El jardín de los inocentes

Carlos Pinto

Fragmento

Capítulo uno. Ese día jamás lo olvidé

Capítulo uno

ESE DÍA JAMÁS LO OLVIDÉ

El rostro de la mujer estaba como ajeno a lo que acontecía con su cuerpo. No había razones para que sintiera tanto dolor, no al menos como lo indicaban sus gestos. Emilia se percató de esa expresión de estar sufriendo una verdadera tortura, y en un acto de sincera empatía se acercó para tomarle la mano y hacerle ver que no estaba sola. Eleonora sentía que todo ese proceso era eterno y desde mucho antes esperaba que alguien solidarizara con su drama. Había tomado como punto de evasión la lámpara cenital sobre su cabeza para soportar con estoicismo lo que advertía como la instancia más difícil de su corta existencia.

Nadie en su entorno —ni siquiera sus padres— sabía dónde se encontraba en aquel momento. Según le confesó a la propia Emilia cuando se conocieron, no tenía otra alternativa que pagar sus culpas de esta triste manera. Sin que las circunstancias se lo exigieran, sintió que podía obtener un grado de compasión si aclaraba que tenía dos hijos en edad de asistir al jardín infantil, que se había divorciado hacía menos de un año y que si bien poseía un buen empleo como vendedora de tarjetas de crédito de un banco, le habría sido imposible trabajar de día y estudiar en horario vespertino una carrera universitaria sin la ayuda económica de su exesposo, y se encontraba entrampada, como si estuviera determinada por un destino imposible de soslayar.

Como en un viaje astral, Eleonora se sumió en la luminosidad de aquella lámpara que pendía sobre sus ojos y transformó esa sensación en la silente confesión de sus lamentos y, por sobre todo, en una fuente distractora para morigerar el dolor que se avecinaba. Recordó su pasado de hija única, con un padre frecuentemente muy rudo y ausente la mayor parte de las veces. Vislumbró desde temprano que su vida no sería fácil y que la niñez se le había esfumado demasiado pronto. Tras esa certeza precoz, se casó con el primer hombre que le dio visos de protección. Tuvo dos hijos antes de darse cuenta y reaccionar frente a la conducta abusadora del compañero elegido. Por entonces la separación se presagiaba inminente, y si bien tardó mucho en sacarlo de su vida, con el paso del tiempo la decisión fue fecunda para ella. Él, por su parte, en la convicción de ser acreedor de una segunda oportunidad, enmendó poco a poco sus errores y se convirtió en mejor hombre y padre durante su exilio. Eleonora advirtió el cambio, pero no lo consideró como una atenuante sustantiva. Eran pocas las certezas que asomaban en su mente y una de ellas era inquebrantable: no le daría una segunda oportunidad a su esposo, así él caminara sobre las aguas del lago Villarrica sin mojarse los pies. El hombre era de esa zona, allá lo conoció. Su convicción le permitió intuir que la conducta positiva, comprensiva y colaboradora de su exmarido caducaría en el instante mismo en que ella conociera a otra persona. Emulando la trama intrincada de una novela rosa, muy pronto apareció a la vuelta de la esquina un personaje en su vida, un extranjero que vino a hacer negocios y que cautivó su atención. Solo dos meses y cinco días duró esa relación que ella se esmeró por mantener en secreto. Contó los días, los contó como una adolescente, en el ánimo equívoco de querer perpetuar la felicidad que siempre le fue esquiva. Pero la ruptura no tuvo como móvil la falta de amor sino que, simplemente, antes de tomar el vuelo de regreso a su país, ese hombre le confesó, con genuina angustia y ánimo de no generarle falsas expectativas, que era casado y que su retorno sería improbable. Eleonora tuvo la sabiduría para entender la palabra improbable como imposible. El drama a continuación tomó cuerpo y se desarrolló con clímax y desenlace, e incluso con el final abierto que estaba viviendo ahora. Luego que dejaba a sus hijos en el jardín y antes de irse al trabajo, lloraba todas las mañanas en soledad. La rutina duró exactamente hasta que un atraso en su regla cambió sus prioridades: estaba embarazada.

Edison, absorto en su faena tras lidiar más de la cuenta con una inesperada hemorragia, hurgó en sus precarios conocimientos de medicina y salió airoso de aquella contrariedad, sacando el feto que la joven madre de veinticinco años había incubado en su vientre durante tres meses. Una vez que lo tuvo en su poder, lo cubrió con una manta y le pidió como de costumbre a su ayudante que se encargara de aquel bulto. Emilia soltó la mano que había mantenido aferrada a la paciente y asumió con frialdad profesional la misión de trasladarlo al lugar de siempre. Con la sensación de estar hipnotizada, Eleonora advirtió el fin, que para ella en cierto modo era el principio. Sin abandonar la vista de la lámpara, interpretó en su mente lo que a partir de ese momento sucedía en aquella habitación precaria, lúgubre, de muros raídos y piso de madera añoso. Con solo escuchar los ruidos en su entorno, supuso el desarme de la indumentaria; con el sonido de la silla raspando el piso imaginó al partero levantándose y supo que los pasos de Emilia en dirección a la puerta significaban que llevaba en sus manos —ahora como un objeto— lo que pudo haber sido su tercer hijo o hija. En efecto, la ayudante cerró tras de sí la puerta y se dirigió en forma mecánica hasta un basurero en el fondo de un seco patio interior. Sin recaudo de ninguna especie, abrió el saco papero introducido al interior de un tambor metálico para hacer espacio y acomodar el bulto en aquella cama de desechos.

Edison le confirmó a Eleonora que todo había terminado bien y que podía comenzar a levantarse. Ella no respondió, no por indolencia, sino porque temía mostrar su desbordada emoción. Aprovechando que su interlocutor se encontraba de espaldas sacándose los guantes de látex, recogió parte de la sábana que colgaba de aquella mesa que había cumplido la función de una camilla ginecológica y se la acercó para impedir que un par de lágrimas se escaparan por el vértice externo del ojo y develaran el nudo dramático de su historia.

El café, según rezaba impreso en la puerta de entrada, abría a las ocho de la mañana. Por eso el inspector Facundo Pineda, quien esperaba ser el primer cliente, se sorprendió al ver que ya había mesas ocupadas en su interior. Le bastó una mirada rápida para darse cuenta de que había hecho una buena elección. El lugar era pequeño y acogedor, y el garzón se aproximó en el momento exacto en que se sentaba en una de las dos mesas con vista a la calle.

Sin preámbulo, le impuso el café de la casa y le recomendó las tostadas con palta en pan casero, oferta que el inspector aceptó sin dudar.

La noche anterior había sido un tanto borrascosa y por añadidura de sueño escaso, aunque nada tan grave que un expreso doble no pudiera remediar. Con el primer barrido de su mirada advirtió que el local tuvo desde su génesis una pretenciosa intención temática. Los muros tapizados con retratos de Gardel, Piazzola, Julio Sosa y hasta una fotografía de Lucho Gatica fueron decidoras para explicar las melodías con que Óscar Larroca y Alfredo de Angeli

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos