigüedad local, como el campanario de la iglesia. Su sitio fijo en el salón de la taberna, su falta de asistencia a la iglesia y sus viejos vicios libertinos y vergonzosos eran de todos conocidos en Debenham. Sostenía algunas vagas opiniones radicales y un efímero escepticismo religioso que sacaba a relucir de vez en cuando y subrayaba con vacilantes manotazos en la mesa. Bebía ron: por lo general, cinco copas cada noche, y pasaba la mayor parte de sus visitas nocturnas a la taberna con un vaso en la mano derecha y sumido en un melancólico estado de saturación alcohólica. Lo llamábamos el médico, porque se decía que tenía conocimientos de medicina y se sabía que, en caso de apuro, era capaz de entablillar una fractura o reducir una luxación, pero, aparte de esos escasos detalles, no sabíamos nada de su personalidad o antecedentes.

Una negra noche de invierno —habían dado las nueve poco antes de que el dueño se reuniera con nosotros— llevaron a un enfermo a la taberna, un gran terrateniente de la comarca había sufrido una apoplejía mientras iba camino del Parlamento y habían telegrafiado a un famoso médico londinense para que acudiese a la cabecera del gran hombre. Era la primera vez que ocurría algo semejante en Debenham, pues hacía muy poco que habían inaugurado la línea de ferrocarril y a todos nos conmovió mucho el incidente.

—Ya ha llegado —dijo el dueño después de llenar y encender la pipa.

—¿Que ha llegado? —pregunté—. ¿Quién…? ¿No será el médico?

—El mismo —replicó nuestro anfitrión.

—¿Cómo se llama?

—Doctor Macfarlane —dijo el dueño.

Fettes iba ya por su tercer vaso y estaba tan sumido en el estupor de la borrachera que lo mismo asentía con la cabeza que miraba perplejo a su alrededor, pero al oír aquellas palabras dio la impresión de despertar y repitió el nombre «Macfarlane» un par de veces, en voz baja al principio y con súbita emoción la segunda vez.

—Sí —dijo el dueño—, así se llama, doctor Wolfe Macfarlane.

Fettes se serenó en el acto, sus ojos parecieron despertar, su voz se volvió clara, fuerte y firme, y habló con energía y seriedad. A todos nos sorprendió aquella transformación, como si alguien hubiese resucitado de entre los muertos.

—Le ruego que me disculpe —dijo—, me temo que no estaba siguiendo la conversación. ¿Quién es ese Wolfe Macfarlane? —Y, después de oír las explicaciones del dueño, exclamó—: Es imposible, no puede ser, y, sin embargo, quisiera verle la cara.

—¿Lo conoce usted, doctor? —preguntó boquiabierto el empresario de pompas fúnebres.

—¡No lo quiera Dios! —replicó el otro—. No obstante, es un nombre poco corriente y sería mucha coincidencia que hubiese dos. Dígame, ¿es viejo?

—Bueno —dijo el dueño—, desde luego no es joven, y tiene el cabello cano, pero parece más joven que usted.

—Y sin embargo, es mayor, mucho mayor. Pero lo que ven pintado en mi rostro es obra del ron…, del ron y del pecado —dijo dando un manotazo en la mesa—. Ese hombre tal vez tenga la conciencia tranquila y una buena digestión. ¡Conciencia! Cualquiera que me oyera pensaría que he sido un buen cristiano, ¿no creen? Pero no, yo no, nunca he sido ningún hipócrita. Tal vez Voltaire lo hubiese sido de haber estado en mi pellejo —se dio un manotazo en la calva cabeza—, pero mi cerebro estaba claro y despejado y me limité a ver sin sacar conclusiones.

—Si conoce usted a ese médico —me aventuré a observar, tras una penosa pausa—, ¿debo entender que no comparte la buena opinión del tabernero?

Fettes no me hizo el menor caso.

—Sí —dijo con súbita decisión—, tengo que verlo cara a cara.

Se hizo otra pausa, luego una puerta se cerró en el primer piso y se oyeron unos pasos en las escaleras.

—Es el médico —gritó el dueño—. Si se da prisa, podrá alcanzarlo.

Solo había dos pasos desde el saloncito hasta la puerta de la taberna, las anchas esc

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