El secuestro de la hermana Tegualda

Hernán Rivera Letelier

Fragmento

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Viernes, 9.30 de la mañana. El Tira Gutiérrez llega al edificio Gómez donde tiene instalada su oficina. Viene apurado. Debo traer una cara de culo, piensa. Su insomnio crónico le hizo pasar una noche digna de ponerla en un marco y colgarla en una exposición junto a El grito.

Más encima, ya se mea.

En el lobby, el conserje y los dos guardias lo saludan reverenciales, ya saben que es un investigador privado como los de las películas, y el único de la ciudad. El más joven de los guardias —y el más reverente— mantiene abiertas las puertas del ascensor para que alcance a tomarlo (este guardia fue el que una noche, revisando las puertas de las oficinas, abrió de golpe la suya, que él olvidó cerrar por dentro, y lo sorprendió en cueros con una pelirroja en el sofá de terciopelo verde. Esto fue antes de conocer a la hermana Tegualda).

Ya en el ascensor, el Tira no quiere quedar frente al espejo, no quiere ver de qué tamaño le cuelgan las ojeras. Opta por ponerse frente a la única otra pasajera, una anciana que aprieta su cartera de plástico contra su pecho.

Las ojeras me deben colgar como el perigallo de esta viejita, piensa el Tira, y le hace un guiño.

La anciana lo mira de soslayo.

Él le pela los dientes.

La anciana se aferra a su cartera como un náufrago a su tabla de salvación.

Cuando comienzan a subir, el ronroneo de la ascensión le exacerba sus deseos de sacarse la pinga, como dicen los cubanos, y vaciar la vejiga ahí mismo. Cuba. La Habana. El recuerdo de su estadía en la isla logra que olvide un poco sus ganas diuréticas.

Piso doce.

Antes de salir del ascensor se despide de la anciana con una sonrisa de hombre bueno. Luego saca las llaves de un bolsillo de su chaqueta (su llavero solo tiene dos llaves: casa y oficina) y, con la vejiga a punto de reventar, camina rápido los veinte pasos que hay del ascensor a la puerta de su oficina. ¿Cuándo se le ocurrió la tontera de contar esos pasos? Seguro debió ser un día más relajado que este. Llega a la puerta, introduce la llave, empuja y saluda:

Buenos días her...

La hermana Tegualda no está.

Al cerrar la puerta tras de sí, pisa un sobre que blanquea en el gris de la alfombra. No se molesta en recogerlo. Quitándose la chaqueta y dejándola caer en un sillón, pasa directo al baño. Antes de llegar ya se ha sacado la pinga y, con ella en la mano, levanta la tapa, apunta y aaaaaaaaaaah.

El largo suspiro de alivio suena más a gemido de actor porno. Desagua copiosamente, desagua con los ojos cerrados para no posar la mirada en los azulejos de las paredes. Es que la imagen que atormenta sus amaneceres, la imagen que su mente se ha formado del insomnio, es una vasta y encandilada sala revestida toda de azulejos blancos.

Ahora último, para rematar el cuadro, además del insomnio está teniendo problemas de diuresis. ¿Será por el excesivo consumo de té? Tendrá que ver a un matasanos. Con la antipatía que les tiene a esos tipejos. Sobre todo a los que se creen dioses y ni siquiera miran a los ojos del paciente mientras lo atienden. Algunos ni hablan. Hipócrates hipócrita.

Termina de mear, abre los ojos y da un resoplido de alivio a su mechón blanco. Cuando al salir del baño se deja caer en el sofá de terciopelo verde, un olor que parece venir del balcón o del clóset de los útiles de aseo le hace arriscar la nariz. Inhala para captar de qué se trata, pero ya no lo siente. Mira hacia el balcón: acurrucados y flemáticos, John y Yoko retozan al sol plácidamente. Seguro que esos pajarracos acaban de darse un festín de perro muerto detrás de los cerros. Y vuelve a despatarrarse en el sofá.

Qué ganas de dormir un millón de años.

Y podría perfectamente hacerlo pues no hay mucho trabajo. En verdad no hay nada de trabajo, las cosas hace rato que no caminan muy bien en la agencia. Siente ganas de incorporarse, ir a su computador a poner música, pero se arrellena más en el sofá. Al apoyar la cabeza en uno de los cojines, el terciopelo arestinado le raspa la nuca. Con razón la hermana le viene reclamando hace días que ya va siendo hora de renovar el living. ¿Y por qué no mandarlo a tapizar nomás, hermana?, se ha resistido él. Pero que sea de otro color pues, oiga, por Dios.

¿Y qué tiene de malo el verde, si me hace el favor, hermana?

Este verde reja de comisaría es irritante, caballero. ¿O es usted daltónico?

El Tira se ríe solo.

Mira la hora en su celular: 9.37.

Raro. La hermana jamás llega después de él, y él ha llegado media hora tarde. Ella no acostumbra a darse esos relajos. Y si hubiese tenido que hacer algún trámite lo habría llamado. O se lo habría dicho ayer en la noche, cuando lo fue a dejar a su casa en su escarabajo amarillo y se quedó un rato con él, y terminaron «entendiéndose», como dice ella.

Se acuerda entonces del sobre en la puerta.

Puede que sea un nuevo caso.

Se para a recogerlo y vuelve al sillón. Es un sobre apaisado sin nada escrito, ni nombre, ni dirección, ni remitente. Lo único que exhibe es la marca de la suela de su zapato. Lo rasga.

Dentro, una hoja de oficio doblada en tres.

La despliega.

Lo que aparece ante sus ojos es una nota escrita, en cursiva, en un procesador de textos. Lee. Queda atónito.

Vuelve a leer:

Tengo a la señorita Tegualda. Si la quiere viva siga las instrucciones. Vaya a la playa El Cable y busque en la letra N.

Ni en vehículo, ni andando, ni corriendo. Debe ir en marcha olímpica. Y sin quitarse la chaqueta. No involucre a la policía. Estará vigilado todo el tiempo. Mientras más rápido haga el recorrido, mejor para ella. Marche ahora, o ella muere.

Más loco que un zapato

El Tira siente que cae en un vacío, como si de golpe lo hubiesen puesto en una campana de vidrio y sumergido en las profundidades de un lago turbio. Atolondrado, sumido en un frangollo de conjeturas, sospechas, presunciones, se ha quedado mirando la nota como caído en trance. Hasta que un ruido de aleteos en el balcón lo trae de vuelta a la realidad. Lo hace reaccionar.

Toma entonces su teléfono y marca el número de la hermana: Lo sentimos, el teléfono al que usted llama se encuentra apagado o fuera del área de cobertura.

Marca de nuevo.

Lo mismo.

Se para de un salto, recoge su chaqueta y, antes de salir hecho una exhalación de la oficina, toma un cojín y lo lanza contra los ventanales, afectuosamente.

John y Yoko ni se inmutan.

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