El extraño caso del Doctor Jekyll y Míster Hyde

Robert Louis Stevenson

Fragmento

HISTORIA DE LA PUERTA

HISTORIA DE LA PUERTA

El señor Utterson, el abogado, era un hombre de rostro adusto, jamás iluminado por una sonrisa; frío, parco y tímido en el discurso; tardo en exhibir sus emociones; alto, enjuto, ajado, triste y, sin embargo, encantador. En las reuniones con los amigos, y cuando el vino era de su gusto, relucía en su mirada un no sé qué eminentemente humano, que nunca llegaba a formular con palabras, pero que se expresaba no solo en esos rasgos de su fisonomía durante la sobremesa, sino con mucha mayor frecuencia y claridad en su forma de actuar. Tratándose de él, era siempre muy austero: cuando estaba a solas bebía ginebra para reprimir su afición por los vinos de reserva, y, aunque le gustaba el teatro, no había pisado uno desde hacía veinte años. Sin embargo tenía una tolerancia probada con los demás hombres. En ocasiones se asombraba, casi con envidia, de la pujanza de ánimo que requerían las fechorías ajenas; y en las situaciones extremas, prefería ayudar a reprobar. «Siento inclinación por la herejía cainita —decía de un modo un tanto extraño—: dejo que mis hermanos se condenen como mejor prefieran.» Esa peculiaridad de su carácter hacía que tuviera a menudo la fortuna de ser el último amigo honrado y la última buena influencia en la vida de quienes se encaminaban al abismo. Y nunca, mientras seguían visitándolo, mostraba el menor cambio en su actitud para con ellos.

Sin duda, la empresa debía de resultarle fácil, pues en el mejor de los casos era inexpresivo, y sus amistades parecían fundadas en una bonhomía que abarcaba a todos por igual. Una de las características del hombre modesto es que acepta a su círculo de amigos tal y como se lo brinda la ocasión, y eso precisamente es lo que hacía el abogado. Sus amigos eran sus parientes o aquellas personas a quienes conocía desde hacía más tiempo: sus afectos, como la hiedra, crecían con el tiempo y no implicaban ninguna aptitud especial por parte de quienes los inspiraban. Eso explica, sin duda, el lazo que lo unía a Richard Enfield, un pariente lejano, muy conocido en la ciudad. Para muchos era un enigma lo que ambos pudieran ver el uno en el otro o lo que pudieran tener en común. Quienes se encontraban con ellos en sus paseos dominicales aseguraban que jamás decían palabra, parecían mortalmente aburridos y saludaban con alivio la llegada de cualquier amigo. Pese a todo, los dos adoraban aquellos paseos, los tenían por el mejor momento de la semana y no solo renunciaban a otras ocasiones placenteras, sino que incluso llegaban a desatender sus respectivas ocupaciones con tal de no tener que interrumpirlos.

Una de esas caminatas les condujo a un callejón en uno de los barrios más concurridos de Londres. La calle era estrecha y silenciosa, aunque los días laborables estaba muy transitada. Daba la impresión de que todos sus habitantes fueran personas acomodadas, y de que tratasen de prosperar aún más gastando parte de sus ganancias en coquetería, lo que hacía que los escaparates de aquella calle parecieran particularmente invitadores, como si fuesen hileras de vendedoras sonrientes. Incluso en domingo, cuando ocultaba sus encantos más floridos y estaba casi vacía, la calle resplandecía en contraste con la sordidez del resto del barrio como un fuego en un bosque; y, con sus postigos recién pintados, los tiradores de latón bien bruñidos y su buen tono limpio y alegre, captaba la atención y recreaba la vista de los viandantes.

A dos puertas de una de las esquinas, en la acera de la izquierda, la entrada a un patio interrumpía la línea, y, en ese mismo lugar, el hastial de un edificio de aspecto siniestro asomaba sobre la calle. Tenía dos pisos de altura y carecía de ventanas, solo había una puerta en el piso de abajo y un frontón deslucido en el piso superior, y exhibía en cada uno de sus rasgos las señales de un prolongado y sórdido descuido. La puerta, que carecía tanto de timbre como de llamador, estaba agrietada y tenía saltada la pintura. Los vagabundos se refugiaban en aquel hueco y encendían sus cerillas frotándolas contra los postigos; los niños jugaban a las tiendas en los escalones; los escolares probaban el filo de sus cortaplumas en las molduras, y, a lo largo de una generación, nadie parecía haber tratado de ahuyentar a aquellos visitantes ocasionales ni de reparar sus estragos.

El señor Enfield y el abogado estaban al otro lado del callejón, pero cuando llegaron, el primero alzó el bastón y señaló a la puerta.

—¿Te has fijado alguna vez en esa puerta? —preguntó, y, cuando su acompañante respondió que sí, añadió—:A mí me trae a la memoria una historia muy extraña.

—¿Ah, sí? —preguntó el señor Utterson con un leve cambio de entonación en la voz—. ¿De qué se trata?

—Pues verás: yo volvía de no sé qué sitio dejado de la mano de Dios, a eso de las tres de la madrugada de una negra noche de invierno, y atravesé una parte de la ciudad donde no se veía nada más que las farolas: una calle tras otra, y todo el mundo durmiendo…, una calle tras otra, todas iluminadas como para una procesión y tan desiertas como una iglesia…, hasta que por fin se me pusieron los nervios de punta, como cuando uno empieza a aguzar el oído y a ansiar cruzarse con un policía. De pronto, vi dos figuras: un hombrecillo que andaba muy rápido, renqueando; y una niña de unos ocho o diez años que corría a toda prisa por una calle transversal. Como es natural, ambos chocaron al llegar a la esquina. Y ahí estuvo lo horrible del caso, pues el hombre pasó por encima de la niña pisoteándola sin inmutarse y la dejó dando gritos en el suelo. Así contado no parece gran cosa, pero verlo fue horrible. Daba la impresión de no ser humano, sino una condenada fuerza de la naturaleza. Yo solté un grito, eché a correr, cogí del cuello a aquel individuo y lo obligué a volver al lugar del incidente, donde se había formado ya un grupo bastante numeroso alrededor de la niña, que no paraba de llorar. El hombre estaba tan tranquilo y no ofreció resistencia, pero me echó una mirada tan aviesa que me produjo un sudor frío. Aquellas personas eran parientes de la niña, y la habían enviado en busca de un médico que no tardó en aparecer. Por suerte el matasanos dictaminó que no era nada grave y que no había sido más que un susto, y cualquiera habría dicho que ahí se acababa la historia. Pero coincidió además una circunstancia extraña. Desde el primer momento, aquel tipo me había inspirado una enorme repulsión. Y lo mismo les había ocurrido a los familiares de la niña, lo que por una parte no deja de ser comprensible. Sin embargo, lo que más me sorprendió fue el caso del médico. Era un simple boticario, sin rasgos definidos, con un marcado acento de Edimburgo y tan impresionable como un adoquín. Pues bien: le sucedió lo mismo que a nosotros, y reparé en que el matasanos empalidecía y se atragantaba de ganas de matar al prisionero cada vez que le echaba la vista encima. Le adiviné el pensamiento igual que él a mí, y, como no podíamos asesinarlo, hicimos lo único que estaba en nuestra mano: amenaz

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