Código Nueva York

Carlos Basso Prieto

Fragmento

Índice

Índice

Cubierta

Capítulo 1. EL SEÑOR DE LA GUERRA

Capítulo 2. EL DEPARTAMENTO-MUSEO

Capítulo 3. UNA CARA FAMILIAR

Capítulo 4. SECUESTRO

Capítulo 5. EN LA GRAN MANZANA

Capítulo 6. LA CIFRA MASÓNICA

Capítulo 7. LA NAVAJA DE OCKHAM

Capítulo 8. ISAÍAS 33:6

Capítulo 9. LOS PAPELES DE CARRERA

Capítulo 10. LA UNIDAD 29155

Capítulo 11. EL CORONEL CABALGA EN UN BURRO

Capítulo 12. SALOMÓN DE JERUSALÉN

Capítulo 13. 322

Capítulo 14. SANCTA SANCTORUM

Capítulo 15. MINUTANTE

Capítulo 16. EL INSPECTOR DE LA ONU

Capítulo 17. EL CURA LACUNZA

Capítulo 18. ZEITLER Y SAITOR, BOTICARIOS

Capítulo 19. 311

Capítulo 20. EL LIBRO DE EZEQUIEL

Capítulo 21. FARISEO DEL COMUNISMO

Capítulo 22. EL SÍNDROME DEL TORTURADOR

Capítulo 23. EL FUNDO DE LOS BULNES

Capítulo 24. LOS BOOGALOO

Capítulo 25. EL MONTONERO

Capítulo 26. NACE UN SEMIDIÓS

Capítulo 27. EL ESPÍA

Capítulo 28. GUERRA A MUERTE

Capítulo 29. GUERRA A MUERTE

Capítulo 30. OJO POR OJO, DIENTE POR DIENTE,

Capítulo 31. EN DESBANDE

Capítulo 32. EN LA FAUCES DE LA BALLENA

Capítulo 33. EL PIRATA BENAVIDES

Capítulo 34. LAS FAUCES DE LA TRAICIÓN

Capítulo 35. EL INICIO DEL FIN

Capítulo 36. UN REINO PARA SU REINA

Capítulo 37. LA CAVERNA DE BENAVIDES

Capítulo 38. CARTA A PRIETO

Capítulo 39. EL ÚLTIMO REFUGIO

Capítulo 40. UNA REUNIÓN NECESARIA

Capítulo 41. UNA ZONA SÍSMICA

Capítulo 42. SANTA MARGARITA DE AUSTRIA

Capítulo 43. LAS LIANAS

Capítulo 44. HUEY BELL

Capítulo 45. SOLO NEGOCIOS

Capítulo 46. PAR DE CABRONES

Capítulo 47. ALMENA

Capítulo 48. EL SECRETO

Capítulo 49. EL SECRETO

HECHOS REALES

Capítulo 1. EL SEÑOR DE LA GUERRA

Capítulo 1

EL SEÑOR DE LA GUERRA

21 de enero de 1822

Lebu

Teresita Ferrer miró con terror a su marido. Juntos habían sobrevivido a decenas de aventuras y peligros. Él había arrasado con múltiples vidas humanas por rescatarla de las manos de sus captores, allá en Concepción, e incluso había desertado del ejército patriota cuando un oficial intentó violarla, iniciando una guerra a muerte contra sus antiguos camaradas. Todo por ella.

No había posibilidad alguna de decirle que no a ese hombre que tanto la amaba, a ese montonero que se había convertido en el enemigo más implacable del dictador O’Higgins, a ese modesto hombre de Quirihue que había llegado a pensar en convertirse en Director Supremo, que había sido pirata en los mares del sur de Chile, que había hecho acuñar monedas con su nombre, que se había autoproclamado rey de los mapuche, que había escapado dos veces de la muerte, que había engañado a José de San Martín, que decía ser capaz de dar órdenes a las ballenas y que en la ciudad de Concepción había encontrado un tesoro sin par, el que ahora yacía escondido en un cofre metálico.

No, no podía decirle que no a Vicente Benavides.

Sin embargo, esa mañana pensó que debía hacerlo, pues parecía que lo que el otrora poderoso amo del sur de Chile le estaba proponiendo era una locura. Habían partido muy temprano esa mañana, a eso de las cuatro, desde el sector de Pilmaiquén, a unos siete u ocho kilómetros de la costa.

Se habían guarecido durante los últimos días en un lugar muy bien oculto en esa zona, pero ya era tiempo de echar a andar el plan que tan cuidadosamente —creía— había trazado, en pos de recuperar su antigua gloria.

Casi a un kilómetro de la desembocadura del río, Vicente le anunció orgulloso lo que había prometido mostrarle esa mañana, apuntando hacia un punto café que flotaba apenas sobre el agua:

—Mirad, amor mío: esa es la nave que nos llevará hasta El Callao. Allá me reuniré con el virrey y regresaremos a derrotar al huacho O’Higgins —anunció ceremoniosamente, con la misma mirada vacía que tanto la espantaba desde hacía algunos días, cuando la había descubierto.

Teresa Ferrer, una mujer perteneciente a la antigua aristocracia penquista, tuvo que entornar los ojos para ver bien. Ya era casi mediodía, estaba agotada, con sus antaño finas vestimentas hechas pedazos y, más encima, le estaban mostrando algo que apenas alcanzaba a distinguir. Haciendo muchos esfuerzos, se dio cuenta de que el punto que su marido señalaba sobre el mar no era una «nave» ni mucho menos. Era apenas una chalupa, de unos nueve metros de eslora, con una vela un poco más grande que una sábana. Incluso tenía remos.

Miró hacia atrás y contó el listado de la comitiva. Meses antes, ella y Vicente encabezaban un ejército de tres mil mercenarios, muchos más que los que tenía el propio Ejército chileno (cuyo grueso estaba por ese entonces invadiendo el Perú) y solo la guardia personal de su marido era de cien hombres. A ella la cuidaban día y noche unos cincuenta escoltas, los más osados y preparados de todos, quienes la trataban de «su señoría».

Ahora, la comitiva era menor al grupo de guardaespaldas que su marido le había asignado. En total, el que fuera el poderoso ejército del montonero Vicente Benavides se reducía a un oficial (José María Jaramillo) y siete soldados. Además, sobrevivía al lado de ellos Nicolás Artigas, el secretario del matrimonio, y el piloto genovés Mateo Maineri, que andaba para todos lados con su hijo Bartolomé, un rapazuelo de unos nueve años. Ambos se habían adelantado y según le había dicho Vicente estarían esperándolos.

—¿Y, qué os parece? —le preguntó, como si estuviera mirando una de las carabelas de Colón.

—Excelente —le mintió ella, tal como lo hacía desde hace varios meses, cuando llegó a la conclusión de que su marido, ese sujeto que era capaz de aplastar cráneos humanos con sus propias manos, pero que con ella era solo amor, había perdido gran parte del juicio de la realidad. Hacía ya varias semanas que lo sabía, pero no lo quería aceptar. Sin embargo, como lo descub

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos