Índice
Cubierta
Capítulo 1. EL SEÑOR DE LA GUERRA
Capítulo 2. EL DEPARTAMENTO-MUSEO
Capítulo 3. UNA CARA FAMILIAR
Capítulo 4. SECUESTRO
Capítulo 5. EN LA GRAN MANZANA
Capítulo 6. LA CIFRA MASÓNICA
Capítulo 7. LA NAVAJA DE OCKHAM
Capítulo 8. ISAÍAS 33:6
Capítulo 9. LOS PAPELES DE CARRERA
Capítulo 10. LA UNIDAD 29155
Capítulo 11. EL CORONEL CABALGA EN UN BURRO
Capítulo 12. SALOMÓN DE JERUSALÉN
Capítulo 13. 322
Capítulo 14. SANCTA SANCTORUM
Capítulo 15. MINUTANTE
Capítulo 16. EL INSPECTOR DE LA ONU
Capítulo 17. EL CURA LACUNZA
Capítulo 18. ZEITLER Y SAITOR, BOTICARIOS
Capítulo 19. 311
Capítulo 20. EL LIBRO DE EZEQUIEL
Capítulo 21. FARISEO DEL COMUNISMO
Capítulo 22. EL SÍNDROME DEL TORTURADOR
Capítulo 23. EL FUNDO DE LOS BULNES
Capítulo 24. LOS BOOGALOO
Capítulo 25. EL MONTONERO
Capítulo 26. NACE UN SEMIDIÓS
Capítulo 27. EL ESPÍA
Capítulo 28. GUERRA A MUERTE
Capítulo 29. GUERRA A MUERTE
Capítulo 30. OJO POR OJO, DIENTE POR DIENTE,
Capítulo 31. EN DESBANDE
Capítulo 32. EN LA FAUCES DE LA BALLENA
Capítulo 33. EL PIRATA BENAVIDES
Capítulo 34. LAS FAUCES DE LA TRAICIÓN
Capítulo 35. EL INICIO DEL FIN
Capítulo 36. UN REINO PARA SU REINA
Capítulo 37. LA CAVERNA DE BENAVIDES
Capítulo 38. CARTA A PRIETO
Capítulo 39. EL ÚLTIMO REFUGIO
Capítulo 40. UNA REUNIÓN NECESARIA
Capítulo 41. UNA ZONA SÍSMICA
Capítulo 42. SANTA MARGARITA DE AUSTRIA
Capítulo 43. LAS LIANAS
Capítulo 44. HUEY BELL
Capítulo 45. SOLO NEGOCIOS
Capítulo 46. PAR DE CABRONES
Capítulo 47. ALMENA
Capítulo 48. EL SECRETO
Capítulo 49. EL SECRETO
HECHOS REALES
Capítulo 1
EL SEÑOR DE LA GUERRA
21 de enero de 1822
Lebu
Teresita Ferrer miró con terror a su marido. Juntos habían sobrevivido a decenas de aventuras y peligros. Él había arrasado con múltiples vidas humanas por rescatarla de las manos de sus captores, allá en Concepción, e incluso había desertado del ejército patriota cuando un oficial intentó violarla, iniciando una guerra a muerte contra sus antiguos camaradas. Todo por ella.
No había posibilidad alguna de decirle que no a ese hombre que tanto la amaba, a ese montonero que se había convertido en el enemigo más implacable del dictador O’Higgins, a ese modesto hombre de Quirihue que había llegado a pensar en convertirse en Director Supremo, que había sido pirata en los mares del sur de Chile, que había hecho acuñar monedas con su nombre, que se había autoproclamado rey de los mapuche, que había escapado dos veces de la muerte, que había engañado a José de San Martín, que decía ser capaz de dar órdenes a las ballenas y que en la ciudad de Concepción había encontrado un tesoro sin par, el que ahora yacía escondido en un cofre metálico.
No, no podía decirle que no a Vicente Benavides.
Sin embargo, esa mañana pensó que debía hacerlo, pues parecía que lo que el otrora poderoso amo del sur de Chile le estaba proponiendo era una locura. Habían partido muy temprano esa mañana, a eso de las cuatro, desde el sector de Pilmaiquén, a unos siete u ocho kilómetros de la costa.
Se habían guarecido durante los últimos días en un lugar muy bien oculto en esa zona, pero ya era tiempo de echar a andar el plan que tan cuidadosamente —creía— había trazado, en pos de recuperar su antigua gloria.
Casi a un kilómetro de la desembocadura del río, Vicente le anunció orgulloso lo que había prometido mostrarle esa mañana, apuntando hacia un punto café que flotaba apenas sobre el agua:
—Mirad, amor mío: esa es la nave que nos llevará hasta El Callao. Allá me reuniré con el virrey y regresaremos a derrotar al huacho O’Higgins —anunció ceremoniosamente, con la misma mirada vacía que tanto la espantaba desde hacía algunos días, cuando la había descubierto.
Teresa Ferrer, una mujer perteneciente a la antigua aristocracia penquista, tuvo que entornar los ojos para ver bien. Ya era casi mediodía, estaba agotada, con sus antaño finas vestimentas hechas pedazos y, más encima, le estaban mostrando algo que apenas alcanzaba a distinguir. Haciendo muchos esfuerzos, se dio cuenta de que el punto que su marido señalaba sobre el mar no era una «nave» ni mucho menos. Era apenas una chalupa, de unos nueve metros de eslora, con una vela un poco más grande que una sábana. Incluso tenía remos.
Miró hacia atrás y contó el listado de la comitiva. Meses antes, ella y Vicente encabezaban un ejército de tres mil mercenarios, muchos más que los que tenía el propio Ejército chileno (cuyo grueso estaba por ese entonces invadiendo el Perú) y solo la guardia personal de su marido era de cien hombres. A ella la cuidaban día y noche unos cincuenta escoltas, los más osados y preparados de todos, quienes la trataban de «su señoría».
Ahora, la comitiva era menor al grupo de guardaespaldas que su marido le había asignado. En total, el que fuera el poderoso ejército del montonero Vicente Benavides se reducía a un oficial (José María Jaramillo) y siete soldados. Además, sobrevivía al lado de ellos Nicolás Artigas, el secretario del matrimonio, y el piloto genovés Mateo Maineri, que andaba para todos lados con su hijo Bartolomé, un rapazuelo de unos nueve años. Ambos se habían adelantado y según le había dicho Vicente estarían esperándolos.
—¿Y, qué os parece? —le preguntó, como si estuviera mirando una de las carabelas de Colón.
—Excelente —le mintió ella, tal como lo hacía desde hace varios meses, cuando llegó a la conclusión de que su marido, ese sujeto que era capaz de aplastar cráneos humanos con sus propias manos, pero que con ella era solo amor, había perdido gran parte del juicio de la realidad. Hacía ya varias semanas que lo sabía, pero no lo quería aceptar. Sin embargo, como lo descub