Demonio

Roberto Ampuero

Fragmento

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Es de noche. Una noche tibia y estrellada en la que Valparaíso boquea entre explosiones, sirenas y hogueras.

El hombre sube jadeando por la empinada calle Rudolph del cerro Bellavista. Aunque su corazón late descontrolado y el aire enrarecido apenas llega a sus pulmones, apura el paso. Suda. Las sienes le palpitan. No debió haberse puesto el saco, piensa. A su derecha, en el plano troceado por los reflectores, la ciudad emerge irreal y siniestra.

Se detiene para ver si lo siguen, pero la Rudolph, que culebrea por la ladera del cerro, luce completamente desolada.

Las pesadas piernas del hombre reanudan la marcha. Un tirón en la pantorrilla lo hace renguear. Tose. Ironías de la vida, se dice. Agotado yo, siempre tan deportista. En fin, falta poco, concluye para alentarse y lanza una mirada al reloj. Va atrasado.

Aunque teme que el corazón se le escape por la boca, lo embarga un alivio condescendiente al divisar al Cristo Redentor.

Sobre su pedestal de seis metros de altura, destacando macizo e imponente por encima de dos figuras de papas, contempla con los brazos extendidos la ciudad que arde. Los encalados muros de la capilla, que sirve de base al monumento, están rayados con pintura negra: una A en un círculo, un pentagrama musical y la hoz y el martillo.

Descuelga la cadena abrazada a los barrotes y la puerta cede con un chirrido que acalla momentáneamente el estrépito que asciende del plano. Al palpar su arma en el bolsillo, recobra algo de serenidad y echa decidido la cadena.

Después de dejar atrás a Pío IX, ve a quienes lo aguardan e intuye que le preguntarán por el venezolano, y por eso estima que sería preferible regresar de inmediato a la calle Rudolph.

Pero ya es demasiado tarde.

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—¿Es usted Brulé?

Alzó la cabeza desde su escritorio y quedó gratamente sorprendido al ver el rostro filudo y la cabellera negra de la mujer asomada en el dintel. Una vez más el descuidado de Suzuki no había cerrado la puerta al ir a cumplir trámites, pensó. Cualquier día los asaltarían.

—Pase, señora. Soy Brulé, Cayetano Brulé.

—Disculpe. —Ella se acercó al escritorio atiborrado de papeles. Llevaba blusa, chaqueta negra y un ajustado pantalón ocre—. Usted es el detective, ¿verdad?

—En efecto. Tome asiento. ¿Un cafecito? —preguntó apuntando a la tiznada cafetera de aluminio sobre la cocinilla que había bajo una ventana.

—Gracias —repuso ella sentándose en la silla—. No se moleste. Me llamo Amaya Bengoa. Vine a encargarle un caso porque me comentaron que usted es avispado.

—¿Avispado?

—Sí, sagaz, astuto.

Cayetano escrutó con deleite los ojos pardos de la mujer, miró por la ventana al Pacífico, que reposaba plúmbeo como si las últimas semanas no lo inquietaran, y preguntó:

—¿Qué la trae por acá, señora?

—Un amigo que fue asesinado. —Tenía cejas finas y arqueadas como las modelos de Modigliani.

—Lo siento. —El detective esperó a que ella levantara la vista—. ¿Cuándo ocurrió?

—El primero de noviembre. A los pies del Cristo Redentor. Lo balearon.

Supo a quién se refería, pese a que últimamente había ejecuciones a vista y paciencia de los transeúntes, ejecuciones que eran ajustes de cuentas entre narcos que se disputaban los barrios porteños.

—Se refiere a Galaz, ¿verdad?

—Así es. A Edmundo Galaz Expósito.

—¿Qué dice la PDI? —Se acomodó los anteojos y acarició su bigote a lo Pancho Villa.

—Que debo armarme de paciencia por escasez de personal. Demasiada gente destinada ahora a la protección de sus cuarteles y vehículos.

La mujer debía agradecer a la PDI la franqueza, pensó. Desde el 18 de octubre, cuando comenzaron las protestas contra el alza del pasaje del metro, el país —hasta hace poco ejemplo de estabilidad y progreso en el continente— ardía por los cuatro costados. Los saqueos y la violencia arrojaban un saldo espantoso: una veintena de muertos, muchos de ellos calcinados en los supermercados que desmantelaban e incendiaban, decenas de heridos, centenares de detenidos, y batallas campales entre carabineros, manifestantes y vándalos.

—Quisiera que se ocupe del caso —continuó la mujer.

—No sé qué decirle. —Cayetano meneó la cabeza—. Cuando campea la desconfianza, nadie recibe a husmeadores con preguntas incómodas. ¿A qué se dedicaba Edmundo?

—Era pintor. Pintor artístico —aclaró haciendo como si pintara en el aire.

Imaginó un taller, exposiciones, bares, tertulias, y gugleó a la víctima en el celular.

Halló unas notas extraviadas en el torrente de noticias sobre las protestas: nacido en 1984, pintor capitalino residente en Valparaíso, formado en Madrid. Lo habían baleado junto al Cristo Redentor del cerro Bellavista, tal vez drogas de por medio.

—Quiero ser sincero —dijo Brulé mientras una sirena de incendios resquebrajaba el cielo de mediodía—. El asunto pinta para largo, y lo veo peligroso para mí y caro para usted.

—Trate que lo primero sea breve y seguro, que de lo último me ocupo yo.

Le gustó ese brochazo de seguridad en sí misma. Solo una de cada diez personas que acudían a verlo al último piso, al entretecho más bien, del Turri le encargaba una investigación. Las demás consideraban abusivos sus honorarios. ¿Querían acaso que se alimentara de aire? ¡Que encontraran un detective más barato, entonces!

—¿Puedo preguntarle por qué le interesa el asunto? —inquirió.

—Fuimos pololos en el colegio alemán y la universidad. Él estudiaba arquitectura, yo ingeniería. Él optó un día por la pintura, yo por el derecho. Él era idealista, yo pragmática. En fin, él terminó como terminó, y yo integro un estudio de abogados en el edificio Millenium, en Santiago.

Le calculó cuarenta años de buen pasar. Ni un gramo de más, ropa Amancio Ortega, gruesa argolla de matrimonio.

—¿Estaba casado o tenía pareja Edmundo?

—No estaba casado.

—¿Sabe la familia Galaz Expósito que usted me contactó?

Los ojos de Amaya se deslizaron por el diploma de detective, otorgado decenios atrás por una academia de estudios a la distancia de Miami, y que colgaba, desteñido, de la pared sur, y luego se asieron a su mirada.

—La madre de Edmun

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